Contenido.
Introducción – 1. De allí para aquí – 2. tropezando al salir por la
puerta – 3. La vista desde la cama – 4. Un último indulto – 5. Morimos como
vivimos - 6. El amor no conoce límites - 7. El lenguaje de la muerte del niño -
8. De mentes diferentes - 9. A los que se quedaron atrás - 10. Más allá de la
interpretación de los sueños - Epílogo - Expresiones de gratitud - Notas -
Acerca del autor
Introducción.
Al examinar la enfermedad,
adquirimos conocimientos sobre anatomía, fisiología y biología. Al examinar al enfermo,
adquirimos conocimientos sobre la vida. OLIVER SACKS.
Tom tenía cuarenta años cuando llegó al hospital para
enfermos terminales de Búffalo con SIDA terminal. A diferencia de la mayoría de
mis pacientes no estaba rodeado de seres queridos. Nadie lo visitaba, nunca.
Era bastante estoico así que me pregunté si la ausencia de visitas era su
elección en lugar de indicador de soledad. Quizás era su forma de negarse a
escuchar a la muerte.
Eso me dejaba perplejo pero por respeto a su
privacidad, no pregunté. Su cuerpo demacrado mostraba rastros de músculos
antaño bien definidos pues se había mantenido en forma y aún era bastante
joven, lo que me dio esperanza. Por su edad y condición física pensé que su
cuerpo tendría más probabilidades de responder positivamente a un tratamiento que
prolongara la vida. Poco después de su ingreso en la enfermería dije: «Creo que
podemos ganar tiempo para Tom. Con
antibióticos y líquidos intravenosos debería bastar».
La enfermera a cargo, Nancy, llevaba mucho
más tiempo que yo en el hospital. Conocía su trabajo y todos la miraban con
atención y respeto. Y no era de las personas que se andaban con rodeos. Aun
así, su respuesta me sorprendió: «Demasiado tarde. Se está muriendo». Le dije,
“¿En serio?”. Respondió: «Sí, ha estado
soñando con su madre muerta».
Me reí entre dientes con torpeza, con mezcla
de incredulidad y actitud defensiva. "No recuerdo esa clase de la facultad
de medicina", dije. Nancy no se inmutó al cometar: «Hijo, seguro que te
has perdido muchas clases».
Yo era residente de cardiología de treinta
años que terminaba mi formación especializada trabajando los fines de semana en
el hospital de enfermos terminales de Búffalo para pagar las cuentas. Nancy era
una enfermera veterana excepcional que tenía poca paciencia con médicos jóvenes
e idealistas. Hacía lo que siempre hacía cuando alguien se sentía desorientado:
ponía los ojos en blanco.
Seguí con mis asuntos, repasando mentalmente
todas las maneras en las que la medicina moderna podría prolongar la vida de
Tom unas semanas o incluso meses. Tenía una infección muy grave, así que le
administramos antibióticos. Como estaba gravemente deshidratado pedí administrarle
suero fisiológico. Hice todo lo posible para prolongarle la vida pero, tras cuarenta y ocho horas, Tom falleció.
Nancy había acertado al calcular el deceso.
Pero ¿cómo podía saberlo? ¿Era solo pesimismo, el efecto paralizante de haber
visto morir a tanta gente? ¿De verdad usaba el sueño de un paciente como
predictor de esperanza de vida? Nancy había trabajado en cuidados paliativos
durante más de dos décadas. Estaba en sintonía con aspectos de la muerte que yo
desconocía por completo: sus dimensiones subjetivas. Durante mi formación como
médico había ignorado, casi por completo, cómo los pacientes experimentaban la
enfermedad y, en particular, la muerte.
Como muchos médicos, no consideraba que la
muerte pudiera ser otra cosa que un enemigo a combatir. Conocía la intervención
a ciegas, es decir, hacer todo lo posible para mantener a las personas
conscientes y respirando, pero me importaba poco que el paciente pudiera desear
morir, y la ineludible verdad de que, en última instancia, la muerte es
inevitable. Como esto no había formado parte de mi formación médica no veía
cómo la experiencia subjetiva de morir podía
ser relevante para mi labor como médico.
Fue, en última instancia, la notable
incidencia de sueños y visiones premortem de mis pacientes lo que me hizo
comprender la importancia de este fenómeno, tanto a nivel clínico como humano.
Como médico de cuidados paliativos he estado al lado de miles de pacientes que,
ante la muerte, hablan de amor, significado y gracia. Revelan que a menudo hay
esperanza más allá de la cura a medida que pasan de centrarse en el tratamiento
a nociones con significado personal. A medida que la enfermedad avanza la
gracia y la determinación se combinan y brindan una nueva perspectiva al
moribundo y a sus seres queridos, una perspectiva que, paradójicamente, afirma
la vida. Esta experiencia incluye sueños y visiones premortem que son
manifestaciones de este tiempo de integración y reencuentro. Son experiencias
poderosas y conmovedoras que ocurren en los últimos días u horas de vida y que
constituyen momentos de genuina comprensión y vívido reencuentro para los
pacientes. A menudo marcan una clara transición de la angustia a la aceptación,
una sensación de tranquilidad y plenitud para el moribundo. Los pacientes las
describen constantemente como "más reales que la realidad" estas
experiencias, y cada una es tan original como la persona que las experimenta.
Las experiencias de final de vida se centran
en historias personales, autocomprensión, relaciones concretas y
singularidades. Sucesos. Se componen de imágenes y viñetas que emanan de las
experiencias vitales de cada persona más que de preocupaciones abstractas con
el más allá. Tratan sobre un paseo por el bosque revivido junto a un padre
cariñoso, paseos en coche o excursiones de pesca con familiares cercanos, o
detalles aparentemente insignificantes como la textura o el color del vestido
de un ser querido, el tacto del hocico aterciopelado de un caballo o el susurro
de las brillantes hojas de un álamo en el patio trasero de la casa de la
infancia. Seres queridos perdidos hace mucho tiempo que regresan para consolar;
heridas del pasado que se curan; cabos sueltos que se atan; conflictos de toda
la vida que se reviven; perdón que se logra.
Los médicos tienen la obligación de
incorporar esta conciencia en la práctica con los pacientes. Las experiencias
al final de la vida deben reconocerse como prueba de resistencia vital e
inspiradora del espíritu humano que las impulsa. Son prueba de la capacidad
innata, natural y profundamente espiritual, de la humanidad para la
autosuficiencia y la autocuración, gracia y esperanza. Ayudan a recuperar el
sentido al final de la vida y a reivindicar la muerte como proceso en el que
los pacientes tienen voz y voto. También benefician a quienes quedan atrás, a
los dolientes, quienes encuentran alivio al ver morir a sus seres queridos con
sensación de paz y cierre.
La experiencia subjetiva de morir también es
un poderoso recordatorio de que la belleza y el amor en la existencia humana a
menudo se manifiestan cuando menos lo esperamos. Los pacientes que evocan
procesos reconfortantes al final de la vida se ven acosados por los síntomas de un cuerpo debilitado
sobre el cual tienen un control limitado. Se encuentran en su punto más frágil
y vulnerable, en estados de sufrimiento
con huesos doloridos y hambre de aire. Catéteres, vías intravenosas y pastillas
forman parte de su día a día, a veces funcionando literalmente como extensiones
del cuerpo bajo la atención médica diaria. La gestión es su nuevo e
irreversible destino. Pueden experimentar diversos grados de disonancia
cognitiva, psicológica y espiritual. Sin embargo, incluso mientras el
inexorable paso del tiempo afecta cuerpo y mente muchos tienen sueños y
visiones premortales en cuyo contexto se muestra una notable consciencia y
agudeza mental.
Aquí reside realmente la paradoja de la
muerte: los pacientes a menudo están emocional y espiritualmente vivos, incluso
iluminados, a pesar de un deterioro físico precipitado. El impacto físico y
psicológico de morir puede ser innegable, pero también es lo que hace que los
cambios emocionales y espirituales que provocan las experiencias de final de
vida rocen lo milagroso. Hacer justicia a las experiencias de final de vida
significa tener en cuenta esta paradoja, una en la que la muerte y el morir
trascienden el declive físico y la tristeza para incluir el despertar
espiritual, belleza y gracia. O, como lo expresa el personaje principal de la
aclamada serie "Martes con Morrie": "Envejecer no es solo
decadencia, ¿sabes? Es crecimiento. Es más que lo negativo de vas a morir”.
Esto también es cierto respecto del proceso de morir, que a menudo funciona
como un resumen, una culminación y piedra angular, una oportunidad para
reconocer y celebrar nuestra humanidad en toda su complejidad y dignidad en
lugar de simplemente como un final.
Mi esperanza es que este libro informe y
empodere a los pacientes que se acercan a la muerte, así como a sus familias y
cuidadores. Revive las historias de personas excepcionales que han estado
dispuestas a compartir sus sueños, pensamientos y sentimientos al acercarse a
su transición final. Está dirigido a quienes, tarde o temprano, "cruzarán
el umbral de la eternidad", es decir, a todos. Trata sobre la vida
y es para los vivos.
