CONTENIDO.
«El 8 de noviembre de 2008 me desperté con un terrible dolor
de cabeza que en apenas dos horas desembocó en un derrame cerebral. Caí en un
coma profundo, y durante siete días permanecí en ese estado, durante el cual
viví una experiencia increíble y fuera de este mundo. El lugar en el que estuve
es un sitio maravilloso, reconfortante y lleno de amor. No tengo miedo a morir
porque ahora sé que no es el final». Doctor Eben Alexander
La lógica científica del doctor Alexander jamás había dado
crédito a las experiencias cercanas a la muerte. Sin embargo, después de haber
pasado por esto sabe que no son meras fantasías: Dios y el alma existen
realmente, y la muerte no es el final de la existencia personal, sino una mera
transición.
PRÓLOGO
«Un hombre debe buscar lo que es y no lo que cree que debería
ser». ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
Puede que estos sueños contribuyan a explicar por qué, al
crecer, me convertí en un enamorado de los aviones y los cohetes, de cualquier
cosa que pudiera llevarme allá arriba, al mundo que hay sobre éste.
Cuando mi familia tomaba un avión, yo me pasaba el vuelo
entero, desde el despegue al aterrizaje, con la cara pegada a la ventanilla de
mi asiento.
En verano de 1968, cuando tenía catorce años, me gasté todo el
dinero que había ganado cortando céspedes en unas clases de vuelo con un tipo
llamado Gus Street en Strawberry Hill, un «aeropuerto» (o más bien una pequeña
franja alargada de terreno cubierto de hierba) al oeste de Winston-Salem, la
ciudad de Carolina del Norte en la que crecí. Aún recuerdo cómo me latía el
corazón la primera vez que pulsé el gran botón rojo que soltaba la soga que me
mantenía unido al aparato de remolque e incliné el planeador en dirección a la
pista. Era la primera vez que me sentía realmente solo y libre. La mayoría de
mis amigos obtenía esa misma sensación en sus coches, pero apostaría algo a que
la emoción de estar en un planeador a 1000 pies de altitud es cien veces más
intensa.
En los años setenta, me uní al club de paracaidismo deportivo
de la Universidad de Carolina del Norte. Era como una hermandad secreta, un
grupo de gente que se dedicaba a algo especial y mágico. Mi primer salto fue
aterrador y el segundo más aún, pero ya para el duodécimo, cuando crucé la
compuerta y me dejé caer más de 1000 pies antes de abrir el paracaídas (mi
primera «espera de diez segundos»), sabía que aquello era lo mío. Hice un total
de 365 saltos en la universidad y pasé más de tres horas y media en caída
libre, sobre todo en formaciones, con hasta veinticinco paracaidistas más.
Aunque dejé de saltar en 1976, seguí teniendo sueños sobre la experiencia, unos
sueños que, además de vívidos, siempre eran agradables.
Los mejores saltos se daban a última hora de la tarde, cuando
el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte. Cuesta describir la sensación
que experimentaba en ese tipo de saltos: era como estar cerca de algo a lo que
nunca alcanzaba a poner nombre, pero que sabía que necesitaba. No era exactamente
soledad, porque en realidad nuestra forma de saltar no tenía nada de solitaria.
Solíamos saltar en grupos de cuatro, cinco, diez o doce personas a la vez, para
hacer toda clase de formaciones en caída libre. Cuanto más grandes y
complicadas, mejor.
En 1975, un hermoso sábado de otoño, todos los paracaidistas
de la Universidad de Carolina del Norte (UNC) nos juntamos con algunos de
nuestros amigos del club de paracaidismo del este del estado para hacer unas
cuantas formaciones. En nuestro penúltimo salto del día, nos lanzamos desde un
D18 Beechcraft a 10.500 pies de altitud para hacer un copo de nieve de diez
personas. Logramos completar la formación antes de atravesar los 7000 pies y
así pudimos disfrutar de dieciocho segundos de vuelo completos en formación,
por un claro abierto entre dos gigantescos cúmulos, antes de separarnos a los
3500 pies y apartarnos para abrir los paracaídas.
Cuando llegamos al suelo, estaba haciéndose de noche. Pero
corrimos a otro avión, despegamos rápidamente y logramos ascender de nuevo con
los últimos rayos del sol para hacer un segundo salto en medio del anochecer.
En este caso, dos de los miembros más jóvenes del grupo probaban por primera
vez a entrar en formación, es decir, unirse a ella desde el exterior en lugar
de ocupar uno de los puestos de la base (lo que es más fácil porque,
esencialmente, tu trabajo consiste en mantenerte estático en la caída mientras
los demás maniobran hacia ti). Era una ocasión muy emocionante para ellos, pero
también para los más veteranos, porque de aquel modo contribuíamos a construir
el equipo y ayudábamos a ganar experiencia a saltadores que más adelante
podrían ayudarnos a realizar formaciones aún más grandes.
Yo tenía que ser el que cerrase una formación de estrella de
seis hombres sobre las pistas del pequeño aeropuerto de Roanoke Rapids. El tipo
que estaba frente a mí se llamaba Chuck. Tenía bastante experiencia en «trabajo
relativo» (que es como se llama a la construcción de formaciones en el aire). A
los 7500 pies los rayos del sol aún incidían sobre nosotros, pero abajo ya se
habían encendido las farolas de la ciudad. Los saltos en el crepúsculo siempre
son experiencias sublimes y estaba claro que aquél iba a ser realmente hermoso.
Aunque yo saldría sólo un segundo detrás de Chuck, tendría que
moverme rápidamente para alcanzar a los demás. Caería a plomo, como un
verdadero cohete, durante los siete primeros segundos, aproximadamente. Tenía
que descender casi 150 kilómetros por hora más de prisa que mis amigos para
poder llegar a su lado poco después de que hubieran completado la formación
inicial.
El procedimiento normal para los saltos de este tipo es que
todos los saltadores se separan a los 3500 pies y se alejan todo lo posible
unos de otros. A continuación, cada uno de ellos agita los brazos (para
anunciar que se dispone a abrir el paracaídas), mira hacia arriba para
asegurarse de que no tiene ningún compañero por encima y luego tira de la
cuerda.
—Tres, dos, uno… ¡Ya!
Los cuatro primeros saltadores salieron del avión y luego los
seguimos Chuck y yo. Estaba cabeza abajo, aproximándome a la velocidad
terminal, pero sonreí igualmente al contemplar la puesta de sol por segunda vez
en el día. Mi plan consistía en frenar la caída abriendo los brazos una vez que
alcanzase a los demás (para lo que teníamos unas alas de tela que iban de las
muñecas a las caderas y que ofrecían una enorme resistencia al viento cuando se
inflaban a máxima velocidad) y extender las mangas y las perneras en forma de
campana del mono en la dirección de mi avance.
Pero no tuve la ocasión de hacerlo.
Mientras me acercaba como una flecha a la formación, vi que
uno de los chicos jóvenes había acelerado demasiado. Puede que la rápida caída
entre las nubes lo hubiera amilanado un poco, al recordarle que estaba
moviéndose a más de setenta metros por segundo hacia un enorme planeta,
parcialmente envuelto en la oscuridad. En lugar de aproximarse con lentitud al
borde de la formación, la había embestido y había obligado a todos los demás a
soltarse. Y ahora los otros cinco saltadores caían dando vueltas, sin control.
Estaban demasiado cerca. Los paracaidistas dejan tras de sí
una estela de turbulencias de baja presión extremadamente violenta. Si otro
paracaidista se mete dentro, su caída acelera al instante y puede chocar contra
el que hay debajo de él. Por su parte, esto puede provocar que los dos
saltadores aceleren y embistan a cualquiera que se encuentre por debajo de
ellos. En pocas palabras, un desastre seguro.
Doblé el cuerpo y me escoré para no entrar en contacto con
aquella masa de cuerpos giratorios. Maniobré hasta colocarme justo encima del
«objetivo», el punto del suelo sobre el que debíamos abrir los paracaídas para
disfrutar de un apacible descenso de dos minutos.
Me volví y comprobé con alivio que mis desorientados compañeros
habían logrado deshacer aquella letal maraña de cuerpos y estaban separándose.
Chuck estaba entre ellos. Para mi sorpresa, se dirigía en
línea recta hacia mi posición. Se detuvo justo debajo de mí. Debido a lo que
había sucedido, el grupo estaba cruzando la línea de los 2000 pies de altitud
más de prisa de lo que Chuck esperaba.
Puede que se fiase demasiado de su suerte y pensase que no
necesitaba seguir las normas a rajatabla.
Supongo que no me había visto. La idea me pasó durante un
breve instante por la cabeza y entonces el paracaídas multicolor de Chuck brotó
de su mochila como una flor que se abre. El paracaídas guía se hinchó en la
corriente de aire que ascendía a su alrededor a más de doscientos kilómetros
por hora y salió como una bala hacia mí, seguida por la masa del paracaídas
principal.
Desde el instante en que vi salir el paracaídas guía, apenas
tuve una fracción de segundo para actuar. Tardaría menos de un segundo en
atravesar los paracaídas y —literalmente— embestir al propio Chuck. A esa
velocidad, si lo alcanzaba en un brazo o una pierna, se los arrancaría y yo me
mataría. Y si chocaba directamente con él, nuestros cuerpos reventarían.
La gente dice que el tiempo se ralentiza en situaciones así y
es cierto. Mi mente asistió a la acción de los siguientes microsegundos como si
estuviera viendo una película a cámara lenta.
En el mismo instante en que vi el paracaídas guía, pegué los
brazos a los costados y enderecé el cuerpo para caer en picado, con una ligera
inclinación de las caderas. La verticalidad me proporcionó mayor velocidad y la
inclinación de las caderas permitió a mi cuerpo desplazarse en horizontal,
primero lentamente y luego, al cabo de un instante, mucho más de prisa. En
esencia, me convertí en un ala perfecta y logré pasar por delante del
paracaídas de Chuck justo antes de que se abriera.
Lo adelanté a más de doscientos kilómetros por hora, es decir,
220 pies por segundo. A esa velocidad, dudo que pudiera ver la expresión de mi
cara. Pero si hubiera podido, imagino que habría visto una mueca de total
estupefacción.
De algún modo, había logrado reaccionar en centésimas de
segundo a una situación que, de haberme parado a evaluarla racionalmente,
habría encontrado imposible de analizar por su extremada complejidad.
Y, sin embargo… había logrado resolverla, con el resultado de
que los dos logramos llegar a tierra sanos y salvos. Era como si mi cerebro,
enfrentado a una situación que requería una capacidad de respuesta superior a
la habitual, hubiera multiplicado por un momento su potencia.
¿Cómo lo había hecho? A lo largo de los más de veinte años que
he trabajado en el ámbito de la neurocirugía académica —estudiando el cerebro,
observando cómo funciona y trabajando con él— he tenido la oportunidad de
meditar a fondo sobre esta pregunta. Y finalmente he llegado a la conclusión de
que el cerebro es un órgano realmente extraordinario, mucho más de lo que
alcanzamos a imaginar.
Ahora me doy cuenta de que la respuesta a esta pregunta es
mucho más profunda. Pero para vislumbrar esta verdad, mi vida y mi visión del
mundo han tenido que experimentar una metamorfosis completa. Este libro trata
sobre los sucesos que cambiaron mi manera de pensar sobre este tema. Esos
sucesos me convencieron de que, por maravilloso que sea el cerebro, no fue este
órgano el que me salvó la vida aquel día. No. Lo que se activó en las milésimas
de segundo de que dispuse desde que comenzó a abrirse el paracaídas de Chuck
fue otra parte de mí, una parte mucho más profunda. Una parte que podía
trabajar así de rápido porque no estaba anclada en el tiempo, como el cerebro y
el cuerpo.
Era, de hecho, la misma parte de mí que me hacía sentir
fascinación por el firmamento cuando era niño. Y no es sólo la parte más
inteligente de nosotros, sino también la más profunda. Pero a pesar de ello,
durante la mayor parte de mi vida adulta he sido incapaz de creer en ella.
Pero ahora sí creo y en las siguientes páginas te contaré por
qué.
Soy neurocirujano.
En 1976 me gradué en Ciencias Químicas por la Universidad de
Carolina del Norte en Chapel Hill. El título de Medicina lo obtuve en la
Universidad de Duke en 1980. Durante los once años de residencia y
especialización que pasé en ella, en el hospital general de Massachusetts y en
Harvard, me especialicé en neuroendocrinología (el estudio de las interacciones
entre el sistema nervioso y el endocrino, formado por las glándulas que
segregan las hormonas responsables de dirigir la mayoría de las actividades de
nuestro organismo). También me pasé dos de esos once años investigando por qué
los vasos sanguíneos de una zona del cerebro, cuando reciben el torrente
procedente de un aneurisma, reaccionan de manera patológica, un síndrome
llamado vasoespasmo cerebral.
Tras completar una beca en neurocirugía cerebrovascular en la
localidad británica de Newcastle-UponTyne, pasé quince años en la Facultad de
Medicina de Harvard como profesor asociado de cirugía, con una especialización
en neurocirugía.
Durante aquellos años operé a incontables pacientes, muchos de
ellos aquejados de graves lesiones cerebrales que ponían en peligro su vida.
Buena parte de mi trabajo de investigación se centraba en el
desarrollo de procedimientos técnicos avanzados, como la radiocirugía
estereostática (una técnica que permite al cirujano dirigir con precisión haces
de radiación sobre objetivos específicos situados en el interior del cerebro
sin afectar a las zonas adyacentes). También colaboré en el desarrollo de
técnicas de imágenes por resonancia magnética, una serie de terapias
neuroquirúrgicas guiadas de gran importancia para el tratamiento de afecciones
cerebrales complicadas, como los tumores y los desórdenes vasculares.
Además, durante aquellos años escribí, solo o en colaboración
con otros, más de ciento cincuenta artículos para revistas especializadas y
presenté mis hallazgos en más de doscientos congresos médicos celebrados por
todo el mundo.
En resumen, que me consagré a la práctica de la ciencia. Usar
las herramientas de la medicina moderna para ayudar y curar a la gente y
aprender cada día más sobre el funcionamiento del cerebro y el cuerpo humano
era el objetivo de mi vida, mi vocación. Y me sentía inconmensurablemente
afortunado por haberla encontrado. Y por encima de todo esto tenía una esposa
preciosa y dos niños maravillosos y, aunque en algunos aspectos estaba casado
con mi profesión, intentaba no descuidar a mi familia, a la que consideraba la
otra gran bendición de mi existencia. Por multitud de razones, podía
considerarme un hombre muy afortunado.
Sin embargo, el 10 de noviembre de 2008, a la edad de cuarenta
y cuatro años, mi suerte pareció agotarse. Aquejado de manera fulminante por
una enfermedad muy rara, caí en coma durante siete días. En este tiempo, la
totalidad de mi neocórtex —la superficie exterior del cerebro, la parte del
mismo que nos convierte en humanos— estuvo desconectado. Inoperativo. En
esencia, ausente.
Cuando tu cerebro se ausenta, tú también lo haces. Como
neurocirujano, durante años había oído numerosos relatos sobre gente que había
tenido experiencias extrañas (por lo general, después de sufrir algún episodio
de infarto cardíaco), en las que viajaban a lugares misteriosos y
extraordinarios, hablaban con parientes muertos e incluso con el mismísimo
Dios.
Cosas maravillosas, sin duda. Pero todas ellas, en mi opinión,
producto de la fantasía. ¿Qué provocaba este tipo de experiencias ultraterrenas
que la gente relataba con tanta frecuencia? No tenía la pretensión de saberlo,
pero lo que sí sabía era que el responsable de crearlas era el cerebro. Como
todo lo que tiene que ver con la conciencia. Si no tienes un cerebro funcional,
no puedes tener conciencia.
Esto se debe a que, para empezar, el cerebro es la máquina que
produce la conciencia. Cuando esta máquina se avería, la conciencia se para. A
pesar de la inmensa complejidad y el misterio de los procesos cerebrales, en
esencia la cuestión es tan sencilla como ésta. Si desenchufas la televisión, se
apaga. El programa se termina, por mucho que lo estuvieras disfrutando.
O, al menos, es lo que yo creía antes de que mi cerebro dejara
de funcionar.
Durante el coma, no es que mi cerebro funcionase de manera
incorrecta… es que directamente no funcionaba. Ahora creo que es posible que
ésta fuese la causa de la profundidad e intensidad de la experiencia cercana a
la muerte (ECM) que viví durante aquel tiempo. La mayoría de las ECM
registradas se producen cuando el corazón de una persona ha permanecido parado
durante un rato. En tales casos, el neocórtex se desactiva temporalmente, pero
no suele sufrir demasiados daños (siempre que se restaure el flujo de sangre
oxigenada por medio de una resucitación cardiopulmonar o de una reactivación de
la función cardíaca en menos de cuatro minutos, aproximadamente). Pero en mi
caso, el neocórtex se había desconectado del todo. Entré en la realidad de un
mundo de conciencia que era completamente ajeno a las limitaciones de mi
cerebro físico.
Podría decirse que la mía fue la experiencia cercana a la
muerte perfecta. Como neurocirujano con varias décadas de experiencia tanto en
investigación como en cirugía, estaba en una posición privilegiada para juzgar,
no sólo la veracidad de lo que me estaba sucediendo, sino también todas sus
implicaciones.
Eran unas implicaciones de una magnitud indescriptible. Lo que
me reveló mi experiencia es que la muerte del cuerpo y del cerebro no supone el
fin de la conciencia, que la experiencia humana continúa más allá de la muerte.
Y lo que es más importante, lo hace bajo la mirada de un Dios que nos ama a
todos y hacia el que acaban confluyendo el universo y todos los seres que lo pueblan.
El lugar al que fui era real. Real hasta tal punto que, a su
lado, la vida que llevamos en este mundo y en este tiempo parece un simple
sueño.
Pero esto no quiere decir que no valore la vida que llevo en
la actualidad. De hecho, ahora la valoro más que antes, porque la veo en su
auténtico contexto.
La vida no carece de sentido. Pero éste es un hecho que no
podemos ver desde donde estamos, al menos por lo general. Lo que me sucedió
mientras estaba en coma es, sin ninguna duda, la historia más extraordinaria
que jamás podré contar. Pero es una historia complicada de relatar, porque es
completamente ajena al racionalismo convencional. No es algo que pueda
dedicarme a airear a los cuatro vientos. Pero al mismo tiempo, mis conclusiones
se basan en el análisis médico de mi propia experiencia y en mi profundo
conocimiento de los conceptos más avanzados de las ciencias cerebrales y de los
estudios más modernos sobre la conciencia. Una vez que me di cuenta de que mi
viaje había sido real, supe que tenía que relatarlo. Y hacerlo de una manera
adecuada se ha convertido en el principal objetivo de mi vida.
Esto no quiere decir que haya abandonado mi trabajo como
médico y mi vida como neurocirujano. Pero ahora que he tenido el privilegio de
constatar que nuestra vida no termina con la muerte del cuerpo o del cerebro,
creo que es mi deber, y también mi vocación, contarle a la gente lo que vi más
allá de mi propio cuerpo y más allá de esta tierra. Estoy especialmente
impaciente por relatar esta historia a gente que haya podido oír otras
similares y no haya podido terminar de darles crédito a pesar de su deseo de
hacerlo.
Es esa gente, más que ninguna otra, la destinataria de este
libro y el mensaje que contiene. Lo que tengo que contaros es lo más importante
que podréis oír nunca y además de ello, es verdad.
1.
EL DOLOR
Mis ojos se abrieron de pronto. En la oscuridad de nuestro
dormitorio, me fijé en la luz roja del reloj de la mesilla de noche: las cuatro
y media de la madrugada. Una hora antes de lo que solía despertarme para hacer
mi trayecto de setenta minutos de duración entre nuestra casa de Lynchburg,
Virginia, y la fundación Focused Ultrasound Surgery de Charlottesville, donde
trabajaba. Mi esposa Holley seguía profundamente dormida a mi lado.
Tras casi veinte años como profesional de la neurocirugía
académica en la zona de Boston, dos primaveras antes, en 2006, me había mudado
con ella y el resto de la familia a las colinas de Virginia. Holley y yo nos
conocimos en 1977, dos años antes de terminar la universidad. Ella estudiaba
bellas artes y yo, medicina. Había salido un par de veces con mi compañero de
habitación, Vic. Un día la trajo para presentármela, seguramente con la
intención de alardear. Cuando se marchaban, le dije a Holley que volviese
cuando quisiera y a continuación añadí que no hacía falta que lo hiciera con
Vic.
En nuestra primera cita de verdad fuimos a una fiesta en
Charlotte, Carolina del Norte. Tuvimos que hacer dos horas y media de ida y
otras tantas de vuelta. Holley tenía laringitis, así que fui yo el que habló el
99 por ciento del tiempo. No me costó demasiado. Nos casamos en junio de 1980,
en la iglesia episcopaliana de Windsor y al poco tiempo nos trasladamos a los
apartamentos Royal Oaks en Durham, donde yo ejercía como residente en Duke. No
era lo que se dice un palacio real y tampoco recuerdo que hubiese ningún roble.
Apenas teníamos dinero, pero estábamos tan atareados y tan felices que tampoco
nos importaba. Una de nuestras primeras vacaciones consistieron en un recorrido
con tienda de campaña por las playas de Carolina del Norte. En este estado, la
primavera es temporada de purrajas (unos bichos que pican) y nuestra tienda de
campaña no ofrecía demasiada protección frente a ellas. Pero, aun así, nos lo
pasamos en grande. Una tarde, mientras nadaba en Ocracoke, se me ocurrió un
modo de pescar los cangrejos azules que nadaban entre mis pies. Llevamos un
gran cubo de ellos al motel Pony Island, donde se alojaban unos amigos, y los
preparamos a la parrilla. Había de sobra para todos.
A pesar de nuestra prudencia, al cabo de poco tiempo nos
encontramos con que nuestras reservas de efectivo se habían reducido
preocupantemente. Estábamos alojados en casa de nuestros amigos Bill y Patty
Wilson y una noche nos dio por acompañarlos al bingo. Hacía diez años que él
iba al bingo todos los martes de verano y no había ganado ni una sola vez. En
cambio, Holley no había ido nunca. Llámalo suerte del principiante o
intervención divina, pero el caso es que aquella noche ganó doscientos dólares…
que a nosotros nos supieron como si fuesen cinco mil. El dinero nos permitió
prolongar el viaje y disfrutarlo de manera mucho más relajada.
Me licencié en Medicina en 1980, el mismo año en que Holley se
graduaba y empezaba a trabajar como artista y maestra. Realicé mi primera
intervención quirúrgica en solitario en 1981, en Duke. Nuestro primer hijo,
Eben IV, nació en 1987 en la maternidad Princess Mary de Newcastle-Upon-Tyne,
al norte de Inglaterra, donde yo estaba estudiando el sistema cerebro-vascular
con una beca, y nuestro segundo hijo, Bond, nació en el hospital Brigham &
Women’s de Boston en 1998.
Los quince años que pasé trabajando en la Facultad de Medicina
de Harvard y en el hospital Brigham & Women’s fueron maravillosos. Nuestra
familia guarda un recuerdo fabuloso del período que vivimos en la zona de
Boston. Pero en 2005, Holley y yo decidimos que era hora del volver al sur.
Queríamos estar más cerca de nuestras familias y lo vimos como una oportunidad
de tener más autonomía que en Harvard. Así que en la primavera de 2006
empezamos de nuevo en la ciudad de Lynchburg, en las colinas de Virginia. Y no
tardamos demasiado en acomodarnos al tipo de vida más relajado que ambos
habíamos conocido durante nuestra juventud en el sur.
Por un momento permanecí allí inmóvil, tratando de determinar
qué era lo que me había despertado. El día anterior —un domingo— había sido
despejado, soleado y un poco fresco, el clásico tiempo de finales de otoño en
Virginia. Holley, Bond (que tenía diez años por entonces) y yo habíamos ido a
una barbacoa en casa de un vecino. Por la tarde hablamos por teléfono con
nuestro hijo Eben IV, que en ese momento contaba veinte años y estudiaba en la
Universidad de Delaware. La única sombra del día había sido el pequeño virus
respiratorio que Holley, Bond y yo arrastrábamos desde la semana anterior. Poco
antes de meterme en la cama había empezado a dolerme la espalda, así que me
había dado un baño caliente, que pareció aplacar mi sufrimiento. Me pregunté si
me habría despertado tan temprano porque el virus seguía acechando dentro de mi
cuerpo.
Me moví ligeramente en la cama y una punzada de dolor recorrió
mi columna vertebral de arriba abajo. Era mucho más intenso que la noche antes.
Estaba claro que la gripe seguía allí, sólo que con fuerzas redobladas. Cuanto
más despertaba, más empeoraba el suplicio. Como no podía volverme a dormir y
sólo me faltaba una hora para empezar la jornada, decidí darme otro baño
caliente. Me incorporé en la cama, puse los pies en el suelo y me levanté.
Al instante, el dolor subió otro peldaño en la escala de la
agonía: ahora era una palpitación sorda y penetrante, alojada profundamente en
la base de la columna. Sin despertar a Holley, me dirigí con paso delicado
hacia el baño principal del piso de arriba.
Llené un poco la bañera y me metí en ella, convencido de que
el agua caliente me aliviaría al instante. No fue así. Al cabo de un rato,
cuando la bañera ya estaba medio llena, me di cuenta de que había cometido un
error. Además de que el dolor estaba agravándose por momentos, era tan intenso
que temía tener que despertar a Holley a voces para que me ayudase a salir de
allí.
Me sentía completamente ridículo en aquella situación, así que
alargué los brazos y me agarré a una toalla que colgaba de un toallero, justo
encima de mí. La llevé hasta el borde para que el toallero no corriera tanto
riesgo de romperse bajo mi peso y, con delicadeza, comencé a tirar de ella para
levantarme.
Otra punzada de dolor me atravesó la espalda, esta vez tan
intensa que se me escapó un gemido. Definitivamente, no se trataba de la gripe.
Pero ¿qué otra cosa podía ser? Tras salir con gran trabajo de la bañera y
ponerme el albornoz de felpa morado, regresé lentamente al dormitorio y volví a
tenderme sobre la cama. Una película de sudor frío me cubría el cuerpo.
Holley despertó y se volvió hacia mí.
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—No lo sé —dije—. Me duele muchísimo la espalda.
Holley comenzó a darme un suave masaje. Para mi sorpresa, eso
me hizo sentir un poco mejor. En términos generales, los médicos no son buenos
pacientes y yo no soy una excepción. Por un momento pensé que el dolor —y lo
que quiera que lo provocaba— iba a comenzar a remitir. Pero a las seis y media
de la mañana, hora a la que solía marcharme a trabajar, seguía prácticamente
paralizado por el dolor.
Bond entró en el dormitorio una hora más tarde, intrigado por
mi presencia en casa.
—¿Qué sucede?
—Tu padre no se encuentra bien, cariño —contestó Holley.
Yo seguía tumbado en la cama, con la cabeza apoyada en la
almohada. Bond se me acercó y comenzó a acariciarme suavemente las sienes.
Su contacto provocó algo parecido a un relámpago en mi cabeza,
el peor que había experimentado hasta entonces. Chillé. Sorprendido por mi
reacción, mi hijo retrocedió de un salto.
—No pasa nada —lo tranquilizó Holley, a pesar de que estaba
claro que pensaba lo contrario—. No has sido tú. Es que papá tiene un dolor de
cabeza espantoso. —Y entonces añadió en voz baja, más como una reflexión para
sí misma que como una pregunta para mí—: No sé si llamar a una ambulancia…
Si hay algo que los médicos detestan más que estar enfermos,
es visitar Urgencias en calidad de pacientes. Me imaginé la casa llena de
enfermeros, las preguntas preceptivas, el traslado al hospital, el papeleo… Pensé
que en algún momento empezaría a sentirme mejor y lamentaría haber llamado a la
ambulancia.
—No, no pasa nada —repuse—. Me duele, pero en seguida se me
pasará. Ayúdalo tú a prepararse para ir al colegio.
—Eben, en serio, creo que…
—Me pondré bien —la interrumpí, con la cara aún enterrada en
la almohada. Seguía literalmente paralizado por el dolor—. De verdad, no hace
falta llamar a Urgencias. No estoy tan enfermo. Sólo es un espasmo muscular en
la parte baja de la espalda y un poco de dolor de cabeza.
A regañadientes, Holley se llevó a Bond al piso de abajo y le
dio de desayunar antes de llevárselo a casa de unos vecinos para que cogiese
desde allí el autocar del colegio. Mientras mi hijo salía por la puerta
principal, se me ocurrió que si lo que me estaba pasando era algo serio y al
final terminaba en el hospital, quizá no pudiese verlo aquella tarde después de
sus clases. Así que, sacando fuerzas de flaqueza, exclamé con voz cascada:
—Que lo pases bien en el cole, Bond.
Cuando regresó Holley, yo ya estaba perdiendo la conciencia.
Mi mujer creyó que sólo estaba quedándome dormido, así que me dejó descansar y
bajó a llamar a algunos de mis colegas para recabar su opinión sobre mi estado.
Dos horas después, considerando que ya había descansado
bastante, subió para comprobar cómo estaba. Al abrir la puerta del dormitorio
me vio allí tendido sobre la cama, como antes. Pero entonces me examinó mejor y
se dio cuenta de que mi cuerpo no estaba relajado, sino rígido como una tabla
de madera. Encendió la luz y pudo ver que me convulsionaba violentamente. La
mandíbula inferior sobresalía de manera antinatural y mis ojos, abiertos como
platos, daban vueltas alrededor de las órbitas.
—¡Eben, dime algo! —chilló.
Al ver que no respondía, llamó al teléfono de Urgencias. La
ambulancia tardó menos de diez minutos en llegar y los enfermeros me subieron a
ella y me trasladaron al hospital general de Lynchburg.
De haber estado consciente, podría haberle dicho a Holley qué
era exactamente lo que estaba sucediendo en la cama durante los aterradores
momentos que pasó esperando la ambulancia: un ataque en toda regla, provocado
sin duda por algún shock extremadamente grave sufrido por mi cerebro.
Pero, lógicamente, no pude hacerlo.
Durante los siete días siguientes, sólo estaría presente con
Holley y el resto de mi familia en mi forma corporal. No recuerdo nada de lo
que sucedió en este mundo durante aquella semana y he tenido que recurrir a los
demás para conocer la parte de esta historia que transcurrió allí mientras yo
estaba inconsciente.
Mi mente, mi espíritu —como queráis llamarlo, la parte central
y humana de mí, en cualquier caso— se había perdido en otra parte.
2. EL HOSPITAL
El servicio de Urgencias del hospital general de Lynchburg es
el segundo más concurrido del estado de Virginia y, por lo general, un día
laborable a las nueve y media de la mañana está hasta los topes. Aquel lunes
era así. Aunque yo pasaba la mayor parte de mi jornada laboral en
Charlottesville, había realizado innumerables operaciones en ese hospital y conocía
a casi todo el personal. Laura Potter, una médica de Urgencias a la que conocía
y con la que había trabajado estrechamente durante dos años, recibió una
llamada desde una ambulancia en la que se le informaba de que un varón
caucásico de cuarenta y cuatro años, en estado epiléptico, estaba a punto de
llegar al centro. Mientras se acercaba a la entrada de las ambulancias, repasó
mentalmente la lista de las posibles causas del estado de su paciente. Era la
misma lista que habría elaborado yo de haber estado en su piel: síndrome de
abstinencia de alcohol; sobredosis de drogas; hiponatremia (un nivel de sodio
en sangre anormalmente bajo); infarto; tumor cerebral primario o metastático;
hemorragia intraparenquimal (derrame de sangre en la sustancia cerebral);
absceso cerebral… y meningitis.
Cuando los enfermeros me llevaron hasta la Sala 1 de
Urgencias, seguía convulsionándome violentamente, entre gemidos intermitentes y
temblores de los brazos y las piernas. Nada más verme, la doctora Laura Potter,
mi conocida, se percató de que mi cerebro estaba sufriendo un ataque grave. Una
enfermera trajo un carrito de parada, otra me extrajo sangre y una tercera
cambió la primera bolsa intravenosa, en esos momentos ya vacía, que los
enfermeros me habían puesto en casa antes de subirme a la ambulancia. Mientras
ellos trabajaban, yo me sacudía como un pez de metro setenta recién sacado del
agua. De mi boca surgía una sucesión de gorgoritos carentes de todo sentido y
gritos animales. Pero tanto como los ataques, a Laura le preocupaba que mi
cuerpo parecía mostrar una asimetría en su control motor. Esto podía
significar, no sólo que mi cerebro estaba sufriendo un ataque muy serio, sino
que podía haber daños encefálicos graves y posiblemente irreversibles.
Hace falta experiencia para acostumbrarse a la visión de un
paciente en semejante estado, pero ella ya había presenciado muchas
circunstancias similares en los años que llevaba trabajando en ese servicio. En
cambio, lo que no había visto nunca era a uno de sus colegas en aquel estado y
al mirar al paciente convulso y vociferante que había sobre la camilla dijo,
casi para sí:
—Eben.
Y entonces, alzando la voz para alertar a los demás médicos y
enfermeros de la zona, añadió:
—Es Eben Alexander.
Todos los miembros del personal que la habían oído se
agolparon alrededor de la camilla.
Holley, que había ido detrás de la ambulancia, se reunió con
ellos mientras Laura iba desgranando la preceptiva sucesión de preguntas sobre
las causas más probables de la condición en la que me encontraba. ¿Sufría
síndrome de abstinencia de alcohol? ¿Había tomado recientemente drogas
alucinógenas adquiridas en la calle? Una vez cubierto este trámite, pudo
concentrarse en detener mis ataques.
Durante los últimos meses, Eben IV me había obligado a
someterme a un agotador plan de entrenamientos para que lo acompañara en el
ascenso al monte Cotopaxi, un volcán ecuatoriano de 5987 metros de altitud que
él ya había escalado hacía unos meses. El plan había aumentado
considerablemente mis fuerzas, por lo que a los celadores les costó contenerme
mucho más de lo normal. Cinco minutos y 15 miligramos de diazepam intravenoso
más tarde, seguía presa del delirio y tratando de quitarme de encima a todo el
mundo, pero para alivio de la doctora Potter, al menos en esos momentos peleaba
con las dos mitades del cuerpo. Holley le había contado a Laura que antes de
sufrir el ataque había padecido un fuerte dolor de cabeza, lo que la llevó a
pedir una punción lumbar, un procedimiento en el que se extrae una pequeña
cantidad de fluido cefalorraquídeo de la base de la columna vertebral.
El fluido cefalorraquídeo es una sustancia acuosa y
transparente que circula por la superficie de la médula espinal y recubre el
cerebro para protegerlo de los impactos. Un organismo humano normal y en buen
estado de salud produce aproximadamente medio litro al día y cualquier
disminución de su transparencia indica que se ha producido una infección o una
hemorragia en el cerebro.
A este tipo de infecciones se las llama meningitis: es la
inflamación de las meninges, las membranas que tapizan la parte interior de la
médula espinal y el cráneo y se encuentran en contacto directo con el fluido
cefalorraquídeo. Cuatro de cada cinco veces, el causante de la meningitis es un
virus. La meningitis viral es bastante grave, pero sólo resulta fatal en un uno
por ciento de los casos, aproximadamente. Cuando esta inflamación no está
producida por un virus, es bacteriana. Las bacterias, como son más primitivas
que los virus, pueden ser más peligrosas. Este tipo de meningitis resulta
indefectiblemente fatal si no se trata con un método adecuado. E incluso si se
contrarresta de manera rápida con los antibióticos apropiados, tiene un índice
de mortalidad que oscila entre el 15 y el 40 por ciento.
Uno de los responsables menos frecuentes de la meningitis
bacteriana en los adultos es una bacteria muy antigua y muy resistente llamada
Escherichia coli, más conocida como E. coli. Nadie conoce su antigüedad exacta,
pero se calcula que oscila entre los tres y cuatro mil millones de años. Se
trata de un organismo sin núcleo que se reproduce por el primitivo pero
sumamente eficiente método conocido como fisión binaria asexual (es decir,
dividiéndose en dos). Imaginémonos una célula, llena en esencia de ADN y capaz
de absorber nutrientes (por lo general, procedentes de otras células a las que
ataca y absorbe) directamente a través de su pared celular. Ahora imaginemos
que es capaz de copiar de modo simultáneo varias cadenas de ADN y dividirse en
dos cada veinte minutos, aproximadamente. En una hora se ha convertido en ocho.
En doce horas, en 69.000 millones. Al cabo de quince horas, hay 35 billones.
Este crecimiento exponencial sólo remite cuando comienza a acabársele el
alimento.
Además, el E. coli es sumamente promiscuo. Puede intercambiar
sus genes con otras especies de bacterias por medio de un proceso llamado
conjugación bacteriana, que le permite adoptar rápidamente otros rasgos (como
la resistencia a los nuevos antibióticos) cuando los necesita. Su sencilla
eficiencia le ha permitido perdurar en el planeta desde los primeros tiempos de
la vida unicelular. Los seres humanos llevamos E. coli en nuestro interior,
generalmente en el tracto gastrointestinal. En condiciones normales, esto no
supone una amenaza. Pero cuando alguna variedad de esta bacteria, que se ha
vuelto especialmente agresiva por la absorción de cadenas de ADN ajenas, invade
el fluido cefalorraquídeo que envuelve la médula espinal y el cerebro, esta
primitiva célula comienza a devorar la glucosa del fluido y cualquier otra cosa
que pueda encontrar, incluido el propio cerebro.
A esas alturas, nadie en la sala de Urgencias sospechaba que
yo estuviera sufriendo una meningitis por E. coli. No tenían razones para ello.