Se trata de individuos valientes como Kenny,
funerario jubilado, padre de cinco hijos
quien, justo antes de morir a los
setenta y seis años, recibió la visita de su querida madre, a quien había
perdido cuando tenía solo seis años. Al acercarse la muerte apareció en sueños
como niño pequeño oyendo la voz tranquilizadora de su madre, que pronunciaba
una y otra vez las palabras "Te amo". Incluso contó que podía oler el
inconfundible aroma de su perfume en la habitación del hospital.
O Deb, de noventa y un años, empleada
minorista jubilada de unos grandes almacenes, quien ocho días antes de fallecer
por cardiopatía isquémica tuvo visiones "extremadamente
reconfortantes" de seis familiares fallecidos en su habitación, incluido
su padre, que: "me estaba esperando". Un día después, se vio siendo
llevada en coche por su amigo de la infancia, Leonard, mientras su difunta tía
Martha la exhortaba a "dejarse llevar".
Otra paciente, Sierra, de veintiocho años
quien, ante la insoportable idea de que su hijo de cuatro años se quedara sin
madre, comprensiblemente negaba la gravedad de su enfermedad. El hospital
oncológico la había enviado a cuidados paliativos "para estar más
cómoda", una expresión metafórica que interpretó literalmente con toda la
confianza de su juventud. "Voy a superar esto", susurró a nuestro
personal, confundido, pocos días antes de su muerte. Una visión de su abuelo
fallecido diciéndole que no quería que sufriera más finalmente la trajo a la
aceptación y dio, a ella y a su afligida familia, la fuerza para dejarse ir. Ya
no temió la inexistencia y murió en paz en brazos de su madre.
Y luego está Jessica quien, a los trece años,
me enseñó a aceptar lo inconcebible: la muerte de un hijo. Cuando le pregunté
qué significaban los sueños que había estado teniendo respondió: «Que soy
amada. Estaré bien». Hay momentos en los que se necesita la inocencia de un
niño para guiarnos ante lo insoportable.
Los prejuicios de la formación médica actual han
provocado la incapacidad de ver la muerte como algo más que un fracaso, y
comprometen el poder de auto consuelo de las experiencias de los pacientes al
final de la vida. En resumen, los médicos a menudo consideran que las
experiencias al final de la vida son irrelevantes para su profesión. Los
estudiantes de medicina y los médicos se capacitan para descartar cualquier
cosa que no pueda medirse, visualizarse, biopsiarse o extirparse.
También es cierto que la profesión médica se
siente más cómoda con las cuestiones del cerebro que con las de la mente, por
lo que las palabras y experiencias de los moribundos se descartan fácilmente
como divagaciones de personas con deterioro cognitivo o que, posiblemente,
sufren los efectos secundarios de medicación. Nuestro modelo médico actual
refleja una visión limitada de la totalidad de la experiencia de morir.
En la evolución del tratamiento de
enfermedades de los moribundos el personal médico debe liderar el camino en
lugar de negar o simplemente medicar estas intensas experiencias de final de
vida. Se debe animar a los pacientes, y a sus familias, a hablar abiertamente
sobre ellas con los profesionales de la salud. Esto contribuye a mejorar el
bienestar mental de los pacientes y a que los médicos brinden mejor atención.
El manejo médico de los síntomas debe incluir la promoción del bienestar
psicológico y espiritual de los pacientes moribundos, así como la preservación
de su dignidad al final de la vida.
¿Cómo se puede lograr un equilibrio tan
preciso? Creo que solo el paciente puede o debe responder a esta pregunta.
Pocos investigadores han preguntado directamente a quienes se acercan a la
muerte qué experimentan exactamente, qué significan sus sueños y visiones para
ellos, y cómo afectan su estado físico y mental.
De nuevo, esto se debe en gran medida a que
la formación médica se centra en desafiar a la muerte. Habiendo estado allí, y
experimentado eso con la enfermera Nancy y nuestro paciente Tom, sabía que para
convencer a mis colegas de cambiar sus métodos tendríamos que traducir las
experiencias de final de vida a un lenguaje que entendieran, el lenguaje de la
investigación basada en la prueba. Así que realizamos entrevistas estructuradas
para proporcionar dicha prueba. Proporcionamos datos cuantificables, muchos.
Pero entonces no sabía lo que sé ahora: que se necesita mucho más que datos y
estadísticas para producir la clase de revolución en nuestro tratamiento de la
muerte que ayudaría a los pacientes y a sus familias.
Este libro, por lo tanto, es una llamada de
atención: necesitamos que los médicos regresen a la cabecera del paciente, a
sus orígenes como consoladores de los moribundos en lugar de ser meros técnicos
que intentan prolongar la vida a toda costa. Esto incluye examinar las
experiencias de final de vida en un marco de cuidado, y aceptarlas como
médicamente importantes. Los estudios han demostrado que, a pesar del valor y
la importancia positiva de estas experiencias, los pacientes se muestran reacios
a hablar sobre ellas debido al miedo a ser ridiculizados y a las dudas sobre su
relevancia médica. Y como muchos médicos simplemente evitan abordar estas
experiencias la falta de atención generalizada aísla aún más al moribundo. Las
experiencias internas de los pacientes son importantes para el paciente; por lo
tanto, deberían importar a los médicos. La conciencia de su importancia clínica
y universalidad cerraría la brecha que existe actualmente entre la atención
brindada y la atención necesaria.
La aceleración de la ciencia médica ha
oscurecido su arte, y la medicina, siempre menos cómoda con lo subjetivo, se ha
preocupado más por refutar lo invisible que por venerar su significado. Acceder
a las emociones humanas a las que la ciencia no tiene acceso implica, por
tanto, recurrir a otras disciplinas. Esto es especialmente cierto en el caso de
la muerte, el momento en que la naturaleza asume el papel que le corresponde y
la medicina ya no puede desafiar a la muerte. En las proféticas palabras del
filósofo del siglo XVI, Montaigne: «Si no sabes morir, no te preocupes; la
naturaleza te instruirá completa y suficientemente en un instante; ella hará
precisamente eso por ti; no te preocupes por ello». Tenía razón. Cuando no
medicalizamos excesivamente el proceso de morir y, en cambio, dignificamos y
validamos las experiencias cercanas a la muerte en todas sus dimensiones
físicas y espirituales, morir se convierte menos en una cuestión de muerte que
en una cuestión de resistencia vital.
Los debates más ricos, reflexivos y
resonantes sobre la muerte provienen de las humanidades, (de escritores, poetas
y filósofos que se remontan a la antigua Grecia), y de textos cristianos,
budista e islámicos, relatos de China, Siberia, Bolivia, Argentina, India y
Finlandia. Se han reconocido sueños y visiones significativos previos a la
muerte en las tradiciones religiosas y sagradas de pueblos indígenas de todo el mundo. Se
mencionan en la Biblia, en La República de Platón, y en escritos
medievales como las Revelaciones del amor divino de la mística del siglo
XIV Juliana de Norwich, por no citar los escritos de los místicos españoles
como Sana Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o Fray Luis de León. Aparecen en
pinturas renacentistas y en El rey Lear de Shakespeare . Aparecen en novelas
del siglo XIX, en la poesía y, por último pero no menos importante, en las
meditaciones de los Papas o del Dalai Lama sobre la muerte. En todo caso, la
medicalización de la muerte ha oscurecido un lenguaje que siempre ha estado disponible
para dar sentido a nuestra finitud y sido parte integral de la necesidad
cultural de la humanidad por mantener la conexión con los difuntos.
En contraste con la arraigada obsesión de los
pensadores humanistas por los aspectos subjetivos de la muerte, antropólogos, sociólogos,
psicoanalistas, científicos y profesionales de la medicina han examinado el
final de la vida en detalle solo desde principios del siglo XX. Estas
disciplinas buscan principalmente describir y demostrar hipótesis de forma más
o menos objetiva. Sin duda, todas estas perspectivas tienen cabida en nuestro
enfoque de la muerte, pero las diferencias son cruciales a la hora de intentar
corregir la sobremedicalización de la mortalidad en la vida contemporánea. Esto
explica por qué los pacientes, así como
sus cuidadores, se sienten más atraídos por las artes imaginativas y creativas
a la hora de comprender el camino al final de la vida.
William Barrett, profesor de física en el Real
Colegio de Ciencias de Irlanda, en Dublín, parece haber escrito el primer libro
académico sobre el tema en 1926. “Visiones de la muerte a pie de cama”, “Deathbed
Visions”, se basó en las observaciones de su esposa, obstetra, que
describió las visiones de una mujer que murió al parir. Pero el estudio del
fenómeno también allí se centra principalmente en comprobar una hipótesis, —ya
sean visiones del más allá o de lo paranormal—, a menudo excluyendo la
perspectiva del paciente, que es la única voz que importa. En Occidente los
sueños y visiones al final de la vida se han discutido más recientemente como prueba
de fenómenos que abarcan desde el funcionamiento neuronal de un cerebro
moribundo hasta las consecuencias de la falta de oxígeno, un enfoque que no ha
tenido en cuenta, como tampoco los anteriores, la visión desde la cama, la que
importa.