Es una enfermedad rarísima en los adultos. Sus víctimas más frecuentes son los
recién nacidos, pero el porcentaje de casos entre los niños de más de tres
meses se va reduciendo progresivamente a medida que aumenta la edad. Cada año,
menos de uno de cada diez millones de adultos la contrae de manera espontánea.
En este tipo de meningitis, las bacterias atacan primero la
capa exterior del cerebro, llamada corteza. La palabra «corteza» viene del
latín corticea, que significa «cáscara» o «corteza» de árbol. Si pensamos en
una naranja, la cáscara vendría a ser el equivalente de la corteza que, en el
caso del cerebro, rodea sus partes más primitivas. Alberga las funciones
relacionadas con la memoria, el lenguaje, las emociones, la percepción visual y
auditiva y los procesos lógicos. Así que cuando un organismo como el E. coli
ataca el cerebro, se ven afectadas las funciones más relevantes de la condición
humana.
Muchas víctimas de meningitis bacteriana mueren durante los
primeros días de la enfermedad. De las que llegan a Urgencias con una acelerada
merma de las funciones neurológicas, como me sucedió a mí, sólo el diez por
ciento tiene la suerte de poder contarlo. Aunque en este caso se trata de una
suerte relativa, puesto que muchos de ellos pasan en estado vegetativo el resto
de sus vidas.
Aunque la doctora Potter no pensaba aún en una meningitis
bacteriana, sospechaba que podía padecer alguna forma de infección cerebral,
razón por la que había decidido pedir una punción lumbar. Justo cuando estaba
diciéndole a una de las enfermeras que le trajese la bandeja con el instrumental
y me preparara para el procedimiento, mi cuerpo sufrió un violento espasmo como
si, de repente, hubieran electrificado la camilla. Con una energía renovada,
proferí un prolongado gemido de agonía, arqueé la espalda y comencé a agitar
los brazos en el aire. Tenía toda la cara roja y las venas del cuello
hinchadas. Laura gritó pidiendo ayuda y acudieron los celadores. Primero dos,
luego cuatro y finalmente seis, quienes trataron de sujetarme mientras ella
procedía con la punción.
Obligaron a mi cuerpo a adoptar una posición fetal mientras
Laura me administraba más sedante. Y, finalmente, entre todos consiguieron que
me estuviera lo bastante quieto para que la aguja pudiera penetrar por la base
de mi columna vertebral.
Cuando las bacterias atacan el organismo, éste entra
automáticamente en modo defensivo y envía a sus tropas de choque, los glóbulos
blancos, desde sus barracones del bazo y la médula espinal, para repeler a los
invasores. Son las primeras bajas en la colosal guerra celular que se desencadena
cada vez que un agente biológico externo invade el cuerpo, y la doctora Potter
sabía que si mi fluido cefalorraquídeo no era transparente, sería por la
presencia de glóbulos blancos.
Se inclinó hacia delante y enfocó la mirada sobre el
manómetro, el tubo transparente y vertical por el que saldría el fluido
cefalorraquídeo. Lo primero que la sorprendió fue que, en lugar de salir gota a
gota, lo hizo en forma de chorro, debido a una presión peligrosamente elevada.
A continuación se fijó en la apariencia del fluido. La mayor o
menor opacidad indicaría la gravedad de mi estado. El líquido que apareció en
el manómetro era viscoso y blanco, con un leve tinte verdoso.
Mi fluido cefalorraquídeo estaba lleno de pus.
3. SALIDO DE LA NADA
La doctora Potter llamó al doctor Robert Brennan, uno de sus
colegas en el hospital general de Lynchburg y especialista en enfermedades
infecciosas. Mientras esperaban a los resultados de las pruebas que habían
pedido al laboratorio del centro, consideraron las distintas posibilidades
diagnósticas y opciones terapéuticas.
Durante esos momentos, yo seguía gimiendo y debatiéndome
contra las correas de mi camilla. La realidad que estaba saliendo a la luz era
cada vez más pavorosa. Los resultados de la tinción de gram (una prueba química
bautizada en honor al médico danés que la inventó y que permite a los médicos
clasificar las bacterias entre gram positivas y gram negativas) indicaban una
cepa gram negativa, lo que resulta extremadamente inusual. Al mismo tiempo, una
tomografía computarizada (TC) de mi cabeza revelaba que el revestimiento de las
meninges de mi cerebro estaba peligrosamente hinchado e inflamado. Me
introdujeron un respirador por la tráquea para que un ventilador pudiera
ocuparse por mí de la tarea de respirar —veinte veces por minuto, para ser
exactos— y desplegaron una batería de monitores alrededor de mi cama para
registrar hasta el último movimiento de mi cuerpo y de mi casi totalmente
inerte cerebro.
Entre los escasos adultos que cada año contraen meningitis
espontánea por E. coli (es decir, la que se produce sin mediar previamente un
procedimiento quirúrgico cerebral o un traumatismo craneal con penetración), la
mayoría lo hace por alguna causa tangible, como una deficiencia del sistema
inmunológico (provocada muchas veces por VHI o Sida). Pero yo no estaba dentro
de ese grupo de riesgo. Hay otras bacterias que pueden provocar meningitis
invadiendo el cerebro desde las fosas nasales o el oído medio, pero no la E.
coli. El espacio cefalorraquídeo está demasiado bien aislado con respecto al
resto del cerebro para que pasen organismos como ésos. Sencillamente, salvo que
la médula o el cráneo sufran una perforación (a causa de un estimulador
cerebral profundo o una derivación, colocados por un neurocirujano y contaminados,
por ejemplo), las bacterias que, como la mencionada, suelen residir en los
intestinos, no tienen acceso a esa zona. Yo mismo había insertado centenares de
derivaciones y estimuladores en los cerebros de mis pacientes y, de haber
tenido la oportunidad de estudiar el caso con mis perplejos colegas, habría
convenido con ellos en que, por expresarlo de manera sencilla, había contraído
una enfermedad que era prácticamente imposible de contraer.
Los dos médicos, incapaces aún de aceptar la evidencia a la
que apuntaban los resultados de las pruebas, llamaron a varios expertos en
enfermedades infecciosas de importantes hospitales universitarios. Todos se
mostraron de acuerdo en que los resultados sólo señalaban un diagnóstico
posible.
Que me diagnosticaran un caso rarísimo de meningitis
bacteriana por E. coli no fue lo único extraordinario de mi primer día de
estancia en el hospital. En los momentos previos a mi salida del servicio de
Urgencias, tras dos horas de gemidos y aullidos animales, quedé en completo silencio.
Y entonces, como salido de la nada, lancé un grito formado por dos palabras.
Dos palabras tan perfectamente articuladas que todos los médicos y enfermeros
presentes, así como Holley, que se encontraba al otro lado de la cortina, a
pocos pasos de distancia, las oyeron con nitidez:
—¡Dios, ayúdame!
Todos corrieron a la camilla. Pero cuando llegaron a mi lado,
estaba totalmente inconsciente.
No recuerdo nada sobre mi estancia en Urgencias, incluido
aquel grito de auxilio. Pero fue lo último que dije en siete días.
4. EBEN IV
Una vez en la Sala 1 de Cuidados Intensivos, mi estado
continuó deteriorándose. El nivel de glucosa en el fluido cefalorraquídeo de
una persona sana es de unos 80 miligramos por decilitro. Una persona aquejada
por una meningitis bacteriana sumamente grave y amenazada de muerte puede tener
unos niveles próximos a los 20 miligramos por decilitro. El mío era de un
miligramo. En la escala de coma de Glasgow me encontraba en el nivel 8 (de
quince posibles) lo que significaba una afección cerebral grave. Por si fuera
poco, mi condición fue agravándose en los días siguientes. Mi evaluación APACHE
II (acrónimo en inglés de Acute Physiology and Chronic Evaluation II,
«evaluación II de fisiología aguda y salud crónica») en Urgencias era de 18 puntos
sobre un máximo de 71, lo que significaba que las probabilidades de
fallecimiento durante aquella hospitalización eran próximas al 30 por ciento.
Pero, en realidad, debido a un problema diagnosticado de meningitis bacteriana
aguda gram negativa con grave deterioro neurológico, cuando ingresé en el
hospital sólo tenía, en el mejor de los casos, un diez por ciento de
probabilidades de sobrevivir. Y si los antibióticos no hacían efecto, el riesgo
de muerte iría ascendiendo inexorablemente durante los días siguientes hasta
llegar a un innegociable ciento por ciento.
Los médicos anegaron mi cuerpo con tres potentes antibióticos
intravenosos antes de enviarme a mi nuevo hogar: una habitación privada de gran
tamaño, la número 10, de la Unidad de Cuidados Intensivos, en la planta
superior de Urgencias.
Yo había estado muchas veces en aquella UCI, pero sólo como
cirujano. Es el sitio donde se aloja a los enfermos más graves, personas que
están a un paso de la muerte, para que el personal médico pueda trabajar con ellos
de manera simultánea y sin interrupciones. Un equipo así, luchando en completa
coordinación para mantener a un paciente con vida cuando todas las
probabilidades están en su contra, conforma una imagen impresionante. En
aquellas salas había vivido momentos tanto de enorme orgullo como de inmensa
decepción, dependiendo de si la vida del paciente que luchábamos por salvar
seguía adelante o se nos escurría entre los dedos.
El doctor Brennan y el resto del equipo trataron de mostrarse
tan positivos con Holley como pudieron, dadas las circunstancias, lo que no
quiere decir que fuesen demasiado optimistas. La verdad es que las
probabilidades de que falleciese en cualquier momento eran muy elevadas. Y
aunque no falleciese, cabía la posibilidad de que el ataque de las bacterias
contra la corteza de mi cerebro imposibilitase para siempre las actividades
cerebrales superiores. Cuanto más se prolongara mi coma, más aumentarían las
probabilidades de que me pasase el resto de mi vida en un estado vegetativo.
Por suerte, no sólo el personal del hospital general de
Lynchburg, sino también otras personas estaban movilizándose ya en mi auxilio.
Michael Sullivan, vecino nuestro y rector de la Iglesia episcopaliana, llegó a
Urgencias una hora después de mi esposa, aproximadamente. En el preciso momento
en que ésta cruzaba corriendo la puerta de casa para seguir a la ambulancia, su
teléfono móvil había empezado a sonar. Era su amiga de toda la vida, Sylvia
White, quien siempre había tenido la sorprendente capacidad de aparecer justamente
cuando sucedía alguna cosa importante. Holley estaba convencida de que poseía
poderes. (Yo, por mi parte, prefería la explicación más segura y racional de
que, simplemente, era una persona con gran intuición). Ella la puso al
corriente de lo sucedido y entre las dos se encargaron de llamar a mis
familiares más cercanos: mi hermana pequeña Betsy, que vivía cerca; mi otra
hermana Phyllis, que a sus cuarenta y ocho años era la más joven de todos
nosotros y vivía en Boston; y Jean, la mayor.
Aquella mañana de lunes, Jean cruzaba Virginia en dirección
sur desde su casa de Delaware. Por pura casualidad, se dirigía a casa de
nuestra madre, que vivía en Winston-Salem. Su móvil comenzó a sonar. Era su
marido, David.
—¿Has llegado ya a Richmond? —le preguntó.
—No —dijo Jean—. Estoy al norte, en la I-95.
—Pues coge la ruta 60 en dirección oeste y luego la 24 hasta
Lynchburg. Me acaba de llamar Holley. Eben está en el hospital, en Urgencias.
Ha tenido un ataque esta mañana y, de momento, no responde.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y saben qué ha sido?
—No están seguros, pero parece meningitis.
Jean dio la vuelta y siguió la sinuosa carretera 60 hacia el
oeste, bajo densos nubarrones negros y veloces, en dirección a la ruta 24 y a
Lynchburg.
Phyllis fue la que, a las tres de la tarde del mismo día del
ataque, llamó a Eben IV a su apartamento de la Universidad de Delaware. Él
estaba en el porche, haciendo unas prácticas de Ciencias (mi padre había sido
neurocirujano y parecía que a él también le interesaba la carrera) cuando sonó
su teléfono. Mi hermana lo puso rápidamente al corriente de la situación y le
dijo que no se preocupara, que los médicos lo tenían todo bajo control.
—¿Tienen idea de lo que puede ser? —preguntó mi hijo.
—Bueno, han dicho algo sobre bacterias gram negativas y
meningitis.
—Tengo dos exámenes en los próximos días, voy a avisar a mis
profesores —decidió él.
Eben me contaría posteriormente que, en un primer momento, le
costó creer que estuviese en un peligro tan grave como el que había insinuado
su tía, puesto que Holley y ella «siempre exageraban un poco» y, además, yo no
me ponía enfermo nunca. Pero cuando, una hora más tarde, lo llamó Michael
Sullivan, se dio cuenta de que tenía que acudir de inmediato.
Mientras circulaba hacia Virginia comenzó a caer una llovizna
helada. Phyllis había salido de Boston a las seis en punto y mientras Eben se
acercaba al puente de la I-495 para cruzar el Potomac y entrar en Virginia,
ella conducía bajo la lluvia. Llegó a Richmond, alquiló un coche y salió a la
ruta 60.
Cuando Eben se encontraba a pocos kilómetros de Lynchburg,
llamó a su madre.
—¿Cómo está Bond? —preguntó.
—Dormido —respondió ésta.
—En ese caso voy directamente al hospital —decidió Eben.
—¿Seguro que no quieres pasar antes por casa?
—No —dijo él—. Sólo quiero ver a papá.
Llegó a la Unidad de Cuidados Intensivos a las once y cuarto.
Cuando entró en la luminosa sala de recepción del hospital, no había más que
una enfermera. Ella lo acompañó hasta mi cama.
Para entonces, todos los visitantes se habían marchado ya a
casa. Lo único que se oía en mi amplia y escasamente iluminada habitación eran
los pitidos y siseos casi imperceptibles de las máquinas que mantenían mi
cuerpo con vida.
Eben se quedó paralizado en el umbral de la puerta al verme.
En sus veinte años de vida, nunca me había visto contraer nada más grave que un
resfriado. Pero en aquel momento, a pesar del esfuerzo de las máquinas por
aparentar otra cosa, lo que contemplaron sus ojos era, en esencia, un cadáver.
Mi cuerpo físico estaba allí, frente a él, pero el padre que conocía ya no.
O quizá sería más apropiado decir que, simplemente, estaba en
otro sitio.
5. EL INFRAMUNDO
Oscuridad, pero una oscuridad visible, como si estuvieras
sumergido en barro y, aun así, fueses capaz de ver. O en una especie de gelatina
sucia. Transparente, pero de un modo borroso, claustrofóbico y asfixiante.
Conciencia, pero sin memoria ni identidad, como un sueño en el
que ves lo que está pasando a tu alrededor, pero no sabes realmente quién eres
o lo que eres.
Y sonido, también: un palpitar profundo y rítmico, lejano pero
fuerte, me atravesaba de parte a parte. ¿Como el de un corazón? Tal vez, aunque
más lúgubre, más maquinal, como un choque metálico, como si un gigantesco
herrero subterráneo estuviera golpeando con un enorme martillo una pieza sobre
un yunque en la distancia, con tanta fuerza que el estruendo del impacto
atravesase la Tierra, el lodo o lo que quiera que me rodease.
No tenía cuerpo, al menos no un cuerpo del que fuese
consciente. Simplemente… estaba allí, en aquel lugar de palpitante y sonora
oscuridad. Ahora, con el paso del tiempo, podría llamarla «primordial». Pero
por aquel entonces no conocía esa palabra. De hecho no conocía ninguna. Las
palabras que utilizo aquí llegaron mucho más tarde, ya en el mundo, al poner
por escrito mis recuerdos.
Idioma, emociones, lógica: todo ello había desaparecido, como
si hubiera sufrido una regresión a un estado del ser propio del principio de
los tiempos, tan lejano quizá como la primitiva bacteria que, sin que yo lo
supiera, había invadido mi cerebro y lo había obligado a apagarse.
¿Cuánto tiempo pasé en ese mundo? No tengo ni la menor idea.
Cuando vas a un sitio en el que no percibes el tiempo como lo experimentamos en
el mundo normal, describir su transcurrir es prácticamente imposible. Mientras
todo sucedía, mientras estaba allí, me sentía como si yo (lo que quiera que
fuese ese «yo») hubiese estado en aquel lugar desde siempre y fuera a seguir
allí eternamente.
Y, al menos en un primer momento, tampoco es que me importase.
¿Por qué iba a hacerlo? A fin de cuentas, aquel estado del ser era el único que
conocía. Como no albergaba recuerdo alguno sobre nada mejor, no me inquietaba
especialmente el lugar en el que me encontraba. Sí que recuerdo haberme
preguntado si sobreviviría o no, pero la indiferencia que sentía ante una
respuesta u otra me inspiró una clara sensación de invulnerabilidad. Ignoraba
por completo las leyes que gobernaban el mundo en el que me encontraba, pero
tampoco tenía la menor prisa por descubrirlas. A fin de cuentas, ¿para qué?
No sabría decir cuándo sucedió exactamente, pero en un momento
determinado comencé a ser consciente de unos objetos que me rodeaban. Su
aspecto era algo similar al de las raíces y un poco como el que habrían tenido
unos enormes vasos sanguíneos en un vasto y cenagoso útero.
Emitían un fulgor rojizo y umbrío y se extendían tanto por
arriba como por abajo En retrospectiva, recuerdo que verlas era como ser un
topo o un gusano, una criatura enterrada en la tierra pero, a pesar de ello,
capaz de ver la enmarañada matriz de raíces y árboles que la rodea.
Por eso, al acordarme más adelante de aquel lugar, lo bauticé
como el «reino de la perspectiva del gusano». Durante algún tiempo sospeché que
podía tratarse de una especie de recuerdo de lo que experimentó mi cerebro
cuando las bacterias empezaron a invadirlo.
Pero cuanto más pensaba en ello (de nuevo, mucho, mucho más
tarde), menos sentido le encontraba a esta explicación. Porque —por mucho que
le cueste imaginar esto a alguien que no haya estado allí— mi conciencia no
estaba nublada ni distorsionada. Sólo era… limitada. En aquel lugar no era
humano. Ni siquiera animal. Era algo anterior y más reducido. Sólo era un punto
de conciencia en medio de un mar entre rojizo y marrón, ajeno al paso del tiempo.
Cuanto más permanecía en aquel lugar, menos cómodo me sentía.
Al principio estaba tan profundamente sumergido en él que no había diferencia
entre el «yo» y el espacio medio aterrador y medio familiar que me rodeaba.
Pero poco a poco, aquella sensación de profunda, eterna e ilimitada inmersión
fue dando paso a otra: la de que en realidad yo no formaba parte de aquel mundo
subterráneo, sino que estaba atrapado en él.
Unos rostros grotescos de animal brotaban del lodo, emitían un
gemido o un aullido y volvían a desaparecer. De tanto en tanto oía un rugido
sordo. A veces, dichos rugidos se transformaban en cánticos tenues y rítmicos,
que resultaban a un tiempo aterradores y extrañamente familiares, como si en
algún momento yo mismo los hubiera emitido también.
Como no guardaba recuerdo alguno sobre existencias anteriores,
el tiempo que pasé en aquel reino se prolongó sin que me percatara de ello.
¿Fueron meses? ¿Años? ¿Toda la eternidad? Sea cual sea la respuesta, el caso es
que al final acabé llegando a un punto en el que la sensación de inquietud
sobrepasó a la de familiaridad. Cuanto más crecía mi sentido del yo —un yo
separado de la oscuridad fría y húmeda que me rodeaba—, más desagradables y
amenazantes se tornaban las caras que brotaban de la negrura. Los rítmicos
latidos en la distancia se intensificaron también y se hicieron más claros y
fuertes, como si alguien estuviera marcándole el ritmo de trabajo a un ejército
de obreros subterráneos similares a trolls, entregados a una tarea interminable
y de brutal monotonía. A mi alrededor, los movimientos se volvieron menos
visuales y más táctiles, como si unas criaturas parecidas a reptiles o a
gusanos correteasen en tropel junto a mí y me rozaran accidentalmente con sus
pieles suaves o espinosas al pasar.
Entonces empecé a captar un olor: un poco como a heces, un
poco como a sangre y un poco como a vómito. Un olor de naturaleza biológica, en
otras palabras, pero de muerte biológica, no de vida. A medida que mi
conciencia iba afirmándose con mayor fuerza, sentí que el pánico empezaba a
apoderarse de mí. Fuera quien fuese o fuera lo que fuese, yo no pertenecía a
aquel lugar. Tenía que salir de allí.
Pero ¿adónde iba a ir?
Mientras me formulaba esta pregunta, algo nuevo surgió de la
oscuridad, sobre mí: algo que no estaba frío, muerto ni sumido en las
tinieblas, sino todo lo contrario. Creo que aunque lo intentase durante todo lo
que me queda de vida, jamás llegaría a hacerle justicia a la entidad que se me
estaba aproximando en aquel momento y no podría describir ni un triste esbozo
de su auténtica belleza.
Pero voy a intentarlo.
6. UN ANCLA A LA VIDA
Phyllis llegó al aparcamiento del hospital sólo dos horas
después que Eben IV, a eso de la una de la mañana. Al entrar en la habitación
de la UCI, se encontró a mi hijo sentado junto a mi cama, aferrado a una sábana
del hospital para no quedarse dormido.
—Mamá está en casa con Bond —informó Eben en un tono que
expresaba cansancio, tensión y alegría por la llegada de ella, todo al mismo
tiempo.
Phyllis le dijo que tenía que irse a casa, que si se quedaba
despierto toda la noche, después de haber conducido desde Delaware, al día
siguiente no le serviría de nada a nadie, ni siquiera a su padre. Llamó a
Holley y a Jean a nuestra casa y les dijo que el chico volvería en seguida,
pero que ella iba a quedarse conmigo a pasar la noche.
—Vete a casa con tu madre, tu tía y tu hermano —le dijo a Eben
IV después de colgar—. Te necesitan. Tu padre y yo seguiremos aquí mañana,
cuando vengas.
Él dirigió los ojos hacia mi cuerpo: hacia el respirador
transparente que desaparecía en el interior de mi nariz en dirección a mi
tráquea; hacia mis finos labios, ya medio agrietados; hacia mis cerrados ojos y
mis flácidos músculos faciales.
Phyllis le leyó la mente.
—Vete a casa, Eben. Intenta no angustiarte. Tu padre sigue con
nosotros. Y no voy a dejar que se marche.
Se acercó a mi cama, me cogió la mano y comenzó a darle un
masaje. Con la única compañía de las máquinas y la enfermera del turno de
noche, que acudía cada hora a revisar mis constantes vitales, se pasó allí
sentada el resto de la noche, sujetándome la mano, tratando de mantener una
conexión que sabía vital para que yo pudiese sobrevivir.
La importancia que tiene la familia para la gente del sur
puede parecer un tópico pero, como la mayoría de éstos, contiene una buena
parte de verdad. Cuando en 1988 me marché a Harvard, una de las primeras cosas
de la gente del norte que llamó mi atención era lo mucho que les costaba
expresar un hecho que en el sur damos por sentado: tu familia define tu
identidad.
A lo largo de toda mi vida, mi relación con mi familia —con
mis padres y hermanas y luego con Holley, Eben IV y Bond— ha sido siempre una
fuente de fuerza y estabilidad, pero sobre todo durante los últimos años. La
familia era a donde recurría para recibir apoyo incondicional, en un mundo —lo
mismo en el norte que en el sur— que carece de él con demasiada frecuencia.
De vez en cuando acudía a la Iglesia episcopaliana con Holley
y los niños. Pero la verdad es que durante años había sido poco más que uno de
esos parroquianos que sólo cruzan la puerta del templo en Navidad y en Semana
Santa. Animaba a nuestros hijos a rezar de noche, pero no era, ni de lejos, el
líder espiritual en mi hogar. Nunca había logrado desprenderme por completo de
mis dudas. Por mucho que de niño hubiese querido creer en Dios, en el Cielo y
en la otra vida, lo cierto es que las décadas que había pasado en el riguroso
mundo científico de la neurocirugía académica me habían hecho engendrar serias
dudas sobre la posibilidad de que tales cosas pudieran existir. Las
neurociencias de nuestros días afirman que es el cerebro el que genera la
conciencia —la mente, el alma, el espíritu, llámesele como se quiera, esa parte
invisible e intangible de nosotros mismos que nos convierte en quienes somos en
realidad— y, en esencia, yo lo creía también.
Como la mayoría de los profesionales sanitarios que tratan
directamente con personas agonizantes y sus familias, a lo largo de los años
había oído —e incluso presenciado— muchas cosas de difícil explicación.
Archivaba aquellos casos dentro de la categoría de «desconocido» y los dejaba
allí sin darles más vueltas, convencido de que en su interior se ocultaba
alguna explicación racional.
Y no es que tuviese nada en contra de la fe en lo sobrenatural.
Como profesional de la medicina que se encontraba a diario con gente que tenía
que arrostrar increíbles sufrimientos físicos y emocionales de manera
constante, lo último que habría querido era negarle a nadie el consuelo y la
esperanza de la fe. Es más, ojalá hubiera podido disfrutar de ella yo mismo.
Pero cuanto mayor me hacía, más improbable me parecía. Como el
mar que va erosionando la playa, con el paso de los años mi visión científica
del mundo había ido, lenta pero inexorablemente, socavando mi fe en una
realidad superior. La ciencia parecía estar generando una sucesión incesante de
pruebas que reducían nuestra importancia en el seno del universo a la práctica
nulidad. Habría sido magnífico poder creer. Pero a la ciencia no le importa lo
magnífico. Le importa lo que es.
Yo soy una de esas personas que aprenden mediante la acción.
Si hay algo que no puedo tocar o sentir, me cuesta interesarme por ello. Fue
ese deseo de alargar las manos hacia el objeto de mi interés, unido al anhelo
de ser como mi padre, lo que me llevó hasta la neurocirugía. El cerebro humano
es un órgano complejo y misterioso, pero también increíblemente concreto.
Cuando era un estudiante de Medicina en Duke, nada me gustaba más que
contemplar al microscopio las alargadas y delicadas neuronas cuyas conexiones
sinápticas dan origen a la conciencia. Me encantaba la combinación de
conocimiento abstracto y concreción física que representaba la neurocirugía.
Para acceder al cerebro, hay que apartar primero las capas de piel y tejido que
lo cubren y luego aplicar un instrumento neumático de gran velocidad llamado
taladro Midas Rex. Es sumamente sofisticado y cuesta miles de dólares. Y, no
obstante, a la hora de utilizarlo, no es más que… un simple taladro.
Del mismo modo, las reparaciones quirúrgicas del cerebro,
aunque de una extraordinaria complejidad, no difieren de las que pueden
realizarse con cualquier maquinaria eléctrica de enorme delicadeza. Porque
esto, creía yo en aquel entonces, era precisamente el cerebro: una máquina capaz
de generar el fenómeno de la conciencia. Sí, los científicos no habían
descubierto aún cómo lograban obrar este milagro las neuronas, pero sólo era
cuestión de tiempo. Era algo que se demostraba cada día en la mesa de
operaciones. Un paciente entra al quirófano con jaquecas y problemas de
conciencia. Obtienes una IRM (imagen por resonancia magnética) de su cerebro y
descubres un tumor. Le administras anestesia general, extraes dicho tumor y a
las pocas horas está despierto y funcionando plenamente. Desaparecen las
jaquecas. Desaparecen los problemas de conciencia. Aparentemente, es algo muy
sencillo.
Yo adoraba esa sencillez: la absoluta honradez y limpieza de
la ciencia. El hecho de que no dejara margen alguno a la fantasía ni a las
explicaciones poco rigurosas me inspiraba respeto. Si un hecho podía
establecerse de manera tangible y con pruebas fiables, se aceptaba. Si no, se
rechazaba.
Era un enfoque que dejaba muy poco margen para el alma y el
espíritu, para la pervivencia de la personalidad después de que se hubiese
detenido la actividad del cerebro que la sustentaba. Y mucho menos para unas
palabras que, a lo largo de mi vida, había oído una y otra vez en la iglesia:
«vida eterna».
Precisamente por esta razón dependía tanto de mi familia, de
Holley y nuestros hijos, de mis tres hermanas y, lógicamente, de mi padre y de
mi madre. Estoy totalmente convencido de que nunca habría sido capaz de ejercer
mi profesión —realizar, día tras día, las acciones que realizaba y ver las
cosas que veía— sin los sólidos cimientos de cariño y comprensión que ellos me
brindaban.
Y por eso, Phyllis (tras consultar a Betsy por teléfono)
decidió aquella noche hacerme una promesa en nombre de toda nuestra familia.
Mientras yo permanecía allí, con mi mano flácida y casi sin vida entre las
suyas, me prometió que, pasara lo que pasase de allí en adelante, siempre
habría alguien a mi lado para cogerme la mano.
—No vamos a dejar que te vayas, Eben —dijo—. Necesitas un
ancla que te mantenga aquí, en este mundo, donde te necesitamos. Y te la vamos
a proporcionar.
No sabía lo importante que sería esta ancla en los días
siguientes.
7. LA MELODÍA GIRATORIA Y EL PORTAL
Algo había aparecido en medio de la oscuridad. Giraba
lentamente e irradiaba unos delicados filamentos de luz blanca y dorada que
comenzaron a agrietar y disolver la oscuridad que me rodeaba.
Entonces oí algo nuevo: un sonido viviente, como la pieza
musical con más matices, más compleja y más hermosa que hayas escuchado nunca.
Fue cobrando mayor fuerza a medida que descendía una luz pura y blanca, y su
llegada aniquiló aquel monótono pálpito mecánico que hasta entonces, y
aparentemente durante eones, había sido mi única compañía.
La luz se fue acercando más y más, girando y girando, con unos
filamentos de luz blanca y pura que, pude ver en aquel momento, estaba teñida
aquí y allá de matices dorados.
Entonces, en el centro mismo de la luz apareció algo. Enfoqué
mi percepción sobre ella, tratando de adivinar lo que era.
Una puerta. Ya no estaba mirando la luz giratoria, sino a
través de ella.
En cuanto lo comprendí, comencé a ascender. Rápidamente. Hubo
un ruido similar a una racha de viento y, con un destello repentino, atravesé
la puerta y me encontré en un mundo totalmente nuevo. El más extraño y hermoso
que jamás hubiera contemplado. Brillante, extático, asombroso… Podría utilizar
un montón de adjetivos para describir el aspecto y las sensaciones que
transmitían aquel mundo, pero me quedaría corto. Me sentí como si estuviera
naciendo. No renaciendo ni volviendo a nacer. Sólo… naciendo.
A mis pies se extendía un paisaje. Era verde, frondoso,
parecido al de la Tierra. Era la Tierra… pero al mismo tiempo no. Era como
cuando tus padres te llevan de nuevo a un sitio en el que pasaste algunos años
cuando eras un niño pequeño. No lo conoces. O al menos crees que no lo conoces.
Pero cuando miras a tu alrededor, algo despierta en tu interior y te das cuenta
de que una parte de ti —una parte que está muy, muy adentro— sí lo recuerda y
se alegra de volver a estar en él.
Volaba sobre aquel lugar, por encima de árboles y campos,
arroyos y cascadas y, de vez en cuando, personas. Y también niños, niños que
reían y jugaban. La gente cantaba y bailaba en círculos y, puntualmente, veía
también algún que otro perro que corría y saltaba entre la multitud, tan feliz
como todos ellos. Vestían ropa sencilla pero hermosa y me dio la sensación de
que sus colores transmitían la misma calidez viva que los árboles y las flores
que crecían y crecían por todo el entorno.
Un mundo de ensueño increíblemente hermoso…
Sólo que no era un sueño. Aunque no sabía dónde estaba ni lo
que era yo mismo, había algo de lo que sí me sentía del todo seguro: el lugar
al que había llegado de repente era absolutamente real.
La palabra «real» expresa algo abstracto y resulta frustrantemente
inadecuada para transmitir la idea que intento describir. Imagina que eres un
niño y vas al cine un día de verano. Imagina que es una buena película y has
disfrutado viéndola. Pero entonces termina y, junto con los demás espectadores,
sales en fila del cine a la intensa, viva y acogedora calidez de la tarde
estival. Y al respirar el aire de la calle y sentir los rayos del sol sobre ti,
te preguntas por qué demonios decidiste desaprovechar un día tan hermoso
sentado en el oscuro interior de una sala de cine.
Multiplica esa sensación por mil y seguirás sin acercarte a la
que me inspiró a mí aquel lugar.
Seguí volando, no sé exactamente por cuánto tiempo (porque el
tiempo en aquel lugar no era como la sencilla experiencia lineal que conocemos
en la Tierra; de hecho, resulta tan difícil de describir como todos sus demás
aspectos). Pero en un momento dado me percaté de que ya no estaba solo.
Había alguien a mi lado: una chica preciosa de pómulos altos y
hermosos ojos azules. Llevaba ropa sencilla, como de campesina, similar a la
que vestía la gente del pueblo que había visto abajo. Unos largos mechones de
cabello dorado enmarcaban su hermoso rostro. Volábamos juntos a bordo de una
superficie cubierta por unos dibujos enormemente intrincados, el ala de una mariposa.
De hecho, estábamos rodeados por millones de mariposas, vastas bandadas de
ellas que descendían sobre la vegetación y volvían a alzarse a nuestro
alrededor. No se movían individualmente, separadas unas de otras, sino todas
juntas, como un río de vida y color que se desplazase por el aire. Volábamos en
elegantes formaciones que describían parsimoniosos bucles entre las flores y
los brotes de los árboles, que se abrían al pasar nosotros a su lado.
El atuendo de la muchacha era sencillo, pero sus colores —azul
claro, añil y melocotón— poseían la misma viveza deslumbrante y abrumadora que
todo cuanto nos rodeaba. Me dirigió una mirada que habría hecho que cualquiera
se alegrase de haber vivido hasta aquel momento, independientemente de lo que
le hubiera pasado antes. No era una mirada romántica. Tampoco amistosa. Era
algo que iba más allá de todo ello… más allá de todas las tipologías del amor
que conocemos aquí en la Tierra. Era algo superior, que contenía en su interior
todas las demás formas de amor y, al mismo tiempo, era más genuino y puro que
todas ellas.
Sin utilizar palabras, me habló. El mensaje me penetró como
una ráfaga de viento helado y al instante comprendí que era cierto. Lo supe
como había sabido que el mundo que nos rodeaba era verdadero, no una simple
fantasía, pasajera e insustancial.
El mensaje estaba dividido en tres partes y si hubiera tenido
que traducirlo a una lengua de la Tierra, habría sonado más o menos así:
«Os aman y aprecian, profunda y eternamente».
«No tenéis nada que temer».
«Nada de lo que hagáis puede ser malo».
Esas esperanzadoras palabras hicieron que me inundara una
vasta y alocada sensación de alivio. Fue como si me entregaran las reglas de un
juego al que llevara toda la vida jugando sin comprenderlo del todo.
«Aquí te mostraremos muchas cosas —anunció la chica, de nuevo
sin utilizar estas palabras exactas, sino transmitiéndome directamente su
esencia conceptual—, pero al final regresarás».
Frente a esto, sólo tenía una pregunta.
Recuerda con quién estás hablando en este momento. No soy un
bobo sentimental. Sé qué aspecto tiene la muerte. Sé lo que se siente cuando
una persona viva, con la que has hablado y has bromeado hasta hace bien poco,
se convierte en un objeto inerte en una mesa de operaciones después de que hayas
pasado horas luchando para mantener la maquinaria de su cuerpo en
funcionamiento. Sé la forma que adopta el sufrimiento y conozco la honda
tristeza y la impotencia que reflejan las caras de quienes han perdido a un ser
querido inesperadamente. Conozco la fisiología de mi propio cuerpo y, aunque no
es mi especialidad, tampoco soy un completo ignorante al respecto. Conozco la
diferencia entre la fantasía y la realidad y sé que aquella experiencia (de la
que, a pesar de todo mi empeño, sólo consigo transmitirte la imagen más vaga y
completamente insatisfactoria que quepa imaginar) fue la más importante de toda
mi vida.
De hecho, la única que podría disputarle esta condición fue la
que se produjo a continuación.
8. ISRAEL
A las ocho de la mañana del día siguiente, Holley volvía a
estar en mi habitación. Despertó a Phyllis, ocupó su puesto junto a la cabecera
de mi cama y tomó mi mano todavía inerte entre las suyas.
Alrededor de las once llegó Michael Sullivan y les pidió a
todos que formasen un círculo a mi alrededor. Mi hermana Betsy, que ya estaba
allí, me cogió de la mano para que también yo estuviese incluido. Michael
entonó una plegaria. Estaban terminando cuando uno de los especialistas en
enfermedades infecciosas llegó del piso de abajo con un nuevo informe. A pesar
de que durante la noche me habían cambiado los antibióticos, la presencia de
glóbulos blancos en mi torrente sanguíneo continuaba aumentando. Y las
bacterias seguían, sin que nadie lograra impedírselo, devorando mi cerebro.
Los médicos, cada vez más acuciados por el tiempo y la falta
de opciones, volvieron a repasar con Holley todos los detalles de mis
actividades de los últimos días. Las preguntas se extendieron luego a las
últimas semanas. ¿Había sucedido algo distinto en los últimos meses, cualquier
cosa que pudiese ayudarles a encontrarle sentido a mi condición?
—Bueno —comentó ella—, hace pocos meses hizo un viaje a
Israel.
El doctor Brennan levantó la mirada de su cuaderno.
Las células de la E. coli no sólo intercambian su ADN con
otras células de E. coli, sino también con otros organismos bacterianos gram
negativos. En estos tiempos de viajes por el mundo, bombardeos antibióticos y
nuevas cepas de enfermedades en proceso de acelerada mutación, ello constituye
un hecho muy relevante. Si unas bacterias E. coli se encuentran en un entorno
biológico difícil con otros organismos mejor adaptados que ellas, pueden
absorber parte de su ADN e incorporarlo.