A la luz de las limitaciones de la ciencia en lo que
respecta a representar las dimensiones subjetivas de la muerte, no sorprende
que Atul Gawande, cirujano de día, y autor de salud pública de noche, eligiera
hacer referencia a un texto literario para presentar su magistral exploración
del envejecimiento, la muerte y la medicina. Su libro, Ser Mortal,
comienza con la lectura de un cuento del novelista León Tolstói, un texto
literario que relata el sufrimiento del protagonista moribundo Iván Ilich. De
igual manera, las memorias póstumas del neurocirujano Paul Kalanithi sobre
vivir y morir con cáncer, expresadas en el conmovedor libro, Cuando el
aliento se vuelve aire, tienen su origen en un poema titulado "Celica
83" (1633), escrito por el barón Brooke Fulke Greville, autor isabelino. Y
por último, pero no menos importante, cuando Nina Riggs, poeta y madre de dos
hijos, recibió el diagnóstico terminal de cáncer de mama a los treinta y siete
años, también recurrió a la literatura para hacer “La experiencia de convivir con
la muerte en la habitación, todos los días, algo con lo que todo el mundo puede
identificarse”.
Una y otra vez, los pacientes, así como sus
cuidadores, recurren a poemas, obras de teatro o novelas para comprender su
mortalidad. En una época en la que los síntomas y el deterioro físico parecen
eclipsar las consideraciones sobrenaturales, a menudo son la ficción y las
obras creativas, en lugar de las representaciones no ficticias de la realidad,
las que se dirigen a los enfermos terminales de forma profunda y conmovedora.
Los pacientes terminales, quizás más que nadie, anhelan comprender mejor su
experiencia de final de vida, una experiencia que, al principio, parece
trascender la razón, pero que, en última instancia, aporta un nuevo nivel de
comprensión.
En 2015, di una charla TEDx Búffalo sobre lo que
significaba haber recopilado datos basados en los testimonios directos de
pacientes moribundos.Inmediatamente después, el trabajo apareció en el New
York Times, el Huffington Post , Psychology Today , Scientific
American Mind, y Atlantic Monthly
. Un equipo de documentales se puso en contacto con nosotros y, en la primera
semana, el avance de su película atrajo más de seiscientas mil visitas en
Facebook. Era evidente que el público en general se sentía atraído por este
tema de una manera que no ocurría con los médicos. Esta discrepancia era emblemática
de la brecha existente entre las necesidades percibidas y las reales de los
pacientes y de sus seres queridos.
La respuesta fue simplemente abrumadora; los
testimonios de familiares y amigos que estuvieron junto a la cama de sus seres
queridos moribundos siendo testigos de sueños y visiones al final de la vida
revelaron, claramente, la necesidad de que dichas experiencias se aborden en un
marco de respeto.
Como se demuestra una y otra vez el trabajo en hospital
para enfermos terminales, cuando el paciente se mantiene cómodo y se le permite
seguir el curso natural de las cosas, la muerte se vuelve más reveladora que
simplemente bajar las persianas. La tragedia de la existencia humana no es el
hecho de la muerte o el sufrimiento, ni la incapacidad de vencerla. Es la
incapacidad de repensar la muerte como algo más que el "apagado de la
luz". Es, en palabras del filósofo Alan Watts, «que cuando se dan tales
circunstancias, damos vueltas, zumbamos, nos retorcemos y giramos, tratando de
sacar el «yo» de la experiencia». Para
mí, reescribir el «yo» del paciente, en la historia velada de la finitud de la
humanidad, significa hacer de la experiencia subjetiva de morir una parte
crucial de cómo trato médicamente a mis pacientes..
Se ha vuelto más fácil vivir más, pero más
difícil morir bien. Hemos perdido el rumbo con la agonía y con la muerte. La
mayoría de los estadounidenses quieren morir en casa, al cuidado de sus seres
queridos, pero muchos mueren en instituciones, a menudo solos o al cuidado de
desconocidos. La muerte que las personas desean a menudo se convierte en la que
temen, una muerte desinfectada e indigna. En medio de la locura actual de los
excesos médicos, existe una necesidad de renovación espiritual que la medicina,
por sí sola, no puede abordar. Al explorar la experiencia no física de morir,
existe la oportunidad de replantear y humanizar la muerte, y pasar de una
realidad irremediablemente sombría a una experiencia que puede contener rico
significado tanto para los pacientes como para sus seres queridos. El libro, La
muerte no es más que un sueño, ilustra una sensibilidad y un enfoque
alternativos para la atención al final, uno en el que el paciente simplemente
es lo primero.
Al permitir que los pacientes nos digan qué necesitan y valoran
más, podemos humanizar el proceso de final de vida. En palabras del poeta
Rainer Maria Rilke: ”No diré
que se deba amar la muerte; pero sí se debe amar la vida con tanta
magnanimidad, sin cálculo ni selección, que espontáneamente se incluya
constantemente en ella y se ame también la muerte (la mitad evitada de la
vida)... Solo porque excluimos la muerte... se ha convertido cada vez más en
algo ajeno... algo hostil”.
Y en verdad, lo que más temen los moribundos
no es perder la capacidad de respirar sino la pérdida de una vida que pueden
reconocer como propia, aquello que “hace que valga la pena vivir”.
Las experiencias al final de la vida dan
testimonio de nuestras mayores necesidades: amar y ser amados, ser cuidados y
sentirnos conectados, ser recordados y perdonados. Proporcionan continuidad
entre vidas, y a través de ellas. Basándonos en el contenido de estos sueños,
es obvio que el perdón y el amor que más importan provienen de la familia. Como
médicos, tenemos la obligación con nuestros pacientes de apoyar y facilitar su
capacidad de auto curación y auto cuidado. A veces eso significa apartarnos
para que personas como Tom puedan reencontrarse con madres perdidas durante
mucho tiempo y ser consoladas por ellas, y así madres en duelo como Mary, a
quien les presentaré a continuación, puedan nuevamente abrazar a hijos
fallecidos.
Soy médico y todos mis pacientes mueren. A
pesar de la tremenda pérdida que conlleva estas palabras hay luz en la
oscuridad de la muerte, ya que la mayoría de los pacientes encuentran un camino
para reafirmar el amor que sintieron, las relaciones que atesoraron y la vida
que llevaron. Este libro es su historia.
CAPÍTULO UNO. De allí para aquí.
No
creas que quien busca consolarte vive tranquilo entre las palabras sencillas y serenas
que a veces te hacen bien... Si fuera de otra manera, nunca habría podido
encontrarlas. —RAINER MARIA RILKE.
La formación de un médico es un proceso con principio,
desarrollo y sin fin. Los estudiantes de medicina salen de los pasillos de la
facultad con vasta cantidad de información y conocimientos que compartirán con
entusiasmo con sus pacientes. Cuando llegan al hospital para la siguiente fase
de aprendizaje han aprendido sobre las enfermedades y aún les queda hacerlo
sobre las dolencias: las primeras se manifiestan en los órganos; las segundas,
en las personas. La última y más importante fase de su formación será de por
vida. Es entonces cuando el paciente les enseña y ellos, con suerte, están
dispuestos a escuchar y tienen la humildad de oír. Es entonces cuando aprenden
que, a veces, la mejor manera de tratar un corazón humano que falla es dejar el
estetoscopio a un lado y preguntar qué le importa al paciente en lugar de solo
qué le pasa. Y un día, justo cuando creen haber dominado la ciencia de la
medicina, conocerán a un paciente que los llamará a atender el alma. Este
momento les brindará una lección de empatía que estos médicos jamás olvidarán,
la primera de muchas a través de las cuales descubrirán la verdadera riqueza de
su vocación. La paciente que me guió en ese momento fue Mary.
Mary era una artista de setenta años, madre
de cuatro hijos y una de mis primeras pacientes en el hospital de pacientes
terminales, en Búffalo. Una vez visité su habitación cuando toda su pandilla,
como ella los llamaba, estaba reunida a su alrededor compartiendo una botella
de vino. Era un suceso familiar discreto, con Mary aparentemente disfrutando de
la compañía de sus hijos, incluso mientras entraba y salía del estado de
alerta. Entonces ocurrió algo extraño. Sin que nadie se lo pidiera, Mary
comenzó a acurrucarse con un bebé que solo ella podía ver. Sentada en la cama
del hospital era como si hubiera perdido el contacto con el presente y
estuviera representando la escena de una obra de teatro besando a este bebé
imaginario que tenía en brazos, arrullándolo, acariciándole la cabeza y
llamándolo Danny. Aún más impactante, este incomprensible momento de conexión
maternal pareció haberla sumido en un estado de éxtasis. Todos sus hijos me
miraron, profiriendo variaciones de "¿Qué pasa? ¿Está alucinando? Es la
reacción a un medicamento, ¿verdad?".
Quizás no podía explicar qué estaba
sucediendo ni el porqué, pero sí entendí que la única respuesta adecuada en ese
momento era abstenerme de intervenir médicamente. No había dolor que aliviar,
ninguna preocupación médica que atender. Lo que vi fue a un ser humano
experimentando un amor invisible pero tangible, todo más allá de mi comprensión
y alcance médicos.
Con Tom, fue la enfermera Nancy quien me
contó sus experiencias oníricas. No las presencié ni pude corroborarlas. En
cambio, con Mary observé de primera mano la innegable sensación de bienestar y
tranquilidad con la que se acercaba al final de su vida. Rebatirlo era tan
difícil como explicarlo.