En 1996, unos científicos descubrieron una nueva cepa de
bacterias que contenía una secuencia de ADN codificante para la carbapenemasa
de Klebsiella pneumoniae (o KPC, por sus siglas en inglés Klebsiella Pneumoniae
Carbapenemase), una enzima que confería a sus bacterias anfitrionas capacidad
de resistencia frente a los antibióticos. La encontraron en el estómago de un
paciente que había muerto en un hospital de Carolina del Norte. La cepa llamó
inmediatamente la atención de médicos de todo el mundo, conscientes de que la
KPC podía hacer que las bacterias se volviesen resistentes, no sólo a algunos de
los antibióticos de nuestros días, sino a todos ellos.
Si una variedad de bacterias tóxicas e inmunes a los
antibióticos (emparentada con una cepa no tóxica presente en nuestros cuerpos)
se liberase entre la población, esquilmaría la raza humana. Entre los
antibióticos que se han desarrollado en la última década no hay ninguno que
pudiera acudir a nuestro rescate.
El doctor Brennan sabía que pocos meses antes habían ingresado
en un hospital a un paciente con una fuerte infección de Klebsiella pneumoniae
y lo habían tratado con una amplia batería de antibióticos para tratar de
contenerla. Pero el estado de salud del hombre siguió agravándose. Las pruebas
revelaron que dicho bacilo seguía activo en su cuerpo y que los antibióticos no
habían surtido efecto. Posteriormente, se descubrió que las bacterias de su
intestino grueso habían adquirido el gen de la KPC por transferencia directa de
plásmido de la infección de Klebsiella pneumoniae resistente.
En otras palabras, su cuerpo se había convertido en el
laboratorio para la creación de una variante de bacteria que, si llegaba a
propagarse entre la población en general, podía llegar a rivalizar con la Peste
Negra (una plaga que acabó casi con la mitad de los europeos en el siglo XIV).
El hospital donde había sucedido todo esto era el centro
médico Sourasky de Tel Aviv, Israel. Y de hecho, había coincidido prácticamente
con una visita que había realizado yo meses atrás como parte de mi trabajo de
coordinación de un proyecto de investigación global sobre cirugía cerebral por
ultrasonidos enfocados. Había llegado a Jerusalén a las tres y cuarto de la
madrugada y, tras instalarme en mi hotel, quise dar, a pesar de la hora, un
paseo por la ciudad vieja. El paseo se convirtió en una larga caminata al
amanecer por la Vía Dolorosa, que me llevó hasta el supuesto escenario de la
Última Cena. Resultó un viaje extrañamente conmovedor y, tras mi regreso a
Estados Unidos, hablé varias veces de ello con Holley. Pero por aquel entonces
no sabía nada del paciente del centro médico Sourasky ni de las bacterias que
habían adquirido el gen de la KPC. Una bacteria que resultó ser una cepa del E.
coli.
¿Era posible que me hubiese infectado una bacteria inmune a
los antibióticos durante mi estancia en Israel? Parecía poco probable. Pero era
la única explicación para la aparente resistencia de mi infección, así que los
médicos se pusieron manos a la obra para determinar si, en efecto, era ésa la
bacteria que estaba atacando mi cerebro. Mi caso estaba a punto de
incorporarse, por la primera de muchas razones, a la historia de la medicina.
9. EL NÚCLEO
Entretanto, yo estaba en un lugar entre las nubes. Unas nubes
grandes y blancas cuyas formas contrastaban poderosamente con un cielo entre
negro y azulado. Por encima de ellas —a una altura inconmensurable, de hecho—,
unas bandadas de orbes transparentes y titilantes recorrían el cielo en
trayectorias curvas, dejando tras de sí unas líneas alargadas parecidas a
serpentinas.
¿Aves? ¿Ángeles? Estas palabras aparecieron en mi cabeza
cuando estaba escribiendo mis recuerdos. Pero ninguna de ellas consigue hacer
justicia a aquellas criaturas, totalmente distintas a cualquier cosa que
hubiese visto en este planeta. Eran más avanzadas. Superiores.
Un sonido, fuerte y tonante, como un glorioso canto, descendió
sobre mí y al oírlo me pregunté si lo producirían aquellos seres con sus alas.
Pero de nuevo, al recordarlo más tarde, me dio por pensar que lo que sucedía
era que el placer que sentían aquellas criaturas al ascender por los aires era
tal que tenían que expresarlo de algún modo, que si no dejaban salir la alegría
de su interior, simplemente no serían capaces de soportarla. Era un sonido
palpable y casi material, como una de esas lloviznas que puedes sentir sobre la
piel pero no terminan de calarte. La vista y el oído no eran sentidos separados
en el lugar donde me encontraba entonces. Podía oír la belleza visual de las
esplendentes criaturas que pasaban por encima de mí y ver la perfección inmensa
y dichosa de lo que cantaban. Era como si en aquel mundo no pudieras mirar ni
escuchar nada sin convertirte en parte de ello, sin incorporarte a su
naturaleza de algún modo misterioso.
De nuevo, desde mi perspectiva actual, me atrevo a sugerir que
en aquel mundo no se podía ver nada, porque la palabra «ver» implica una
separación que allí no existía. Eran cosas distintas, individuales, pero, aun
así, formaban parte de todo lo demás, como los dibujos entrelazados y llenos de
matices de una alfombra persa… o de las alas de una mariposa.
Se levantó una brisa cálida, como las que soplan en los días
de verano más agradables y al pasar entre las hojas de los árboles las agitó y
fluyó entre ellas como agua celestial. Una brisa divina. Su presencia lo cambió
todo y el mundo que me rodeaba pareció adoptar una modulación nueva, en una
octava más alta, una vibración más elevada.
Aunque todavía no había recuperado el don del habla (al menos
tal como lo concebimos en la Tierra), comencé a formular preguntas sin palabras
a ese viento y al ser divino cuya acción sentía tras él o dentro de él.
«¿Dónde está este lugar?»
«¿Quién soy?»
«¿Por qué estoy aquí?»
Cada vez que formulaba una de aquellas preguntas silenciosas,
la respuesta me llegaba al instante en forma de una explosión de luz, color,
amor y belleza, que impactaba en mí como una ola embravecida. Pero lo más
importante de estas ráfagas era que no sólo me silenciaban dejándome asombrado
y abrumado, sino que también les daban respuesta, aunque de una forma que no
requería lenguaje. Los pensamientos entraban directamente en mí. Pero no era
como el pensamiento que experimentamos en la Tierra. No era algo vago,
inmaterial o abstracto. Aquellos pensamientos eran sólidos e inmediatos —más
calientes que el fuego y mas húmedos que el agua— y al recibirlos era capaz, de
manera instantánea y sin esfuerzo, de comprender conceptos que, en mi vida
terrenal, me habría llevado años aprehender en su totalidad.
Seguí avanzando hasta entrar en un inmenso vacío,
completamente oscuro, de tamaño infinito pero al mismo tiempo infinitamente
reconfortante. Negro como la boca de un lobo, pero también rebosante de luz:
una luz que parecía emitir un orbe brillante que en aquel momento yo sentía muy
cerca de mí. Un orbe que estaba vivo y era casi sólido, como las canciones de
las criaturas angelicales que viese antes.
Por extraño que pueda parecer, mi situación era similar a la
de un feto en el vientre de su madre. El feto flota en el útero sin otra
compañía que la de la silenciosa placenta, que lo nutre y media en su relación
con la omnipresente pero al mismo tiempo invisible madre. Pero en mi caso, la
«madre» era Dios, el Creador, la Fuente responsable de generar el universo y
todo lo que contiene. Aquel ser estaba tan próximo a mí que no parecía mediar
distancia alguna entre ambos. Pero a la vez podía sentir su infinita inmensidad
y podía ver lo absolutamente minúsculo que era yo en comparación. En ocasiones
utilizaré el pronombre Om para referirme a Dios, porque es el que utilicé
originalmente cuando puse por escrito mis recuerdos, al salir del coma. «Om» era
el sonido que recuerdo haber oído, asociado a aquel Dios omnisciente,
omnipotente y pleno de amor incondicional; sin embargo, cualquier intento de
describirlo con palabras está condenado al fracaso.
La inmensidad pura que me separaba de Om era la razón, comprendí
entonces, de que tuviese al orbe como acompañante. De un modo que no era capaz
de comprender del todo pero del que estaba seguro: el orbe era una especie de
«intérprete» entre aquella presencia extraordinaria que me rodeaba y yo mismo.
Era como si hubiese nacido a un mundo más grande, como si el
propio universo fuese como una especie de útero gigantesco y el orbe (que
seguía, en cierta forma, conectado a la chica del ala de la mariposa, que, de
hecho, era ella) estuviese guiándome a través del proceso.
Más tarde, ya de vuelta aquí en el mundo, me encontré con una
cita del poeta cristiano del siglo XVII, Henry Vaughan, que se acerca a
describir aquel lugar, aquel Núcleo vasto y negro como la tinta china, que era
la morada de la mismísima Divinidad: «Hay, dicen algunos, en Dios una profunda
pero deslumbrante oscuridad…».
Y eso era exactamente: una oscuridad negra como la tinta que
al mismo tiempo estaba llena a rebosar de luz.
Las preguntas y las respuestas continuaron. Aunque no adoptaba
la forma de una lengua, tal como nosotros la conocemos, la «voz» de aquel Ser
era cálida y —por extraño que pueda parecer esto— personal. Comprendía a los
seres humanos y poseía las mismas cualidades que nosotros, sólo que en una
medida infinitamente superior. Me conocía a mí en total profundidad y rebosaba
todas las cualidades que siempre he asociado con los seres humanos y sólo con
ellos: calidez, compasión, emoción… e incluso ironía y sentido del humor.
A través del orbe, Om me reveló que no hay un solo universo
sino muchos —más, de hecho, de los que yo podría llegar a concebir—, pero que
el amor reside en el centro de todos ellos. El mal también está presente, pero
únicamente en cantidades diminutas. El mal es necesario porque sin él el libre
albedrío sería imposible y sin libre albedrío no podía haber crecimiento, ni
avance, ni posibilidad alguna de que nos convirtiésemos en aquello que Dios
quiere que lleguemos a ser. Por muy terrible y poderoso que pueda parecer a
veces el mal en un mundo como el nuestro, en conjunto el amor es
abrumadoramente dominante y al final acabará triunfando.
Contemplé la abundancia de la vida a través de los incontables
universos, incluida la de criaturas de inteligencia mucho más avanzada que la
de la humanidad. Vi que existen innúmeras dimensiones superiores, pero que el
único modo de conocerlas es entrar en ellas y experimentarlas directamente. No
se pueden captar ni comprender desde el espacio dimensional inferior. En esos
reinos superiores existen la causa y el efecto, pero no como los concibe la
mente humana, sino de un modo mayor. El mundo del tiempo y el espacio en el que
vivimos en este reino terreno está profunda y complejamente entrelazado con
esos mundos superiores. En otras palabras, que no están totalmente separados de
nosotros, porque todos los mundos forman parte de una misma realidad divina,
que lo abarca todo. Desde aquellos mundos superiores se podría acceder a
cualquier tiempo y lugar del nuestro.
Tardaría más de lo que me queda de vida en elaborar todo lo
que aprendí allí arriba. Este conocimiento no se me «enseñó», como se enseñan
una lección de historia o un teorema de matemáticas. Las relaciones entre las
ideas surgían directamente, sin tener que desvelarlas ni absorberlas. El
conocimiento se almacenaba sin necesidad de memorizarlo, de una vez y para
siempre. Y no se iba desvaneciendo, como sucede con la información normal.
Hasta hoy sigue estando dentro de mí, mucho más claro que todo lo que aprendí
durante mis largos años de estudio.
Esto no quiere decir que pueda acceder a ese conocimiento en
cualquier momento. Como ahora vuelvo a estar en el reino terrenal, tengo que
procesarlo a través de mi cuerpo y mi cerebro, que son físicos y limitados.
Pero está ahí. Lo percibo, grabado en el fondo de mi ser. Para una persona como
yo, que se ha pasado toda la vida trabajando para acumular conocimientos e
información a la vieja usanza, el descubrimiento de un nivel superior de
aprendizaje bastaba, por sí solo, para proporcionarme algo en lo que pensar
durante siglos…
Por desgracia, para mi familia y los médicos, allá en la
Tierra, la cosa era distinta.
10. LO QUE CUENTA
A Holley no se le escapó la reacción de los médicos cuando
mencionó mi viaje a Israel. Pero como es lógico, no comprendió por qué era tan
importante. Al recordarlo ahora, fue una suerte. Tener que enfrentarse a mi
posible muerte ya era suficiente sin añadirle la posibilidad de que fuese el
vector iniciador del equivalente a la Peste Negra en el siglo XXI.
Entretanto, se sucedían las llamadas a mis amigos y mi
familia. Incluida mi familia biológica.
De niño yo idolatraba a mi padre, que durante veinte años
había sido jefe de personal en el centro médico baptista Wake Forest de
Winston-Salem. De hecho, me decanté por la neurocirugía como carrera
profesional para seguir sus pasos… a pesar de saber que nunca llegaría a estar
completamente a su altura.
Mi padre era un hombre profundamente espiritual. Durante la
segunda guerra mundial sirvió como cirujano de campaña de las Fuerzas Aéreas
del Ejército en las junglas de Nueva Guinea y en las Filipinas. Presenció la
brutalidad y el sufrimiento y él mismo las padeció. Me habló de las noches
pasadas operando sin descanso en tiendas que a duras penas aguantaban el embate
del monzón y de un calor y una humedad tan opresivos que los cirujanos tenían
que quedarse en paños menores para poder soportarlos.
Papá se había casado con el amor de su vida (e hija de su
oficial superior, por cierto), Betty, en octubre de 1942, mientras realizaba la
instrucción, antes de que lo enviaran al teatro de operaciones del Pacífico. Al
finalizar la guerra, formaba parte del contingente inicial Aliado que ocupó
Japón, después de que Estados Unidos lanzase las bombas atómicas sobre
Hiroshima y Nagasaki. Era el único neurocirujano militar estadounidense que había
en Tokio, lo que lo convertía en oficialmente indispensable. Estaba cualificado
para realizar operaciones en cualquier punto de la anatomía de sus pacientes,
de la cabeza a los pies.
Dichas cualificaciones garantizaban que iban a retenerlo allí
durante algún tiempo. Su nuevo oficial superior no permitiría que regresase a
Estados Unidos hasta que la situación no fuese «más estable». Varios meses
después de que los japoneses firmasen formalmente la capitulación al borde del
acorazado Missouri en la bahía de Tokio, papá, al fin, recibió la licencia
definitiva. Sin embargo, sabía que su oficial superior rescindiría aquellas
órdenes si llegaba a verlas. Así que esperó a un fin de semana en que estaba de
permiso y las procesó a través de su suplente. Finalmente, en diciembre de
1945, bastante después de que la mayoría de sus camaradas hubieran regresado
con sus familias, pudo embarcar de regreso a casa.
Tras llegar a Estados Unidos a principios de 1946, decidió
continuar con su formación como neurocirujano con su amigo y compañero en la
Facultad de Medicina de Harvard, Donald Matson, que había servido en el teatro
de operaciones europeo. Entraron como residentes en el hospital Peter Bent
Brigham y en el Children’s de Boston (las principales instituciones médicas asociadas
a Harvard), bajo la tutela del doctor Frank D. Ingraham, uno de los últimos
residentes del doctor Harvey Cushing (considerado generalmente como el padre de
la neurocirugía moderna). Entre los años cincuenta y sesenta, el cuadro entero
de los neurocirujanos del «3131C» (su clasificación oficial dentro de las
Fuerzas Aéreas del Ejército), que habían perfeccionado su oficio en los campos
de batalla de Europa y el Pacífico, establecerían la vara de medir para medio
siglo de neurocirugía y para las futuras generaciones (como la mía).
Mis padres se habían criado durante la Gran Depresión y eran
gente muy trabajadora. Papá solía llegar a las siete de la tarde, justo a
tiempo de cenar, normalmente con traje y corbata pero a veces con la parte de
arriba del pijama sanitario. Luego volvía al hospital (a menudo con nosotros, a
quienes nos dejaba en su despacho haciendo los deberes mientras él se iba a
hacer las visitas). Para mi padre, vida y trabajo eran términos esencialmente
sinónimos y nos crió conforme a esa misma filosofía. Por lo general, mi hermana
y yo teníamos que colaborar con las tareas domésticas los domingos. Si
protestábamos y le decíamos que queríamos ir al cine, su respuesta era:
—Si vais al cine, otro tendrá que hacer el trabajo.
También era un hombre ferozmente competitivo. En la pista de
squash, cada partido se convertía en una «batalla a muerte» e incluso a los
ochenta años siempre andaba en busca de oponentes nuevos, a menudo varias
décadas más jóvenes.
Era un padre muy exigente, pero también maravilloso. Trataba a
todo el mundo con respeto y siempre llevaba un destornillador en el bolsillo de
la bata para apretar cualquier tornillo suelto que encontrase durante sus
rondas por el hospital. Sus pacientes, sus colegas, las enfermeras y todo el
personal del centro lo tenía en gran estima. Lo mismo cuando operaba a un
paciente que cuando colaboraba en alguna investigación científica, enseñaba a
jóvenes neurocirujanos (una de sus grandes pasiones), o ejercía como editor de
la revista Surgical Neurology (cosa que hizo durante varios años), veía su
camino en la vida claramente trazado. E incluso después de jubilarse de la
práctica de su profesión, a la edad de setenta y un años, continuó
manteniéndose al día de los últimos avances científicos. Tras su muerte (en
2004), su antiguo colega, el doctor David L. Kelly, Jr., escribió: «El doctor
Alexander siempre será recordado por su entusiasmo y su destreza, su
perseverancia, su atención al detalle, su espíritu compasivo, su honestidad y
su excelencia en todo lo que hacía». No es de extrañar que yo, como tantos
otros, lo idolatrase.
Cuando todavía era muy joven, tanto que ni siquiera recuerdo
cuándo fue, mis padres me contaron que era adoptado (o «elegido», tal como
ellos lo expresaban, porque según me aseguraron, habían sabido que era su hijo
en el mismo instante en que me vieron). No eran mis padres biológicos, pero me
querían tan profundamente como si fuese carne de su carne y sangre de su
sangre. Crecí sabiendo que me habían adoptado en abril de 1954, a la edad de
cuatro meses, y que mi madre biológica, una estudiante de instituto de
dieciséis años, no estaba casada cuando me dio a luz, en 1953. Su novio,
también un estudiante sin medios económicos para hacerse cargo de un niño,
había accedido a darme en adopción, aunque al parecer ninguno de los dos
deseaba hacerlo. Me enteré de todo aquello tan temprano que se incorporó con
total naturalidad a mi identidad, una circunstancia tan aceptada e
incuestionable como el color negro de mi cabello y el hecho de que me gustaban
las hamburguesas y no la coliflor. Quería tanto a mis padres adoptivos como si
hubieran sido los de verdad y era evidente que ellos sentían lo mismo por mí.
Mi hermana mayor, Jean, también era adoptada, pero cinco meses
después de que me adoptaran a mí, mi madre se quedó embarazada. Dio a una luz a
una niña —mi hermana Betsy— y cinco años más tarde a Phyllis, nuestra hermana
menor. A todos los efectos éramos hermanos de sangre. Yo sabía que,
independientemente de mi origen, era su hermano y ellas mis hermanas. Me crié
en una familia que, no sólo me quería, sino que creía en mí y me apoyaba para
que intentase alcanzar mis sueños. Incluido el que hizo presa de mí en el
instituto y no me soltó hasta que logré alcanzarlo: convertirme en neurocirujano
como mi padre.
Durante los años en la universidad y la Facultad de Medicina,
no pensé en mi adopción, al menos en la superficie. Visité en varias ocasiones
la Children’s Home Society de Carolina del Norte para preguntar si mi madre
tenía algún interés por verme. Pero Carolina del Norte tenía una de las
legislaciones más restrictivas del país en este tema, al objeto de proteger el
anonimato de los niños adoptados y sus padres (aun en el caso de que quisieran
conocerse). A partir de los veinte años, fui pensando en ello cada vez menos. Y
cuando conocí a Holley y formamos nuestra familia, la cuestión quedó relegada a
un rincón todavía más profundo de mis pensamientos.
Donde cayó prácticamente en el olvido.
En 1999, cuando Eben IV tenía doce años y aún vivíamos en
Massachusetts, mi hijo tuvo que hacer un trabajo sobre árboles genealógicos en
la escuela Charles River, donde cursaba sexto. Sabía que yo era adoptado y, por
tanto, que tenía parientes directos en este mundo a los que ni siquiera conocía
por el nombre. El proyecto despertó algo en su interior, un sentimiento
profundo que nunca había sabido que albergase.
Me preguntó si podía buscar a mis padres. Le dije que yo mismo
lo había intentado varias veces a lo largo de los años y que incluso me había
puesto en contacto con la Children’s Home Society de Carolina del Norte para
interesarme por ello. Si mi madre o mi padre biológicos hubieran tenido algún
interés por reanudar el contacto conmigo, la sociedad lo habría sabido. Pero
nunca tuve ninguna noticia.
Y tampoco me importaba demasiado.
—Es lo más normal en este tipo de situaciones —le dije a
Eben—. No quiere decir que mi madre biológica no me quiera o que no te quisiera
a ti si te conociese. Simplemente no quiere conocernos, imagino que porque sabe
que tú y yo ya tenemos nuestra propia familia y no quiere entrometerse.
Pero aquello no convenció a Eben, así que finalmente decidí
complacerlo y escribí a una asistente social llamada Betty, que trabajaba en
dicho organismo y me había ayudado otras veces con mis solicitudes. Pocas
semanas después, una nevada tarde de viernes de enero de 2000, mientras Eben IV
y yo íbamos en el coche de Boston a Maine para pasar un fin de semana
esquiando, me acordé de que había quedado en llamar a Betty para saber si había
hecho progresos. Marqué su número y respondió.
—Bueno, pues de hecho —anunció— sí que tengo noticias. ¿Está
sentado?
Lo estaba y así se lo dije, sin añadir que, además, estaba
conduciendo el coche en mitad de una nevada.
—Pues resulta, doctor Alexander, que sus padres biológicos
acabaron casándose.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y la carretera por la
que circulábamos se volvía de repente borrosa y lejana. Aunque sabía que mis
padres eran novios, siempre había asumido que después de darme en adopción sus
vidas habrían seguido caminos separados. Al momento apareció una imagen en mi
cabeza. Una imagen de mis padres y del hogar que habían formado en alguna
parte. Un hogar que yo nunca había conocido. Un hogar… al que no pertenecía.
Betty interrumpió mis ensoñaciones:
—¿Doctor Alexander?
—Sí —respondí lentamente—. Aquí estoy.
—Hay algo más.
Para sorpresa de Eben, detuve el coche a un lado de la
carretera antes de decirle que continuara.
—Sus padres tuvieron tres hijos más: dos niñas y un niño. Me
he puesto en contacto con la hermana mayor y me ha contado que la más pequeña
murió hace dos años. Sus padres siguen de luto por su pérdida.
—¿Y eso significa que…? —pregunté tras una dilatada pausa, aún
aturdido, incapaz de asimilar todo lo que me estaba contando.
—Lo siento, doctor Alexander, pero así es, significa que no
quieren ponerse en contacto con usted.
Eben se removió en el asiento detrás de mí, a todas luces
consciente de que había sucedido algo importante pero incapaz de adivinar lo
que era.
—¿Qué pasa, papá? —inquirió después de que yo colgara.
—Nada —contesté—. La agencia aún no sabe gran cosa, pero están
trabajando en ello. Puede que más adelante. Tal vez…
Pero no acabé la frase. En el exterior, la tormenta estaba
arreciando de verdad. No veía más allá de cien metros entre los árboles bajos y
blancos que nos rodeaban. Metí la marcha y, tras escudriñar con todo cuidado el
retrovisor trasero, volví a la carretera.
En un instante, la visión que tenía de mí mismo había cambiado
por completo. Tras la llamada seguía siendo, claro está, el mismo de antes: un
científico, un médico, un padre y un marido. Pero también me sentía, por
primera vez en toda mi vida, como un huérfano. Alguien a quien han abandonado.
Alguien a quien no han querido plenamente, al ciento por ciento.
Realmente, antes de aquella llamada nunca había pensado en mí
mismo de aquel modo, como una persona segregada de sus orígenes. Nunca me había
definido por algo que había perdido y tal vez nunca pudiese recuperar. Pero de
repente era la única parte de mí que podía ver.
Durante los meses siguientes, un mar de tristeza se abrió en
mi interior. Una tristeza que amenazaba con anegar y tragarse todo lo que tanto
me había esforzado por crear en mi vida hasta aquel punto.
Y encima, mi incapacidad para llegar al fondo de la razón que
lo estaba provocando agravaba mi situación. En el pasado me había enfrentado
otras veces a problemas que albergaba mi interior —carencias, tal como las
concebía yo— y siempre los había corregido. En la Facultad de Medicina y en mis
primeros años como cirujano, por ejemplo, formaba parte de una cultura donde la
bebida, en cantidades apropiadas, era un hábito perfectamente tolerado. Pero en
1991 comencé a darme cuenta de que esperaba, tal vez con un pequeño exceso de
impaciencia, la llegada del fin de semana y las copas que lo acompañaban.
Decidí que había llegado la hora de dejar el alcohol por completo. Y no fue
nada fácil. Había acabado por acostumbrarme más de lo que creía a la liberación
que me proporcionaban esas horas de relax y sólo logré superar los primeros
días de sobriedad gracias al apoyo de mi familia. Pues ahora me encontraba con
otro problema del que, claramente, yo era el único culpable. Si necesitaba
ayuda, no tenía más que pedirla. Así que, ¿qué era lo que me impedía ponerle
remedio? No parecía normal que un simple hecho procedente de mi pasado —un
hecho sobre el que, además, no tenía el más mínimo control— pudiera tener un
efecto tan devastador sobre mí, tanto emocional como profesionalmente.
Así que intenté luchar. Y vi con incredulidad que cada vez me
resultaba más difícil cumplir con mis obligaciones como médico, padre y marido.
Al comprender que estaba pasando por una crisis, Holley nos
apuntó a una terapia de pareja. Aunque sólo comprendía en parte la causa de mi
estado, me perdonó que hubiera caído en aquella sima de desesperación e hizo
todo lo que pudo por ayudarme a salir. Mi depresión tuvo repercusiones sobre mi
trabajo. Como es normal, mis padres eran conscientes del cambio que había
sufrido y aunque sabía que también ellos me perdonaban, no soportaba que mi
carrera como neurocirujano académico estuviera embarrancando mientras ellos no
podían hacer otra cosa que mirar desde detrás de la barrera.
Sin mi participación, mi familia era incapaz de ayudarme.
Y finalmente pude constatar que esta nueva tristeza sacaba a
la luz y luego se llevaba otra cosa: los últimos y casi inconscientes vestigios
de esperanza que albergaba sobre la existencia de un elemento personal en el
universo, alguna fuerza ajena a las leyes científicas que me había pasado años
estudiando. En términos menos clínicos, se llevó mi fe en que pudiera existir
un ser en alguna parte que me amara de verdad y se preocupara por mí, que
pudiese oír mis plegarias y responder a ellas. Tras la llamada que había
recibido en medio de aquella tormenta, la idea de un Dios amoroso y personal,
en alguna medida mi derecho de nacimiento como miembro de una cultura que se
tomaba lo divino con total seriedad, se desvaneció por completo.
¿Había alguna fuerza o inteligencia dedicada a velar por
nosotros? ¿Que amase a los humanos con auténtica devoción? Fue una sorpresa
darme cuenta de que, a pesar de todos mis años de instrucción y experiencia en
el campo de la medicina, seguía profunda, aunque secretamente, interesado en esa
pregunta… lo mismo que en la cuestión de mis padres.
Por desgracia, la respuesta a la pregunta de si existía un ser
como ése era la misma a la de si mis padres biológicos volverían a abrirme sus
vidas y sus corazones.
Y esa respuesta era no.
11. UN FINAL A LA ESPIRAL DESCENDENTE
Durante la mayor parte de los siete años siguientes, mi
carrera y mi vida familiar siguieron deteriorándose. Durante largo tiempo, la
gente que me rodeaba —incluso los más allegados— no comprendió cuál era la
causa del problema. Pero poco a poco, por medio de comentarios que yo hacía
casi de pasada, Holley y mis hermanas fueron juntando las piezas del
rompecabezas. Por fin, en junio de 2007, durante unas vacaciones familiares,
Betsy y Phyllis sacaron el tema durante un paseo matutino por una playa de
Carolina del Sur.
—¿Has pensado en escribirle otra carta a tu familia biológica?
—me preguntó Phyllis.
—Sí —dijo Betsy—. Las cosas podrían haber cambiado, nunca se
sabe.
Betsy nos había contado hacía poco que estaba pensando en
adoptar un hijo, así que no me sorprendió demasiado que sacaran el tema. Pero
al mismo tiempo, mi respuesta inmediata —más mental que verbal— fue: «¡Oh, no,
otra vez no!». No había olvidado el abismo que se había abierto bajo mis pies
siete años antes, al experimentar aquel rechazo. Pero sabía que Betsy y Phyllis
estaban haciendo lo que debían. Se habían dado cuenta de que estaba sufriendo,
habían descubierto la razón y querían —acertadamente— que hiciese lo que
tuviera que hacer para resolver el problema. Me aseguraron que me acompañarían
en aquel viaje, que no lo haría solo, como antes. Seríamos un equipo.
Así que a principios de agosto de 2007 escribí una carta
anónima a mi hermana biológica, la persona que guardaba la llave de la puerta a
mi familia, y la envié a la Children’s Home Society de Carolina del Norte, para
que Betty se la hiciese llegar:
Mi querida hermana,
Me gustaría comunicarme contigo, con nuestro hermano y con
nuestros padres. Tras hablar largo y tendido sobre ello con mis hermanas y mi
madre adoptivas, apoyan este renovado interés mío por saber más cosas sobre mi
familia biológica.
Mis dos hijos, de nueve y diecinueve años de edad, sienten
gran interés por sus raíces. Los tres y mi esposa os quedaríamos muy
agradecidos por cualquier información que pudieras compartir con nosotros. En
mi caso, mi cabeza está llena de preguntas sobre mis padres biológicos y las
vidas que han llevado hasta ahora. ¿Qué intereses y personalidades tendréis
todos?, me pregunto.
Como nos estamos haciendo mayores, mi esperanza es poder
conoceros pronto. Creo que podría ser beneficioso para todos. Quiero que sepáis
que siento el máximo respeto por vuestro deseo de privacidad. Tengo una familia
adoptiva maravillosa y agradezco la decisión que tomaron mis padres biológicos
en su juventud. Mi interés es genuino y comprenderé cualquier barrera que
nuestros padres crean necesario levantar.
Agradezco profundamente vuestra comprensión en esta materia.
Sinceramente tuyo,
Tu hermano mayor
Pocas semanas después recibí una carta de la Children’s Home
Society. Era de mi hermana pequeña.
«Sí, nos encantaría conocerte», escribía. La legislación del
estado de Carolina del Norte le prohibía revelarme ninguna información, pero,
aun así, logró darme algunas pistas sobre la familia biológica a la que nunca
había conocido.
Cuando me contó que mi padre había sido aviador naval en
Vietnam, me dejó boquiabierto: no era de extrañar que siempre me hubiese
gustado tanto saltar desde aviones y volar con planeadores. Además, descubrí
con no menos asombro que, a mediados de los sesenta, mi padre biológico había
participado en los programas de formación de astronautas de la NASA para las
misiones Apollo (y yo mismo había barajado la posibilidad de presentarme a las
pruebas para especialista de la lanzadera espacial en 1983). Posteriormente,
trabajó como piloto civil para Pan Am y Delta.
En octubre de 2007, conocí finalmente a mis padres biológicos,
Ann y Richard, y a mis hermanos Kathy y David. Ann me contó la historia de los
tres meses que había pasado en 1953 en el hogar para madres solteras Florence
Crittenden, junto al hospital Charlotte Memorial. Todas las chicas que había
allí ocultaban su nombre real bajo pseudónimos y como a mi madre le encantaba
la historia de Estados Unidos, escogió el de Virginia Dare, la primera hija de
los colonos británicos nacida en el Nuevo Mundo. La mayoría de las chicas la
llamaba así, Dare. Con dieciséis años era la más joven de la institución.
Me contó que su padre se ofreció a hacer lo que fuese
necesario cuando se enteró de su «situación» y le dijo que acogería a toda la
nueva familia. Pero llevaba algún tiempo en paro y la llegada de otra boca que
alimentar habría supuesto graves dificultades financieras y de otra naturaleza.
Un buen amigo suyo le había hablado de un médico al que
conocía en Dillon, Carolina del Sur, quien podía encargarse de «arreglar esas
cosas». Pero su madre no quiso ni oír hablar de ello.
Me habló del violento parpadeo de las estrellas, bajo los
vientos fuertes y helados traídos por un frente glacial, que había presenciado
en aquella noche de diciembre de 1953, mientras caminaba por las calles bajo
aquellas nubes dispersas, bajas y veloces. Quería estar a solas, sin otra
compañía que la luna, las estrellas y su hijo aún nonato, yo.
—La luna creciente flotaba a baja altura en el cielo del
oeste. Júpiter estaba ascendiendo en aquel momento para contemplarnos durante
toda la noche y parecía brillar más que nunca. A Richard le encantaba la
ciencia y la astronomía y más tarde me contaría que aquella noche ese planeta
estaba en oposición con respecto a la Tierra y que no volvería a verse tan bien
hasta nueve años más tarde. En ese tiempo, muchas cosas cambiarían en nuestras
vidas, incluidos los nacimientos de dos hijos más.
»Pero en aquel momento yo sólo podía pensar en lo hermoso y
brillante que parecía el rey de los planetas, allí arriba, observándonos desde
lo alto.
El entrar en el vestíbulo del hospital, se le ocurrió un
pensamiento mágico. Por lo general, las niñas pasaban dos semanas en el hogar
Crittenden después de dar a luz y luego volvían a casa y reanudaban su vida
donde la habían dejado. Si realmente tenía a su hijo aquella noche, tal vez
podría pasar la Navidad en casa… siempre que la dejaran salir al cabo de dos
semanas. Qué gran milagro sería ése: llevarme a casa por Navidad.
—El doctor Crawford acababa de asistir a otro parto y parecía
espantosamente cansado —me contó.
El médico le puso una gasa empapada en éter sobre la cara para
aliviar el dolor del parto, así que sólo estaba medio inconsciente cuando
finalmente, a las 2.42 de la madrugada, con un último y enorme esfuerzo, dio a
luz a su pequeño.
Me contó que sólo quería abrazarme y acariciarme y que nunca
olvidaría cómo había llorado hasta que la fatiga y el anestésico pudieron con
ella.
Durante las cuatro horas siguientes, Marte, luego Saturno,
luego Mercurio y por fin el brillante Venus se alzaron en levante para darme la
bienvenida a este mundo. Y mientras tanto, Ann dormía más profundamente de lo
que lo había hecho en meses.
La enfermera la despertó antes del amanecer.
—Tengo aquí alguien que quiere conocerte —le dijo con tono
alegre mientras me mostraba, envuelto en una manta azul cielo, para que me
viera.
—Todas las enfermeras estaban de acuerdo en que eras el niño
más bonito de toda la planta. Yo estaba loca de orgullo.
Pero por mucho que quisiera quedarse conmigo, la fría realidad
de que no podía hacerlo no tardó en dejarse sentir. Richard soñaba con ir a la
universidad, un sueño que no era compatible con alimentarme. Puede que yo
percibiese el pesar de Ann, porque dejé de comer. A los once días me
hospitalizaron con el diagnóstico de que «no crecía» y me pasé mis primeras
Navidades y los nueve días siguientes en el hospital de Charlotte.
Después de que me ingresasen, Ann subió al autobús para volver
a su casa. Pasó las Navidades con sus padres, sus hermanas y sus hermanos, a
los que no había visto en tres meses. Sin mí.
Cuando volví a tomar alimento, mi nueva vida como huérfano ya
estaba encarrilada. Ann comenzó a tener la sensación de que estaba perdiendo el
control y no le iban a dejar que se quedase conmigo. Cuando llamó al hospital,
justo después de Año Nuevo, le dijeron que me habían enviado a la Children’s
Home Society de Greensboro.
—¿Con las voluntarias? ¡No es justo! —respondió ella.
Me pasé los tres meses siguientes en un dormitorio destinado a
los bebés, con varios niños más cuyas madres no podían conservarlos a su lado.
Mi cuna estaba en el segundo piso de una casa victoriana de color azul que
habían donado a la sociedad.
—Tu primer hogar era un sitio muy agradable —me contó Ann con
una carcajada—, aunque sólo fuese un hospicio para niños.
Durante los meses siguientes, hizo media docena de veces el
trayecto de tres horas en autobús para visitarme, mientras intentaba
desesperadamente encontrar la manera de recuperarme. En una ocasión fue con su
madre y en otra con Richard (aunque las enfermeras sólo le dejaron verme a
través de los ventanales del dormitorio; no permitieron que entrase en la sala
y mucho menos que me abrazase).
Pero a finales de marzo de 1954, estaba claro que las cosas no
iban a salir como ella deseaba. Tendría que darme en adopción. Su madre y ella
tomaron por última vez el autobús a Greensboro.
—Tuve que cogerte y contártelo todo mientras te miraba a los
ojos —me contó—. Sabía que no ibas a hacer otra cosa que reírte y hacer
ruiditos y pompas de saliva, al margen de lo que yo dijese, pero sentía que te
debía una explicación. Te abracé fuerte una última vez, te besé en las orejas,
el pecho y la cara, y te acaricié con delicadeza. Recuerdo tan bien como si
fuese ayer que inhalé profundamente tu maravilloso aroma a bebé.
»Te llamé por el nombre que quería ponerte y dije: “Te quiero
mucho, mucho más de lo que nunca sabrás. Y te querré siempre, hasta el día en
que me muera”.
»Dije “Dios, que sepa lo mucho que lo amamos. Que sepa que lo
quiero y siempre lo querré”. Pero no podía saber si mi plegaria tendría
respuesta. En los años cincuenta, las adopciones eran irrevocables y totalmente
secretas. No había vuelta atrás ni explicaciones. A veces hasta se cambiaban
las fechas de nacimiento en las partidas para entorpecer cualquier intento de
descubrir los verdaderos orígenes de un niño. Para no dejar ni rastro. Y esto
estaba garantizado por una legislación estatal muy severa. La idea era olvidar
que había sucedido y seguir con la vida. Y, con un poco de suerte, aprender de
ello.
»Te besé una última vez y luego te deposité con todo cuidado
en la cuna. Te envolví en tu mantita azul, miré una última vez tus ojillos de
color celeste, me besé el dedo y te lo llevé a la frente.
»”Adiós, Richard Michael. Te quiero” fueron mis últimas
palabras para ti… al menos durante cincuenta años, más o menos.
Luego me contó que después de que Richard y ella se casaran y
tuviesen al resto de sus hijos, la idea de averiguar lo que había sido de mí
fue cobrando mayor fuerza en su interior. Richard, además de aviador naval y
piloto comercial, era abogado y Ann pensó que eso le permitiría descubrir la
identidad de mi familia adoptiva. Pero Richard, un verdadero caballero, no
quería desdecirse del acuerdo de adopción firmado en 1954 y no quiso saber nada
del asunto. A comienzos de los setenta, en plena guerra de Vietnam, Ann no
podía quitarse mi fecha de nacimiento de la cabeza. En diciembre de 1972 yo
cumpliría diecinueve años. ¿Me mandarían al frente? Y si era así, ¿qué sería de
mí? Lo cierto es que, en un primer momento, mi plan había sido alistarme en los
Marines como aviador. Tenía una visión de 20/100 y las Fuerzas Aéreas exigían
una visión de 20/20 sin corrección.
En las calles se decía que los Marines cogían incluso a la
gente con 20/100 y les enseñaban a volar. Sin embargo, por aquel entonces las
tropas estadounidenses comenzaron a retirarse gradualmente de Vietnam, así que
nunca llegué a alistarme.
En su lugar, ingresé en la Facultad de Medicina. Pero Ann no
sabía nada de todo esto. En primavera de 1973 presenciaron cómo bajaban los
prisioneros de guerra del Hanoi Hilton de los aviones que habían llegado de
Vietnam del Norte. Al ver que no aparecían muchos pilotos que conocían, más de
la mitad de la promoción de Richard, se les partió el corazón y Ann se
obsesionó con la idea de que tal vez me hubiesen matado.
La imagen, una vez en su mente, se negó a abandonarla y
durante años estuvo convencida de que había sufrido una muerte atroz en los
arrozales de Vietnam. Sin duda le habría sorprendido mucho saber que por aquel
entonces yo vivía a escasos kilómetros de allí, en Chapel Hill.
En verano de 2008 conocí a mi padre biológico, a su hermano
Bob y a su cuñado (también llamado Bob), en la playa de Litchfield, en Carolina
del Sur. Mi tío Bob era un héroe de guerra condecorado que había servido en la
Marina durante la guerra de Corea, además de ser piloto de pruebas en China
Lake (el centro de prueba de armas de la Marina en el desierto de California,
donde se perfeccionó el sistema de misiles Sidewinder y se probó el F-104
Starfighter). Mientras tanto, el cuñado de Richard, el otro Bob, establecía un
nuevo récord de velocidad durante la operación Sun Run (1957) (con un F-101
Voodoo que logró «adelantar al Sol»), al circunvalar la Tierra a una velocidad
media superior a los 1600 kilómetros por hora.
Entre ellos me sentí como en casa.
Aquellos encuentros con mi familia biológica anunciaron el
final de lo que he terminado por conocer como mis «años del desconocimiento».
Unos años que, comprendí al fin, habían estado presididos por el mismo dolor
tanto para mis padres biológicos como para mí.
Sólo había una herida que no podía cerrarse: la desaparición,
diez años antes, en 1998, de mi hermana biológica Betsy (sí, el mismo nombre
que una de mis hermanas adoptivas. Y, por cierto, ambas se casaron con sendos
Robs, pero ésa es otra historia). Todo el mundo me decía que tenía un gran
corazón y cuando no estaba trabajando en el centro de ayuda a víctimas de
violaciones donde pasaba la mayor parte del tiempo, solía dedicarse a cuidar y
alimentar a un pequeño grupo de perros y gatos callejeros. «Un verdadero ángel»
la llamaba Ann. Kathy me prometió que me mandaría una foto suya. Betsy había
tenido problemas con el alcohol, al igual que yo, y al conocer la historia de
su muerte, provocada en parte por su adicción, me di cuenta de lo afortunado
que había sido yo al superar la mía. Habría dado cualquier cosa por conocerla,
por poder consolarla y decirle que sus heridas se curarían y que todo saldría
bien.
Porque, por extraño que pueda parecer, al conocer a mi familia
biológica, me sentí, por primera vez en mi vida, como si las cosas estuviesen
realmente bien. La familia es algo muy importante y yo había recuperado la mía…
o al menos en su mayor parte. Fue la primera vez que pude constatar hasta qué
punto el conocimiento de los propios orígenes puede ejercer sobre una persona
un efecto terapéutico inimaginable.
El hecho de saber de dónde venía, mis orígenes biológicos, me
permitió ver y aceptar cosas de mí mismo con las que nunca habría soñado. Al
conocer a mi familia pude desprenderme al fin de la última y persistente
sospecha que había llevado conmigo sin siquiera ser consciente de ello: la de
que, viniera de donde viniese desde el punto de vista biológico, no me habían
querido. De manera subconsciente había llegado a aceptar que no merecía ser
querido. Es más, que ni siquiera merecía existir. Descubrir que me habían
querido desde el principio inició un proceso de curación interior a todos los
niveles. Me sentí más completo que en toda mi vida.
Pero no era lo único que iba a descubrir. La otra pregunta a
la que creía haber encontrado respuesta aquel día con Eben, en el coche —la de
si realmente existía un Dios que nos amaba en alguna parte— continuaba en el
aire y, en mi cabeza, la respuesta seguía siendo que no.
No volví a planteármela hasta después de pasar siete días en
coma. Y la respuesta con la que me encontré esta vez también resultó ser una
completa sorpresa…
12. EL NÚCLEO
Algo tiró de mí. No como si alguien me agarrara del brazo,
sino algo más sutil, menos físico. Era un poco como cuando el sol se oculta
detrás de las nubes y sientes que tu humor cambia al instante como respuesta.
Retrocedí, alejándome del Núcleo. Su oleosa y brillante
oscuridad se disolvió en el verde y deslumbrante paisaje de la puerta. Al mirar
abajo volví a ver a los aldeanos, los árboles, los resplandecientes arroyos y
las cascadas. Los seres angélicos seguían volando en arco sobre mí.
Mi acompañante también estaba allí. Había estado a mi lado
todo el tiempo, por supuesto, en todo mi viaje hacia el Núcleo, bajo la forma
de un orbe de luz. Pero volvía a estar allí, en forma humana. Llevaba el mismo
vestido precioso de antes y al verla me sentí como un niño perdido en una
ciudad enorme y desconocida que de repente se encontrara con un rostro
familiar. ¡Qué gran regalo para mí!
«Te mostraremos muchas cosas, pero retornarás».
Aquel mensaje que me había transmitido en la entrada a la
insondable oscuridad del Núcleo, volvió a mí en aquel momento. Y comprendí
además adónde retornaría.
Al Reino de la perspectiva del gusano, donde había emprendido
mi odisea.
Sólo que esta vez era diferente. Al adentrarme en la oscuridad
con pleno conocimiento de lo que había arriba, ya no sentí lo mismo que la
primera vez. Cuando se desvaneció la gloriosa música del Portal y regresó la
sorda palpitación del reino inferior, oí y vi todas esas cosas como un adulto
ve un lugar que antes le asustaba pero ya ha dejado de hacerlo. Las sombras y
la oscuridad, los rostros que aparecían de pronto y desaparecían, las raíces
como arterias que descendían desde algún punto en lo alto ya no me inspiraban
ningún terror, porque comprendía —del mismo modo inherente que comprendía todo
entonces— que ya no pertenecía a aquel lugar, sino que sólo estaba de visita.
Pero ¿por qué lo visitaba?
La respuesta se manifestó en mi interior del mismo modo
instantáneo y no verbal que todas las respuestas que se me habían entregado en
el brillante mundo superior. Toda aquella aventura, comencé a comprender, era
una especie de visita, un recorrido por el lado invisible y espiritual de la
existencia. Y como buena visita guiada, debía pasar por todos los pisos y
niveles.
Al volver al reino inferior se manifestaron de nuevo los
caprichos del tiempo en aquellos mundos ajenos a mi experiencia de la Tierra.
Para hacerte una pequeña idea —aunque sólo sea pequeña— de la sensación, piensa
cómo se comporta el tiempo en los sueños. En un sueño, «antes» y «después» se
convierten en términos nebulosos. Puedes estar en una parte del sueño y saber
lo que se avecina, sin haberlo experimentado aún. El «tiempo» que yo pasé allí
fue algo parecido a eso, aunque he de recalcar que nada de lo que me sucedió
estuvo revestido por la turbia confusión que impregna los sueños en la Tierra,
salvo al comienzo del todo, cuando aún estaba en el inframundo.
¿Cuánto tiempo pasé allí esta vez? De nuevo, no tengo ni la
menor idea, pues carecía de forma de medirlo. Lo que sí sé es que tras volver
al reino inferior, tardé bastante en descubrir que poseía algún control sobre
mi trayectoria, que ya no estaba atrapado allí. Haciendo un esfuerzo
consciente, podía regresar a los planos superiores. En un momento dado, mientras
estaba en las turbias profundidades, me percaté de que echaba de menos la
Melodía giratoria. Tras hacer un esfuerzo por recordar las notas, la
maravillosa música y la esfera de luz giratoria volvieron a florecer en mi
conciencia. Una vez más, atravesaron aquel lodo gelatinoso y se me llevaron
consigo hacia arriba.
En los mundos superiores, comenzaba a descubrir, lo único que
se necesita para acercarse a algo es conocerlo y poder pensar en ello. Pensar
en la Melodía giratoria equivalía a hacerla aparecer y anhelar los mundos
superiores significaba volver allí. Cuanto más me familiarizaba con el mundo
superior, más fácil me resultaba volver. Durante el tiempo que pasé fuera de mi
cuerpo, realicé incontables veces este tránsito pendular entre las tinieblas
fangosas del Reino de la perspectiva del gusano, la verde brillantez del Portal
y la negra pero sagrada oscuridad del Núcleo. No sé cuántas exactamente, pues
como ya he dicho, el tiempo como existía allí no se corresponde con el concepto
que tenemos de él aquí, en la Tierra. Pero cada vez que regresaba al Núcleo
profundizaba más que antes y aprendía más cosas, de la manera tácita y superior
a lo verbal en el que se comunican todas las cosas en los mundos que hay por
encima de éste.
Esto no quiere decir, ni de lejos, que llegara a ver el
universo entero, ni en mi viaje original entre el Reino de la perspectiva del
gusano y el Núcleo ni en ningún otro de los que vinieron después. De hecho, una
de las verdades que descubrí en el Núcleo cada vez que volvía allí era que no
se puede comprender todo lo que existe en el universo, tanto en su aspecto
físico y visible como en el (mucho, mucho más grande) aspecto espiritual e
invisible, por no hablar de los incontables universos más que existen o han
existido.
Pero nada de eso importaba, porque ya había aprendido la cosa
—la única— que, al fin y a la postre, importa realmente. Y eso era lo que me
había enseñado mi maravillosa acompañante, durante el vuelo sobre el ala de
mariposa la primera vez que atravesé el Portal. El mensaje tenía tres partes y
si tuviera que expresarlo con palabras (porque, como es natural, yo lo recibí
sin ellas) habría sido algo como esto:
«Os aman y aprecian, profunda y eternamente».
«No tenéis nada que temer».
«Nada de lo que hagáis puede ser malo».
Y si tuviese que reducirlo a una sola frase, sería ésta:
«Os aman».
Y si quisiera destilarlo todavía más, transmitirlo por medio
de una sola palabra, ésta sería (por supuesto):
«Amor».
El amor es, sin ningún género de duda, la base de todo. No una
especie de amor abstracto e inescrutable, sino el amor cotidiano y sencillo que
todo el mundo conoce, el que sentimos al mirar a nuestras esposas e hijos, o
incluso a nuestros animales de compañía. En su forma más pura y potente, este
amor no es celoso ni egoísta, sino incondicional. Ésta es la realidad de las
realidades, la incomprensiblemente gloriosa verdad de las verdades, que vive y
respira en el centro de todo lo que existe o existirá alguna vez. Y nadie que
no la conozca y la encarne en todo aquello que haga podrá alcanzar nunca ni una
remota sombra de comprensión sobre quiénes somos y lo que somos.
¿Te parece poco científico? Permíteme que disienta. Yo he
regresado desde aquel lugar y nada podría convencerme de que esta afirmación no
es, ya no la verdad más importante del universo desde el punto de vista
emocional, sino también desde el científico. Llevo ya varios años hablando de
mi experiencia y comunicándome con otras personas que estudian o han
experimentado experiencias cercanas a la muerte. Sé que el término «amor
incondicional» suele emplearse mucho en esos círculos. ¿Cuántos de nosotros
podemos concebir lo que significa realmente?
Como es natural, comprendo las razones de su presencia.
Sencillamente se debe a que mucha, mucha gente ha visto y experimentado lo
mismo que yo. Pero al igual que yo, cuando estas personas vuelven al mundo
terrenal, no tienen otra cosa que las palabras para transmitir unas
experiencias y verdades que exceden con mucho la capacidad de expresión de lo
verbal. Es como tratar de escribir una novela con la mitad del alfabeto.
El principal problema con el que se encuentran las personas
que han experimentado una ECM no es tener que habituarse de nuevo a las
limitaciones del mundo terrenal —aunque éste, ciertamente, puede ser un reto
complicado—, sino cómo transmitir lo que les hizo sentir el amor que
experimentaron allí.
En el fondo de nosotros mismos, ya lo sabemos. Al igual que
Dorothy, en El mago de Oz, tenía desde el principio la capacidad de volver a
casa, nosotros poseemos la de recuperar nuestra conexión con aquel reino
idílico. Simplemente lo hemos olvidado, porque durante la parte física,
cerebral, de nuestra existencia, nuestra mente bloquea o al menos vela el
trasfondo cósmico superior, del mismo modo que la luz del sol impide que veamos
la luz de las estrellas al amanecer. Imagina lo limitada que sería nuestra
percepción del universo si nunca pudiésemos ver el firmamento cuajado de
estrellas durante la noche.
Sólo podemos ver aquello que nuestro cerebro filtra. El cerebro
—sobre todo el hemisferio izquierdo, la parte lingüística y lógica, que genera
nuestro sentido racional y la sensación de un ego o yo claramente definido— es
una barrera que nos impide experimentar y conocer cosas superiores.
Estoy convencido de que nos enfrentamos a un momento crucial
en nuestra existencia. Tenemos que recobrar todo lo que podamos de ese
conocimiento superior mientras estamos aquí en la Tierra, mientras nuestros
cerebros (incluido el hemisferio izquierdo, analítico) son plenamente funcionales.
La ciencia —la ciencia a la que he consagrado buena parte de mi vida— no
contradice lo que descubrí allí arriba. Pero hay demasiada gente que cree que
sí, porque determinados miembros de la comunidad científica, aferrados a una
visión materialista del mundo, han insistido una y otra vez en que la ciencia y
la espiritualidad no pueden coexistir.
Se equivocan. Si he escrito este libro es precisamente para
difundir este hecho ancestral pero en última instancia básico, que convierte en
secundarios todos los demás aspectos —el misterio de mi enfermedad, el de cómo
logré mantenerme consciente en otra dimensión durante toda la semana que pasé
en coma, y el de cómo pude recobrarme tan completamente— de mi historia.
La sensación de amor y aceptación incondicionales que
experimenté durante mi viaje es el descubrimiento más importante que he hecho
(y que nunca haré) y aunque comprendo que va a ser complicado separarlo de las
demás lecciones que aprendí allí, también sé, en el fondo de mi corazón, que
compartir este mensaje básico —un mensaje tan sencillo que la mayoría de los
niños lo acepta sin dudarlo— es la tarea más importante que se me ha
encomendado.
13. MIÉRCOLES
Durante dos días, «miércoles» se convirtió en la palabra más
utilizada por mis médicos, la que aparecía en sus labios cada vez que tenían
que hablar de mis posibilidades. Como por ejemplo en: «Esperamos ver algunos
progresos el miércoles». Pero el miércoles había llegado sin el menor atisbo de
cambio en mi condición.
—¿Cuándo podré ver a papá?
Bond llevaba repitiendo esta pregunta —natural en un niño de
diez años cuyo padre está ingresado en el hospital— desde que yo entrase en
coma, el lunes. Holley había logrado esquivarla durante dos días, pero el
miércoles por la mañana decidió que había llegado la hora de darle respuesta.
Cuando le dijo a Bond, el lunes por la noche, que no iba a
volver de momento del hospital porque estaba «enfermo», éste imaginó lo que la
palabra había significado para él en los diez años de su existencia: tos,
garganta irritada y puede que un poco de dolor de cabeza. Sí, lo que había
visto el lunes por la mañana había ampliado mucho su concepto de la gravedad de
un dolor de cabeza. Pero, aun así, cuando Holley decidió llevarlo al hospital
aquel miércoles por la tarde, seguía creyendo que iba a ver algo muy distinto a
lo que se encontró en mi cama.
El cuerpo que yacía allí sólo tenía un parecido lejano con la
persona que él conocía como padre. Cuando miras a alguien dormido, te das
cuenta de que hay un individuo dentro del cuerpo. Hay una presencia. Pero la
mayoría de los médicos te dirán que con las personas en coma la cosa es
distinta (aunque no sepan exactamente por qué). El cuerpo está ahí, pero al
mirarlo te embarga una sensación extraña, casi física, de que la persona está ausente.
De que su esencia, por alguna razón inexplicable, está en otra parte.
Eben IV y Bond siempre habían estado muy unidos desde que
aquél entrara corriendo en el paritorio, a los pocos minutos de que naciese su
hermano, para abrazarlo. Aquel tercer día de mi coma, lo recibió en el hospital
e hizo lo que pudo para explicarle la situación de un manera positiva. Y como
también él era poco más que un niño, se le ocurrió un escenario que pensó que
Bond podría comprender: una batalla.
—Vamos a hacer un dibujo de lo que está pasando para que lo
vea papá cuando se ponga bien —le propuso.
Así que desplegaron una hoja grande de papel naranja sobre una
de las mesas del comedor del hospital y se pusieron a dibujar una
representación de lo que estaba sucediendo en el interior de mi cuerpo
comatoso. Dibujaron mis glóbulos blancos con capas y armados con espadas,
defendiendo el territorio asediado de mi cerebro. Y también a los invasores E.
coli, con espadas y capas ligeramente distintas. Estaban luchando a brazo partido
y el suelo aparecía sembrado por los cuerpos de los dos bandos.
A su manera, era una representación bastante fiel a la
realidad. La única inexactitud, teniendo en cuenta que se trataba de una
simplificación de un proceso mucho más complejo que tenía lugar dentro de mi
cuerpo, era el curso de la batalla. En la recreación de Eben y Bond, las
fuerzas estaban igualadas y el desenlace era todavía incierto, aunque por
descontado, al final acabarían ganando los buenos, los glóbulos blancos. Pero
Eben, allí sentado con su hermano, con los rotuladores de colores desperdigados
por toda la mesa, tratando de recrear su ingenua versión de los
acontecimientos, sabía que, en realidad, la batalla no estaba tan igualada y
que su desenlace era muy incierto.
Y sabía qué bando estaba ganando.
14. UN TIPO ESPECIAL DE ECM
«El auténtico valor del ser humano viene determinado
principalmente por la medida en la que ha logrado liberarse del yo».
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
En mi primer paso por el Reino de la perspectiva del gusano, carecía
de un centro de conciencia. No sabía quién era, lo que era o siquiera si era.
Simplemente… estaba allí, como una percepción singular en medio de una nada
sombría y fangosa carente de principio y, aparentemente, de final.
Pero ahora era distinto. Comprendía que formaba parte de la
Divinidad y que nada —absolutamente nada— podía arrebatarme eso. La (falsa)
sospecha de que, de algún modo, podemos estar separados de Dios reside en el
corazón de todas las formas de ansiedad del universo y la cura para ello —que
recibí parcialmente en el Portal y completamente una vez dentro del Núcleo— es
la certeza de que nada puede separarnos de Dios. Este hecho —que sigue siendo
la cosa más importante que jamás haya aprendido— le arrebató todo el horror al
Reino de la perspectiva del gusano y me permitió verlo como lo que realmente
es: una parte del cosmos no del todo agradable pero sin duda necesaria. Muchas
personas han viajado por los reinos como lo hice yo, pero curiosamente, la
mayoría de ellas recordaba su identidad en la Tierra cuando estaba fuera de su
forma terrena. Sabían que se llamaban John Smith, George Johnson o Sarah Brown.
Nunca perdieron de vista el hecho de que vivían en la Tierra. Eran conscientes
de que sus parientes vivos seguían allí, esperando que regresasen. Además, en
muchos casos, se vieron con amigos y parientes que habían muerto antes que
ellos y, en esos casos, los reconocieron al instante.
Mucha gente que ha vivido una ECM cuenta que experimentaron
una especie de repaso a sus vidas, en el que volvieron a vivir su encuentro con
diversas personas o las buenas o malas acciones que hicieron en el curso de su
existencia.
Yo no experimenté nada de esto y ese hecho constituye el
elemento más singular de mi ECM. Era completamente libre de mi identidad corporal,
así que todas las experiencias habituales en las ECM, relacionadas con mi
identidad en la Tierra, estuvieron rigurosamente ausentes.
Decir que a estas alturas de la experiencia seguía sin saber
quién era y de dónde había venido puede parecer sorprendente, lo sé. Al fin y
al cabo, ¿cómo podía estar aprendiendo tantas y tan fascinantes, complejas y
maravillosas cosas, cómo podía ver a la chica que estaba a mi lado, los árboles
en flor, las cascadas y a los aldeanos, y no saber que era yo, Eben Alexander,
el que estaba experimentando todo aquello? ¿Cómo podía comprender todo lo que
comprendía y no recordar que en la Tierra era un médico, un marido y un padre?
¿Una persona que no había visto los árboles, ríos y nubes por primera vez al
cruzar el Portal, sino muchas veces antes, de niño, mientras crecía en la muy
concreta y muy terrenal localidad de Winston-Salem, en el estado de Carolina
del Norte?
La única explicación que puedo ofrecer, a modo de tentativa,
es que me encontraba en una situación similar a la de alguien que sufre una
amnesia parcial, pero beneficiosa. Esto es, una persona que ha olvidado algunos
detalles esenciales sobre sí misma, pero que se beneficia de ello, aunque sólo
sea por un corto espacio de tiempo.
¿En qué me beneficiaba no acordarme de mi yo terrenal? En que
eso me permitía adentrarme en los reinos ultraterrenos sin tener que
preocuparme por lo que estaba dejando atrás. Durante todo mi periplo por
aquellos mundos fui un alma sin nada que perder. Sin lugares que echar de menos
y sin gente que recordar. No procedía de ninguna parte y no tenía historia
alguna, así que aceptaba todas mis circunstancias —incluso la turbidez y el
caos inicial que había conocido en el Reino de la perspectiva del gusano— con
total ecuanimidad.
Y como había olvidado hasta tal punto mi identidad como
mortal, se me concedió pleno acceso al ser cósmico que realmente soy (como
todos). De nuevo, mi experiencia fue comparable a uno de esos sueños en los que
recuerdas algunas cosas sobre ti mientras olvidas otras por completo. Pero, una
vez más, es una analogía de validez sólo parcial, porque como he repetido ya
varias veces, ni el Portal ni el Núcleo tenían nada de oníricos, sino que eran
de un realismo absoluto, totalmente alejado de lo ilusorio. Al escribir esto,
me doy cuenta de que suena como si la ausencia de recuerdos terrenales mientras
estuve en el Reino de la perspectiva del gusano, el Portal y el Núcleo fuese de
algún modo intencionada. Ahora sospecho que era así. Aun a riesgo de incurrir
en una simplificación, diré que se me permitió morir más y llegar más lejos que
casi todas las personas que han tenido una ECM antes que yo.
Sé que parece arrogante, pero nada más lejos de mi intención.
La inmensa bibliografía que existe sobre las ECM ha desempeñado un papel
crucial en mi comprensión de la experiencia que viví durante el coma. Mentiría
si dijera que conozco la razón por la que la tuve, pero ahora (tres años
después), tras haber leído multitud de libros sobre el tema, sé que la
penetración en los mundos superiores suele ser un proceso gradual, que requiere
que el individuo se desprenda de todo apego a los niveles anteriores.
Esto no supuso un problema para mí, puesto que durante toda mi
experiencia no conservaba ni un solo recuerdo terrenal y únicamente sentí dolor
y tristeza cuando llegó el momento de regresar a la Tierra, donde había
empezado mi viaje.
15. EL REGALO DEL OLVIDO
«Debemos creer en el libre albedrío. No tenemos alternativa».
ISAAC B. SINGER (1902-1991)
La imagen de la conciencia humana que sostiene la mayor parte
los científicos en nuestros días es que está compuesta de información digital:
datos, en esencia, como los que utilizan los ordenadores. Aunque algunos tipos
de datos —ver una puesta de sol espectacular, oír una hermosa sinfonía por primera
vez o incluso enamorarse— nos pueden parecer más profundos o especiales que
otros, en realidad no es más que una ilusión. Cualitativamente, todos los
incontables datos que se crean y almacenan en nuestro cerebro son iguales.
Nuestro cerebro modela la realidad exterior cogiendo la
información que recibe a través de los sentidos y transformándola en un rico
tapiz digital. Pero nuestras percepciones son sólo un modelo, no la propia
realidad. Una ilusión.
Como es natural, ésta era también mi visión de las cosas.
Cuando estaba en la Facultad de Medicina, recuerdo haber asistido a debates
sobre la conciencia en los que se afirmaba que no es más que un programa
informático de gran complejidad. Según estas argumentaciones, los
aproximadamente 10.000 millones de neuronas que están constantemente
activándose en nuestro cerebro son capaces de producir una vida entera de
conciencia y recuerdo.
Para comprender cómo podría nuestro cerebro bloquear nuestro
acceso al conocimiento de los mundos superiores, antes tenemos que aceptar —al
menos como hipótesis de partida— que no es el cerebro el que produce la
conciencia. Que en realidad es algo así como una válvula de control o un filtro
que transforma la capacidad de percepción superior, no física, que poseemos, en
una capacidad más limitada mientras duran nuestras vidas mortales. Desde el
punto de vista terrenal, esto supone una gran ventaja. Al igual que nuestros
cerebros trabajan constantemente para filtrar el bombardeo de información
sensorial que llega hasta nosotros desde nuestro entorno físico, y seleccionan
el material que necesitamos para sobrevivir, olvidar nuestras identidades
ultraterrenas nos permite estar presentes «aquí y ahora» de manera mucho más
eficaz. Del mismo modo que la vida normal contiene demasiada información como
para absorberla toda a la vez sin quedar paralizados, un exceso de conciencia
sobre los mundos que hay más allá de éste sería aún más difícil de asimilar. Si
supiésemos más de lo que sabemos sobre los reinos espirituales, la vida que
tenemos que llevar en la Tierra se tornaría un reto aún más grande de lo que ya
es (y con esto no pretendo decir que no debamos ser conscientes de los mundos
que hay más allá, sólo que una percepción excesiva de su grandeza e inmensidad
nos impediría actuar aquí en la Tierra). Si hablamos sobre el propósito (y
ahora creo que no hay nada en el universo que no lo tenga), el hecho de tomar
las decisiones correctas frente al mal y la injusticia en la Tierra sería menos
significativo si recordáramos toda la belleza y la luz de lo que nos espera
cuando salgamos de aquí.
¿Por qué estoy tan seguro de todo esto? Por dos razones. La
primera es que me lo enseñaron (los seres que me acompañaron cuando estaba en
el Portal y el Núcleo) y la segunda es que lo he experimentado en mis propias
carnes. Mientras estaba fuera de mi cuerpo recibí una información sobre la
naturaleza y la estructura del universo que excedía por mucho mi capacidad de
comprensión. Pero la recibí de todas maneras, en gran parte porque, como mis
preocupaciones mundanas no interferían, podía hacerlo. Ahora que vuelvo a estar
en la Tierra y he recordado mi identidad corporal, la semilla del conocimiento
ultraterreno ha vuelto a quedar cubierta. Pero, sin embargo, sigue allí. Puedo
sentirla en todo momento. En este entorno terrenal tardará años en dar fruto.
Es decir, que a mi cerebro mortal, material, le costará años comprender lo que
entendí al instante en los reinos no cerebrales del mundo del más allá. Pero
tengo la seguridad de que si trabajo diligentemente para conseguirlo, gran
parte de ese conocimiento acabará por ver la luz en mi cabeza.
Decir que aún existe un abismo entre la comprensión científica
del universo y lo que yo vi sería quedarse muy, muy corto. Sigo siendo un
apasionado de la física y la cosmología, sigue gustándome estudiar nuestro
vasto y maravilloso universo. Sólo que ahora poseo una visión más amplia de lo
que significan en este contexto los términos «vasto» y «maravilloso». El lado
físico del universo es como una mota de polvo en comparación con su lado
invisible y espiritual. En mi antigua concepción, «espiritual» es una palabra
que nunca hubiese utilizado en el transcurso de una conversación científica.
Pero ahora creo que es un término que no podemos descartar.
Desde el Núcleo, mi comprensión de lo que llamamos «energía
oscura» y «materia oscura» parecía tener una explicación muy clara, así como
otros elementos avanzados de la constitución del universo que los humanos
tardarán eones en conocer.
Pero esto no quiere decir que pueda explicártelos. Ello se
debe a que, paradójicamente, aún estoy sumido en el proceso de su
entendimiento. Puede que el mejor modo de transmitir esa parte de mi
experiencia sea decir que pude probar un pequeño anticipo de otra forma de
conocimiento más grande: una forma de conocimiento a la que, según creo, los
seres humanos accederán cada vez más en el futuro. Pero tratar de transmitir
ahora ese conocimiento sería algo así como si un chimpancé se convirtiese
durante un día en ser humano, experimentase todas las maravillas del
conocimiento humano y luego regresase con sus amigos primates y tratase de
explicarles cómo es conocer varias lenguas de procedencias diversas, el cálculo
y las inmensas dimensiones del universo.
Allí arriba, cuando aparecía una pregunta en mi mente, lo
hacía acompañada por la respuesta, como una flor que se abriese a su lado. Era
como si, del mismo modo que todas las partículas del universo físico están
realmente conectadas entre sí, no pudiera existir una pregunta sin su respuesta
correspondiente. Y no eran sencillos «sí» o «no». Eran enormes edificios
conceptuales, estructuras asombrosas de pensamiento vivo, tan complejas como
ciudades. Ideas tan vastas que, para aprehender cualquiera de ellas sólo con el
pensamiento terrenal, habría tardado una vida entera. Por suerte, no era lo que
yo estaba utilizando. Me había desembarazado de él como una mariposa que brota
de su crisálida.
Vi la Tierra como una mota azul pálido en la inmensa negrura
del espacio físico. Pude constatar que era un lugar en el que se entremezclaban
el bien y el mal, lo que constituía una de sus características únicas. Incluso
en la Tierra hay mucho más bien que mal, pero es un lugar en el que se permite
que el mal adquiera influencia de un modo que sería completamente impensable en
los niveles superiores de la existencia. El hecho de que a veces triunfase era
algo conocido y permitido por el Creador, como necesaria consecuencia del libre
albedrío que había concedido a seres como nosotros.
Por todo el universo flotaban dispersas pequeñas partículas de
mal, pero la suma total de él era como un grano de arena en una playa enorme,
comparado con la bondad, la abundancia, la esperanza y el amor incondicional de
los que, en esencia, está el universo impregnado. El auténtico tejido que conforma
esa dimensión alternativa está hecho de amor y aceptación y cualquier cosa que
no posea estas cualidades parece en aquellos reinos completamente fuera de
lugar.
Pero el libre albedrío conlleva el riesgo de alejarse de esta
fuente de amor y aceptación. Somos seres libres; pero a nuestro alrededor, el
entorno conspira para hacernos sentir lo contrario. El libre albedrío es
fundamental para nuestra existencia en el reino terrenal: una existencia que,
descubriremos algún día, sirve a un fin mucho más importante, el de permitir
nuestro ascenso en la dimensión alternativa, ajena al tiempo. Nuestra vida aquí
abajo puede parecer insignificante porque es minúscula en relación con las
otras vidas y con los otros mundos que pueblan incontables los universos visibles
e invisibles. Pero también es de una importancia mayúscula, porque nos permite
crecer hacia lo divino y ese crecimiento es objeto de estrecha vigilancia por
parte de los seres de los mundos superiores, las almas y los orbes esplendentes
(aquellos seres que vi sobrevolarme en el Portal y que, según creo, constituyen
el origen del concepto cultural de los ángeles).
Nosotros —los seres espirituales que habitamos en nuestros
cuerpos y cerebros mortales y evolucionados, producto de la Tierra y de sus
exigencias— somos los que tomamos las auténticas decisiones. El auténtico
pensamiento no es obra del cerebro. Pero nos han acostumbrado de tal modo —en
parte por el propio cerebro— a asociar nuestro cerebro a lo que pensamos y a
nuestra identidad que hemos perdido la capacidad de comprender que, en todo
momento, somos algo mucho más grande que nuestros cerebros y cuerpos físicos
(que a fin de cuentas hacen —o deberían hacer— nuestra voluntad).
El verdadero pensamiento es algo anterior a lo físico. Es el
«pensamiento-anterior-al-pensamiento» responsable de todas las decisiones que
tomamos en el mundo. Un pensamiento que no es lineal, deductivo, sino que se
mueve veloz como el rayo y puede realizar y combinar conexiones a distintos
niveles. Comparado con esta inteligencia libre e interior, nuestro raciocinio
ordinario es irremisiblemente torpe y lento. El superior es el pensamiento que
remata la jugada, el que crea la idea científica inspirada o la hermosa
canción. El pensamiento subliminal que está siempre ahí, cuando realmente lo
necesitamos, pero en el que, por desgracia, hemos perdido la capacidad de creer
y acceder. Huelga decir que fue ese mismo pensamiento el que entró en acción
aquella tarde de paracaidismo, cuando el paracaídas de Chuck se abrió de
repente debajo de mí.
Experimentar el pensamiento más allá del cerebro es como
entrar en un mundo de conexiones instantáneas que convierte los procesos
mentales normales (esto es, los que están limitados por el cerebro físico y la
velocidad de la luz) en algo desesperadamente lento y pesado. Nuestro auténtico
yo, el más profundo, es totalmente libre. No es presa de acciones pasadas y no
se preocupa por la identidad ni por el estatus. Comprende que no hay nada que
temer en el mundo terreno y que, por tanto, no necesita fama, riqueza o
conquistas para crecer.
Es nuestro auténtico yo espiritual, que todos estamos
destinados a recuperar algún día. Pero creo que hasta que llegue ese día, todos
deberíamos hacer cuanto esté en nuestra mano por ponernos en contacto con esa
parte milagrosa de nosotros mismos, a fin de cultivarla y sacarla a la luz.
Porque es un ser que está dentro de nosotros mismos ahora mismo y, de hecho, es
el ser que Dios espera que seamos.
¿Cómo podemos acercarnos más a nuestro yo espiritual genuino?
Manifestando amor y compasión. ¿Por qué? Porque el amor y la compasión no son
las abstracciones que mucha gente cree. Son cosas reales. Concretas. Y
conforman el mismo tejido del reino espiritual.
Para volver a ese reino, debemos volvernos de nuevo como él,
aunque estemos atrapados en éste y tengamos que caminar pesadamente por su
superficie.
Uno de los mayores errores que comete la gente al pensar en
Dios es concebirlo como un ser impersonal. Sí, Dios excede toda medida, es la
perfección del universo que la ciencia intenta a duras penas medir y
comprender. Sin embargo —de nuevo paradójicamente—, Om también es «humano»,
incluso más que tú y yo. Om comprende nuestra situación y siente por ella una
simpatía más profunda y personal de la que podemos imaginar, porque sabe lo que
hemos olvidado y comprende la terrible carga que supone vivir en la amnesia de
lo Divino aunque sea un simple momento.
16. EL POZO
Holley conoció a nuestra amiga Sylvia en los ochenta, cuando
ambas impartían clases en la escuela Ravenscroft de Raleigh, Carolina del
Norte. Por aquel entonces, mi mujer también era muy amiga de Susan Reintjes.
Susan es una persona dotada de ciertas capacidades de percepción… algo que
nunca me impidió apreciarla. Siempre supe que era una persona muy especial,
aunque lo que hacía no encajase demasiado bien en la manera de pensar racional
y práctica que tenía el neurocirujano que era yo en ese momento. Además, era un
canal de transmisión y había escrito un libro llamado Third Eye Open, del que
Holley era una fan declarada. Una de las actividades de curación espiritual que
Susan desarrollaba con regularidad era ayudar a pacientes en coma a recuperarse
entrando en contacto físico con ellos. El jueves, cuarto día de mi coma, a
Sylvia se le ocurrió pedirle que me ayudase.