Observé con asombro, al igual que sus hijos adultos. Tras
su arrebato inicial se sintieron abrumados por la emoción, en gran parte debido
al alivio que les produjo ver la serenidad de su madre. Ella no necesitaba que
ellos intervinieran, al igual que no necesitaba que yo tomara una decisión o dijera
cosa que pudiera alterar el curso de sus últimos momentos. Mary estaba
recurriendo a un recurso interior que ninguno de nosotros sabía que tenía. La
sensación de gratitud y paz que nos invadió no se parecía a ninguna otra..
Al día siguiente, la hermana de Mary vino desde otra
ciudad y desentrañó el misterio. Mucho antes de que cualquiera de los cuatro
hijos de Mary llegara al mundo había dado a luz a un bebé muerto que había
llamado a Danny. Se abrió de dolor después de perder el bebé, pero nunca habló
de eso, por lo que ninguno de sus descendientes sobrevivientes sabía de él. Sin
embargo, en este momento, con la muerte esperando en las puertas, la
experiencia de la nueva vida había regresado a Mary de una manera que
claramente proporcionaba calidez y amor, y tal vez incluso una pequeña
compensación por la pérdida. En la puerta de la Muerte, estaba revisando su
trauma pasado como un mal reparado. Había alcanzado un nivel palpable de
aceptación e incluso parecía una versión más joven de sí misma. Los males
físicos de Mary no podían curarse, pero parecía que sus heridas espirituales
estaban siendo atendidas. No mucho después de este notable episodio Mary murió
pacíficamente, pero no antes de transformar lo que yo entendía por "morir
pacíficamente". Había algo intrínseco en el proceso de muerte de Mary que
no solo era terapéutico sino que también se desarrollaba independientemente de
los ministerios de sus cuidadores, incluido su médico.
Lo irónico de cuidar pacientes cuyas necesidades son tan
espirituales como médicas no me perdió.
Pasé por la facultad de medicina con profunda aversión a
los aspectos no físicos de la muerte que surgieron por perder un padre en la
infancia. La última vez que vi lo vi tenía doce años. Recuerdo que mi madre
salió de la habitación de hospital para hablar con mi tío dejándome solo con mi
papá mientras yacía en la cama, muriendo. Comenzó a jugar con los botones de mi
chaqueta diciendo que me preparara porque me iba a llevar a pescar a nuestra
cabaña del norte de Canadá. Sabía que había algo ligeramente fuera de lugar en
este plan, pero también sabía que lo que experimentaba estaba bien. De hecho,
fue muy reconfortante para mí que pareciera en paz, y estar juntos, y que quisiera
llevarme de pesca. También supe intuitivamente que esta sería la última vez que
lo vería. Cuando me acerqué para tocarlo entró un sacerdote y me alejó.
"Tu padre está delirando. Deberías irte".
Mi papá murió más tarde, esa noche. Era
demasiado joven para encontrar las palabras para expresar los sentimientos de
pérdida que permanecerían conmigo el resto de mi vida.
Nunca mencioné, ni mucho menos comenté, lo
que presencié junto a la cama de mi padre. Solo medio siglo después, mientras
me preparaba para mi charla TED sobre sueños y visiones premortales, me impactó
la ironía de todo esto. En cierto modo, toda mi vida laboral se remontaba a
este poderoso suceso de la infancia, y nunca había atado cabos.
Al igual que mi padre, me hice médico. Y aunque
parezca extraño, si te da asco la muerte la facultad de medicina es un lugar
seguro: la palabra muerte rara vez se pronuncia, y mucho menos las
experiencias que los pacientes viven antes de ella. La formación médica
consiste en desafiar a la muerte, y si no se puede desafiar se niega total o
parcialmente.
Me di cuenta de esto por primera vez al
atender a pacientes moribundos durante mis rondas como residente. Mi trabajo
consistía en completar las rondas previas, que consistían en ir de cama en
cama, generalmente a las cinco de la mañana, recopilando información del
paciente antes de que el jefe de residentes hiciera la ronda oficial una hora
después. La palabra «residente» no podría haber sido mejor elegida. El
puesto implicaba literalmente residir en el hospital y trabajar de ochenta a
cien horas semanales.
Durante ese tiempo presencié en silencio, y
con inquietud, la práctica de "dar de baja", forma eufemística usada
cuando los médicos dejan de seguir a un paciente terminal. No solo
abandonábamos a los pacientes críticos, sino que lo hacíamos diciendo las
peores palabras que se pueden decir a alguien que sufre y necesita ayuda:
"No hay nada más que podamos hacer". Desde una perspectiva médica, no
había nada más que diagnosticar ni tratar; desde el punto de vista de médico en
formación, nada que aprender. Este proceso de eliminación mediante el papeleo
fue mi primer encuentro con la institucionalidad. El abandono de pacientes
moribundos fue parte integral de mi formación médica. Un día me daría cuenta de
que, de hecho, aún queda mucho por hacer: podemos rescatar el arte perdido de
la medicina de cabecera y cuidar a quienes están muriendo estando presentes y
aliviando el sufrimiento, —lo cual implica más que simplemente controlar el
dolor—, cuando no es posible la cura.
Tras la residencia en medicina interna
comencé una beca de investigación en cardiología. Era 1999 y varios factores me
llevaron a trabajar a tiempo parcial en el hospital de pacientes terminales de Búffalo.
Como becario me costaba llegar a fin de mes teniendo dos hijos en un hogar con
un solo ingreso, así que siempre hacía trabajos extra para pagar las facturas,
sobre todo en urgencias. Por ello llevaba siempre un buscapersonas y cualquier
puesto de trabajo adicional que aceptara debía permitirme volver al hospital en
caso de emergencia.
Una noche de insomnio me dispuse a leer el
periódico de principio a fin y vi un anuncio en la sección de clasificados: era
una oferta de trabajo para médico en el hospital de pacientes terminales de Búffalo.
Pensé: "¿Quién publica una oferta de trabajo para un médico?". Una
pregunta más pertinente, que no se me ocurrió en ese momento, habría sido
"¿Qué tipo de médico responde a una oferta de trabajo?". Ni siquiera
estaba seguro de qué hacía realmente un médico de hospital para enfermos
terminales porque había solicitado, con éxito, salir de la rotación de hospital
para enfermos terminales cuando era residente. Pocos estudiantes de medicina
cursan geriatría o medicina paliativa. Intentan evitar enfrentarse con la
muerte y desean perseguir los anhelos idealistas de la profesión de curar. Yo
no era la excepción. En muchos sentidos era completamente ajeno a la muerte, a
pesar de presenciarla de primera mano, a menudo en el hospital. No sabía casi
nada sobre lo que significaba ser médico de moribundos.
Hoy en día, vivimos con un modelo de atención
que evita la muerte y está reforzado por un mercado de atención médica de pago
por servicio, basado en resultados, volumen facturable, y no en el valor. Lo
que dicta la atención al paciente está determinado en parte por los productos y
servicios, que se pueden cobrar, proporcionados en forma de imágenes, análisis
de laboratorio y procedimientos. En tal contexto, a menudo es más fácil obtener
tomografías computarizadas que asistencia práctica en el hogar. Esto es un
síntoma de la discordancia entre la atención necesaria y los servicios que se
prestan. Por su propio diseño, nuestro sistema norteamericano a menudo es
incapaz de reconocer a los pacientes moribundos que simplemente pueden
necesitar atención en forma de presencia, cuidado y consuelo, no "actos de
acción" o intervenciones facturables. Es por eso por lo que el ritual
moderno de la muerte lleva a tantas personas a pasar sus últimos días en salas
de emergencia y unidades de cuidados intensivos, porque es allí donde la
medicina moderna los reconoce como pacientes. Los "casi muertos" son
condenados a una cadena de montaje médica del absurdo, sometidos a imágenes que
arrojan información innecesaria e incluso a recibir marcapasos para corazones
que no pueden detenerse incluso cuando el resto del cuerpo sí lo ha hecho.
Morir en el hospital es una propuesta costosa
que, irónicamente, no conduce a una vida más larga ni mejor. Sabemos que
tenemos un problema cuando la mayoría de los estadounidenses afirman no querer
morir en una institución, pero la mayoría sí lo desea. La mitad de los
pacientes moribundos acuden a urgencias durante el último mes de vida a pesar
de que se ha demostrado que ninguna intervención médica de este tipo influye en
el curso ni en el desenlace de su enfermedad. Podrían haber recibido el mismo
nivel de atención médica, y con mucha más comodidad, en su casa.
En mi época como interno, y luego como
residente, me había ido desanimando cada vez más por una medicina hospitalaria
que procesaba a la gente como si fuera papeles. Ciertamente estaba expuesto a
médicos motivados, pero también trabajaba con muchos que habían perdido interés
en los pacientes como personas. Simplemente completaban tareas y archivaban
formularios y notas dictadas. Una brecha burocrática amplia separaba a los
médicos de la cama, tanto que muchos de mis colegas habían dejado de encontrar
significado a su trabajo. Cada hora de interacción con pacientes significaba
dos de reuniones y documentación. Fueron tragados por la economía de la
medicina. Nunca me opuse a las exigencias de ser médico, pero ver cómo se
destruían vocaciones me estaba afectando.
Me
había dado cuenta de cuán correcta era la evaluación de un compañero médico
cuando advirtió: "Hoy, la curación se reemplaza por el tratamiento, el
cuidado por la gestión y el arte de escuchar lo asumen los procedimientos
tecnológicos". El doctor Bernard Lown, profesor emérito de cardiología en
Harvard, escribió esto hace más de dos décadas, y la tendencia hacia una
medicina impersonal y tecnológica solo se ha vuelto más pronunciada. Con
demasiada frecuencia la curación sigue siendo sacrificada en nombre del
tratamiento. Y cuando el tratamiento ya no es una opción los médicos, a menudo,
abandonan la curación por completo.
Entonces
sabía que para sobrevivir y sobresalir en medicina necesitaría experimentarlo a
un nivel más inmediato y genuino. Entonces, apenas informado, me puse en
contacto con el hospital de pacientes terminales de Búffalo y pedí una
entrevista para un trabajo de fin de semana.
Era
consciente de la ironía de que conseguir este trabajo significaría cuidar a
pacientes a los que había "dado el visto bueno" en mi otro trabajo.
No estaba exactamente seguro de cuál era el papel de un médico en un centro de hospital
para enfermos terminales así que fui a la entrevista con algunos de los sesgos
implícitos contra el trabajo que me inculcó mi capacitación médica y pensé:
"¿Qué tipo de médico funciona en un hospital para enfermos terminales?"
Al final de lo que se convirtió en una
conversación de dos horas, le pregunté a mi entrevistador, el doctor Robert
Milch, uno de los fundadores del hospital de pacientes terminales de Búffalo,
qué cualidades eran necesarias para ser un buen médico de cuidados paliativos,
y él respondió: "Indignación justa". Yo había entrado ignorante y
algo ambivalente en la institución. Me fui iluminado y poderosamente motivado.
Y nunca miré hacia atrás.
Cuando comuniqué al Departamento de
Cardiología que me marchaba para seguir la carrera profesional en el hospital
de pacientes terminales de Búffalo algunos médicos me animaron con desconcierto
y otros me ridiculizaron abiertamente. Uno dijo que los cuidados paliativos
eran algo que se hacía al jubilarse. Otro sugirió que consultara con un
psiquiatra. La mayoría consideró mi cambio de carrera como el desperdicio de mi
vida profesional. Si bien era cierto que quienes trabajaban en el hospital de
pacientes terminales de Búffalo eran principalmente voluntarios y jubilados,
también eran hombres y mujeres comunes que, junto a los pacientes, se
convertían en extraordinarios. Vi a más de un colega veterano, brusco y hosco,
transformarse en el cuidador más tierno y atento al tratar pacientes
moribundos. Me uní a esta organización en un momento en el que estaba
desilusionado con la naturaleza burocrática e impersonal de la profesión
médica, y estos hombres y mujeres fueron fundamentales para ayudarme a
reconectar con una medicina más humanista. Esta era la clase de medicina que mi
padre había practicado.
Uno de mis recuerdos más tempranos y vívidos
de la infancia es el de estar sentado impaciente en la sala de espera de
urgencias, esperando que mi padre terminara su turno para ir a un partido de
hockey. Sentado a la vuelta de la esquina de la sala de reconocimiento oía parte de su interacción con un paciente
enfermo. Su forma de hablar me hizo pensar que debía ser alguien muy
importante. No había visto entrar al paciente y no le di importancia hasta que
salió un hombre mayor, agradeciendo a mi padre por su tiempo. Su barba gris y
desaliñada estaba cubierta de capas de mugre, y parecía desconcertado por la
amabilidad que recibía. Como hombre sin hogar, nunca sabía qué le esperaba a la
vuelta de la esquina pero, en esta sala de urgencias abarrotada, su
vulnerabilidad era a la vez compartida y relativa.
La enfermedad es el gran ecualizador de la
sociedad, y ese día, vi la medicina tal como es: la vida luchando por cuidarse
a sí misma. Era demasiado joven para comprender la importancia de ese momento,
pero su impacto en mí fue innegable. El gesto de cariño de mi padre pudo haber
sido simple, pero era algo en lo que podía creer. Me ayudó a comprender por
qué, para él, ser médico era un verdadero privilegio. Lo que había presenciado
era más cautivador que el partido de hockey que me perdí esa noche.
Éste era también el mismo tipo de medicina
que definía los cuidados paliativos a los que estaba tan ansioso de unirme.
La transición al nuevo puesto no fue fácil. Era un novato
en un equipo de personal de apoyo dedicado y veterano, entre el cual aún no
había encontrado mi papel ni demostrado valía. Los cuidados paliativos eran un
movimiento coordinado por enfermeras, (en parte como refutación de la medicina
tradicional dirigida por médicos), por lo que los médicos eran recibidos con
cierta desconfianza. Después de todo, eran ellas quienes estaban al lado de los
pacientes y presenciaban el innecesario sufrimiento que a veces causaba las
deficiencias de la medicina convencional. Fueron ellas quienes reconocieron que
los moribundos tenían necesidades que iban mucho más allá de las preocupaciones
físicas, quienes comprendieron que la unidad de atención no era solo el
paciente sino el paciente en el contexto de su vida y familia. Y, en última
instancia, quienes permanecían junto a la cama para brindar atención compasiva
a quienes "ya no se tenia nada más que hacer". Cuando me uní al
equipo algunas enfermeras dejaron muy claro que los médicos estaban allí para
desempeñar un papel de apoyo y que como los símbolos era importante no se
permitían batas blancas. Los egos desmesurados debían dejarse en la puerta.
Pero no fueron sólo las enfermeras las que
mantuvieron mi ego bajo control.
Uno de mis primeros pacientes de cuidados
paliativos fue Peter, exrector de universidad, a quien le habían diagnosticado
cáncer de páncreas y perdido tanto peso que su presión arterial y azúcar en
sangre eran bajas. Como ya no se buscaba tratamiento intensivo para su cáncer
terminal había recibido poca supervisión médica y sus medicamentos no se habían
revisado ni ajustado. Como resultado, Peter estaba debilitado hasta el punto de
no poder mantenerse despierto para disfrutar de actividades como los grupos de
debate político a los que asistía en el centro. Además medía 1,88 metros lo
que, combinado con su expresión de cansancio y los efectos de la medicación
inadecuada, tenía aspecto esquelético.
Tras ajustes sencillos en su medicación Peter
pudo recuperar el impulso, disfrutar de sus reuniones intelectuales y recuperar
la dignidad y el propósito. Posteriormente sufrió una multitud de problemas y
síntomas relacionados con la enfermedad, igualmente manejables, lo que
demuestra que las exigencias sintomáticas de la enfermedad deben recibir la
misma consideración que la enfermedad en sí. La lección fue clara: la necesidad
de una atención médica responsable no se detiene solo porque el tratamiento del
cáncer se detenga.
Peter no fue el único paciente que conocí
para quien el diagnóstico terminal se convirtió en desventaja porque que
dificultaba el manejo de otras afecciones que sí eran tratables. Era posible
que un paciente sufriera e incluso falleciera a causa de una situación manejable,
como sería una infección del tracto urinario o anemia, al pasar del modelo de
curación al de atención para estar "cómodo". La decisión de optar por
cuidados paliativos se interpretó, trágicamente a menudo, como consentimiento
para no hacer nada.
Peter continuó disfrutando de una alta
calidad de vida incluso cuando el dolor del cáncer requería tratamiento, lo que
desmiente la idea de que el dolor es simplemente un umbral entre el sufrimiento
y el olvido inducido por medicamentos. La doctora Cicely Saunders, quien
impulsó el desarrollo de los cuidados paliativos como movimiento, lo expresó
con claridad al señalar que no existe el "dolor intratable ",
aunque "había conocido médicos intratables ". A lo largo de la
enfermedad de Peter tanto él como el médico aprendieron que era posible vivir
con energía en el proceso de morir, y que el tratamiento y la curación no
tienen por qué anularse mutuamente.
Cuando comencé a atender a pacientes
paliativos en sus hogares, la absurdidad de clasificarlos en categorías
diagnósticas se hizo aún más evidente. También lo fue mi comprensión de la
totalidad de sus necesidades. Aunque regresaban con sus seres queridos y
entornos familiares, los pacientes moribundos que atendía experimentaban el
alta del hospital como un abandono. La ultra medicalización, la monitorización
constante y el manejo experto de la enfermedad de los que se habían beneficiado
en el hospital se interrumpía abruptamente al ser entregados a sus amorosas
pero confundidas familias. Los pacientes y sus familias tenían poca
información, no tenían idea de lo que
les sucedía ni qué esperar. Se sentían como en un purgatorio médico, liberados
de las modalidades curativas de la medicina pero sin saber que existía una
alternativa.
Después del abandono, el miedo a lo
desconocido es el siguiente sentimiento más común entre los moribundos y sus
seres queridos. Es alarmante cuando los pacientes y sus familias acuden a usted
desde hospitales donde saben el precio del café en la cafetería, o dónde
aparcar el auto, pero desconocen cuándo o cómo se producirá la muerte. La
comunicación precisa y sincera suele ser la primera víctima cuando los
pacientes pasan de un tratamiento intensivo a cuidados paliativos y esta falta
de información crea un vacío a menudo llenado por el miedo y el pavor.