La llamó a su casa de Chapel Hill y le explicó lo que me
estaba pasando. ¿Sería posible que «contactara» conmigo? Ella respondió que sí
y pidió que le explicaran a grandes rasgos lo que me pasaba. Sylvia lo hizo:
llevaba cuatro días en coma y mi condición era muy grave.
—Es todo lo que necesito saber —aseveró—. Intentaré contactar
con él esta noche.
Desde el punto de vista de Susan, un paciente en coma es algo
así como un ser que se encuentra en un espacio intermedio. No está ni
totalmente aquí (en el reino de lo terrenal) ni totalmente allí (en el de lo
espiritual). A menudo, los pacientes en coma parecen rodeados por una atmósfera
singularmente misteriosa. Como ya he dicho, es un fenómeno en el que yo mismo
había reparado muchas veces aunque, como es natural, nunca le había atribuido
la misma naturaleza sobrenatural que ella.
En la experiencia de Susan, una de las cualidades que
distinguen a los pacientes de coma es su receptividad a la comunicación
telepática. Tenía confianza en que cuando entrase en estado de meditación, no
tardaría en establecer contacto.
—Comunicarse con un paciente en coma —me diría más adelante—
es algo así como sondear un pozo con una cuerda. La profundidad que debe
alcanzar la cuerda depende de la del estado comatoso. Cuando traté de ponerme
en contacto contigo, lo primero que me sorprendió fue lo abajo que llegaba la
cuerda. Cuanto más bajaba, más me asustaba. Porque sabía que si te habías
alejado tanto que no podía alcanzarse, ya no querrías regresar.
Tras cinco minutos de descenso mental por medio de su «cuerda»
telepática, sintió un leve tirón, como el que sufre la caña de un pescador.
—Supe inmediatamente que eras tú —me contó posteriormente— y
así se lo dije a Holley. Le dije que aún no había llegado tu momento, pero que
tu cuerpo sabía lo que debía hacer. Le sugerí que mantuviera esas dos ideas en
la cabeza y te las repitiese cuando estuviese sentada al pie de tu cama.
17. N DE 1
El jueves, los médicos determinaron que la cepa de E. coli que
me había infectado no se correspondía con la variante ultrarresistente que,
inexplicablemente, había aparecido en Israel coincidiendo con mi estancia allí.
Pero el hecho de que no fuese la misma hacía que mi caso fuese aún más
sorprendente, si cabe. Aunque el hecho de que no albergase una variante de una
bacteria que podía matar a una tercera parte del país era una buena noticia,
por lo que a mi recuperación se refiere suponía algo que los médicos
sospechaban cada vez más: que, en esencia, el mío era un caso sin precedentes.
Y además, que estaba pasando a toda velocidad de ser un desesperado a un caso
perdido. Simplemente, no sabían cómo podía haber contraído la enfermedad ni
cómo iba a recuperarme del coma. Sólo estaban seguros de una cosa: nadie que
haya pasado en coma por meningitis bacteriana más de unos pocos días llega a
recuperarse por completo. Yo llevaba cuatro.
El estrés estaba empezando a pasarle factura a todo el mundo.
El martes, Phyllis y Betsy habían decidido que mencionar la posibilidad de mi
muerte estaría prohibido en mi presencia, por si alguna parte de mí era
consciente. A primera hora de la mañana del jueves, Jean preguntó a una de las
enfermeras de la UCI por mis probabilidades de recuperación. Betsy la oyó desde
el otro lado de mi cama y rogó:
—Por favor, no habléis de eso aquí.
Jean y yo siempre habíamos estado muy unidos. Formábamos parte
de la familia, igual que nuestros hermanos «naturales», pero el hecho de que a
nosotros nos hubieran «escogido» mamá y papá (tal como ellos mismos lo
expresaban) creaba inevitablemente un vínculo especial entre los dos. Ella
siempre había cuidado de mí y la frustración que le provocaba la impotencia en
la que se encontraba amenazaba con hacer que se viniese abajo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tengo que irme a casa un rato —anunció.
Tras confirmar que había gente de sobra para continuar
velándome, todos los presentes convinieron en que seguramente a las enfermeras
les encantaría tener una persona menos en medio.
Jean volvió a nuestra casa, recogió su equipaje y regresó a
Delaware aquella tarde. Su marcha fue la primera expresión palpable de una
emoción que toda la familia estaba empezando a experimentar: impotencia. Hay
pocas experiencias más frustrantes que ver a un ser querido en estado comatoso.
Quieres ayudarlo, pero no puedes. Muchas veces, los familiares de los pacientes
comatosos llegan a abrirles los ojos a sus seres queridos. Es un intento de
forzar las cosas, de ordenar al paciente que despierte. Lógicamente no sirve de
nada y es más, puede llegar a agravar su situación de desesperación. Los
pacientes sumidos en un coma profundo pierden la coordinación de ojos y
pupilas. Si levantas el párpado de uno de ellos, lo más probable es que te
encuentres con que un ojo apunta en una dirección y el otro en otra. Es una
imagen perturbadora y durante aquella semana, cada vez que Holley me abrió los
ojos y se encontró con lo que, en esencia, eran los globos oculares de un
cadáver, únicamente consiguió aumentar el dolor que sentía.
Con la marcha de Jean, las cosas comenzaron a venirse abajo.
Phyllis empezó a exhibir un comportamiento que yo había visto incontables veces
en los familiares de mis propios pacientes. Se dedicó a descargar su
frustración sobre los médicos.
—¿Por qué no nos dan más información? —les preguntaba,
furiosa—. Estoy segura de que si Eben estuviese aquí, nos contaría lo que está
pasando de verdad.
Pero el hecho era que los médicos hacían sin lugar a dudas
todo lo que podían por mí. Phyllis, claro está, lo sabía. Pero, simplemente, el
dolor y la frustración por mi estado estaban pudiendo con mis seres queridos.
El martes, mi esposa había llamado al doctor Jay Loeffler, mi
antiguo compañero en el desarrollo del programa de radiocirugía estereostática
del hospital Brigham & Women’s de Boston. Jay era el jefe de oncología
radioterápica del hospital general de Massachusetts y ella pensó que podría
darnos algunas respuestas.
Cuando comenzó a describirle mi estado, Jay pensó que debía de
estar confundiéndose. Lo que le estaba contando era, en esencia, imposible.
Pero cuando Holley consiguió convencerlo de que realmente estaba en un coma
producido por un caso raro de meningitis bacteriana por E. coli cuyos orígenes
nadie lograba explicarse, comenzó a llamar a especialistas en enfermedades
infecciosas de todo el país. Ninguno de los médicos con los que contactó había
oído hablar de un caso como el mío. Repasó la literatura médica hasta el año
1991 y no pudo encontrar ni un solo caso de meningitis por E. coli en un adulto
que no viniese precedido por una operación de neurocirugía reciente.
A partir del martes, Jay llamaba al menos una vez al día para
que Phyllis o Holley le contasen cómo estaba y para ponerles al corriente del
resultado de sus investigaciones. Steve Tatter, otro buen amigo y
neurocirujano, telefoneaba también a diario para ofrecer su consejo y su apoyo.
Pero día tras día, la única revelación que se confirmaba era que mi caso era
único en la historia de la ciencia médica. Los casos de meningitis bacteriana
espontánea por E. coli son muy raros en adultos. En todo el mundo, menos de una
persona de cada diez millones la contrae anualmente.
Y como todas las variedades de meningitis bacteriana gram
negativa, es muy agresiva. Tanto, que de toda la gente a la que ataca, más del
90 por ciento de los que sufren un declive neurológico acelerado, como el mío,
acaban muriendo. Y esta tasa de mortandad se corresponde al momento del ingreso
hospitalario. El devastador 90 por ciento que he mencionado se iba acercando
lentamente al ciento por ciento a medida que la semana se prolongaba y mi cuerpo
se negaba a responder a los antibióticos. Por lo general, las pocas personas
que sobreviven a un caso tan grave como el mío necesitan cuidados intensivos y
constantes durante el resto de sus vidas. Oficialmente, mi estado se describía
como «N de 1», un término que se refiere a los estudios médicos en los que hay
un solo paciente para todo el ensayo. Sencillamente, no había nadie más con
quien los médicos pudieran comparar mi caso.
A partir del miércoles, Holley comenzó a llevar al hospital
todos los días a Bond después de la escuela. Pero el viernes comenzó a
preguntarse si no sería peor el remedio que la enfermedad. Al principio de la
semana, aún me movía de vez en cuando. Mi cuerpo comenzaba a agitarse de manera
violenta. Una enfermera me daba un masaje en la cabeza y me administraba más
sedantes, hasta que finalmente terminaba por calmarme. Eran situaciones
confusas y dolorosas para un niño de diez años. Ya era bastante malo tener que
mirar un cuerpo que había dejado de parecerse a su padre, pero encima
presenciar cómo sucumbía a una serie de extraños espasmos mecánicos resultaba
devastador. Cada día que pasaba me alejaba más de la persona que él conocía y
me convertía más en un cuerpo irreconocible postrado en una cama: un gemelo
cruel y extraño del padre que siempre había tenido.
Hacia finales de la semana, aquellos estallidos ocasionales de
actividad motriz cesaron casi por completo. Dejé de necesitar sedación, porque
el movimiento —hasta los más automáticos, provocados por los reflejos más
primitivos del tallo cerebral y la médula espinal—, insisto, cesó casi por
completo.
Cada vez llamaban más familiares para preguntar si debían
acudir. El jueves ya se había decidido que era mejor que no. Ya había demasiado
revuelo en la UCI. Las enfermeras sugirieron en términos muy claros que mi
cuerpo necesitaba descanso: cuanta más tranquilidad hubiese, mejor.
También se produjo un cambio perceptible en el tono de las
llamadas de teléfono. Estaban pasando sutilmente de esperanzadas a resignadas.
A veces, al mirar a su alrededor, Holley tenía la sensación de que ya me había
perdido.
La tarde del jueves llamaron a la puerta de Michael Sullivan.
Era su secretaria en la iglesia episcopaliana de San Juan.
—Lo llaman del hospital —le informó—. Una de las enfermeras
que se ocupa de Eben quiere hablar con usted. Dice que es urgente.
Michael cogió el teléfono.
—Michael —le dijo la enfermera—, tienes que venir cuanto
antes. Eben está muriéndose.
Como pastor, Michael ya había pasado otras veces por
situaciones parecidas. Los pastores presencian la muerte y la devastación que
deja tras de sí casi con tanta frecuencia como los médicos. Aun así, Michael
quedó estupefacto al oír la palabra «muriéndose» utilizada en referencia a mí.
Llamó a su esposa Page y le pidió que rezase, tanto por mí como por él, para
que Dios le enviara fuerzas para estar a la altura de las circunstancias.
Entonces, bajo un chaparrón helado y con los ojos llenos de lágrimas, condujo
hasta el centro hospitalario.
Cuando llegó a mi habitación, la escena seguía siendo más o
menos la misma que en su última visita. Phyllis estaba sentada a mi lado,
sujetándome la mano, como habían estado haciendo sin descanso desde su llegada,
el lunes por la noche. Mi pecho subía y bajaba veinte veces por minuto,
impulsado por el respirador, y la enfermera de la UCI realizaba silenciosamente
sus tareas rutinarias, caminando entre las máquinas que rodeaban mi cama y
anotando las lecturas.
En ese momento entró otra enfermera y Michael le preguntó si
era ella la que había llamado a su secretaria.
—No —respondió ésta—. Llevo aquí toda la mañana y su condición
no ha cambiado apenas desde anoche. No sé quién le ha llamado.
A las once, Holley, mi madre, Phyllis y Betsy estaban en la
habitación. Michael sugirió que rezaran. Todos los presentes, incluidas las dos
enfermeras, se cogieron de las manos alrededor de la cama y Michael elevó una
sentida plegaria por mi recuperación:
—Señor, devuélvenos a Eben. Sé que puedes hacerlo.
Nadie de los presentes había llamado a Michael. Pero al margen
de la identidad del responsable, fue una suerte que lo hiciese. Porque las
plegarias que llegaban hasta mí desde el mundo inferior —el mundo del que
procedía— estaban empezando a abrirse paso.
18. OLVIDAR Y RECORDAR
Mi conciencia se había expandido. Tanto, que parecía abarcar
todo el universo. ¿Alguna vez has escuchado una canción en una emisora de radio
llena de estática? Acabas acostumbrándote a ello. Entonces, alguien mueve el
indicador del dial y oyes la misma canción con total claridad. ¿Cómo podías no darte
cuenta de lo apagada, lo lejana, lo absolutamente poco fiel al original que
era?
Pues así es como funciona la mente. Los humanos estamos hechos
para adaptarnos. Yo había explicado incontables veces a mis pacientes que esta
o aquella molestia se aminoraría, o al menos parecería hacerlo, a medida que su
cuerpo y su cerebro se adaptasen a su nueva situación. Cuando algo se prolonga
durante el tiempo suficiente, el cerebro aprende a ignorarlo, a funcionar como
si no estuviera o a tratarlo como algo normal.
Pero la conciencia limitada que tenemos en la Tierra dista
mucho de ser algo normal, como estaba constatando yo al adentrarme cada vez
más, hasta el mismísimo corazón del Núcleo. Seguía sin recordar nada sobre mi
pasado terrenal, pero ello no me disminuía en modo alguno. Aunque había
olvidado mi vida aquí abajo, sí recordaba quién era, real y verdaderamente,
allí fuera. Era un ciudadano de un universo asombroso por su inmensidad y
complejidad y gobernado totalmente por el amor.
De un modo casi increíble, todo lo que estaba descubriendo más
allá de mi cuerpo se correspondía a la perfección con las lecciones que había
aprendido apenas un año antes, al reanudar el contacto con mi familia
biológica. En última instancia, ninguno de nosotros es huérfano. Todos estamos
en la posición en la que estaba yo, en el sentido de que tenemos otra familia:
seres que nos protegen y se preocupan por nosotros, seres a los que hemos
olvidado momentáneamente, pero que están esperando para ayudarnos en nuestro
tránsito por la Tierra si nos abrimos a ellos. No hay nadie que no sea objeto
de amor en todo momento. A todos nos conoce y nos ama profundamente un Creador
cuya capacidad de protección y cariño supera nuestra capacidad de comprensión.
Y ésta es una verdad que no debe seguir en secreto.
19. NINGÚN SITIO DONDE ESCONDERSE
El viernes, mi cuerpo llevaba cuatro días enteros con dosis
triples de antibióticos intravenosos pero seguía sin responder. Habían acudido
al hospital familiares y amigos de todo el país y los que no se habían presentado
en persona habían formado grupos de plegaria en sus parroquias. Mi cuñada Peggy
y la amiga de Holley, Sylvia, llegaron aquella tarde.
Mi esposa las recibió con toda la alegría posible, dadas las
circunstancias. Betsy y Phyllis seguían aferradas a la idea de que me pondría
bien: estaban decididas a mantener una actitud positiva a toda costa. Pero cada
día que pasaba se hacía más difícil de creer. Hasta Betsy empezaba a
preguntarse si la orden de reprimir toda expresión de negatividad en aquella sala
no supondría en cierto modo darle la espalda a la realidad.
—¿Crees que Eben haría esto por nosotras, si la cosa fuese al
revés? —le preguntó Phyllis aquella mañana, después de otra noche casi insomne.
—¿A qué te refieres? —preguntó mi otra hermana.
—A que si se pasaría todo el rato aquí, en la UCI, con
nosotras.
La respuesta de Betsy, absolutamente hermosa y sencilla,
adoptó la forma de una pregunta:
—¿Hay algún otro sitio del mundo donde concibes estar en este
momento?
Ambas coincidieron en que, aunque habría estado allí al
instante si me necesitaban, resultaba muy, muy difícil imaginarme sentado en un
mismo sitio durante horas y horas.
—Nunca nos pareció una obligación o algo que había que hacer.
Era el sitio en el que teníamos que estar —me confesaría Phyllis
posteriormente.
Lo que más perturbaba a Sylvia era que mis manos y mis pies
estaban empezando a doblarse, como las hojas de una planta sin agua. Esto es
algo normal en las víctimas de infartos o comas y se debe a que los músculos
dominantes de las extremidades comienzan a contraerse. Pero nunca es una imagen
fácil de contemplar para los familiares y seres queridos. Al verlo, Sylvia
tenía que hacer esfuerzos conscientes para permanecer fiel a lo que le decía la
intuición. Pero lo cierto es que cada vez le resultaba más complicado.
Holley se culpaba cada vez más por lo ocurrido (si hubiera
subido antes al piso de arriba, si esto, si aquello…) y todo el mundo se
esforzaba mucho por convencerla de que no debía hacerlo.
A esas alturas, todos sabían que aunque saliese de aquello, el
resultado tampoco podría definirse como recuperación. Necesitaría al menos tres
meses de rehabilitación intensiva, sufriría problemas crónicos en el habla (si
es que conservaba capacidad cerebral suficiente como para hablar) y requeriría
los cuidados de una enfermera durante el resto de mi vida. Ése era el mejor de
los escenarios posibles y por espantoso que pueda parecer, era algo que, de
alguna manera, pertenecía ya al reino de la fantasía. Las probabilidades de que
terminase así de bien se reducían a cada momento, hasta el punto de que ya eran
prácticamente nulas.
A Bond le habían ocultado la auténtica gravedad de mi estado.
Pero el viernes, durante su visita al hospital después de clase, oyó a uno de
los médicos contarle a su madre lo que ella ya sabía. Era hora de afrontar los
hechos. Prácticamente no quedaba margen para la esperanza. Aquella tarde,
cuando tenía que irse a casa, Bond se negó a salir de mi cuarto. La rutina que
habíamos establecido era permitir la presencia de sólo dos personas en la sala,
para que los médicos y las enfermeras pudieran trabajar. Alrededor de las seis
de la tarde, Holley sugirió con delicadeza que era hora de irse a casa a
dormir. Pero mi hijo pequeño se negó a levantarse de la silla y siguió con su
dibujo de la batalla entre los glóbulos blancos y las tropas invasoras del E.
coli.
—De todos modos tampoco sabe que estoy aquí —respondió en un
tono que era en parte de resentimiento y en parte de súplica—. ¿Por qué no
puedo quedarme?
Así que, durante el resto de la noche, todos se turnaron para
entrar de uno en uno, a fin de que Bond pudiera seguir allí.
Pero a la mañana siguiente —el sábado—, el pequeño revirtió su
posición. Por primera vez en toda la semana, cuando Holley asomó la cabeza en
su cuarto para despertarlo, dijo que no quería ir al hospital.
—¿Por qué no? —le preguntó ésta.
—Porque tengo miedo —respondió el niño.
Una afirmación sincera que habría servido para cualquiera de
los demás.
Holley bajó a la cocina unos minutos. Luego volvió a subir y
le preguntó si estaba seguro de que no quería ir a verme.
La miró fijamente y en silencio durante un momento.
—Vale —accedió al fin.
El sábado transcurrió con la vigilia alrededor de mi cama y
entre conversaciones alentadoras mantenidas por mi familia y los médicos.
Parecía un intento no demasiado entusiasta de mantener viva la esperanza. Todos
estaban cada vez más cansados. Aquella noche, tras llevar a nuestra madre a su
hotel, Phyllis paró en nuestra casa. La oscuridad era completa y no se veía una
sola luz en las ventanas y al avanzar entre el barro de la entrada le costó no
salirse del camino. Llevaba ya cinco días lloviendo sin parar, desde la tarde
de mi ingreso en la UCI. Chaparrones incesantes como ése son muy raros en las
colinas de Virginia, donde los meses de noviembre suelen ser fríos, despejados
y soleados, como había sido el domingo antes de mi ataque. Parecía que hubiese
transcurrido una eternidad desde aquello y que la lluvia se prolongase desde
hacía siglos. ¿Cuándo iba a terminar?
Phyllis abrió la puerta y encendió las luces. Desde el
comienzo de la semana, los vecinos habían estado pasando por allí para
llevarles algo de comer y, aunque seguían haciéndolo, la atmósfera entre
esperanzada y preocupada que presidía aquellos actos de auxilio se estaba
tornando cada vez más lúgubre y desesperada. Nuestros amigos sabían, al igual
que nuestra familia, que la hora de la esperanza estaba tocando a su fin.
Por un momento, Phyllis pensó en encender el fuego, pero a
aquel pensamiento le siguió al instante otro, sin pretenderlo ella: ¿para qué?
De repente, se sentía más cansada y deprimida que nunca. Entró en el estudio,
con sus paredes forradas de madera, se tendió en el sofá y se quedó dormida.
Media hora más tarde llegaron Sylvia y Peggy, y al ver que se
había quedado dormida en el estudio lo cruzaron de puntillas. Sylvia bajó hasta
el sótano y descubrió que alguien se había dejado abierta la puerta del
congelador. Se había formado un charco de agua sobre el suelo y la comida
estaba empezando a descongelarse, incluidos varios filetes estupendos.
Cuando Sylvia le contó a mi cuñada lo sucedido, decidieron
sacarle el mejor partido a la situación. Llamaron al resto de la familia y a
unos cuantos amigos y luego se pusieron a cocinar. Mi hermana salió a comprar
unas cuantas cosas y de este modo prepararon un improvisado banquete. Al poco,
Betsy, su hija Kate y su marido Robbie se reunieron con ellas y con Bond. La
conversación estuvo presidida por un cierto nerviosismo y por una renuencia
generalizada a tocar de frente el tema que estaba en la mente de todos: que
probablemente yo —el ausente invitado de honor— nunca volvería a aquella casa.
Holley había regresado al hospital para continuar con la
incesante vigilia. Se sentó en la cama, me cogió de la mano y continuó
repitiendo el mantra que le había sugerido Susan Reintjes. Y no sólo eso, sino
que se obligó a centrarse en el significado de las palabras mientras las decía,
para seguir creyendo en el fondo de su corazón que eran ciertas.
—Recibe las plegarias.
»Has curado a otros. Ahora te toca a ti ser curado.
»Mucha gente te quiere.
»Tu cuerpo sabe lo que debe hacer. Aún no te ha llegado la
hora.
20. EL CIERRE
Cada vez que volvía a encontrarme en el desapacible paraje del
Reino de la perspectiva del gusano, volvía a recordar la brillante Melodía
giratoria, lo que reabría la puerta al Portal y al Núcleo. Pasé grandes
períodos de tiempo —que, paradójicamente, se me antojaban atemporales— en
presencia de mi ángel guardián, sobre el ala de la mariposa, y una eternidad
aprendiendo las lecciones del Creador y del Orbe de la luz, en las
profundidades del Núcleo.
En un momento dado, al llegar al borde del Portal, descubrí
que no podía volver a entrar. La Melodía giratoria —hasta entonces mi billete
de entrada a aquellas regiones— me impedía el paso. Las puertas del Cielo se
habían cerrado.
Una vez más, me resulta muy complicado describir mis
sensaciones por culpa de las limitaciones del lenguaje lineal a las que debemos
someter todo aquí en la Tierra y al proceso general de aminoramiento de las
experiencias que se produce cuando estás dentro de un cuerpo. Piensa en todas
las ocasiones en las que has sufrido una decepción. En cierto sentido, todas
las pérdidas que hemos experimentado aquí en la Tierra son variaciones de una pérdida
absolutamente central a todo: la del Cielo. El día que se me cerraron sus
puertas, sentí un pesar que no había conocido hasta entonces. Las emociones son
distintas allí arriba. Todas las que conocemos los humanos están presentes,
pero son más profundas y extensivas: no están únicamente dentro de nosotros,
sino también fuera. Imagina que cada vez que te cambiase el humor aquí en la
Tierra, el tiempo lo manifestase al instante. Que tus lágrimas provocasen una
lluvia torrencial o que tu dicha hiciese desaparecer las nubes al instante.
Esto te permitirá atisbar el efecto, mucho más vasto e
inmediato, que tenían allí arriba los cambios de humor, y te hará comprender
que, por extraño que pueda parecer, nuestros conceptos de lo «interior» y lo
«exterior» no existen en realidad.
Allí estaba yo, con el corazón roto, hundido en un océano de
creciente pesar, en unas tinieblas que al mismo tiempo venían acompañadas por
un movimiento de hundimiento.
Atravesé enormes muros de nubes. Oía unos murmullos a mi
alrededor, pero no alcanzaba a comprender las palabras. Entonces fui consciente
de que me rodeaba una hueste de seres incontables, arrodillados en grandes
arcos que se perdían en la distancia. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de lo
que estaba haciendo aquella jerarquía de seres, medio atisbados, medio
invisibles, dispersados por toda la oscuridad por encima y por debajo de mis
pies.
Estaban rezando por mí.
Dos de las caras que recordaría más adelante eran las de
Michael Sullivan y su esposa Page. Recuerdo haberlas visto sólo de perfil, pero
las identifiqué con toda claridad a mi regreso, cuando recuperé el habla.
Michael había estado físicamente en la UCI varias veces, para organizar
oraciones, pero Page no (aunque también había rezado por mí).
Aquellas plegarias me llenaron de energía. Probablemente por
eso, a pesar de la profunda tristeza que experimentaba, algo en mí comenzó a
tener la extraña certeza de que todo saldría bien. Aquellos seres sabían que yo
estaba experimentando una transición y estaban rezando y cantando para que no
me desanimara. Me había adentrado en lo desconocido, pero a esas alturas tenía
una fe y una confianza totales en que cuidarían de mí, tal como me habían
prometido mi acompañante sobre el ala de la mariposa y la Deidad infinitamente
amorosa: allá donde fuese, el Cielo vendría conmigo. Lo haría en la forma del
Creador, de Om, y también en la del ángel —mi ángel—, la chica del ala de la
mariposa.
Había emprendido el camino de regreso, pero no estaba solo… y
sabía que nunca volvería a sentirme solo.
21. EL ARCOÍRIS
Cuando lo hemos rememorado más adelante, Phyllis me ha contado
que la cosa que más recuerda sobre aquella semana es la lluvia. Una lluvia fría
e intensa, vertida por unas nubes bajas que nunca se abrían ni dejaban asomar
el sol. Pero aquella mañana de domingo, al dejar el coche en el aparcamiento,
sucedió algo extraño. Acababa de leer un mensaje de texto enviado por uno de
los grupos de plegaria de Boston en el que se decía «Esperad un milagro».
Mientras se preguntaba qué clase de milagro cabía esperar ya, ayudó a nuestra
madre a salir del coche y ambas comentaron que la lluvia había cesado. Al este,
el sol lanzaba sus rayos por una grieta abierta entre el manto de nubarrones e
iluminaba con ellos tanto las preciosas y ancestrales montañas del oeste como
los propios nubarrones, cuya tonalidad grisácea quedaba cubierta por un tinte
dorado. Y entonces, al dirigir la mirada hacia los distantes picos, al otro
lado de donde comenzaba a ascender aquel sol de mediados de noviembre, lo vio.
Un arcoíris perfecto.
Sylvia llegó al hospital con Holley y Bond, para una reunión
con el jefe de mi equipo médico, Scott Wade. Él también era un amigo y vecino
nuestro y en esos días se enfrentaba a la peor decisión que debe afrontar un
facultativo que se enfrenta a enfermedades mortales. Cuanto más permaneciese en
coma, más aumentaban las probabilidades de que pasase el resto de mi vida en un
«estado vegetativo permanente». Como era muy probable que la meningitis acabase
conmigo si dejaban de administrarme los antibióticos, puede que lo más humano
fuese precisamente eso, dejar que la naturaleza siguiera su curso en lugar de
continuar con un tratamiento que no lograría esquivar el destino que parecía
aguardarme: un coma permanente. La meningitis apenas había respondido a los
fármacos, así que corrían el riesgo de que, aunque lograsen erradicarla al fin,
me pasase meses o incluso años como un cuerpo tan inerte como vital había sido
en el pasado, sin nada parecido a algo que pudiera llamarse vida.
—Siéntense —dijo el doctor Wade a Sylvia y a Holley en un tono
que era amable pero también inconfundiblemente lúgubre—. Tanto el doctor
Brennan como yo hemos consultado a especialistas de Duke, de la Universidad de
Virginia y de la Facultad de Medicina Bowman Gray y tengo que decirles que
todos están de acuerdo en que la situación no tiene buen aspecto. Si Eben no da
señales de mejora significativas en las próximas doce horas, seguramente
recomendemos la retirada de los antibióticos. Una semana en coma con una
meningitis bacteriana grave supera los límites razonables para albergar
expectativas de recuperación. En tales circunstancias, tal vez sería mejor
dejar que la naturaleza siga su curso.
—Pero ayer vi que se le movían los párpados —protestó mi
esposa—. De verdad, se movieron. Como si estuviera intentando abrir los ojos.
Estoy segura de ello.
—No lo pongo en duda —replicó el doctor Wade—. Además, la
presencia de los glóbulos blancos en su sangre ha descendido. Ésa es una buena
noticia y por nada en el mundo me atrevería a sugerir lo contrario. Pero tienes
que ver la situación en su contexto. Hemos reducido considerablemente la
sedación de Eben y a estas alturas sus exámenes neurológicos deberían mostrar
más actividad de la que muestran. Las zonas inferiores del cerebro funcionan de
manera parcial, pero lo que nos interesa son las funciones superiores y me temo
que ésas están del todo ausentes. En la mayoría de los pacientes en coma, con
el paso del tiempo se producen ciertos indicios de mejora del nivel de alerta.
Sus cuerpos hacen cosas que sugieren que están despertando. Pero no es así.
Simplemente, el tallo cerebral se adentra en un estado conocido como coma
vigilia, una especie de fase de transición en la que pueden permanecer durante
meses o años. Es probable que ésa sea la causa del movimiento de los párpados.
He de recalcar de nuevo que siete días es muchísimo tiempo para un coma por
meningitis bacteriana.
El doctor Wade estaba utilizando todas aquellas explicaciones
tan enrevesadas en un intento por aliviar el impacto de una noticia que podría
haber transmitido en una sola y única frase: era hora de dejar morir a mi
cuerpo.
22. SEIS CARAS
Cuanto más descendía, más caras brotaban del lodo, como
siempre había sucedido cuando me encontraba en el Reino de la perspectiva del
gusano. Pero esta vez había algo distinto en ellas. Ahora eran humanas, no
animales.
Y decían cosas, que yo podía oír con toda claridad.
No es que pudiera entenderlas. La situación se parecía un poco
a las antiguas tiras cómicas de Charlie Brown, en las que cuando hablan los
adultos sólo se oye un galimatías indescifrable. Más tarde, al recordarlo, me
he dado cuenta de que podía reconocer seis de las caras que vi. Estaba Sylvia y
Holley y su hermana Peggy. También Scott Wade y Susan Reintjes. De todas ellas,
la única que no había estado físicamente presente junto a mi cama en aquellas
últimas horas era Susan. Pero a su manera también había estado allí, puesto que
aquella noche, al igual que la noche anterior, se había sentado en su casa de
Chapel Hill y me había transmitido toda su fuerza de voluntad.
Más tarde, cuando recordé todo esto, me intrigó el hecho de
que mi madre Betty y mis hermanas, que habían pasado allí toda la semana,
sujetándome la mano durante horas interminables, no estuviesen entre las caras
que vi. Mamá había sufrido una fisura por estrés en el pie y tenía que usar un
andador para caminar, pero, aun así, había participado en mi vela como la que
más. Phyllis, Betsy y Jean también habían estado allí. Entonces, me enteré de
que ninguna de ellas había pasado la última noche en el hospital. Los rostros
que había visto eran los de las personas que estuvieron presentes durante la
séptima mañana de mi coma o la noche antes.
Pero como he dicho, en aquel momento, mientras realizaba mi
descenso, no tenía nombres ni identidades que asociar a ninguna de esas caras.
Sólo sabía, o percibía, que por alguna razón eran importantes para mí.
Una me atraía más que las demás. Comencé a sentir que tiraba
de mí. Con un escalofrío que pareció transmitirse entre la vasta muralla de
nubes y las criaturas angelicales entre las que estaba descendiendo, de repente
me di cuenta de que los seres del Portal y el Núcleo —seres a los que había
conocido y amado, aparentemente, desde el principio de la eternidad— no eran los
únicos a los que conocía. También conocía y amaba a otros allí abajo, en el
reino hacia el que me estaba precipitando. Unos seres a los que, hasta aquel
preciso instante, había olvidado por completo.
Sucedía así con los seis rostros, pero sobre todo con el sexto
de ellos. Me era absolutamente familiar. Con una sensación de asombro rayana en
el terror absoluto me percaté de que era alguien que me necesitaba. Alguien que
nunca se recuperaría si yo me marchaba. Si lo abandonaba, la sensación de
pérdida sería insoportable, como la que me había embargado a mí al encontrarme
cerradas las puertas del Cielo. Sería una traición que, sencillamente, no podía
cometer.
Hasta entonces había sido libre. Había viajado por los mundos
como viajan los auténticos aventureros: sin preocupación alguna por mi suerte.
No me importaba lo que pudiera pasarme, porque incluso cuando estaba en el
Núcleo, nunca sentí culpa por estar abandonando a alguien allí abajo. Ésta
había sido una de las primeras cosa que había aprendido con la chica del ala de
la mariposa, cuando me dijo:
«Nada de lo que hagáis puede ser malo».
Pero en esos momentos era distinto. Tanto que, por primera vez
durante todo mi viaje, sentí un intenso terror. No por mí, sino por aquellas
caras, y sobre todo la sexta. Una cara que aún no podía identificar, pero que
sabía crucialmente importante para mi persona.
El rostro fue cobrando mayor definición, hasta que al fin pude
ver que su dueño estaba suplicando que yo volviese, que afrontase el terrible
descenso hacia el mundo inferior para volver a su lado. Seguía sin comprender
sus palabras, pero de algún modo me transmitieron la idea de que aún había
cosas que me ataban al mundo de allí abajo, de que todavía, como suele decirse,
«seguía en juego».
Era importante que regresase. Tenía vínculos allí, vínculos
que no podía descuidar. Cuanto más claro se tornaba el rostro, más consciente
me volvía de ello. Y mejor reconocía el rostro.
El rostro de un niño.
23. ÚLTIMA NOCHE, PRIMERA MAÑANA
Antes de hablar con el doctor Wade, Holley le dijo a Bond que
esperase fuera del despacho, porque temía que fuesen malas noticias. Él fue
consciente de ese temor y esperó al otro lado de la puerta, donde pudo oír
parte de lo que decía el médico. Lo bastante para comprender cuál era la
situación real. Para comprender que su padre, en efecto, no iba a volver.
Nunca.
Corrió a mi cuarto y se subió a mi cama. Entre sollozos, me
besó la frente y me acarició los hombros. Entonces, me levantó los párpados y
me dijo:
—Te vas a poner bien, papá. Te vas a poner bien. —Siguió
repitiéndolo una vez tras otra, creyendo, como sólo puede hacerlo un niño, que
si lo decía un número suficiente de veces, al final terminaría por convertirse
en realidad.
Mientras tanto, en un despacho al otro lado del pasillo,
Holley clavaba una mirada vacía en el espacio, tratando de asimilar lo mejor
posible las palabras del doctor Wade. Finalmente decidió:
—Entonces, lo mejor será que llamemos a Eben a la universidad,
para que vuelva.
El doctor Wade no tenía nada que oponer a esta propuesta.
—Sí, creo que es lo mejor.
Mi esposa se acercó al gran ventanal de la sala de reuniones,
desde donde se veían las montañas de Virginia, todavía empapadas pero ahora
iluminadas por el sol. Sacó el teléfono móvil y marcó el número de Eben.
Mientras lo hacía, Sylvia se levantó de su silla.
—Holley, espera un minuto —le indicó—. Déjame que vaya a verlo
una vez más.
Entró en la UCI y se sentó en la cama, junto a Bond, que
seguía acariciándome la mano pero ya en silencio. Me apoyó una mano sobre el
brazo y me lo acarició con delicadeza. Como durante toda la semana, mi mano
estaba ligeramente inclinada hacia un lado. Durante una semana, todo el que se
había sentado allí me miraba la cara y no la mano. Mis ojos sólo se abrían
cuando los médicos comprobaban la dilatación de las pupilas en respuesta a la
luz (uno de los métodos más sencillos y eficaces para constatar la actividad
del tallo cerebral), o cuando Holley o Bond, en contra de las repetidas
instrucciones de los sanitarios, insistían en hacerlo y se encontraban con dos
globos oculares perdidos y sin vida, como los de una muñeca rota.
Pero en aquel momento, mientras Sylvia y Bond me miraban el
rostro hundido, negándose obstinadamente a aceptar lo que acababa de decir el
médico, sucedió algo.
Mis ojos se abrieron.
Sylvia chilló. Más tarde me contaría que lo segundo que más la
asombró, tras el hecho de que abriese los ojos, fue que inmediatamente empecé a
mirar a mi alrededor. Arriba, abajo, aquí, allá… No parecían los ojos de un
adulto que sale de un coma de siete días, sino los de un niño, alguien que
acaba de llegar al mundo y lo recorre con la vista con asombro porque es la
primera vez que lo ve.
En cierto modo, así era.
Al recobrarse de su asombro inicial, se dio cuenta de que algo
me alteraba. Salió corriendo a la sala, donde Holley, todavía con la mirada
clavada en el gran ventanal, hablaba con Eben IV.
—Holley… ¡Holley! —gritó—. Está despierto. ¡Está despierto!
Dile a Eben que su padre ha vuelto.
Ésta se la quedó mirando.
—Eben —dijo al teléfono—. Luego te llamo. Está… tu padre está
volviendo… a la vida.