Una cantidad abrumadora de datos muestra el
pronóstico médico de estos pacientes dados de alta: la mayoría falleció con
dolor u otros síntomas debilitantes que probablemente eran controlables pero
que se ignoraron debido a la inminente muerte. Al igual que con Peter, el
problema rara vez fue que los síntomas no pudieran abordarse sino que hubo un
intento deficiente, o poco entusiasta, de hacerlo. Los pacientes no sufrían el
fracaso del tratamiento, sino la falta de tratamiento. Hay una gran diferencia.
Y no olvidemos a los seres queridos que, de repente, se quedan solos y
agobiados por exigencias de cuidados desconocidas, junto con su miedo a lo
desconocido y un dolor indescriptible. ¿Quién cuidaba del cuidador?
Había mucho que hacer.
Los cuidados paliativos exigen un enfoque sin
igual en significado e intensidad. Es imposible realizar esta labor sin
reconocer que lo que define en última instancia la condición humana es la
vulnerabilidad a las circunstancias, a la muerte y a los otros. Requiere que el
cuidador esté realmente presente en lugar de enredado en la burocracia y los
registros que desalentaron a tantos de mis colegas en su práctica médica. Por
extraño que parezca fue necesario cuidar a pacientes moribundos para que
aprendiera a detenerme, sentarme, escuchar y sentir.
En palabras del doctor Francis Peabody, quen
enseñó en la Facultad de Medicina de Harvard a principios del siglo XX, “El
secreto para cuidar al paciente reside en cuidarlo”. Los pacientes sufren en su
totalidad, no solo en partes. Si no compartimentan su sufrimiento en causas
físicas, emocionales, psicológicas y sociales —y no lo hacen—, nosotros, como
sus cuidadores, tampoco deberíamos hacerlo. Un verdadero enfoque holístico de
la atención al paciente también debe honrar y facilitar sus experiencias
subjetivas y permitirles transformar, el proceso de morir, de historia de mero
deterioro físico a ascensión espiritual. Al igual que la vida, morir surge de
una rica vida interior cuya belleza y alcance trascienden las limitaciones del
cuerpo y las de la medicina.
Para poder atender a pacientes como Mary, que
soñaba con su bebé muerto, o Peter, que luchaba por recuperar su intelecto,
necesitaba ampliar la comprensión de lo que más importa al paciente: qué y a
quién amaron y perdido. El proceso que me llevó a tomar conciencia también me
obligó a reconocer que lo que aportamos como médicos no solo depende de lo que
sabemos sino también de quiénes somos, cómo amamos y a quién hemos perdido. En
última instancia esta conciencia puede ser la clave de nuestra lucha compartida
por mantener la humanidad.
Mi padre me dejó hecho pedazos de niño, pero
también me honró con su magnífico ejemplo, y en sus últimos momentos me quedé
con una pregunta sobre el significado de todo aquello. Este libro es mi intento
de dar una respuesta.
CAPÍTULO DOS. Tropezando al salir por la puerta.
No
lo entiendes. No se trata de lo que piensa, sino de lo que siente. —BETTY,
ESPOSA DE SOLDADO.
Era un interno haciendo rondas matutinas cuando entré en
la habitación de una paciente llamada Bobbie. Era mujer de mediana edad,
complexión promedio y capaz de mantener la mirada de la gente con tanta
intensidad que inevitablemente te obligaba a bajar la vista. Me caía bien. No
se dejaba intimidar por nada ni por nadie. Le pregunté cómo estaba. Respondió:
«Bien, salvo por esas malditas arañas rosas en la pared, ¿las ves?». Me quedé
paralizado, miré la pared, la miré y luego me giré de nuevo para mirarla. Dudé,
me arriesgué y respondí que no. Ella se rió entre dientes y dijo: «Bien, te
estaba poniendo a prueba».
Al día siguiente estaba haciendo la ronda con
un residente senior y le tocó a él preguntarle por su salud. Ella respondió:
«Vale, pero me preocupan esas malditas arañas rosas de la pared, ¿las ves?». El
residente hizo una pausa, reflexionó un instante y se metió en el asunto: «Pues
sí que las veo». Bobbie lo miró fijamente y dijo: «Bueno, entonces será mejor
que vayas al médico rápido, porque estás loco».
El recuerdo de la prueba que hacía Bobbie
todavía me hace sonreír. Hay que admirar a alguien capaz de invertir la
relación médico-paciente con un humor tan perverso, atado a una cama por un
catéter y una vía intravenosa. Sin embargo, a nivel más serio, la historia también
habla del desafío de acceder a mundos no compartidos. Ayuda a exponer la
dificultad que enfrentan los médicos al interpretar la vida interior de sus
pacientes. De hecho, cuando esa experiencia nos resulta invisible nuestro
diagnóstico se basa necesariamente en nuestra limitada capacidad para evaluar
la situación y en nuestra predisposición. Mi colega decidió que la paciente
debía estar alucinando y que era importante validar esa perspectiva. No se
equivocaba. Destrozar la realidad de alguien que experimenta alucinaciones
podría causar caos psíquico y perturbar su identidad, a veces con consecuencias
nefastas. En cambio, yo decidí que la paciente debía estar jugando con
nosotros, y tampoco me equivocaba. Bobbie estaba siendo ella misma: ingeniosa y
desafiante, pero no delirante. Lo que importaba en ese momento no era si una
interpretación era cierta y prevalecía sobre otra, sino si la paciente se
sentía tranquila y apoyada por la relación médico-paciente. Bobbie tuvo que
inventar un detector de mentiras para determinar quién era su defensor más
confiable.
La evaluación del estado cognitivo de Bobbie
es análoga al tipo de trabajo evaluativo que los médicos deben realizar, a
menudo in situ, cuando sus pacientes comparten sus experiencias al final de la
vida. En ambos casos se trata de intentar comprender la vida interior del
paciente. En este caso la interpretación también depende de la frecuencia con
la que hayamos presenciado la muerte inminente, así como de nuestro nivel de
comodidad con esta perspectiva. Para quienes no están familiarizados, los
sueños al final de la vida a menudo se confunden con estados de confusión,
consecuencias de una enfermedad o alucinaciones inducidas por medicamentos.
Esta evaluación invita a un diagnóstico, que es una etiqueta médica que no
siempre implica comprensión.
A las pocas semanas de empezar en el hospital
de terminales de Búffalo estaba en la biblioteca buscando fuentes sobre aquello
de lo que era testigo. Encontré poca información útil en la literatura médica
para fundamentar la experiencia del paciente moribundo. Nancy solo había
acertado parcialmente: no es que yo hubiera faltado a clases en la facultad de
medicina; simplemente es que no se había ofrecido ninguna sobre el tema de la
muerte.
Fue entonces cuando descubrí que, si bien la
medicina moderna guardaba silencio absoluto sobre el tema de la muerte, las
humanidades, —la puerta de entrada a la dimensión subjetiva de la experiencia
humana—, no dejaba de hablar de ello. Me tranquilizó saber que otros habían
narrado experiencias de final de vida, pero aún existía un gran problema en su
narración. Estas experiencias parecían funcionar principalmente como una
invitación bienvenida, un lienzo en blanco para que los observadores tomaran un
pincel e impusieran sus creencias y explicaciones basadas en su particular
inclinación filosófica, profesional o espiritual. Los investigadores de
parapsicología las veían como prueba de actividad paranormal, de intrusiones
fantasmales, o del más allá; los freudianos las interpretaban como expresiones
de deseos reprimidos, y los junguianos, de deseos esperanzados; los de
mentalidad religiosa reconocieron en ellas la prueba de la existencia de Dios.
La mayoría de los escritores consideraban estas experiencias como la esquiva
cerradura a través de la cual podían responder a las preguntas más importantes:
¿Qué se esconde en lo profundo del alma y en el más allá? Todos estaban tan
perplejos por las cuestiones etiológicas que a pocos les intrigaba lo que las
experiencias de final de vida significaban para los moribundos. Y si tenían el
más mínimo interés, pocos sabían cómo acceder a ese conocimiento, y a menudo
recurrían a testigos para obtener claridad.
En los últimos cincuenta años ha habido pocos
artículos con base clínica sobre el
tema. Aun así, estos informes han sido escasos, no solo por el inevitable sesgo
de sus investigadores, sino también por sus metodologías. Sus observaciones se
han basado en informes de casos individuales o en encuestas a cuidadores de
pacientes terminales, principalmente enfermeras y médicos.
Los informes de casos anecdóticos no cumplen
con los criterios de rigor científico necesarios para ser considerados prueba.
Y en lo que respecta a las encuestas a cuidadores, ¿cómo podría una experiencia
tan subjetiva ser captada adecuadamente por relatos en tercera persona?
Imaginen estudiar la depresión o el dolor evaluando al observador en lugar del
paciente. Parecería más un rumor que un análisis serio. Lo que se estaba
revelando en mi investigación bibliográfica era la urgencia de la perspectiva
desde la cabecera del paciente.
En ese momento también trabajaba con
estudiantes de medicina, residentes y becarios de la Universidad de Búffalo que
realizaban rotaciones clínicas como parte de su formación, y con quienes
intentaba compartir estas ideas sobre la perspectiva ausente del paciente
moribundo. Un día, estaba haciendo rondas con una joven e inteligente becaria
de oncología llamada Maya. Mientras intentaba explicarle cómo mis colegas y yo
veíamos y valorábamos las experiencias al final de la vida en el hospital de
pacientes terminales vi que parecía desinteresada. Comentó que iba a ser
oncóloga, lo que significaba que trabajaría para combatir la muerte, no para
ayudar en la transición hacia ella. Pareció desconcertada cuando me tomé la
libertad de recordarle que a veces los pacientes mueren de cáncer. Se hizo un
silencio incómodo. Iba a ser un día largo.
Minutos después conocimos a nuestro primer
paciente, Jack, un señor mayor y veterano de la Segunda Guerra Mundial que
había estado experimentando sueños y visiones vívidas de sus experiencias en
combate. Su esposa, Betty, de tan solo 1,47 metros de altura, estaba en la
puerta, vigilando para asegurarse de que su estado mental se comprendiera
adecuadamente. Quería protegerlo de cualquier intento de intervención
farmacológica. Sabía que estaba soñando, no delirando, que estaba procesando
emociones importantes y que necesitaba espacio para hacerlo.
Maya hizo lo que le habían enseñado a hacer:
medir el estado cognitivo del paciente haciendo preguntas como quién era el
presidente, en qué mes estábamos, etc. Betty, exasperada, intervino diciendo
que hacía años que no sabía ni le importaba quién era el presidente. "¿A
quién demonios le importa?", preguntó, a lo que mi joven colega respondió
que esto le permitiría entender si pensaba con claridad. De nuevo, Betty
destripó la seca evaluación clínica con otro soplo de humanidad: "No lo
entiendes. No se trata de lo que piensa, sino de lo que siente".
Jack sufría de trastorno por estrés postraumático
o, TEPT, desde la guerra. Había tenido sueños angustiosos pero recientemente
contaba algunos en los que finalmente podía descansar en su trinchera y dejar
que otros montaran guardia. Betty sabía que lo estaban guiando hacia un final
más pacífico y estaba decidida a preservar este espacio sagrado para él a toda
costa.
Al final del día pregunté a Maya si ahora
creía que los sueños y visiones sobre el final de la vida eran válidos.
Respondió: «Investigué y no hay pruebas que respalden estas observaciones».
Creía que, si las experiencias sobre el final de la vida ocurrían, se debían a
causas biológicas o químicas rastreables. No estaba segura de si se debían a
una disfunción cerebral o a una alucinación inducida por fármacos, pero debía
haber una explicación más allá de la mística. De hecho, comprendía su
intransigencia, pues la había compartido en el pasado. Su reacción también fue
un recordatorio estremecedor de que vivimos en el mundo de ver para creer,
donde la recopilación metódica de datos y pruebas es requisito previo para
cualquier mente científica. Sin duda tenía razón: no existían estudios que
cumplieran con el estándar médico de prueba. La mayoría de los investigadores
simplemente se habían propuesto demostrar la existencia de vida después de la
muerte. No existía ninguna investigación basada en datos que pudiera cambiar la
forma en que los médicos piensan sobre la muerte, o atienden a los moribundos.
Esto me dejó claro que si los estudiantes de
medicina, y los residentes, se tomaban en serio las experiencias premortales
tendríamos que medicalizar el fenómeno. Y así lo hicimos. Nos propusimos
recopilar datos cuantificables en lugar de informes de casos anecdóticos. Y así
lo hicimos. Nos aseguramos de que provinieran directamente de los pacientes, no
de los observadores. Esta era la brecha que debía llenarse. Pero para llegar a
conclusiones definitivas también teníamos que descartar la posibilidad de que
estas experiencias fueran simplemente manifestaciones de estados de confusión.
Incluso un rápido análisis de la literatura
sobre el tema revelará con qué frecuencia los sueños y visiones previos a la
muerte se confunden con estados mentales alterados. Los profesionales clínicos
que no están familiarizados con las experiencias al final de la vida suelen
descartarlas como alucinaciones causadas por medicamentos, fiebre o delirio.
Con ello, insinúan que estas experiencias tienen poco valor intrínseco. Sin
embargo, la distinción entre sueños o visiones premortales y estados mentales
alterados es crucial. Los pacientes con delirio, por definición, presentan un
pensamiento desorganizado y una incapacidad para interpretar su entorno, lo que
a menudo produce agitación, inquietud y miedo. En cambio, las experiencias al
final de la vida suelen ocurrir en pacientes con consciencia lúcida, mayor
agudeza visual y conciencia de su entorno. Estas experiencias difieren
principalmente de las alucinaciones o el delirio en la naturaleza de las
respuestas que evocan, incluyendo paz interior, aceptación, significado subjetivo
y una sensación de muerte inminente. Esta distinción es importante porque una
intervención médica inapropiada puede afectar la capacidad de la persona para
experimentar y comunicar significado al final de la vida, y aumentar el
aislamiento que experimenta el moribundo.
Los pacientes en cuidados paliativos con
frecuencia experimentan sueños y visiones premortem al mismo tiempo que estados
delirantes fluctuantes, sobre todo justo antes de morir. Sin embargo, cuando el
personal médico conoce la diferencia entre ambos, distinguirlos se vuelve
fácil. Recuerdo a Brenda, paciente moribunda de nuestra unidad que llegó
psicológicamente protegida e incapaz de descansar. Tenía alucinaciones
constantes de un oso feroz en la pared enseñando los dientes y atormentándola;
un estado delirante, sin duda. La visión le resultaba tan aterradora que
jadeaba en busca de aire en cuanto el amenazante animal reaparecía. Pero
mientras dormía, Brenda también tenía sueños reconfortantes de seres queridos
fallecidos que regresaban por ella, sueños que se alternaban con el delirio.
Repetía una y otra vez: «Tengo que irme sola». Un arrebato de angustia que no
supimos interpretar. Tuvimos que administrarle una dosis de ansiolítico antes
de que pudiera relajarse, la justa para que descansara pero no tanta como para
que le impidiera tener experiencias más reconfortantes al final de la vida.
Brenda necesitaba tanto medicación como cuidados, y la dosis de cada uno debía
ajustarse en función del otro, así como de cada etapa del proceso de morir.
Pero para quienes no estaban informados, su perfil de paciente habría evocado
exclusivamente un diagnóstico de delirio.
Las experiencias al final de la vida no son
delirio, pero su legitimidad se ve cuestionada por el hecho de que es común que
los pacientes los experimenten durante la transición inmediata de la vida a la
muerte. Los neurocientíficos y los médicos suelen interpretar que los procesos
al final de la vida se limitan a los últimos minutos u horas del paciente,
momento en el que es probable que se presenten estados delirantes. Estos son
momentos en los que el cerebro se ve comprometido por la disminución de oxígeno
y las alteraciones neuroquímicas. Sin embargo, estos episodios de alteración de
la función cerebral, en su mayoría restringidos a los últimos minutos u horas
de vida, no representan la suma total de las experiencias al final de la vida
del paciente. El punto de referencia es lo que cuenta.
Con nueva perspectiva sobre la atención al
paciente en el final de la vida diseñé un borrador para un estudio de
investigación sobre experiencias previas a la muerte. Sabía que el trabajo
debía realizarse y que, para que fuera creíble, debía realizarlo un médico, ya
fuera para bien o para mal. También sabía que necesitaría la aprobación del
comité de revisión institucional, el organismo universitario encargado de
aprobar proyectos de investigación con humanos. Nos habían advertido que era
improbable que se otorgara dicho permiso para un estudio con pacientes
moribundos, pues la percepción de la vulnerabilidad siempre está en el centro
de cualquier debate sobre su atención. Existe una tendencia natural a intentar
"proteger" a los moribundos hasta el punto de no interactuar con
ellos en absoluto. Esto es trágico porque, para muchos si no la mayoría de los
enfermos terminales, el proceso de morir no solo los aísla sino que es
absolutamente solitario. La mayoría se queda solo, mirando al techo. Cualquier
forma de interacción probablemente sea más una gracia salvadora que una
molestia.
Como era de esperar, tuvimos problemas al
presentar la propuesta al comité de revisión institucional de la universidad
para su aprobación, y me citaron para defenderla. En la reunión varios
investigadores bienintencionados expresaron su profunda preocupación por el
posible daño que podría infligirse a los pacientes moribundos al interrogarlos
sobre sus experiencias al final de la vida. Presenté mi argumento aduciendo
que, contrariamente a la opinión médica, las personas moribundas agradecen la
interacción humana durante las últimas etapas de su vida, y expliqué que nunca
había conocido a un paciente moribundo que no se alegrara de que alguien se
sentara a conversar con él. El panel guardó silencio.