Holley echó a andar hacia la UCI, pero, incapaz de contenerse,
al cabo de un instante comenzó a correr, seguida por el doctor Wade. Y sí, allí
estaba yo, debatiéndome violentamente en mi cama. No de manera mecánica, porque
estaba consciente y saltaba a la vista que algo me molestaba. El médico
comprendió al instante de qué se trataba: el respirador, que llevaba aún en la
garganta. Un respirador que ya no necesitaba, porque mi cerebro, junto con el
resto de mi cuerpo, acababa de volver inesperadamente a la vida. Alargó las
manos, cortó la cinta de seguridad y, con todo cuidado, lo extrajo.
Entre toses, inhalé mi primera bocanada de aire sin ayuda en
siete días y hablé, también por primera vez en ese mismo tiempo:
—Gracias.
Cuando salió del ascensor, Phyllis seguía pensando en el
arcoíris que acababa de ver. Llevaba a mamá en una silla de ruedas. Al entrar
en la sala, estuvo a punto de caerse de espaldas. Yo estaba sentado sobre la
cama y nuestras miradas se cruzaron. Nuestra hermana pequeña daba saltos de
alegría. La abrazó. Las dos rompieron a llorar. Phyllis se me acercó y me miró
a los ojos.
Le devolví la mirada y luego miré a todos los demás presentes.
Mientras mi cariñosa familia y las personas que habían cuidado
de mí durante todo aquel tiempo se reunían alrededor de la cama, aún
estupefactas por mi inexplicable regreso, yo sonreía con aire apacible y
dichoso.
—Todo va bien —dije, con una actitud que irradiaba dicha con
tanta eficacia como las palabras que había pronunciado. Los miré a todos, uno a
uno, solazándome en el divino milagro de nuestra existencia—. No os preocupéis…
Todo va bien —repetí para acallar cualquier duda.
Mi hermana Phyllis me contaría después que fue como si les
transmitiese un mensaje desde el más allá, el mensaje de que el mundo es como
debería ser y no tenemos nada que temer. Dice que cuando siente que la acosan
las preocupaciones mundanas, suele recordar esas palabras y encuentra consuelo
en la certeza de que no estamos solos.
Mientras contemplaba a todos los allí presentes, fue como si
poco a poco regresara a la existencia terrenal.
—¿Qué hacéis aquí? —les pregunté.
A lo que ella respondió:
—¿Qué haces tú aquí?
24. EL REGRESO
Bond había imaginado que papá despertaría, echaría un vistazo
a su alrededor y sólo necesitaría que lo pusieran un poco al día para volver a
ser el padre que siempre había conocido.
Pero pronto descubrió que las cosas no iban a ser tan
sencillas. El doctor Wade le previno sobre dos cosas: primero, no debía contar
con que recordase nada de lo que había dicho en los primeros momentos tras
salir del coma. Me explicó que el proceso de la memoria requiere una enorme
capacidad cerebral y que mi cerebro no estaba lo bastante recuperado aún como
para acometer una tarea tan sofisticada.
En segundo lugar, no debía hacer mucho caso a lo que dijera
durante aquellos primeros días, porque muchas cosas le parecerían un poco
absurdas.
Tenía razón en ambas advertencias.
Aquella primera mañana, Bond me enseñó con orgullo el dibujo que
Eben IV y él habían hecho de la batalla entre mis glóbulos blancos y las
bacterias E. coli.
—¡Caray, qué maravilla! —exclamé.
Bond estaba radiante de orgullo y entusiasmo.
Entonces continué:
—¿Cuáles son las condiciones en el exterior? ¿Qué dicen las lecturas
del ordenador? ¡Quita de ahí, tengo que prepararme para saltar!
Bond dejó de sonreír. Huelga decir que aquélla no era la
recuperación plena que había esperado.
Estaba sufriendo alucinaciones en las que revivía con total
intensidad algunos de los momentos más emocionantes de mi vida.
En mi cabeza estaba a bordo de un CD3, preparándome para
saltar en paracaídas desde más de cinco kilómetros de altitud… Iba a saltar en
último lugar, como a mí me gustaba. Era la posición que permitía permanecer más
tiempo en caída libre.
Al salir a los rayos del sol que brillaban al otro lado de la
compuerta, me lancé al instante en un picado de cabeza, con los brazos detrás
(en mi mente), y entonces volví a sentir, como tantas otras veces, la violenta
acometida provocada por el aire desplazado por los motores. Contemplé desde
abajo cómo ascendía como un cohete el vientre del enorme y plateado aeroplano y
cómo giraban, aparentemente a cámara lenta, sus gigantescas turbinas, con la
tierra y las nubes reflejadas sobre la panza. La imagen resultaba un poco
singular, porque el avión tenía los flaps y las alas en posición bajada, como
si fuese a aterrizar, a pesar de que se encontraba a varios kilómetros por
encima de la Tierra (para ralentizar al máximo su velocidad y así minimizar el
efecto del chorro de aire sobre los paracaidistas).
Pegué los brazos todo lo posible al cuerpo para acelerar mi
caída hasta más de 350 kilómetros por hora, sin otra cosa que mi casco azul
moteado y mis hombros para resistirse a la atracción del enorme planeta que
tenía abajo. Cada segundo recorría una longitud superior a la de un campo de
fútbol y el viento rugía furiosamente a mi alrededor, tres veces más veloz que
un huracán, con un estruendo mayor que ninguna otra cosa que hubiera oído
jamás.
Pasé entre dos enormes nubes blancas y algodonosas y seguí
descendiendo como un cohete por la despejada abertura que las separaba. La
tierra verde y el mar destellante y azul se extendían muy abajo y yo continuaba
descendiendo en aquella violenta y emocionante carrera hacia mis compañeros,
apenas visibles en una formación de copo de nieve que se hacía más grande a
cada segundo que pasaba por la incorporación de más y más paracaidistas…
Mi mente saltaba entre la UCI y una serie de alucinaciones
sobre un descenso maravilloso, generadas por la adrenalina que segregaba mi
mente.
Me sentía más alocadamente feliz que nunca.
Me pasé dos días desvariando sobre paracaidismo, aviones e
Internet con todo el que quiso escucharme. A medida que mi cuerpo se iba
recuperando, me adentré en un universo extraño y agotadoramente paranoico. Me
obsesioné con una desagradable historia sobre «mensajes de Internet» que
aparecían cada vez que cerraba los ojos e incluso algunas veces, en el techo,
mientras los tenía abiertos. Cuando los cerraba, oía unos cánticos monótonos,
repetitivos y nada melodiosos, una especie de sonido mecánico que por lo
general remitía cuando volvía a abrirlos. Me pasaba todo el rato con el dedo
extendido, señalando algo, como E. T., tratando de mover un cursor en la
pantalla de un ordenador conectado a Internet que pasaba revoloteando frente a
mí, en ruso o en chino.
En resumen, que estaba algo chalado.
Era un poco como lo que había vivido en el Reino de la
perspectiva del gusano, aunque más aterrador, porque lo que oía y veía estaba
entrelazado con los recuerdos de mi pasado humano (reconocía a los miembros de
mi familia a pesar de que, a veces, como en el caso de Holley, no recordara sus
nombres).
Pero al mismo tiempo, aquellas visiones carecían por completo
de la asombrosa claridad y la vibrante riqueza —el ultrarrealismo— del Portal y
del Núcleo. Sin la menor duda, eran obra de mi cerebro físico.
A pesar de aquel momento inicial de lucidez aparentemente
plena, al poco tiempo no recordaba nada sobre mi vida antes del coma. Lo único
que rememoraba era los últimos sitios en los que había estado: el inhóspito y
feo Reino de la perspectiva del gusano, el idílico Portal y el asombrosamente
celestial Núcleo. Mi mente —mi verdadero yo— pugnaba por volver a meterse en los
estrechos y limitados confines de la existencia física, con sus fronteras
espaciotemporales, su pensamiento lineal y su comunicación verbal de limitado
alcance. Las mismas cosas a las que hasta una semana antes había tomado por los
rasgos de la única existencia posible se me antojaban ahora limitaciones de una
torpeza extraordinaria
La vida física se caracteriza por un estado defensivo,
mientras que a la espiritual le sucede justo lo contrario. Ésta es la única
explicación que puedo encontrar para el hecho de que mi retorno a este mundo
estuviera impregnado de tal paranoia. Durante algún tiempo estuve convencido de
que Holley (cuyo nombre, insisto, aún no recordaba, pero a la que, de algún
modo, reconocía como mi esposa) y los médicos estaban intentando asesinarme.
Tuve nuevos sueños y alucinaciones sobre aviones y saltos en paracaídas,
algunos de ellos sumamente prolongados y verosímiles. En el más largo, intenso
y ridículamente detallado de ellos, me vi en una clínica especializada en casos
de cáncer del sur de Florida, perseguido por Holley, dos agentes de policía del
estado y un par de fotógrafos ninja asiáticos, colgados de unos cables con
poleas.
De hecho estaba sufriendo algo llamado «psicosis de la UCI».
Es habitual, e incluso esperable, en pacientes cuyos cerebros vuelven a
funcionar tras un largo período de inactividad. Lo había visto muchas veces,
pero nunca lo había sufrido en mis propias carnes. Y he de decir que la
perspectiva es muy, muy diferente.
Lo más interesante de aquella sucesión de pesadillas y
fantasías paranoicas, visto en retrospectiva, era que no era más que eso: una
fantasía. Algunas partes —en particular la dilatada pesadilla del sur de
Florida— me resultaron muy intensas e incluso directamente aterradoras mientras
sucedían. Pero recordadas ahora —es más, desde el mismo instante en que
finalizaron aquellos episodios—, su naturaleza se tornó perfectamente
reconocible: algo confeccionado por mi propio y agobiado cerebro en un intento
por recobrar la orientación. Algunos de los sueños que tuve durante ese lapso
de tiempo fueron asombrosa y pavorosamente vívidos. Pero al final sólo
sirvieron para resaltar las enormes diferencias de este estado de ensueño con
respecto al ultrarrealismo del coma profundo.
En cuanto a los cohetes, aviones y saltos en paracaídas que
imaginaba con tanta viveza, eran, descubrí después, bastante precisos desde un
punto de vista simbólico. Porque el hecho era que estaba realizando una
peligrosa reentrada en la abandonada pero nuevamente funcional estación espacial
de mi cerebro, desde un lugar muy lejano. Sería difícil encontrar una analogía
más funcional de lo que me sucedió durante la semana que pasé fuera de mi
cuerpo que el despegue de un cohete.
25. AÚN NO ESTOY ALLÍ
Bond no era el único que estaba teniendo dificultades para
aceptar a la persona decididamente excéntrica en la que me convertí durante los
primeros días de mi regreso. Al día siguiente de que recobrara la conciencia
—lunes—, Phyllis llamó a Eben IV por Skype.
—Eben, tu padre está aquí —le hizo saber mientras volvía la
cámara de vídeo en dirección a mí.
—¡Hola, papá! ¿Cómo estás? —preguntó mi hijo en tono alegre.
Me pasé un minuto sin hacer otra cosa que sonreír y mirar
fijamente la pantalla del ordenador. Cuando por fin rompí el silencio, Eben se
quedó estupefacto. Hablaba de manera dolorosamente lenta y con palabras que no
tenían demasiado sentido. Mi hijo mayor me contaría más tarde:
—Hablabas como un zombi, alguien que está sufriendo una
sobredosis de ácido.
Por desgracia, nadie le había advertido sobre la posibilidad
de que se produjese una psicosis de la UCI.
Poco a poco, mi paranoia fue remitiendo y mis pensamientos y
conversaciones se tornaron más lúcidos. Dos días después de mi despertar, me
trasladaron a la UCI periférica de Neurología. Las enfermeras de esta unidad
proporcionaron unos camastros a Phyllis y Betsy para que pudiesen dormir a mi
lado. No confiaba en nadie más. Me hacían sentir seguro, anclado a mi nueva
realidad.
El único problema era que no dormía. Las tenía despiertas toda
la noche, parloteando sobre Internet, estaciones espaciales, agentes dobles
rusos y toda clase de disparates similares. Phyllis trató de convencer a las
enfermeras de que tenía un catarro, con la esperanza de que me diesen algo que
me hiciese dormir una o dos horas de manera ininterrumpida. Era como un recién
nacido que no se ciñe a unos horarios de sueño.
En mis momentos más tranquilos, Phyllis y Betsy me ayudaban a
volver a la realidad. Me recordaban toda clase de anécdotas de mi infancia, que
yo escuchaba como si las estuviese oyendo por primera vez, totalmente
fascinado. En aquel proceso, una idea importante comenzó a asentarse dentro de
mí: la de que, de hecho, había estado presente en aquellas historias.
Con gran rapidez, me contaron más adelante mis dos hermanas,
el hermano al que conocían empezó a reaparecer a través de la densa neblina de
aquel parloteo paranoide.
—Fue increíble —me contaría Betsy más adelante—. Acababas de
salir del coma y aún no eras plenamente consciente de tu identidad ni de tu
situación. Decías cosas rarísimas todo el rato, pero, aun así, conservabas tu
sentido del humor de siempre. Eras tú, claramente. ¡Habías vuelto!
—Una de las primeras cosas que hiciste fue algo jocoso sobre
alimentarte solo —me contó Phyllis—. Estábamos preparadas para darte de comer
todo el tiempo que hiciera falta. Pero no querías. Estabas decidido a meterte
tú mismo aquella gelatina anaranjada en la boca.
La maquinaria de mi cerebro, parada temporalmente, estaba
volviendo poco a poco a la vida y en este proceso me veía hacer o decir cosas
que me asombraban. ¿De dónde salían? En los primeros días acudió a visitarme
una amiga de Lynchburg llamada Jackie. Holley y yo conocíamos a Jackie y a su
marido Ron porque nos habían vendido la casa en la que vivíamos. Sin que
tuviera que hacer ningún esfuerzo consciente, mi educación tradicional sureña,
profundamente arraigada en mi cabeza, entró en acción. Nada más ver a Jackie le
pregunté:
—¿Cómo está Ron?
Transcurridos unos días más, comencé a tener algunas
conversaciones genuinamente lúcidas con las visitas. También en este caso
resultó asombroso comprobar cuántas de aquellas conexiones se producían por sí
solas, sin apenas esfuerzo consciente por mi parte. Como un avión en piloto
automático, mi cerebro, de algún modo, navegaba por el paisaje familiar de la
experiencia humana. Estaba teniendo la ocasión de constatar de primera mano una
verdad que conocía muy bien como neurocirujano: el cerebro es un mecanismo
realmente maravilloso.
Como es natural, la pregunta que rondaba por la mente de todos
(incluida la mía en sus momentos de lucidez) sin que nadie se atreviese a
formularla era: ¿hasta dónde podía recuperarme? ¿Me recobraría totalmente o la
E. coli me habría dejado daños residuales, como esperaban todos los médicos?
Aquella permanente incertidumbre era una agonía para todos, sobre todo para
Holley, que temía que en cualquier momento se interrumpiera mi milagrosa
recuperación y la dejara solamente con una parte del «yo» al que conocía.
Pero, sin embargo, cada día que pasaba, volvía una parte mayor
de ese «yo». Lenguaje. Recuerdos. Reconocimiento. Una cierta actitud traviesa
que siempre me ha caracterizado, también. Y aunque mis dos hermanas se
alegraban mucho de que hubiera regresado mi sentido del humor, no estaban tan
contentas con mi manera de utilizarlo. La tarde del lunes, cuando Phyllis me
tocó la frente, me eché hacia atrás.
—¡Ay! —exclamé—. ¡Qué daño!
Y entonces, después de disfrutar un momento de las expresiones
de espanto de todos, añadí:
—Era una broma.
Todos estaban sorprendidos por la celeridad de mi
recuperación, salvo yo mismo. Aún no era realmente consciente de lo cerca de la
muerte que había llegado a estar. Cuando, uno a uno, mis amigos y familiares
continuaron con sus vidas, yo los despedí con mis mejores deseos, dichosamente
ajeno a la tragedia que por tan poco se había conjurado. Mostraba tal
entusiasmo que uno de los neurólogos que me evaluaron de cara a la
rehabilitación insistió en que sufría un «exceso de euforia» que probablemente
se debiese a daños cerebrales. Era, al igual que yo, un decidido partidario de
las pajaritas frente a las corbatas, y le devolví el favor de aquel diagnóstico
diciéndoles a mis hermanas, después de que se marchara, que era una persona
«extrañamente poco afectuosa para ser un amante de las pajaritas».
Ya entonces sabía algo que cada vez se atrevían a aceptar más
las personas que me rodeaban. Pensara lo que pensase un médico concreto, no
estaba enfermo y mi cerebro no había sufrido daños. Estaba perfectamente.
De hecho —aunque a esas alturas sólo yo era consciente de
ello— estaba completamente «bien» por primera vez en mi vida.
26. DIFUNDIENDO LA NOTICIA
«Completamente bien», aunque todavía con trabajo pendiente por
lo que a la maquinaria se refería. A los pocos días de que me trasladaran a la
unidad de rehabilitación ambulatoria llamé a Eben IV a la universidad. Me contó
que estaba trabajando en un artículo para uno de sus cursos de neurociencias.
Me ofrecí a ayudarlo, pero no tardaría mucho en lamentarlo. Me resultaba mucho
más difícil concentrarme de lo que había esperado y una terminología que creía
plenamente recobrada se negaba de pronto a acudir a mi cabeza. Descubrí con
consternación que el camino que debía recorrer aún era muy largo.
Pero poquito a poco, lo fui haciendo. Un día, al despertar, me
encontraba en posesión de continentes enteros de conocimientos médicos y
científicos de los que carecía el anterior. Fue uno de los aspectos más
insólitos de mi experiencia: abrir los ojos una mañana y descubrir que una
buena parte de los frutos de una vida entera de investigación y experiencia
volvían a estar en su sitio.
Aunque mis conocimientos sobre las neurociencias regresasen
lenta y tímidamente, mis recuerdos sobre lo que había sucedido durante la
semana que había pasado fuera de mi cuerpo presidían mi memoria con asombrosa
claridad y fuerza. Lo que me había sucedido más allá del reino de lo terreno
era la causa directa de la felicidad que me invadía desde el momento de mi
despertar, y este estado de beatitud se negaba a abandonarme. Sentía una
felicidad delirante porque volvía a estar con la gente a la que amaba, pero
también porque —para expresarlo con toda la claridad que me es posible—
comprendía por primera vez la persona que era en realidad y la clase de mundo
en la que habitamos.
Sentía unos deseos tan desbocados como ingenuos de compartir
estas experiencias, sobre todo con mis colegas de profesión. A fin de cuentas,
lo que había experimentado contradecía las afirmaciones que siempre habían
sostenido sobre la naturaleza del cerebro y la conciencia y sobre el sentido de
la vida. ¿Cómo no iban a estar ansiosos por conocer mis descubrimientos?
Pues resultó que bastante gente no lo estaba. Sobre todo gente
con títulos de medicina.
Cuidado, mis médicos se alegraban muchísimo por mí. «Es
maravilloso, Eben», solían decirme, la misma respuesta que había utilizado yo
en el pasado con los incontables pacientes que habían tratado de compartir
conmigo las experiencias ultraterrenas que experimentaron durante alguna
intervención quirúrgica. «Estabas enfermo. Tu cerebro estaba lleno de pus.
Cuesta creer que estés aquí para contarlo. Pero tú sabes perfectamente lo que
puede llegar a crear el cerebro cuando está en ese estado».
En resumen, que no podían dar crédito a lo que yo intentaba
con tal desesperación compartir con ellos.
Pero ¿quién podría culparlos? A fin de cuentas, yo tampoco lo
había comprendido… hasta entonces.
27. VUELTA A CASA
El 25 de noviembre de 2008, dos días antes de Acción de
Gracias, regresé a un hogar rebosante de gratitud. Eben IV condujo durante toda
la noche para poder darme una sorpresa a la mañana siguiente. La última vez que
había estado a mi lado yo estaba en coma profundo y aún no había asimilado del
todo el hecho de que estuviese con vida. Estaba tan emocionado que le pusieron
una multa por exceso de velocidad en el condado de Nelson, justo al norte de
Lynchburg.
Yo llevaba horas despierto, sentado en una mecedora frente a
la chimenea encendida del estudio, pensando en todo lo que me había sucedido.
Eben cruzó la puerta poco después de las seis de la mañana. Me levanté y le di
un fuerte abrazo. Estaba asombrado. La última vez que nos habíamos visto por
Skype, en el hospital, yo apenas había sido capaz de articular una frase. Pero
por entonces —aparte de seguir un poco flaco y tener una vía intravenosa en el
brazo— había vuelto a mi actividad predilecta: ser el padre de Eben y Bond.
Era el mismo de antes… o casi. Mi hijo mayor también percibió
algo que había cambiado en mí. Más adelante, me diría que la primera vez que me
vio aquel día lo sorprendió lo «presente» que estaba.
—Se te veía tan claro, tan concentrado —me contaría—. Era como
si te envolviese una especie de halo luminoso.
Sin perder un minuto, empecé a contárselo todo.
—Estoy deseando leer todo lo que encuentre sobre esto —le
confesé—. Era todo muy real, Eben, casi demasiado para ser real, si es que eso
tiene algún sentido. Quiero compartirlo con mis colegas de profesión. Y quiero
leer sobre las ECM y sobre lo que han vivido otras personas. Ahora me cuesta creer
que no me lo tomara en serio, que no escuchara lo que me contaban mis
pacientes. Nunca sentí la curiosidad suficiente como para investigarlo.
Eben no dijo nada al principio, pero saltaba a la vista que
estaba pensando en cuál era el mejor consejo que podía darme. Se sentó frente a
mí y me expuso algo que tendría que haber sido obvio.
—Te creo, papá —dijo—. Pero piénsalo un momento. Si quieres
que esto le sea de utilidad a alguien, lo último que debes hacer es leer lo que
han escrito otros.
—¿Y qué debería hacer entonces? —pregunté.
—Escribirlo. Escribirlo todo… Todos tus recuerdos, con tanta
exactitud como te sea posible. Pero no leas libros o artículos sobre las
experiencias cercanas a la muerte de otras personas, sobre física ni sobre
cosmología. Al menos hasta que hayas escrito lo que te ha pasado a ti. No
hables con mamá ni con nadie más sobre lo que te sucedió durante el coma… al
menos si puedes evitarlo. Luego podrás hacerlo todo lo que quieras, ¿de
acuerdo? Recuerda lo que siempre me has dicho: primero observación, luego
interpretación. Si quieres que lo que te sucedió tenga algún valor científico,
debes registrarlo con toda la claridad y precisión posibles antes de empezar a
compararlo con las experiencias de los demás.
Fue, tal vez, el consejo más sabio que me hayan dado nunca… y
lo seguí. Eben acertaba plenamente al pensar que lo que yo quería, más que
ninguna otra cosa, era utilizar mis experiencias para ayudar a los demás.
Cuanto más recobraba la visión científica, más comprendía de qué manera entraba
en conflicto todo lo que había aprendido durante décadas de formación y
práctica de la medicina con lo que había experimentado, y más me daba cuenta de
que la mente y la personalidad (o, como algunos las llaman, el alma o el
espíritu) siguen existiendo más allá del cuerpo. Tenía que compartir mi
historia con el mundo.
Durante las seis semanas siguientes, casi todos los días
transcurrieron de un modo idéntico: me levantaba alrededor de las dos o las dos
y media de la mañana, tan extasiado y lleno de energía por el mero hecho de
estar vivo que salía de un salto de la cama. Encendía el fuego en el despacho,
me sentaba en mi viejo sillón de cuero y me ponía a escribir. Trataba de
recordar todos los detalles de mis viajes por el Núcleo y lo que había sentido
mientras recibía aquellas lecciones que me habían cambiado la vida.
Aunque decir que «trataba de recordar» no sería exactamente
cierto. Los recuerdos estaban allí, nítidos y frescos, justo donde los había
dejado.
28. ULTRARREALISMO
«Hay dos maneras de dejarse engañar. Una es creer lo que no es cierto; la otra negarse a creer lo que es verdad». SØREN KIERKEGAARD (1813-1855)
Durante todo aquel proceso de escritura, había una palabra que
parecía reaparecer una vez tras otra.
«Real».
Antes de mi coma nunca me había percatado de lo engañoso que
puede ser este término. Tanto en la Facultad de Medicina como en esa escuela
del sentido común que se llama «vida» me habían enseñado a pensar que algo sólo
puede ser real (un accidente de coche, un partido de fútbol americano, un
bocadillo en la mesa, frente a ti) o no real. Durante mis años de práctica
quirúrgica, había visto a mucha gente sufrir alucinaciones. Creía saber lo
aterradoramente reales que pueden parecerle estos fenómenos a quien los
experimenta. Y durante los días que duró mi psicosis de la UCI, había tenido la
oportunidad de sufrir en mis propias carnes algunas pesadillas de un realismo
impresionante. Pero una vez que pasó todo, reconocí rápidamente que aquellos
delirios no eran otra cosa que creaciones ilusorias: fantasmas neuronales
dotados de vida por una maquinaria cerebral que pugnaba por recobrar la
funcionalidad.
Sin embargo, mientras estaba en coma, no es que mi cerebro
estuviese funcionando de manera incorrecta. Es que no funcionaba en absoluto.
La parte de mi mente que, según me habían llevado a creer años de formación
médica, era la responsable de recibir el mundo en el que vivía y me movía,
captarlo a través de los sentidos y darle forma convirtiéndolo en un universo
dotado de sentido, esa parte estaba dormida, desactivada. A pesar de lo cual,
yo había estado vivo y despierto, plenamente despierto, en un universo
caracterizado por encima de todo por el amor, la conciencia y la realidad (de
nuevo esa palabra). Sencillamente, para mí ésta era una verdad indiscutible.
Tan perfectamente constatada que me dolía.
Lo que había vivido era más real que la casa en la que
habitaba, más real que los troncos que ahora ardían en la chimenea. Pero en la
visión científica del mundo que me había proporcionado mi formación médica
durante años no había espacio para esa realidad.
¿Cómo podía crear un espacio donde coexistieran ambas
realidades?
29. UNA EXPERIENCIA COMÚN
Finalmente llegó el día en el que terminé de escribir todo lo
que tenía que contar, hasta el último de mis recuerdos sobre el Reino de la
perspectiva del gusano, el Portal y el Núcleo.
Entonces llegó la hora de leer. Me zambullí de pleno en el
océano bibliográfico sobre las ECM, un océano en el que hasta entonces no había
siquiera metido la punta del pie. No tardé mucho en comprender que miles de
personas habían experimentado lo mismo que yo, tanto en los últimos años como
en los siglos anteriores. Las ECM no son todas idénticas. Cada una tiene sus
peculiaridades, pero ciertos elementos se repiten una vez tras otra y algunos
de ellos también estaban presentes en mi propia experiencia. Los relatos sobre
tránsitos por túneles o valles oscuros que desembocan en un paisaje brillante y
vívido —ultrarreal— son tan antiguos como la Grecia o el Egipto de la Antigüedad.
Los seres angélicos —a veces con alas, a veces no— comienzan a aparecer, como
mínimo, en la tradición antigua de Oriente Medio, junto a la creencia en que
tales seres son los guardianes de las actividades de la gente en la Tierra y
acuden a recibir a quienes dejan este mundo atrás. La sensación de poseer la
capacidad de ver en todas direcciones a la vez; la de estar más allá del tiempo
lineal; la de estar por encima de todas las cosas que, en esencia, yo había
creído siempre rasgos distintivos de la experiencia humana; la presencia de una
música que recordaba a los himnos y que entraba directamente en el interior de
uno en lugar de hacerlo a través de sus oídos; la asimilación directa e
instantánea, sin el menor esfuerzo, de conceptos que en otras condiciones
habrían requerido ingentes cantidades de tiempo y esfuerzo… La percepción de la
intensidad de un amor incondicional.
Una vez tras otra, tanto en los relatos más modernos sobre las
ECM como en las narraciones de naturaleza espiritual del pasado, sentía que el
narrador debía enfrentarse a las limitaciones del lenguaje terrenal y trataba
de presentar la totalidad de aquellos conceptos por medio del lenguaje y las
ideas humanos… y siempre, en mayor o menor medida, acababa fracasando.
Y, no obstante, con cada intento que se frustraba antes de
haber alcanzado su objetivo, con cada persona que pugnaba con el limitado
arsenal de nuestro lenguaje y nuestros conceptos para transmitir aquella
enormidad al lector, reconocía yo el objetivo y lo que, en toda su ilimitada
enormidad, intentaba transmitir el autor sin conseguirlo.
«Sí, sí, sí —me decía mientras leía—. Lo comprendo».
Todos aquellos libros, aquel material, estaban allí antes de
mi experiencia, claro está. Pero nunca los había visto. No sólo porque no los hubiera
leído. Era algo más. Simplemente, jamás me había abierto a la posibilidad de
que hubiese algo auténtico en la idea de que una parte de nosotros sobrevive a
la muerte. Era el típico médico que responde a estas cosas con una combinación
de sonriente indulgencia y escepticismo. Y como tal, puedo decirte que la
mayoría de los escépticos no lo son en realidad. Para ser verdaderamente
escéptico, uno debe examinar algo y tomárselo en serio. Y yo, como la mayoría
de mis colegas de profesión, jamás había hecho el esfuerzo de estudiar el tema
de las ECM. Simplemente, había «sabido» que no podían ser ciertas.
También estudié mi propio historial. Todo cuanto me había
sucedido mientras estuve en coma se había consignado con meticulosidad,
prácticamente desde el principio. Mientras revisaba mis propios escáneres como
si fuesen los de cualquiera de mis pacientes, comprendí la verdadera magnitud
de la gravedad de mi estado.
La meningitis bacteriana se distingue de otras enfermedades
por su capacidad de atacar la superficie exterior del cerebro sin afectar a las
estructuras internas. Las bacterias devoran eficientemente la capa externa del
cerebro, antes de pasar a la ofensiva final atacando las estructuras internas
«de control», comunes a otros animales, situadas muy por debajo de la parte
humana. Las demás circunstancias lamentables a resultas de las cuales pueden
atacar el neocórtex y provocar inconsciencia —traumatismos craneales, infartos
cerebrales, hemorragias cerebrales o tumores— no son ni de lejos tan concienzudas
en su ataque contra la estructura del neocórtex. Por lo general, afectan
únicamente a una parte de él y dejan otras regiones intactas y en condiciones
de operar. Pero la cosa no acaba ahí: en lugar de atacar sólo el neocórtex,
tienden a dañar también las regiones más profundas y primitivas del cerebro. Es
decir, que podría afirmarse que la meningitis bacteriana es la enfermedad más
capacitada para inducir un estado similar a la muerte sin provocarla en
realidad (aunque, a tenor de la verdad, muchas veces éste acaba siendo su
desenlace. La triste certidumbre es que nadie que sufra un caso de meningitis
bacteriana tan grave como el mío vuelve para contarlo). (Véase el Apéndice A).
Aunque la circunstancia que describe es tan antigua como la
historia, el término «experiencia cercana a la muerte» (al margen de que sea
algo real o una fantasía sin base alguna) sólo se ha generalizado en tiempos
recientes. En los años sesenta se desarrollaron nuevas técnicas que permitieron
a los médicos salvar a víctimas de infartos. Personas que hasta entonces
habrían muerto indefectiblemente regresaban ahora al mundo de los vivos. Y sin
saberlo, en sus esfuerzos por salvar a sus pacientes, estos médicos estaban
creando una especie de raza de viajeros ultraterrenos: gente que había
vislumbrado lo que hay al otro lado del velo y había regresado para contarlo.
Hoy se cuentan por millones. Entonces, en 1975, un estudiante de medicina
llamado Raymond Moody publicó un libro llamado Vida después de la vida, en el
que narraba la experiencia de un hombre llamado George Ritchie. Ritchie había
«muerto» a consecuencia de un infarto de miocardio provocado por la
complicación de una neumonía y había pasado nueve minutos fuera de su cuerpo.
En este tiempo atravesó un túnel, visitó regiones celestiales e infernales,
conoció a un ser de luz al que identificó como Jesús y experimentó unas
sensaciones de paz y bienestar tan intensas que era casi imposible expresarlas
con palabras. Había nacido la era moderna de las experiencias cercanas a la muerte.
Mentiría si afirmase que desconocía por completo la existencia
del libro de Moody, pero desde luego nunca lo había leído. No me hacía falta,
entre otras cosas porque la idea de que un paro cardíaco representase una
especie de condición próxima a la muerte era un disparate para mí. Gran parte
de la literatura sobre las ECM gira alrededor de pacientes a los que se les ha
parado el corazón durante pocos minutos, por lo general después de un accidente
de tráfico o en la mesa de operaciones. La idea de que un paro cardíaco
constituye la muerte está obsoleta desde hace unos cincuenta años. Muchos legos
creen que si alguien se recupera de un infarto es que ha «muerto» y luego ha
regresado a la vida, pero la comunidad médica revisó hace ya tiempo la
definición de la muerte, que ahora se asocia al cerebro, no al corazón (desde
que se estableció el concepto de la muerte cerebral, en 1968, basada en
importantes descubrimientos relativos al examen neurológico de los pacientes).
Desde el punto de vista de la muerte, el paro cardíaco sólo es relevante por
sus efectos sobre el cerebro. A los pocos segundos de que se produzca, la
interrupción del flujo sanguíneo en dirección al cerebro provoca un desplome
generalizado de la actividad neuronal cooperativa, seguido por la pérdida de la
conciencia.
Pero hace casi medio siglo que los cirujanos saben cómo parar
el corazón de manera rutinaria en intervenciones quirúrgicas (o, en algún caso,
neuroquirúrgicas) durante lapsos que oscilan entre minutos y horas enteras,
utilizando bombas de bypass cardiopulmonar. A veces se reduce premeditadamente
la temperatura del cerebro para aumentar la viabilidad del proceso. Pero el
caso es que no se produce muerte cerebral. Incluso una persona a la que se le
para el corazón en plena calle podría salir airosa sin daños cerebrales si
alguien realiza una maniobra de resucitación cardiopulmonar en menos de cuatro
minutos y el corazón vuelve a funcionar. Mientras le llegue sangre oxigenada al
cerebro, éste —y con él la persona— permanecerá vivo, aunque transitoriamente
inconsciente.
Este hecho conocido por mí me bastaba para descartar el libro
de Moody sin necesidad siquiera de abrirlo. Pero entonces sí que lo abrí y al
leer las historias que se relataban en él y analizarlas en el contexto de mi
propia experiencia se produjo un cambio completo en mi percepción. Comprendí,
sin el menor asomo de duda, que al menos algunas de aquellas personas habían
salido de verdad de sus cuerpos físicos. Simplemente, las similitudes con las
cosas que yo mismo había experimentado fuera del mío eran demasiado grandes.
Las zonas más primitivas de mi cerebro —las partes que lo
mantienen en estado de funcionamiento— siguieron operativas durante casi todo
el tiempo que pasé en coma. Pero si hablamos de la parte que, según todos los
neurólogos del mundo, es la responsable de lo humano… bueno, ésa estaba
totalmente desactivada. Pude constatarlo en los escáneres, en los informes del
laboratorio y en los exámenes neurológicos: en suma, en todos los datos
recogidos durante la semana que había pasado allí sometido a una vigilancia
exhaustiva. En seguida comencé a darme cuenta de que la mía era una experiencia
cercana a la muerte casi impecable, posiblemente uno de los casos más
convincentes de la historia moderna. Lo que en realidad importaba de mi caso no
era que me hubiese sucedido a mí, sino que desde el punto de vista de la
medicina era imposible que fuese un mero producto de la fantasía.
Describir la naturaleza de una ECM es, en el mejor de los
casos, complicado, pero hacerlo frente a una clase médica que se niega a creer
en la posibilidad de que exista resulta aún más difícil. Pero en esos momentos,
debido a mi carrera en el ámbito de las neurociencias y a la ECM por la que
acababa de pasar, tenía la oportunidad única de transmitirle mayor credibilidad
a esa realidad.
30. VUELTO DESDE LOS MUERTOS
«Y la cercanía de la muerte, la cual nos iguala a todos de la misma manera, nos impresiona a todos con una última revelación que tan sólo una persona que volviese de la muerte podría contar». HERMAN MELVILLE (1819-1891), Moby Dick
Allá donde fuese durante aquellas primeras semanas, la gente
me miraba como a alguien recién salido de la tumba. Me encontré con un médico
que estaba presente en el hospital el día que me ingresaron. No trabajó directamente
en mi caso, pero sí que pudo verme cuando me ingresaron en urgencias aquella
primera mañana.
—¿Cómo es posible que estés aquí? —preguntó, resumiendo la
perplejidad de la comunidad médica con respecto a mi caso—. ¿Eres el hermano
gemelo de Eben o algo así?
Sonreí, alargué el brazo y le estreché la mano con fuerza,
para que supiese que realmente era yo.
Aunque, naturalmente, su comentario sobre mi hermano gemelo
era una broma, aquel médico había tocado un punto crucial al decirlo. A todos
los efectos, yo seguía siendo dos personas y si pretendía hacer lo que le había
dicho a Eben IV que deseaba —utilizar lo que me había pasado para ayudar a los
demás— tenía que reconciliar mi ECM con mi visión científica de las cosas y
volver a unir a esas dos personas.
Mis recuerdos acudieron a una llamada telefónica que había
recibido una mañana, varios años antes. Era la madre de un antiguo paciente y
me llamó mientras yo examinaba el mapa digital de un tumor que tenía que
extraer aquel mismo día, algo más tarde. La llamaremos Susanna. El fallecido
marido de Susanna, al que llamaremos George, había llegado hasta mí tras
detectársele un tumor cerebral. A pesar de todos nuestros esfuerzos, al año y
medio de recibir el diagnóstico había muerto. Ahora era la hija de Susanna la
que estaba enferma, con varias metástasis en el cerebro de un cáncer de mama.
Tenía pocas probabilidades de sobrevivir más allá de unos pocos meses. El
momento elegido para hacer la llamada no era el mejor, puesto que estaba
totalmente absorto en la imagen digital que tenía delante para trazar una
estrategia de extracción del tumor que no dañase el tejido cerebral que lo
rodeaba. Pero permanecí al aparato con Susanna porque sabía que estaba tratando
de encontrar algo —lo que fuese— que la ayudase a enfrentarse a lo que estaba
pasando.
Siempre he creído que en casos de enfermedad potencialmente
fatal es aceptable endulzar un poco la verdad. Impedir que un paciente terminal
intente aferrarse a una pequeña fantasía para poder sobrellevar la idea de la muerte
es como negarle los analgésicos a uno que padece graves dolores. La carga de
Susanna era extraordinariamente pesada y le debía hasta el último segundo de
atención que me pidiese.
—Doctor Alexander —me explicó—, mi hija ha tenido un sueño
extraordinario. Su padre aparecía en él. Le ha dicho que todo va a salir bien,
que no debe preocuparse por la muerte.
Había oído cosas como aquélla incontables veces en boca de mis
pacientes: el recurso de la mente para buscar consuelo en una situación
insoportablemente dolorosa. Le dije que me parecía un sueño maravilloso.
—Pero lo más increíble de todo, doctor Alexander, es lo que
llevaba mi marido. Una camisa amarilla… ¡y un sombrero de fieltro!
—Bueno, Susanna —dije con tono alegre—, imagino que en el
Cielo no tienen códigos de vestimenta.
—No —replicó Susanna—. No se trata de eso. Al comienzo de
nuestra relación, cuando empezábamos a salir, le regalé a George una camisa
amarilla. Le gustaba llevarla con un sombrero de fieltro que también le había
regalado yo. Pero los dos se perdieron en nuestra luna de miel, cuando nos
extraviaron el equipaje. Aquella camisa y aquel sombrero representaban para él
lo mucho que le quería y nunca los reemplazó.
—Seguro que Christina oyó miles de historias maravillosas
sobre esa camisa y ese sombrero, Susanna —objeté—. Y sobre los primeros tiempos
de sus padres…
—No —repuso ella con una risa—. Eso es lo maravilloso. Era
nuestro pequeño secreto. Sabíamos lo ridículo que le parecería a cualquier otra
persona. Así que después de que se perdieran no volvimos a hablar de ellos. A
Christina no le contamos nunca nada. Le tenía muchísimo miedo a la muerte, pero
ahora sabe que no tiene nada que temer, nada en absoluto.
Lo que Susanna estaba contándome, descubrí en mis lecturas,
era una variante de un suceso que se repite con bastante frecuencia. Pero
cuando recibí aquella llamada yo aún no había pasado por mi ECM y estaba
totalmente convencido de que no era más que una fantasía inducida por la
tristeza. A lo largo de mi carrera había tratado a muchos pacientes que habían
tenido experiencias inusuales durante un coma o en el transcurso de una
intervención quirúrgica. Siempre que alguno de ellos me contaba una experiencia
como la de Susanna, yo respondía mostrándole todas mis simpatías. Y estaba convencido
de que aquello que me relataban había sucedido de verdad… en su cabeza. El
cerebro es el más sofisticado —y temperamental— de nuestros órganos. Si lo
manipulas, si reduces en unos pocos torr (una unidad de presión) el oxígeno que
recibe, la realidad que percibe su propietario comenzará a alterarse. O, para
ser más precisos, su percepción personal de la realidad. Y si a esto le sumamos
el trauma físico y la medicación que acompañan a cualquier problema cerebral,
podemos tener la práctica certeza de que, si guarda algún recuerdo al
despertar, será un recuerdo inusual. Con un cerebro afectado por infecciones
bacterianas letales y medicamentos capaces de alterar el funcionamiento de este
órgano, todo puede suceder. Todo… salvo la experiencia ultrarrealista que yo
había experimentado durante mi coma.
Susanna, comprendí con esa clase de sobresalto que te embarga
cuando te das cuenta de algo que debería haber sido evidente, no me había
llamado aquel día para que la consolara. En realidad, la que intentaba consolarme
era ella. Pero en aquel momento no fui consciente de ello. Creí estar
ayudándola al fingir, de aquella manera distraída y un poco distante, que daba
crédito a su relato. Pero no era así. Y al recordar aquella conversación y
otras muchas muy similares que había mantenido a lo largo de mi carrera,
comprendí el largo camino que tenía por delante si pretendía convencer a mis
colegas de profesión de que aquello que me había pasado era real.
31. TRES CAMPOS
«Sostengo que el reduccionismo científico rebaja de manera increíble el misterio de lo humano con su prometedor materialismo, con la pretensión de poder explicar todo cuanto sucede en el mundo espiritual por medio de patrones de actividad neuronal. Esta idea debe catalogarse como superstición (…) Debemos reconocer que somos criaturas espirituales, dotadas de almas que moran en un mundo espiritual, así como seres materiales cuyos cuerpos y cerebros existen en un mundo material». SIR JOHN C. ECCLES (1903-1997)
Por lo que a las ECM se refiere, había tres campos básicos.
Por un lado estaban los creyentes: gente que había pasado por una o a la que,
simplemente, le resultaba fácil creer en tales experiencias. Luego, claro está,
estaban los incrédulos redomados (como mi antiguo yo). Por lo general, estas
personas no se definían como incrédulas. Simplemente, sabían que el cerebro
genera la conciencia y no aceptaban ideas absurdas sobre una mente más allá del
cuerpo (salvo para consolar a alguien necesitado, como creía yo estar haciendo
con Susanna aquel día). Y después estaba el grupo intermedio. Lo formaban
personas de todas clases que habían oído hablar de las ECM, bien porque habían
leído algo sobre ellas o bien porque —como se trata de un fenómeno
extraordinariamente común— tenían algún amigo o pariente que había pasado por
una de ellas. Eran las personas que formaban este grupo intermedio a las que
más podía ayudar mi relato. El mensaje que conllevan las ECM puede cambiarle la
vida a la gente. Pero cuando alguien que puede estar abierto a dar crédito a
este tipo de experiencias pregunta a un médico o a un científico —custodios
oficiales en nuestra sociedad de la cuestión de lo real y lo irreal—, éste
suele responder, con delicadeza pero con firmeza, que las ECM son
alucinaciones, productos de un cerebro que lucha para aferrarse a la vida y
nada más.
Como médico que había pasado por lo que yo había pasado,
estaba en condiciones de contarles una historia diferente. Y cuanto más lo
pensaba, más comprendía que tenía el deber de hacerlo.
Una a una, fui poniendo por escrito las sugerencias que sabía
que ofrecerían mis colegas (como habría hecho yo mismo en los viejos tiempos)
para explicar lo que me había sucedido. (Si deseas más información, consulta
las hipótesis neurocientíficas, que incluyo en el Apéndice B).
¿Era mi experiencia un primitivo programa creado por el tallo
cerebral con el fin de aliviar el dolor terminal y el sufrimiento, algo así
como una versión evolucionada de las estrategias de «muerte fingida» que
utilizan los animales inferiores? Esta idea la descarté desde el principio.
Sencillamente, era imposible que las cosas que había percibido, con su enorme
sofisticación visual y existencial y el profundo grado de sentido de
trascendencia que las acompañaba, fuesen obra de la parte reptiliana de mi
cerebro.
¿Se trataba de recuerdos distorsionados procedentes de las
zonas profundas de mi sistema límbico, la parte del cerebro que alimenta las
percepciones emocionales? Tampoco. Sin un neocórtex funcional, el sistema
límbico no podría producir visiones tan nítidas y dotadas de lógica como las
que yo experimenté.
¿Podía tratarse de una visión psicodélica generada por alguno
de los (numerosos) fármacos que me administraban? De nuevo parece que no,
puesto que estos fármacos interaccionan con los receptores del neocórtex. Y
como éste no estaba funcionando, no había ningún lienzo sobre el que hubiesen
podido dibujar aquel cuadro.
¿Y una intrusión del sueño REM? Así es como se llama a un
síndrome (relacionado con el sueño REM, la fase en la que se producen los
sueños) en el que los neurotransmisores naturales, como la serotonina,
interactúan con los receptores del neocórtex. Lo siento, pero tampoco. La
intrusión REM requiere de un neocórtex funcional y yo carecía de uno en aquel
momento.
También estaba el fenómeno hipotético conocido como el
«basurero DMT». En él, la glándula pineal reacciona al estrés generado por una
amenaza contra el cerebro segregando una sustancia llamada DMT (o
N,N-dimetiltriptamina). Desde el punto de vista estructural, la DMT es similar
a la serotonina y puede generar estados alucinatorios sumamente intensos. Yo no
tenía experiencia personal con esta sustancia —y sigo sin tenerla—, por lo que
carezco de argumentos para contradecir a quienes afirman que puede producir
experiencias psicodélicas muy verosímiles. Incluso puede que con implicaciones
genuinas para nuestra comprensión de lo que son realmente la conciencia y la
realidad.
Sin embargo, el hecho sigue siendo que la parte del cerebro a
la que afecta el alucinógeno DMT (el neocórtex) no podía verse afectada en mi
caso. Así que para «explicar» lo que me había sucedido, la hipótesis del
basurero DMT se queda tan radicalmente corta como todas las demás y por la
misma razón esencial. Los alucinógenos afectan al neocórtex y el mío no podía
verse afectado porque no estaba operativo.
La última hipótesis que contemplé fue la del «fenómeno del
reinicio». Explicaría mi experiencia como un compendio de recuerdos
esencialmente no relacionados, que ya estaban allí antes de que mi neocórtex se
desactivase del todo. Como un ordenador que se reinicia y salva lo que puede
después de un fallo completo del sistema, mi cerebro habría tratado de
confeccionar una experiencia a partir de los restos con los que se había
encontrado. Esto podría haber sucedido al recobrar la conciencia tras un fallo
generalizado y prolongado, como el que había provocado mi meningitis. Pero si
tenemos en cuenta la complejidad y la interactividad de mis elaborados
recuerdos, parece poco probable. Como durante el tiempo que pasé en el mundo
espiritual experimenté la naturaleza no lineal del tiempo de un modo tan
intenso, ahora puedo comprender por qué es tan fácil que los escritos sobre la
dimensión espiritual parezcan tan distorsionados (o sencillamente, tan
absurdos) desde la perspectiva terrenal. En los mundos que se extienden por
encima de éste, el tiempo no se comporta como aquí. Allí las cosas no se
suceden necesariamente de manera secuencial. Un momento puede parecer una vida
entera y una o más vidas pueden parecer un simple momento. Pero el hecho de que
el tiempo no se comporte de forma normal (desde nuestra perspectiva) no
significa que sucumba al caos y mis recuerdos sobre el tiempo que había pasado
en coma son cualquier cosa menos caóticos. La mayoría de los elementos que
anclan mi experiencia a este mundo, desde el punto de vista cronológico, tienen
que ver con mis interacciones con Susan Reintjes, cuando entró en contacto
conmigo en las noches cuarta y quinta de mi coma, y con la aparición, hacia el
final de mi viaje, de aquellas seis caras de las que hablé. Podría decirse que
cualquier otra apariencia de simultaneidad entre los sucesos de la Tierra y los
de mi viaje es mera conjetura.
Cuanto más descubría sobre mi condición y más investigaba
(entre la literatura científica existente) para explicar lo que me había
sucedido, más comprendía que la explicación no podía estar ahí. Todo —la
asombrosa claridad de mi visión y la naturaleza de mis pensamientos como un
puro flujo conceptual— sugería un trabajo cerebral más y no menos intenso. Sólo
que mi cerebro no estaba activo en aquel momento para encargarse de realizarlo.
Y conforme leía las explicaciones «científicas» de las ECM,
iba constatando cada vez más su transparente fragilidad. Al mismo tiempo, me
daba cuenta con cierta vergüenza de que eran las que mi antiguo «yo» habría
esgrimido, aunque fuese con poco rigor, en caso de que alguien hubiera tratado
de «explicarme» lo que es una ECM.
Pero no podía esperarse que alguien que no fuese un médico
supiese todo esto. Si mi experiencia le hubiera sucedido a otra persona, la que
fuese, habría sido bastante significativa, pero el hecho de que la hubiera
vivido yo… Bueno, decir que había ocurrido «por una razón» me hacía sentir un
poco incómodo. Todavía quedaba en mi interior lo bastante del antiguo y
escéptico médico como para saber lo extravagante —lo exagerado, de hecho— que
sonaba aquello. Pero si consideraba la extremada improbabilidad de que
sucediera algo así —sobre todo el hecho de que un caso perfecto de meningitis
por E. coli invadiese y desactivase mi corteza cerebral, seguido por una
recuperación acelerada y casi completa frente a una destrucción casi segura—,
no cabía más alternativa que considerar seriamente la posibilidad de que todo
hubiera sucedido en realidad por algún motivo.
Y esto me hacía sentir una responsabilidad mayor, unida a la
necesidad de contar como es debido mi historia.
Siempre me había enorgullecido de mantenerme a la última en mi
campo profesional y contribuir cuando tenía algo que aportar. Desde el punto de
vista médico, el hecho de que hubiese salido de este mundo para entrar en otro
suponía una noticia revolucionaria y ahora que había vuelto no pensaba
guardármela. Desde el punto de vista médico, mi completa recuperación era algo
imposible, un milagro. Pero el verdadero interés de la historia residía en el
sitio donde había estado y era mi deber, no sólo como investigador que siente
un profundo respeto por el método científico, sino también como sanador, contar
mi historia. Una historia —una historia verdadera— puede curar tanto como la
medicina. Susanna lo sabía cuando me llamó aquel día a mi despacho. Y yo
también había podido experimentarlo cuando volví a tener noticias de mi familia
biológica. Las noticias que recibí entonces habían tenido un efecto terapéutico
sobre mí. ¿Qué clase de sanador sería si no compartía mi historia?
Poco más de dos años después de salir del coma, visité a un
buen amigo y colega, que dirige uno de los departamentos de neurociencia más
punteros del mundo. Conocía a John (que no es su auténtico nombre) desde hacía
décadas y lo consideraba un ser humano maravilloso y un científico de primer
orden.
Cuando le conté parte de la historia del periplo espiritual
que había vivido durante mi coma, respondió con genuino asombro. No porque me
creyese loco, sino porque finalmente le encontraba sentido a algo que lo
desconcertaba desde hacía bastante tiempo.
Me explicó que, un año antes, su padre se encontraba en las
últimas fases de una enfermedad terminal que lo había aquejado durante cinco
años. Estaba incapacitado y senil, sumido en un dolor permanente del que quería
escapar muriendo.
—Por favor —había suplicado a John desde su lecho de muerte—.
Dame unas pastillas, o algo así. No puedo continuar así.
De repente, su padre se tornó más lúcido de lo que había
estado en dos años e hizo una serie de profundas observaciones sobre su vida y
su familia. Entonces, su mirada se desplazó hacia el pie de su cama y comenzó a
hablarle al aire. Al escucharlo, John se dio cuenta de que estaba hablando con
su madre, que había fallecido cincuenta años antes, a los sesenta y cinco,
cuando su padre era sólo un adolescente. En toda la vida de John, apenas la
había mencionado, pero en aquel momento parecía estar manteniendo una alegre y
animada conversación con ella. Mi amigo no podía verla, pero estaba
absolutamente convencido de que su espíritu se encontraba allí para dar la
bienvenida al de su padre.
Al cabo de unos minutos así, su padre se volvió de nuevo hacia
él, esta vez con una expresión totalmente distinta en la cara. Estaba sonriendo
y parecía en paz, como nunca antes, que él recordara.
—Vete a dormir, papá —se oyó decir—. Déjate ir, sin más. No
pasa nada.
Su padre lo hizo. Cerró los ojos y se fue desvaneciendo con
una expresión de completa serenidad en la mirada. Poco después fallecía.
John tenía la sensación de que el encuentro entre su padre y
su fallecida abuela había sido real, pero no sabía qué pensar de ello, porque
como médico tenía la certeza de que tales cosas eran «imposibles». Muchos otros
han presenciado esa asombrosa claridad mental que parece apoderarse de ancianos
seniles justo antes de fallecer, tal como había visto John en su padre (un
fenómeno conocido como «lucidez terminal»). Y no tiene explicación neurológica.
Escuchar mi relato le dio la licencia que necesitaba para hacer algo que
llevaba mucho tiempo anhelando: creer lo que había visto con sus propios ojos y
aceptar la profunda y reconfortante verdad de que nuestro yo espiritual es más
real que nada de lo que percibimos en este Reino físico y de que existe una
conexión divina que nos une al infinito amor del Creador.
32. UNA VISITA A LA IGLESIA
«Hay dos formas de vivir. La primera es pensar que nada es un milagro. La segunda, que todo lo es». ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
No regresé a la iglesia hasta diciembre de 2008, cuando Holley
me arrastró a un servicio el segundo domingo de Adviento. Seguía débil, un poco
alterado mentalmente y demasiado flaco. Mi mujer y yo nos sentamos en primera
fila. Michael Sullivan, que presidía el servicio aquel día, se acercó para
preguntarme si me apetecía soplar la segunda vela de la corona de Adviento. La
verdad es que no tenía muchas ganas, pero algo dentro de mí me dijo que lo
hiciese. Me levanté, me apoyé en el pasamanos de bronce y caminé con
sorprendente facilidad hacia la zona del altar.
El recuerdo sobre el tiempo que había pasado fuera de mi
cuerpo seguía fresco en mi memoria y todo cuanto veía en aquel lugar que nunca
antes había logrado conmoverme demasiado me lo devolvía con fuerzas redobladas.
La palpitante nota de bajo de un himno era un eco de la áspera miseria del
Reino de la perspectiva del gusano. Los ventanales de cristal tintado, con sus
nubes y sus ángeles, me devolvían a la celestial belleza del Portal. Una
pintura de Jesús partiendo el pan con sus discípulos evocaba la comunión del
Núcleo. Me estremecí al recordar la dicha del infinito e incondicional amor que
había conocido allí.
Por fin comprendía el sentido de la religión. Al menos el
sentido que debería haber tenido. Yo no creía simplemente en Dios; conocía a
Dios. Mientras me acercaba al altar para recibir la comunión, sendos regueros
de lágrimas surcaban mis mejillas.
33. EL ENIGMA DE LA CONCIENCIA
«Si deseas ser un auténtico buscador de la verdad, es necesario que, al menos una vez en la vida, pongas en duda, en la medida de lo posible, todas las cosas». RENÉ DESCARTES (1596-1650)
Tardé unos dos meses en recuperar mi arsenal completo de
conocimientos neuroquirúrgicos. Dejando aparte de momento el hecho en esencia
milagroso de mi recuperación (sigue sin haber precedentes médicos para un caso
como el mío, en el que un cerebro sometido a un ataque tan grave por parte de
bacterias E. coli gram negativas recuperaba su antigua capacidad), al regresar
seguía teniendo que hacer frente al hecho de que todo cuando había aprendido en
cuatro décadas de estudio y trabajo sobre el cerebro humano, sobre el universo
y sobre lo que constituye la realidad entraba en conflicto con lo que había
experimentado durante aquellos siete días de coma. Cuando perdí el conocimiento
era un médico secular que había pasado toda la carrera en algunas de las
instituciones científicas más prestigiosas del mundo, tratando de comprender
las conexiones entre el cerebro humano y la conciencia. No era que no creyese
en la conciencia. Simplemente, estaba convencido de la práctica improbabilidad
mecánica de que existiese de manera independiente.
En los años veinte, el físico Werner Heisenberg (y otros
pioneros de la ciencia de la mecánica cuántica) realizó un descubrimiento tan
singular que el mundo aún no ha podido asimilarlo del todo. Cuando observamos
fenómenos subatómicos, es imposible separar del todo al observador (esto es, el
científico que realiza el experimento) del objeto de sus observaciones. En
nuestra vida cotidiana es fácil olvidarse de esto. Vemos el universo como un
sitio repleto de objetos separados (mesas y sillas, gente y planetas), que
interactúan en ocasiones, pero en esencia permanecen separados. Sin embargo, a
nivel subatómico, este universo de objetos separados se revela como una
completa ilusión. En el reino de las cosas realmente pequeñas, todos los
objetos del universo físico están íntimamente conectados entre sí. De hecho, se
ha constatado que en realidad no existen los «objetos» en el mundo, sólo
vibraciones de energía y relaciones.
El significado de esto tendría que haber sido obvio, pero no
lo fue para muchos. Era imposible buscar la realidad nuclear del universo sin
utilizar la conciencia. Lejos de ser un producto secundario y poco importante
de los procesos físicos (como había creído yo siempre antes de mi experiencia),
la conciencia, no únicamente es real, sino que lo es más que el resto de la
experiencia física, hasta el punto de que, seguramente, constituye el
fundamento de todo. Pero ninguna de estas ideas se había incorporado al retrato
de la realidad elaborado por la ciencia. Muchos científicos están tratando de
hacerlo hoy en día, pero de momento no existe ninguna «teoría del todo»
unificada que combine las leyes de la mecánica cuántica con las de la teoría de
la relatividad de un modo que apunte siquiera a incorporar la conciencia.
Todos los objetos del universo físico están compuestos de
átomos. Los átomos, a su vez, lo están de protones, electrones y neutrones.
Éstos, por su parte, son (tal como descubrió la física en los primeros años del
siglo XX) partículas. Y las partículas están hechas de… Bueno, francamente, ni
los físicos lo saben. Lo que sí saben es que cada una de ellas está conectada a
todas las demás que existen en el universo. Al más profundo nivel imaginable,
están todas interconectadas.
Antes de mi experiencia en el más allá, estaba al corriente de
todas estas ideas científicas, pero de un modo distante y vago. En el mundo en
el que yo vivía y me movía, un mundo de coches, casa y mesas de operaciones, de
pacientes que vivían o morían dependiendo en parte de mi pericia en el
quirófano, los fundamentos de la física subatómica eran hechos ajenos y
extraños. Puede que fuesen ciertos, pero no concernían a mi realidad cotidiana.
Pero cuando dejé atrás mi cuerpo físico, los experimenté
directamente. De hecho, puedo decir con toda tranquilidad que, aunque en aquel
momento no conocía este término, mientras me encontraba en el Portal y en el
Núcleo, estaba realmente «practicando la ciencia». Una ciencia que se basaba en
la más auténtica y sofisticada herramienta de investigación que poseemos: la
propia conciencia.
Cuanto más investigaba, más me convencía de que mi
descubrimiento no era sólo interesante o significativo desde un punto de vista
espiritual. Era un hecho científico. Según la persona con la que hables, la
conciencia puede ser el mayor misterio al que se enfrenta la ciencia, o algo
trivial. Lo más sorprendente es la cantidad de científicos que se encuentran en
este último grupo. Para muchos científicos —puede que la mayoría— no merece la
pena preocuparse por la conciencia, dado que no es más que un proceso
secundario generado por el proceso físico. Y un gran número de ellos van
todavía más allá y aseguran que, no es sólo que sea un fenómeno secundario,
sino que ni siquiera es real.
No obstante, muchas de las voces más destacadas en los campos
de la neurociencia de la conciencia y la filosofía de la mente se mostrarían en
desacuerdo. En las últimas décadas han llegado a identificar el «problema
esencial de la conciencia». Y aunque la idea llevaba circulando en estado
embrionario durante décadas, fue David Chalmers quien la definió en un
brillante libro publicado en 1996, La mente consciente. El problema esencial,
concerniente a la misma existencia de la experiencia consciente, puede
reducirse a las siguientes preguntas:
¿Cómo surge la conciencia del funcionamiento del cerebro
humano?
¿Qué relación tiene con el comportamiento que la acompaña?
¿Qué relación existe entre el mundo percibido y el mundo real?
El problema principal es tan esencialmente complejo que
algunos pensadores han afirmado que su respuesta se encuentra más allá del
alcance de la «ciencia». Pero este hecho no le resta importancia alguna. En
realidad, apunta al papel insondablemente profundo que desempeña en el
funcionamiento del universo.
El auge del método científico basado únicamente en el reino de
lo físico, un proceso característico de los últimos cuatrocientos años,
representa un problema de primera magnitud: hemos perdido el contacto con el
profundo misterio que reside en el centro de la existencia, nuestra conciencia.
Era algo que (bajo nombres distintos y expresado a través de diferentes maneras
de ver el mundo) conocían bien y sostenían todas las religiones premodernas del
mundo, pero que perdimos en nuestra cultura secular occidental a medida que
sucumbíamos a la fascinación por el poder de la ciencia y la tecnología
modernas.
A pesar de todos los éxitos de la civilización occidental, el
mundo ha tenido que pagar un alto precio por ellos, relacionado con el
componente más crucial de la existencia: el espíritu humano. El lado oscuro de
la alta tecnología —la guerra moderna, nuestra apatía ante homicidios y
suicidios, la miseria urbana, el caos ecológico, el catastrófico cambio climático,
la polarización de los recursos económicos— ya es de por sí bastante malo. Pero
por si fuera poco, nuestra ceguera a todo lo que no sea el progreso exponencial
en la ciencia y en la tecnología nos ha dejado a muchos de nosotros vacíos en
el reino del significado y la dicha, sin saber cómo encajan nuestras vidas en
el gran tapiz de la existencia para toda la eternidad.
Las grandes preguntas sobre el alma y la otra vida, la
reencarnación y la existencia de Dios y del Cielo se han demostrado esquivas a
los medios científicos convencionales, lo que no quiere decir que no existan.
Del mismo modo, los fenómenos de conciencia extendida, como la visión remota,
la percepción extrasensorial, la psicoquinesia, la clarividencia, la telepatía
y la precognición, se han mostrado tenazmente resistentes al escrutinio de la
investigación científica «convencional». Antes de mi coma, yo dudaba
sinceramente de su veracidad, más que nada porque nunca había experimentado
nada parecido a un nivel profundo y porque, en mi simplista visión científica
del mundo, no había forma de explicarlas satisfactoriamente.
Como tantos otros escépticos científicos, me negaba incluso a
revisar los datos sobre las cuestiones relevantes a estos fenómenos. Los
prejuzgaba a ellos y a la gente que los aportaba, porque mi limitada
perspectiva me impedía siquiera empezar a concebir cómo era posible que
sucediesen tales cosas. Quienes afirman que no existen evidencias que apoyen la
existencia de la conciencia extendida, a pesar de las abrumadoras pruebas en
sentido contrario, exhiben una ignorancia premeditada. Creen conocer la verdad
sin necesidad de examinar los hechos.
A todos aquellos que siguen prisioneros en la trampa del
escepticismo científico les recomiendo el libro Irreducible Mind: Toward a Psychology
for the 21st Century, editado en 2007. En este riguroso análisis científico se
nos presentan pruebas de la existencia de la conciencia fuera del cuerpo.
Irreducible Mind es la obra esencial para un grupo científico de gran
prestigio, el Departamento de Estudios sobre la Percepción de la Universidad de
Virginia. Sus autores realizan un exhaustivo repaso de los datos relevantes,
cuya conclusión es inexorable: estos fenómenos son reales y si queremos
comprender la realidad de nuestra existencia, debemos esforzarnos por
entenderlos.
Han tratado de convencernos de que la visión científica del
mundo está acercándose rápidamente a una teoría del todo en la que apenas
quedaría espacio para nuestra alma, para el Cielo ni para Dios. Mi periplo por
las profundas regiones del coma, más allá del tosco reino de lo físico, me
llevó hasta la esplendorosa morada del Creador todopoderoso y me reveló el
abismo indescriptiblemente dilatado que separa nuestro humano conocimiento del
asombroso reino de Dios.
Cualquiera de nosotros está más familiarizado con la
conciencia que con cualquier otra cosa y, sin embargo, sabemos más sobre el
resto del universo que sobre los mecanismos que rigen su funcionamiento. Está
tan cerca de nosotros que se encuentra casi fuera de nuestro alcance. No hay
nada en los fundamentos físicos del mundo material (quarks, electrones,
fotones, átomos, etc.), y más concretamente, en la intrincada estructura del
cerebro, que nos aporte la menor pista sobre el funcionamiento de la
conciencia.
De hecho, el indicio más sólido que existe sobre la realidad
del reino espiritual es el profundo misterio de nuestra existencia consciente.
Es una revelación mucho más misteriosa que todas las que nos han mostrado los
físicos o los expertos en neurociencias, cuyo fracaso ha dejado sumida en la
oscuridad la íntima relación que existe entre la conciencia y la mecánica
cuántica, y a través de ella, la realidad física.
Para estudiar de verdad el universo a un nivel profundo,
debemos reconocer el papel fundamental que desempeña la conciencia a la hora de
retratar la verdad. Los descubrimientos de la mecánica cuántica asombraron a
los brillantes pioneros de este campo, muchos de los cuales (Werner Heisenberg,
Wolfgang Pauli, Niels Bohr, Erwin Schrödinger o sir James Jeans, por nombrar
sólo unos pocos) acabaron recurriendo a visiones místicas del mundo en busca de
respuestas.
Comprendieron que era imposible separar a quien realiza el
experimento del propio experimento y explicar la realidad prescindiendo de la
conciencia. Lo que yo descubrí en el más allá es la indescriptible inmensidad y
complejidad del universo, así como el hecho de que la conciencia es la base de
todo cuanto existe. Estaba tan completamente conectado a ella que muchas veces
no existía diferencia entre el «yo» y el mundo por el que me desplazaba.
Si tuviese que resumir todo esto, diría una serie de cosas. En
primer lugar: que el universo es mucho más grande de lo que puede parecer si
nos limitamos a examinar sus partes más visibles de manera inmediata (una afirmación
nada revolucionaria, en realidad, dado que ya la ciencia convencional reconoce
que el 96 por ciento del universo está compuesto de «materia y energía
oscuras». ¿Qué son estas entidades?[1] Nadie lo sabe. Pero lo que transformó mi experiencia
en algo inusual fue la pasmosa inmediatez con la que experimenté el papel
esencial de la conciencia, del espíritu. Cuando lo descubrí allí arriba, no fue
en forma de teoría, sino como un hecho, tan abrumador e inmediato como una bocanada
de aire glacial en la cara).
En segundo lugar: que todos —cada uno de nosotros— estamos
íntima e inextricablemente conectados a ese universo mayor. Ése es nuestro
verdadero hogar y creer que lo único que importa es el mundo físico es como
encerrarse en un pequeño armario e imaginar que no existe nada más allá.
Y en tercer lugar: que el poder de la fe tiene una importancia
crucial para facilitar el triunfo de la mente sobre la materia. Cuando era
estudiante de Medicina, solía divertirme el sorprendente poder del efecto
placebo, el hecho de que en todos los estudios hubiese que superar el 30 por
ciento de eficacia atribuible a la fe del paciente en la medicina que se le
estaba administrando, aunque fuese una sustancia inocua. Pero en lugar de
aceptar el subyacente poder de la fe y su capacidad de influir en nuestro
estado de salud, la ciencia médica prefería ver el vaso «medio vacío» y tomar
el efecto placebo como un obstáculo para la demostración de la eficacia de un
tratamiento.
En el corazón mismo del enigma de la mecánica cuántica reside
la falsedad de nuestra idea de ubicación en el espacio y en el tiempo. En
realidad, el resto del universo —es decir, su inmensa mayoría— no está separado
de nosotros en el espacio. Sí, el espacio parece físico, pero ésta es una
visión limitada. Toda la altura y la longitud del universo físico no significan
nada en el reino espiritual del que ha brotado éste, el reino de la conciencia
(que algunos podrían definir como «la fuerza vital»).
Este otro universo, mucho mayor, no está «lejos», en modo
alguno. De hecho, está aquí, aquí mismo, donde yo escribo esta frase y allí
mismo, donde tú la lees. No está lejos desde el punto de vista físico.
Simplemente, existe en una frecuencia distinta. Está aquí mismo y ahora mismo,
pero no somos conscientes de ello porque estamos casi cerrados a las
frecuencias en las que se manifiesta. Vivimos en las dimensiones familiares del
espacio y el tiempo, constreñidos por las peculiares limitaciones de nuestros
órganos sensoriales y por nuestro alineamiento perceptual con el espectro de
los cuantos subatómicos que se extienden por todo el universo. Y estas
dimensiones, aunque contienen muchas cosas, nos aíslan de otras, que contienen
muchas más.
Los antiguos griegos ya descubrieron esto hace mucho tiempo y
mis propios hallazgos sólo fueron un reflejo de los suyos: lo similar atrae a
lo similar. El universo está constituido de tal modo que para comprender
verdaderamente cualquier parte de sus numerosas dimensiones y sus muchos
niveles tienes que convertirte en parte de esa dimensión o ese nivel. O, dicho
de un modo más preciso, tienes que abrirte a la convergencia con esa parte del
universo que ya posees, pero de la que tal vez no hayas sido muy consciente
hasta ahora.
El universo no tiene principio ni fin y Dios está
completamente presente en todas sus partículas. Buena parte —la mayoría, de
hecho— de lo que la gente ha querido decir sobre Dios y los mundos espirituales
superiores tiene que ver con traerlos a nuestro nivel, en lugar de elevar
nuestras percepciones al suyo. Y con nuestras insuficientes descripciones
contaminamos su naturaleza reveladora y asombrosa.
Pero aunque no comenzó en un momento y nunca terminará, el
universo sí tiene «signos de puntuación», cuyo propósito es otorgar existencia
a las criaturas y permitir que participen de la gloria de Dios. El Big Bang que
creó nuestro universo es uno de estos «signos de puntuación» de la creación.
Pero Om lo ve todo desde fuera, con una mirada que engloba toda su creación,
más amplia incluso que aquella perspectiva de las dimensiones superiores que yo
conocí. Allí, ver era saber. No había distinción entre experimentar algo y
comprenderlo.
Las palabras «estaba ciego pero ahora veo» cobran un nuevo
sentido al comprender lo ciegos que estamos en la Tierra a la naturaleza plena
del universo espiritual, sobre todo aquellos que, como yo antes, creen que la
materia es la esencia de la realidad y todo lo demás —el pensamiento, la
conciencia, las ideas, las emociones y el espíritu— es fruto de ella.
Esta revelación me inspiró enormemente, porque me permitió
percibir las deslumbrantes cimas de comunión y comprensión que nos esperan
cuando dejamos atrás las limitaciones de nuestros cuerpos y cerebros físicos.
El sentido del humor. La ironía. Las emociones. Siempre había
pensado que los humanos desarrollábamos estas cualidades para sobrevivir a un
mundo doloroso y muchas veces injusto. Y así es. Pero además de consuelos,
estas cualidades representan momentos de lucidez —breves, fugaces como
destellos, pero esenciales— en los que reconocemos que, sean cuales sean
nuestros trabajos y pesares en este mundo, no pueden llegar a tocar a los seres
eternos, mucho más grandes, que somos en realidad. La risa y la ironía son los
medios que utiliza nuestro corazón para recordarnos que no somos prisioneros en
este mundo, sino viajeros de paso.
Otro aspecto de la buena nueva es que no hace falta estar a
punto de morir para vislumbrar lo que hay al otro lado del velo… aunque sí es
necesario trabajar para conseguirlo. Aprender todo lo que puedas sobre ese
reino leyendo libros y yendo a conferencias es un comienzo, pero al cabo del
día, cada uno de nosotros debe adentrarse en su propia conciencia, por medio de
la plegaria y la meditación, para acceder a estas verdades.
La meditación adopta muchas formas distintas. La más útil para
mí desde que salí del coma es la que desarrolló Robert A. Monroe, fundador del
Instituto Monroe de Faber, Virginia. Su libertad frente a cualquier filosofía
dogmática ofrece un beneficio irrefutable. El único dogma del sistema de
ejercicios de meditación de Monroe es éste: soy algo más que mi cuerpo físico.
Esta sencilla afirmación tiene profundas implicaciones.
Robert Monroe era productor de programas de radio de gran
éxito en el Nueva York de los años cincuenta. Mientras investigaba el uso de
grabaciones de sonido durante el sueño como técnica pedagógica, comenzó a tener
experiencias extracorporales. Las complejas investigaciones que llevó a cabo
durante más de cuatro décadas desembocaron en un potente sistema de exploración
de la conciencia profunda basada en una tecnología de audio inventada por él
mismo y conocida como Hemi-Sync.
El sistema Hemi-Sync refuerza la percepción selectiva y la
capacidad de trabajo mediante la creación de un estado de relajación. Pero la
invención de Monroe ofrece mucho más que esto: los estados de percepción
realzada permiten acceder a modos de percepción alternativa, como la meditación
profunda y los raptos místicos. Hemi-Sync utiliza los principios físicos del
trance resonante de las ondas cerebrales y se basa en su relación con la
psicología conductista y perceptual de la conciencia y en los principios
fisiológicos esenciales del cerebro.
Este sistema utiliza patrones específicos de ondas de sonido
estéreo (de frecuencias ligeramente distintas en cada oído) para inducir una
actividad de ondas cerebrales sincronizadas. Los «latidos binaurales» se
generan a una frecuencia equivalente a la diferencia aritmética entre las
frecuencias de las dos señales. Por medio de un sistema ancestral pero
sumamente preciso del tallo cerebral (que normalmente se utiliza para la
localización de las fuentes de sonido en el plano horizontal alrededor de la
cabeza) estos latidos binaurales inducen un trance en el sistema de activación
reticular, que es el que proporciona las señales al tálamo y la corteza que
hacen posible la conciencia. Estas señales generan una sincronía de ondas
cerebrales en un abanico de frecuencias de entre 1 y 25 hercios (Hz, o ciclos
por segundo), incluido el crucial abanico que se encuentra por debajo del
umbral normal de la capacidad de precepción auditiva del ser humano (20 Hz).
Este abanico se asocia con las ondas cerebrales de tipo delta (< 4 Hz, que
normalmente aparecen en estados de sueño profundo sin sueños), theta (4-7 Hz,
que se manifiestan en estados de relajación y meditación profunda y durante el
sueño no-REM) y alfa (7-13 Hz, características del sueño REM, o profundo, de
los estados fronterizos con el sueño y de la relajación posdespertar).
En mi periplo de comprensión tras la salida del coma, el
sistema Hemi-Sync me ofreció un medio para desactivar las funciones de filtrado
del cerebro físico sincronizando de manera global la actividad eléctrica de mi
neocórtex (tal como, seguramente, había hecho la meningitis) para liberar así
mi conciencia extracorporal. Creo que Hemi-Sync me ha permitido regresar a un
reino similar al que visité durante el coma profundo, sólo que sin tener que
estar al borde de la muerte. Pero al igual que me sucedía con los sueños en los
que volaba, de niño, es un proceso en el que es fundamental abrir las puertas
al viaje. Si intento forzarlo centrando demasiado mi atención en él u
obsesionándome con los resultados, no funciona.
Utilizar la palabra «omnisciente» se me antoja inapropiado,
porque el poder asombroso y creativo que presencié está más allá de la
capacidad descriptiva de las palabras. Caí entonces en la cuenta de que el
hecho de que algunas religiones hayan prohibido nombrar a Dios o representar a
los profetas divinos podría tener algún sentido, porque la realidad de Dios es
tan completamente inabarcable que cualquier intento de representarla por medio
de palabras o imágenes, aquí en la Tierra, está abocado al fracaso.
Del mismo modo que mi percepción allí era individual y al
mismo tiempo estaba totalmente unificada con el universo, las fronteras de lo
que experimentaba como mi «yo» se contraían en ocasiones y en otras parecían
ampliarse hasta incluir todo cuanto abarca la eternidad. La disolución de los
límites entre mi percepción y el reino que me rodeaba era a veces tan grande
que me transformaba en el universo entero. Otra forma de expresarlo sería decir
que entraba voluntariamente en un estado de identidad con el universo, una
identidad que había estado presente en todo momento pero de la que había sido
incapaz de percatarme por culpa de mi ceguera.
Una analogía que suelo utilizar para ilustrar este estado de
conciencia al más profundo nivel es la del huevo de gallina. Mientras estaba en
el Núcleo, incluso cuando era uno con el Orbe de luz y todo el universo
interdimensional a través de toda la eternidad y me unía íntimamente con Dios,
sentía con claridad que el aspecto creativo y primordial de Dios (su esencia
como motor universal) era la cáscara que protegía el interior del huevo, asociada
a todo ello (del mismo modo que nuestra conciencia es una extensión directa de
lo Divino), pero al mismo tiempo ajena por siempre a la capacidad de
identificación absoluta con la conciencia de lo creado. Mientras mi conciencia
se convertía en una identidad con todo y con la eternidad, sentí que no podía
integrarme totalmente con el motor creativo del que se originaba todo esto. En
el corazón de la más infinita unidad, seguía existiendo esa dualidad. Pero es
posible que esta aparente dualidad no sea más que el resultado de tratar de
trasladar esa percepción a este nuestro reino.
Nunca oí directamente la voz de Om, ni vi su cara. Era como si
me hablase a través de unos pensamientos que eran como grandes olas que rompían
sobre mí, que lo levantaban todo a mi alrededor y me mostraban que existe un
tejido más profundo de la existencia, un tejido del que todos formamos parte
aunque en general no seamos conscientes de ello.
Así que, ¿estaba comunicándome directamente con Dios? Sin
ninguna duda. Así expresado, suena a megalomanía. Pero cuando estaba
sucediendo, yo no lo percibía así. De hecho, me daba la sensación de que sólo
estaba haciendo lo que toda alma es capaz de hacer cuando abandona el cuerpo y
lo que podemos hacer incluso ahora mismo por medio de distintas técnicas de
plegaria o de meditación profunda. Comunicarse con Dios es la experiencia más
extraordinaria que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo es la más natural
del mundo, porque Dios está presente en todos nosotros en todo momento.
Omnisciente, omnipotente, personal… y fuente de amor incondicional. Todos
estamos conectados como uno solo a través de nuestro divino enlace con Dios.
34. UN DILEMA FINAL
«Debo estar dispuesto a renunciar a lo que soy para
convertirme en lo que seré».
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
Einstein fue uno de mis primeros ídolos científicos y la cita
que encabeza esta página siempre ha sido una de mis favoritas. Pero ahora
comprendo lo que querían decir realmente estas palabras. Por muy loco que
pudiera parecerles a mis colegas científicos cada vez que les contaba mi
historia —como podía ver en sus miradas vidriosas o perturbadas—, sabía que les
estaba ofreciendo algo que poseía validez científica genuina. Algo que abría la
puerta a un mundo totalmente nuevo —un universo totalmente nuevo— de
comprensión científica. Una visión que hacía justicia a la condición de la
conciencia como entidad individual más grande de toda la existencia.
Pero había un elemento común a las ECM que a mí no me había
sucedido. O, para ser más exactos, había un pequeño grupo de experiencias que
yo no había vivido y que tenían que ver con un hecho concreto: mientras estaba
en mi viaje, no recordaba mi identidad terrenal. Aunque no hay dos ECM
exactamente iguales, desde que empecé a recopilar información sobre el tema
observé que todas suelen contener una serie de similitudes. Una de ellas
consiste en encontrarse con una o más personas fallecidas a las que el sujeto
hubiera conocido en vida. Esto no me había sucedido a mí, pero tampoco me
preocupaba demasiado, puesto que ya había descubierto que el hecho de haber
olvidado mi identidad terrenal me había permitido «adentrarme» más que muchos
otros sujetos de una ECM. Y desde luego, no iba a quejarme por ello.
Lo que sí me entristecía era que había una persona a la que me
habría alegrado muchísimo poder ver. Mi padre había fallecido cuatro años antes
de que yo entrase en coma. Él sabía que yo pensaba que, durante mis años malos,
no había estado a la altura de sus expectativas, así que, ¿por qué no había
acudido a decirme que todo estaba bien? Porque, por lo general, es precisamente
consuelo lo que más suelen ofrecer los amigos o familiares que se les aparecen
a quienes experimentan una ECM. Un consuelo que yo anhelaba. Y que no había
recibido.
No es que no hubiera oído palabras de consuelo, claro. La
chica del ala de mariposa me las había regalado. Pero por maravillosa y
angelical que fuese, no era una persona conocida. Como veía su rostro cada vez
que entraba en el idílico valle montado en el ala de una mariposa, recordaba su
cara perfectamente… tan perfectamente que sabía que nunca nos habíamos
conocido, al menos en la Tierra. Y en la mayoría de las ECM, el encuentro con
un familiar o un amigo de la Tierra solía ser el elemento crucial de la
experiencia.
Por mucho que me esforzara en restarle importancia, este hecho
introdujo una sombra de duda en mi cabeza, por su posible significación. No
dudaba de lo que me había sucedido. Eso era imposible. Habría sido como dudar
de mi matrimonio con Holley o de mi amor por mis hijos. Pero el hecho de que
hubiera viajado hasta tan lejos sin ver a mi padre y sí en cambio a la preciosa
muchacha del ala de la mariposa, a la que no conocía, seguía preocupándome.
Teniendo en cuenta la naturaleza profundamente emocional de mi relación con mi
familia y la sensación de falta de valía que siempre me había rondado debido a
mi condición de hijo adoptado, ¿por qué no me había transmitido ese
importantísimo mensaje, el de que me querían y nunca me abandonarían, alguien a
quien conociese, alguien como… mi padre?
Porque de hecho, «abandonado» era como, a un profundo nivel,
me había sentido toda mi vida, a pesar de los esfuerzos de mi familia por curar
aquella herida mediante su amor. Mi padre me había dicho muchas veces que no
debía preocuparme mucho por lo que me había sucedido antes de que mi madre y él
me sacaran de aquel orfanato, fuera lo que fuese.
—De todos modos, nunca recordarás nada de aquello, eras
demasiado pequeño —me decía.
Pero se equivocaba. Mi ECM me había convencido de que hay una
parte secreta de nosotros que registra absolutamente todos los aspectos de
nuestras vidas terrenales, un proceso que comienza desde el primer momento. Así
que, a un nivel precognitivo, preverbal, yo siempre había sabido que me habían
abandonado y a un nivel profundo aún estaba tratando de perdonar este hecho.
Mientras esa herida siguiera abierta, continuaría existiendo
una voz desdeñosa dentro de mi cabeza. Una voz que me repetiría, insistente,
diabólicamente, que a pesar de toda la perfección y la maravilla que contenía,
a mi ECM le faltaba algo, había algo «erróneo» en ella.
En esencia, una parte de mí seguía dudando de la autenticidad
de la experiencia asombrosamente real que había vivido durante el coma y, con
ella, de la existencia del reino superior entero. Para esa parte de mí, seguía
sin «tener sentido», desde un punto de vista científico. Y esa vocecilla tenue
pero insistente amenazaba en su totalidad la solidez de la nueva visión del
mundo que estaba edificando.
35. EL FOTÓGRAFO
«La gratitud no es sólo la mayor de las virtudes, sino la madre de todas las demás».CICERÓN (106-43 a. J.C.)
Mis ojos se abrieron de pronto. En la oscuridad de nuestro
dormitorio, me fijé en la luz roja del reloj de la mesilla de noche: las cuatro
y media de la madrugada. Una hora antes de lo que solía despertarme para hacer
mi trayecto de setenta minutos de duración entre nuestra casa de Lynchburg,
Virginia, y la fundación Focused Ultrasound Surgery de Charlottesville, donde
trabajaba. Mi esposa Holley seguía profundamente dormida a mi lado.
Cuatro meses después de mi salida del hospital, mi hermana
biológica Kathy pudo enviarme finalmente una foto de nuestra hermana Betsy.
Estaba en nuestro dormitorio, donde había comenzado aquella odisea, cuando abrí
el voluminoso sobre y saqué una foto brillante, enmarcada y a color de la
hermana a la que nunca había conocido. Se encontraba, como descubriría
posteriormente, en el embarcadero del ferry de la isla de Balboa, cerca de la
casa que tenía en el sur de California. El fondo era un precioso anochecer de
la costa Oeste. Tenía el pelo largo y castaño y una sonrisa que irradiaba amor
y bondad, y además de llegarme muy dentro, me inspiraba una mezcla de
entusiasmo y melancolía.
Kathy había adjuntado un poema a la fotografía. Lo había
escrito David M. Romano en 1993 y se llamaba «Cuando mañana comience sin mí».
Cuando mañana comience sin mí
y yo no esté aquí para verlo,
si el Sol se alzase y encontrase tus ojos
rebosantes de lágrimas por mí;
ojalá no llores
como has llorado hoy,
al pensar en las muchas cosas
que no llegamos a decirnos.
Sé lo mucho que me quieres,
tanto como te quiero yo a ti,
y sé que cada vez que pienses en mí
también tú me echarás de menos;
pero cuando mañana comience sin mí,
intenta entender, por favor,
que vino un ángel y me llamó por mi nombre,
y me tomó de la mano
y dijo que me esperaba mi sitio
en el cielo, en lo alto
y que tenía que dejar atrás
a todos los que tanto amo.
Pero al volverme para marchar
se me escapó una lágrima
porque siempre había pensado
que no quería morir.
Tenía tanto por lo que vivir,
tantas cosas aún por hacer,
que parecía casi algo imposible
que estuviera abandonándote.
Me acordé de todos los días de ayer,
los buenos y los malos,
de los pensamientos y el amor que compartimos,
de lo mucho que nos reímos.
Si pudiera revivir el ayer,
aunque sólo fuese un momento,
te diría adiós y te besaría
y quizá te viese sonreír.
Pero entonces me di cuenta
de que esto nunca podrá ser,
porque el vacío y los recuerdos
ocuparían mi lugar.
Y cuando pensé en las cosas del mundo
que podría extrañar al llegar mañana,
me acordé de ti y al hacerlo
mi corazón se llenó de pesar.
Pero al cruzar las puertas del cielo
me sentí en casa,
al ver que Dios me miraba y me sonreía
desde su gran trono dorado
y me decía: «He aquí la eternidad,
y todo lo que te había prometido.
Hoy tu vida en la Tierra es cosa del pasado
pero aquí comienza de nuevo.
No te prometo un mañana,
porque hoy durará eternamente,
y como todos los días serán el mismo,
no habrá nostalgia por el pasado.
Has tenido tanta fe,
tanta confianza, tanta fidelidad…
Aunque hubo veces en que
hiciste algunas cosas que
sabías que no debías.
Pero te he perdonado
y ahora al fin eres libre.
¿No quieres venir, cogerme de la mano
y compartir mi vida?».
Así que cuando mañana comience sin mí
no creas que estaremos muy lejos
porque cada vez que me recuerdes
estaré ahí mismo, en tu corazón
.
Sentí que se me nublaban los ojos mientras dejaba la
fotografía con delicadeza sobre la cómoda y luego continué contemplándola. Me
resultaba extraña, evocadoramente familiar. Pero no podía ser de otro modo.
Éramos familiares consanguíneos y compartía con ella más ADN que con cualquier
otra persona del planeta, con la posible excepción de mis otras dos hermanas.
Independientemente de que no nos hubiéramos conocido, Betsy y yo estábamos
conectados a un nivel muy profundo.
A la mañana siguiente, estaba en el dormitorio, leyendo el
libro de Elisabeth Kübler-Ross, On Life after Death y me encontré con la
historia de una niña de doce años que había pasado por una ECM sin que sus
progenitores se enteraran en un primer momento. Sin embargo, al final no pudo
contenerse y se sinceró con su padre. Le dijo que había viajado a un lugar
maravilloso, lleno de amor y belleza, donde había recibido todo el cariño y el
consuelo de su hermano.
—Lo que no entiendo —le dijo la niña a su padre—, es que no
tengo ningún hermano.
Los ojos de su padre se llenaron de lágrimas. Y entonces le
habló a su hija sobre el hermano que sí había tenido, pero que murió tres meses
antes de que naciese ella.
Dejé de leer. Por un momento, me sumergí en un espacio de
extraña confusión, sin pensar ni dejar de pensar, sino simplemente… asimilando
algo. Un pensamiento que rondaba los límites de mi mente consciente sin llegar
a atravesarlos todavía.
Entonces, mis ojos se desplazaron hasta la cómoda y la foto
que me había mandado Kathy. La foto de la hermana a la que nunca había
conocido. A la que sólo imaginaba por las historias de mi familia biológica
sobre una persona maravillosa y de una inmensa bondad. Una persona tan buena,
solían decir, que prácticamente era un ángel.
Sin el traje azul y añil, sin la luz celestial del Portal que
la rodeaba allí sentada, sobre la hermosísima ala de la mariposa, no era tan
fácil de reconocer, al menos al principio. Pero eso era algo normal. Sólo había
visto su yo celestial, el que vivía por encima y más allá de este reino
terrenal, con todas sus tragedias y todos sus pesares.
Pero ahora me daba cuenta de que era ella, sin ninguna duda,
con su inconfundible sonrisa de cariño, su mirada confiada e infinitamente
reconfortante y sus chispeantes ojos azules.
Era ella.
Por un instante, los mundos se encontraron. Mi mundo aquí en
la Tierra, donde era médico, padre y marido, y el otro mundo de allí fuera, un
mundo tan vasto donde podías perder la noción de tu yo terrenal y convertirte
en una parte del cosmos, aquella oscuridad empapada de Dios y rebosante de
amor.
En aquel preciso momento, en el dormitorio de nuestra casa en
una lluviosa mañana de martes, el mundo superior y el mundo inferior se
encontraron. Al ver aquella foto me sentí un poco como el niño del cuento de
hadas que viaja al otro mundo y, al regresar, cree que ha sido todo un sueño…
hasta que mete una mano en el bolsillo y se encuentra con un puñado de
titilante tierra mágica que se ha traído del más allá.
Aunque hubiese tratado de negarlo, durante semanas se había
librado una batalla en mi interior. Una batalla entre aquellas partes de mi
mente que habían estado allí, fuera de mi cuerpo, y el médico, el hombre que se
había consagrado a la ciencia. Pero al mirar la cara de mi hermana, mi ángel,
supe —supe con total certeza— que las dos personas que había sido durante los
últimos meses, desde mi regreso, eran en realidad sólo una. Tenía que abrazar
plenamente mi condición de médico, de científico y de sanador y también la de
protagonista de un viaje hacia la Divinidad tan insólito como real e
importante. Era crucial que lo hiciera, y no sólo por mí, sino por los detalles
absolutamente convincentes que lo rodeaban y lo convertían en una historia que
podía cambiar las cosas. Mi ECM había curado mi alma fragmentada. Me había
hecho saber que siempre me habían querido, lo mismo que a todas las personas,
absolutamente todas, del universo. Y para hacerlo había colocado mi cuerpo en
un estado en el que, según la ciencia médica actual, habría sido imposible que
experimentara nada.
Sé que habrá gente que intentará restar validez a mi
experiencia por cualquier medio y otros que se negarán a creerla desde el
comienzo, aduciendo que lo que cuento no tiene base «científica» y no podría
ser otra cosa que un sueño absurdo y febril.
Pero yo sé cuál es la verdad. Y tanto por quienes viven aquí
en la Tierra como por aquellos a los que conocí más allá de este reino, sé que
es mi deber —como científico y por tanto buscador de la verdad y también como
médico consagrado a ayudar a mis semejantes— transmitirle a toda la gente que
pueda que lo que experimenté es cierto, fue real y es de una enorme
importancia. No únicamente para mí, sino para todos nosotros.
En mi viaje no descubrí sólo el amor, sino también quiénes
somos y la profunda medida en que estamos conectados, es decir, el verdadero
sentido de toda existencia. Allí arriba descubrí quién soy y al volver aquí
comprendí que los últimos cabos sueltos de mi ser estaban atándose.
Te quieren. Son las palabras que necesitaba oír como huérfano,
como niño al que habían abandonado. Pero también es lo que todos necesitamos
oír en esta era de materialismo, porque en términos de nuestra auténtica
identidad, de nuestra verdadera procedencia y de nuestro destino final, todos
nos sentimos (equivocadamente) como huérfanos.
Si no recuperamos el recuerdo de nuestra conexión profunda y
del amor incondicional de nuestro Creador, siempre nos sentiremos así aquí, en
la Tierra.
Así que aquí estoy. Sigo siendo un científico. Sigo siendo un
médico. Y como tal tengo dos deberes esenciales: honrar la verdad y curar a los
demás. Éste es el auténtico sentido de mi historia. Una historia que, cuanto
más tiempo pasa, más seguro estoy de que sucedió por alguna razón. No porque yo
sea especial. Lo que sucede es que en mí convergieron dos circunstancias que,
en combinación, terminan de derribar la idea, impuesta por el reduccionismo
científico, de que el reino de lo material es lo único que existe, y la
conciencia y el espíritu —los tuyos y los míos— no son el centro y el gran
misterio del universo.
Pero yo soy la prueba viviente de que es así.
Mi experiencia cercana a la muerte me ha inspirado en el
intento de hacer del mundo un sitio mejor para todos y Eternea es el vehículo
para conseguirlo. Eternea es una organización sin ánimo de lucro que he fundado
en colaboración con mi amigo y colega John R. Audette. Representa un esfuerzo
apasionado por servir al bien común y tratar de construir el mejor de los
futuros posibles para la Tierra y sus habitantes.
La misión de Eternea es impulsar programas científicos,
educativos y de aplicación práctica sobre experiencias espiritualmente
transformadoras y fomentar el estudio de la física de la conciencia y la
relación entre ésta y la realidad (es decir, entre la materia y la energía). Es
un esfuerzo concertado, no sólo para aplicar los conocimientos obtenidos a
través de las experiencias cercanas a la muerte, sino también para ejercer como
biblioteca de experiencias espirituales.
Si quieres avanzar en tu despertar espiritual o compartir tu
historia sobre alguna experiencia que te haya transformado desde el punto de
vista espiritual (o si lloras la pérdida de un ser querido o tú o algún familiar
afrontáis una enfermedad terminal), visita www. Eternea.org.
Además, Eternea quiere servir como fuente de información útil
para aquellos científicos, académicos, teólogos y sacerdotes que tengan interés
por este campo de estudio.
EBEN ALEXANDER, doctor en Medicina, Lynchburg, Virginia, 10 de julio de 2012
Quisiera expresar un agradecimiento muy especial a mi querida
familia por haber sobrellevado la peor parte de esta experiencia, mientras yo
estaba en coma. A Holley, mi esposa durante treinta y un años, y a nuestros
maravillosos hijos, Eben IV y Bond, cuya ayuda fue tan importante para traerme
de regreso y para ayudarme a comprender lo que me había sucedido. Otros amigos
y familiares con los que he contraído una deuda de gratitud especialmente
grande son mis queridos padres, Betty y Eben Alexander Jr., y mis hermanas
Jean, Betsy y Phyllis, que se comprometieron (junto con Holley, Bond y Eben IV)
a sostenerme la mano las veinticuatro horas del día y los siete días de la
semana mientras estuviese en coma, para garantizar que nunca dejaba de sentir
el contacto con su amor. Betsy y Phyllis se turnaron para acompañarme de noche
durante el tiempo que duró mi psicosis de la UCI (sin que las dejara conciliar
el sueño) y también durante los primeros y complicados días, tras mi traslado a
la UCI periférica de Neurología. Peggy Daly (hermana de Holley) y Sylvia White
(su amiga durante más de treinta años) también participaron en la constante
vigilia en mi habitación de la UCI. No podría haber regresado a este mundo sin
el esfuerzo y el cariño de cada una de ellas.
A Dayton y Jack Slye, que tuvieron que pasar sin su madre,
Phyllis, mientras ella estaba a mi lado. Holley, Eben IV, mi madre y Phyllis
han contribuido también con su trabajo de edición y sus críticas a la creación
de este libro.
A mi familia biológica, verdadero regalo del Cielo, y
especialmente a mi fallecida hermana, también llamada Betsy, a la que no pude
conocer en este mundo.
Al extraordinario equipo médico del hospital general de Lynchburg
y en particular a los doctores Scott Wade, Robert Brennan, Laura Potter,
Michael Milam, Charlie Joseph, Sarah y Tim Hellewell, entre otros.
Al personal y las enfermeras del HGL, todos ellos
maravillosos: Rhae Newbill, Lisa Flowers, Dana Andrews, Martha Vesterlund,
Deanna Tomlin, Valerie Walters, Janice Sonowski, Molly Mannis, Diane Newman,
Joanne Robinson, Janet Phillips, Christina Costello, Larry Bowen, Robin Price,
Amanda Decoursey, Brooke Reynolds y Erica Stalkner. Estaba en coma, así que
sólo conozco vuestros nombres por mi familia, así que si estuvisteis allí y os
he omitido, espero que podáis perdonarme.
A Michael Sullivan y a Susan Reintjes, que desempeñaron un
papel crucial en mi regreso.
A John Audette, Raymond Moody, Bill Guggenheim y Ken Ring,
pioneros de la comunidad de las experiencias cercanas a la muerte, que han
ejercido sobre mí una influencia inconmensurable (complementada, en el caso de
Bill, por una excelente colaboración en el área editorial).
A los demás líderes intelectuales del movimiento «conciencia
Virginia», incluidos los doctores Bruce Greyson, Ed Kelly, Emily Williams
Kelly, Jim Tucker, Ross Dunseath y Bob Van de Castle.
A mi agente literaria, Gail Ross (otro regalo del Cielo) y a
sus maravillosos colaboradores en la agencia Ross Yoon, como Howard Yoon y
otros.
A Ptolemy Tompkins por sus eruditas contribuciones sobre
varios milenios de literatura sobre la otra vida y su extraordinaria habilidad
editorial y narrativa, que puso al servicio de mi historia al crear este libro,
con el resultado de una narración que le hace justicia.
A Priscilla Painton, vicepresidenta y editora ejecutiva de
Simon & Schuster, y a Jonathan Karp, vicepresidente ejecutivo y editor, por
su extraordinaria visión y por su deseo de hacer de éste un mundo mejor.
A Marvin y Terre Hamlisch, amigos maravillosos cuyo
entusiasmo, pasión e interés me ayudó a superar un momento crítico.
A Terri Beavers y Margaretta McIlvaine por aportarme unos
cimientos maravillosos de curación y espiritualidad.
A Karen Newell, por compartir conmigo sus exploraciones en los
estados de conciencia profunda y enseñarme a «ser el amor que eres», así como a
los demás trabajadores de lo milagroso del instituto Monroe de Faber, Virginia.
Y en especial a Robert Monroe por buscar la verdad de lo que es y no sólo de lo
que debería ser; a Carol Sabick de la Herran y a Karen Malik, por elegirme; a
Paul Rademacher y Skip Atwater, por darme la bienvenida en la maravillosa
comunidad de las montañas del centro de Virginia. Y también a Kevin Kossi, Patty
Avalon, Penny Holmes, Joe y a Nancy Scooter McMoneagle, Scott Taylor, Cindy
Johnston, Amy Hardie, Loris Adams y a todos mis compañeros en el viaje hacia el
Portal del instituto Monroe en febrero de 2011, a sus facilitadores (Charleene
Nicely, Rob Sandstrom y Andrea Berger) y a los demás participantes en el
Lifeline (y a sus facilitadores, Franceen King y Joe Gallenberger) en julio de
2011.
A mis buenos amigos y críticos, Jay Gainsboro, Judson Newbern,
el doctor Allan Hamilton y Kitch Carter, que leyeron las versiones preliminares
del manuscrito y percibieron la frustración que me inspiraba la tarea de
sintetizar mi experiencia espiritual con la neurociencia. Los comentarios de
Judson y Allan fueron esenciales para ayudarme a comprender el auténtico valor
de mi experiencia desde el punto de vista científico-escéptico y Jay hizo la
misma labor desde el punto de vista científico-místico.
A mis compañeros de viaje en la exploración de la conciencia y
el todo, como Elke Siller Macartney y Jim Macartney.
A mi compañera en las experiencias cercanas a la muerte,
Andrea Curewitz, por su excelente asesoramiento editorial, y a Carolyn Tyler,
por guiarme de manera entrañable en la búsqueda de entendimiento.
A Blitz y Heidi James, Susan Carrington, Mary Horner, Mimi
Sykes y Nancy Clark, cuyo coraje y valor frente a pérdidas incomprensibles me
ayudaron a apreciar mi don.
A Janet Sussman, Martha Harbison, Shobhan (Rick) y Danna
Faulds, a Sandra Glickman y Sharif Abdullah, compañeros de viaje a los que
conocí el 11/11/11, reunidos para compartir una visión optimista sobre el
brillante futuro de la conciencia para toda la humanidad.
Aparte de las personas mencionadas, entre las muchas con las
que he contraído una deuda de gratitud se encuentran los amigos cuyos actos en
aquellos momentos terribles y cuyas palabras y observaciones ayudaron a mi
familia y me han guiado a la hora de relatar mi historia: Judy y Dickie
Stowers, Susan Carrington, Jackie y el doctor Ron Hill, los Drs. Mac McCrary y
George Hurt, Joanna y el doctor Walter Beverly, Catherine y Wesley Robinson,
Bill y Patty Wilson, DeWitt y Jeff Kierstead, Toby Beavers, Mike y Linda Milam,
Heidi Baldwin, Mary Brockman, Karen y George Lupton, Norm y Paige Darden,
Geisel y Kevin Nye, Joe y Betty Mullen, Buster y Lynn Walker, Susan Whitehead,
Jeff Horsley, Clara Bell, Courtney y Johnny Alford, Gilson y Dodge Lincoln, Liz
Smith, Sophia Cody, Lone Jensen, Suzanne y Steve Johnson, Copey Hanes, Bob y
Stephanie Sullivan, Diane y Todd Vie, Colby Proffitt, las familias Taylor, Reams,
Tatom, Heppner, Sullivan, Moore y tantísimas otras.
Mi gratitud, especialmente para con Dios, carece de límites.
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Story. Charlottesville, VA: Hampton Roads, 2011.
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DECLARACIÓN DEL DOCTOR SCOTT WADE
En mi condición de especialista en enfermedades infecciosas,
me pidieron que examinase al doctor Eben Alexander cuando ingresó en al
hospital el 10 de noviembre de 2008 y se descubrió que estaba aquejado de
meningitis bacteriana. El estado del doctor Alexander se había agravado
rápidamente, con síntomas similares a los de la gripe, dolor de espalda y
jaquecas. Se le trasladó de inmediato al servicio de Urgencias, donde se le
practicó una tomografía computerizada (CT) de la cabeza y a continuación una
punción lumbar. El examen del fluido espinal sugería una meningitis gram
negativa. Al instante se le sometió a un tratamiento antibiótico específico y
se le conectó a un respirador debido a su condición crítica, coma incluido. En
menos de veinticuatro horas se confirmó que las bacterias gram negativas del
fluido espinal eran E.coli.
La meningitis por E. coli es mucho más rara en adultos que en
niños (con una incidencia anual inferior a un caso cada diez millones de
habitantes en Estados Unidos), sobre todo en ausencia de traumatismos
encefálicos u otras afecciones médicas, como la diabetes. El doctor Alexander
estaba en muy buena condición física en el momento del diagnóstico y no se pudo
identificar ninguna causa subyacente para la meningitis.
La tasa de mortalidad de la meningitis gram negativa en niños
y adultos oscila entre un 40 y un 80 por ciento, respectivamente. El doctor Alexander
se presentó en el hospital con ataques y un estado mental muy alterado, dos
factores de riesgo que pueden acarrear complicaciones neurológicas o la muerte
(mortandad por encima del 90 por ciento). A pesar de la administración rápida
de un tratamiento antibiótico agresivo y específico para la meningitis por
E.coli y de los cuidados constantes que se le administraron en la UCI,
permaneció en coma durante seis días, mientras las esperanzas de una
recuperación rápida se iban difuminando (mortandad por encima del 97 por
ciento). Entonces, al séptimo día, sucedió algo milagroso: abrió los ojos,
totalmente despierto, y pudimos retirarle el respirador. El hecho de que se
recuperara tan plenamente de su enfermedad tras haber pasado casi una semana en
coma es realmente notable.
SCOTT WADE, doctor en Medicina
HIPÓTESIS NEUROCIENTÍFICAS QUE BARAJÉ PARA EXPLICAR MI
EXPERIENCIA
En el proceso de revisar mis recuerdos con otros
neurocirujanos y científicos, consideré varias hipótesis que podían explicarlos.
Para resumir, ninguna de ellas bastaba para explicar la interactividad rica en
detalles, sólida e intrincada de las experiencias del Portal y el Núcleo (la
«ultrarrealidad»). Fueron las siguientes:
1. Un primitivo programa creado por el tallo cerebral con el
fin de aliviar el dolor terminal y el sufrimiento («argumento evolutivo». ¿Un
vestigio de las estrategias de «muerte fingida» que utilizan los animales
inferiores?). Esto no explicaría la naturaleza sólida y pródiga en
interactividad de los recuerdos.
2. Una recopilación distorsionada de recuerdos procedentes de
las regiones profundas del sistema límbico (por ejemplo, la amígdala lateral),
que, gracias a la protección de otras zonas cerebrales, se encuentran
relativamente a salvo de la inflamación meningítica (suele afectar a las
regiones superficiales). Esto no explicaría la naturaleza sólida y pródiga en
interactividad de los recuerdos.
3. Un bloqueo endógeno del glutamato con excitotoxicidad, lo
que produce un efecto similar al del anestésico alucinatorio de la ketamina
(que a veces se ha utilizado para explicar las ECM en general). En la primera
parte de mi carrera como neurocirujano en la Facultad de Medicina de Harvard,
tuve la oportunidad de ver en varias ocasiones los efectos de la ketamina utilizada
como anestésico. Los estados alucinatorios que inducían eran caóticos y
desagradables y no tenían la menor similitud con lo que yo experimenté durante
el coma.
4. Un fenómeno conocido como «basurero DMT» (o
N,N-dimetiltriptamina) de la glándula pineal o cualquier otra región del
cerebro. El DMT, un agonista natural de la serotonina (concretamente en los
receptores 5-HT1A, 5-HT2A y 5-HT2C) provoca vívidas alucinaciones y estados
oníricos. Yo estoy familiarizado personalmente con los estados alucinatorios
relacionados con los agonistas y antagonistas de la serotonina (esto es, el LSD
y la mescalina) desde mi adolescencia en los años setenta. No he tenido
experiencia personal con el DMT aunque he visto pacientes sometidos a su
influencia. Pero el detallado ultrarrealismo de mi experiencia requeriría que
las funciones auditivas y visuales del neocórtex estuviesen prácticamente
intactas para generar sensaciones audiovisuales tan sofisticadas. El coma
prolongado debido a la meningitis bacteriana había dañado gravemente mi
neocórtex, que es donde la serotonina del rafe del tallo cerebral (o el DMT, un
agonista de la serotonina) harían efecto sobre las experiencias sensitivas. La
corteza de mi cerebro estaba desactivada, así que el DMT no tendría sitio donde
trabajar. La hipótesis del DMT no se sostiene por el extremo realismo de la
experiencia audiovisual y por la falta de una corteza funcional sobre la que
operar.
5. La preservación aislada de ciertas regiones corticales
podría haber explicado parte de mi experiencia, pero esto resulta sumamente
improbable debido a la gravedad de mi meningitis y a la resistencia a la
terapia que mostró durante toda la semana: una tasa de glóbulos blancos
periféricos (GB) superior a 27.000 por milímetro cúbico, 31 por ciento de bandas
con granulaciones tóxicas, pleocitosis superior a 4300 por milímetro cúbico,
glucosa en LCR inferior a 1,0 mg/dl, proteína en LCR 1340 mg/dl, implicación
meníngea difusa con anomalías cerebrales asociadas (como se reveló en el
escáner CT) y exámenes neurológicos que mostraban alteraciones graves en las
funciones corticales y disfunción de la motilidad extraocular, indicios todos
ellos de daños en el tallo cerebral.
6. En un intento por explicar el extremado realismo de la
experiencia me planteé la siguiente hipótesis: ¿era posible que las redes de
neuronas inhibitorias hubiesen sido afectadas de manera predominante, lo que
hiciese posibles unos niveles inusualmente elevados de actividad en las redes
neuronales excitatorias, lo que a su vez generase el aparente «ultrarrealismo»
de mi experiencia? Podría suceder que la meningitis afectase mayoritariamente a
la parte superficial de la corteza y dejase zonas más profundas de
funcionalidad parcial. La unidad de computación del neocórtex es la «columna
funcional» formada por seis capas, cada una de las cuales tiene un diámetro
lateral de entre 0,2 y 0,3 mm. Las columnas adyacentes tienen un grado
significativo de interconexión como respuesta a las señales de control
modulatorias, que se originan en su mayor parte en las regiones subcorticales
(el tálamo, los ganglios basales y el tallo cerebral). Un componente de las
columnas funcionales se encuentra en la superficie (capas 1 a 3), así que la
meningitis desbarata su funcionamiento con sólo dañar las capas superficiales
de la corteza. La distribución anatómica de las células inhibidoras y
excitatorias dentro de las seis capas no permite sostener esta hipótesis. La
meningitis difusa sobre la corteza cerebral anula en la práctica la totalidad
del neocórtex debido, precisamente, a esta arquitectura en columnas. No se
requiere una destrucción profunda para que se produzca esta anulación. Además,
teniendo en cuenta la duración de mi estado de funcionamiento neurológico
deficiente (siete días) y la gravedad de la infección, resulta poco probable
que las capas más profundas de la corteza siguiesen funcionando.
7. El tálamo, los ganglios basales y el tallo cerebral son
estructuras profundas («regiones subcorticales») que, según las hipótesis de
algunos colegas, podrían haber contribuido a crear las experiencias relatadas.
Pero lo cierto es que ninguna de estas regiones podía haber hecho tal cosa sin
que al menos algunas de las zonas del neocórtex siguieran intactas. Todos
coinciden en que las estructuras subcorticales, por sí solas, nunca podrían
haber elaborado los cálculos neuronales necesarios para confeccionar un tapiz
de experiencias interactivas tan profuso.
8. Un «fenómeno de reinicio», una recopilación de recuerdos
extraños y desarticulados procedentes de mi dañado neocórtex, que podría
producirse al recobrar la conciencia tras un período prolongado de fallo
generalizado del sistema, como el provocado por mi meningitis difusa. Parece
muy poco probable, sobre todo teniendo en cuenta la profundidad de los
recuerdos.
9. Una generación inusual de recuerdos por medio de una ruta
visual arcaica en el mesencéfalo, utilizado de manera predominante por los
pájaros y raras veces por los humanos. Se ha demostrado su funcionalidad en
humanos que sufren de ceguera cortical debida a daños en la corteza occipital.
Pero ni justifica el ultrarrealismo de lo que presencié ni consigue explicar la
perfecta concordancia de los aspectos visuales y auditivos de las experiencias.
EBEN ALEXANDER. Nació en diciembre de 1953 en Charlotte, Carolina del Norte, EE.UU.) es un neurocirujano estadounidense y autor del best seller Proof of Heaven: A Neurosurgeon's Journey into the Afterlife (La prueba del cielo: el viaje de un neurocirujano a la vida después de la muerte), en el que describe su experiencia cercana a la muerte en 2008, y afirma que la ciencia puede y va a determinar que el cielo realmente existe.
[1] El 70 por ciento es «energía oscura», la
misteriosa fuerza descubierta por los astrónomos a mediados de los noventa,
junto con pruebas irrebatibles, basadas en el estudio de las supernovas de tipo
Ia, de que el universo ha estado creciendo durante los últimos cinco mil
millones de años, y de que la expansión del espacio en su conjunto está
acelerándose. Otro 26 por ciento es «materia oscura», la anómala gravedad «en
exceso» descubierta durante las últimas décadas en la rotación de galaxias y
grupos de galaxias. Más tarde o más temprano se encontrarán explicaciones, pero
los misterios no cesarán nunca. <<
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