Muy cerca de la Universidad de Búffalo hay
una prisión estatal donde el hospital de pacientes terminales de Búffalo apoya
un programa en el que los reclusos se ofrecen como voluntarios para cuidar a
sus compañeros moribundos. Aquí, la muerte es improvisada, menos controlada y
más visible como cruda experiencia humana. Esta versión alternativa se narra
mejor en palabras de uno de los reclusos cuidadores del hospital de enfermos
terminales:
“Me
inscribí en el programa de cuidadores de enfermos terminales hace dos años
porque sabía que algo tenía que cambiar. No quería ser la persona que era en la
calle. Era una persona que solo se preocupaba por sí misma. Estas personas que
me capacitaron me dijeron se esperaba que yo tuviera compasión, empatía y
gentileza. ¿Yo? De ninguna manera. La ira y la venganza eran mis primas
hermanas. Pero poco a poco me transformé. Había un hermano, [un prisionero
moribundo], que me pidió que hiciera lo imposible: colorear. ¿Colorear? Nunca
había coloreado en mi vida. No me gusta colorear. ¡Y ahí estaba yo, coloreando
dibujos de Mickey Mouse y Félix el Gato! Mi hermano nunca había conocido a sus
nietos y quería enviarles dibujos coloreados por él ... algo que habría hecho
con ellos si hubiera estado "en el exterior". Estaba demasiado débil
para colorear así que me pidió que los pintase para él y con él. Treinta días antes
de morir su familia, que lo había dado por perdido, le envió dos fotos de sus
nietos, y las miró, fijamente, hasta el día de su muerte”.
Hacia el final, el otrora severo cuidador se
sentó en silencio junto a la cama de su "hermano" y le dio espacio para
que, simplemente, llorara. Intuitivamente, comprendió que gran parte del
sufrimiento, así como su alivio, puede residir en lo profundo del mundo
interior del moribundo. Estos prisioneros, tan claramente dañados y
angustiados, humanizaron la muerte de una manera que todos necesitamos
comprender. Nos muestran que el hombre puede brindar consuelo poderoso y digno
a otro con su simple presencia.
Tras larga deliberación, los miembros del
comité de revisión institucional nos dieron luz verde para proceder con el
estudio. Esa fue la parte fácil. El verdadero reto consistía en acortar la
distancia entre médico y paciente, profesor y preso, y quizás demostrar que la
mejor manera de consolar a los moribundos puede ser tan simple como coger un lápiz
de colorear.
CAPÍTULO TRES. La vista desde la cama.
Que
el joven [médico] sepa que nunca encontrará un libro más interesante y más
instructivo que el propio paciente. —GIORGIO BAGLIVI.
La avanzada edad y la fragilidad de Frank contradecían la
notable agilidad de su mente. Había sido ingresado por insuficiencia cardíaca
congestiva grave, pero a sus noventa y cinco años aún era plenamente consciente
de su entorno y disfrutaba de una buena conversación. Había coleccionado
fragmentos enciclopédicos de la historia del béisbol como otros coleccionan
objetos preciados, y podía hablar del juego como nadie. Podía relatar el
desarrollo del deporte desde los inicios de las ligas profesionales; recordaba
a jugadores, equipos, temporadas e incidentes en la historia del juego; recordaba
el primer partido televisado de las Grandes Ligas de Béisbol, en 1939, y podía
nombrar tanto a las leyendas del béisbol como a los menos famosos; se jactaba
de la precisión de las estadísticas que había desarrollado para temporadas que
los jugadores aún no habían disputado. Su pasión por el deporte lo había
sostenido desde la infancia, y aún le producía intensa satisfacción.
Sin embargo, a pesar de estos recuerdo y su
afición, cuando Frank cerraba los ojos para descansar su habitación se llenaba
de familiares fallecidos que solo él podía ver. Era un fenómeno recurrente que
conocía lo suficiente como para no confundirlo con la manifestación de una
mente trastornada.
Recuerdo el día que me llamaron a la cama de
Frank porque pedía medicación para descansar. Esa mañana había saludado a su
enfermera, Pam, con un rugiente "¿Dónde está mi maldito médico?".
Frank estaba tan agitado que antes de entrar en su habitación Pam me advirtió que
estaba particularmente irritable. Frank fue trabajador siderúrgico y se sentía muy
cómodo doblando cosas, incluso a mí. Le pregunté que cómo estaba y se incorporó
de golpe en la cama exclamando: "No puedo dormir. Mire, doctor, ha sido
genial ver a mi tío Harry, pero ojalá se callara". Resulta que el tío
Harry llevaba muerto cuarenta y seis años.
Durante las últimas etapas de la vida la
necesidad de dormir suele ser fuerte, profunda y relajante. La vigilia
esporádica que a veces la interrumpe se asemeja cada vez más a un sueño
profundo. A veces esta tendencia toma un giro inesperado. La lenta deriva se
detiene cuando el estado de sueño-vigilia se ve inundado por sueños y visiones
intensos y realistas. El paciente exhausto no siempre está preparado para este
cambio y puede reaccionar de maneras sorprendentes. Frank, sin duda, lo hizo.
Tres días antes de morir recuperaba la
consciencia de forma intermitente cuando, de repente, gritó asombrado:
"¡Estoy en mil novecientos veintisiete! ¡Soy un niño! ¿Cómo lo
hicieron?". Sus sueños y visiones eran tan realistas que se vio obligado a
indagar sobre los entresijos del truco de magia que creaba la ilusión de un
viaje en el tiempo. No dudaba de que hubiera ocurrido lo que visto pero supuso
que debía de haber algún truco para hacerlo posible. Su cuerpo se apagaba pero
su mente aún no había perdido el equilibrio en la consciencia. Sabía dónde
estaba y quién era, pero seguía identificando lo que experimentaba como una
realidad alternativa. En realidad tenía un pie en dos mundos, y solo
compartíamos uno.
Con el tiempo, las experiencias de Frank en
su mundo interior lo devolvieron a lo que más apreciaba en la vida: el amor de
su esposa. Cuanto más soñaba con ella más sentía su presencia y más paz sentía.
Finalmente, solicitó que suspendiéramos el tratamiento. Su decisión de rechazar
la atención fue médicamente apropiada. Como suele ocurrir, los pacientes
reconocen la inutilidad médica antes que su médico y, en cierto sentido,
liberan al galeno de una obligación que ya no puede cumplir. Frank quería
unirse a "Ruthie en el cielo". Lo ayudamos a encontrar consuelo para
esta tan esperada reunión y murió con la integridad con la que había vivido y
creado.
Más que el sello de aprobación otorgado por
la junta de revisión de la universidad fue conocer a pacientes como Frank lo
que finalmente me convenció de que recopilar prueba sobre las experiencias al
final de la vida era un imperativo moral. Los moribundos necesitaban que se
escuchara su voz; necesitaban un espacio para describir su existencia interior y
el mundo que a menudo yacía invisible y oscurecido dentro de sus cuerpos
debilitados. Sus experiencias debían legitimarse médicamente. Quizás los datos
cuantificables finalmente disiparían la duda sobre la importancia de los sueños
y visiones premortales como fuentes de consuelo, significado y autointegración;
quizás proporcionarían la prueba que falta en la literatura médica, información
que, con suerte, ayudaría a los profesionales clínicos a reconocer la
importancia de las experiencias al final de la vida. La destreza técnica de la
medicina es admirable solo en la medida en que atiende la autoestima y sustento
emocional del paciente al final de la vida, realidad que las experiencias
premortales demuestran claramente.
El camino estaba despejado así que me reuní
con la doctora Anne Banas, investigadora de la Universidad de Búffalo cuyo
entusiasmo por el estudio de las experiencias al final de la vida fue inmediato
e inequívoco. Desarrollamos los parámetros y detalles de mi propuesta de
investigación. El objetivo era adoptar un enfoque objetivo, sin perder la
perspectiva del paciente. De hecho, con la excepción de algunos informes de
casos, la mayoría de los estudios previos se habían centrado en el punto de
vista del observador. Por ejemplo, el primer análisis a gran escala de las
experiencias de pacientes moribundos, plasmado en el libro «A la hora de la
muerte: Una nueva mirada a la prueba de la vida después de la muerte», de
los investigadores parapsicólogos Karlis Osis y Erlendur Haraldsson, se basó
exclusivamente en encuestas y entrevistas a médicos y personal de enfermería.
Sin duda sus hallazgos fueron valiosos. No solo ayudaron a definir las
experiencias de final de vida con gran detalle, sino que también diferenciaron
las alucinaciones de los sueños premortales. Sin embargo, la hipótesis de los
autores incluía la consideración del más allá y no podía dar voz directamente a
los pacientes. En 2008, «El arte de morir: Un viaje a otro lugar», de los
doctores Peter y Elizabeth Fenwick, también consideraron una hipótesis sobre la
vida después de la muerte en sus investigaciones. También utilizaron encuestas
y análisis de casos desde la perspectiva de los trabajadores de la salud y los
proveedores de atención, en lugar de los
pacientes.
Estos estudios sistemáticos sobre las
experiencias de final de vida se centran sin duda en los moribundos,
pero no necesariamente en ellos. Cuando se utilizan los sueños y
visiones premortales como lente para comprender la muerte, los pacientes suelen quedar relegados a un
segundo plano cuando sus perspectivas deberían mantenerse en el centro de
cualquier debate sobre las experiencias de final de vida. El objetivo de
nuestro estudio era simple: primero, demostrar que los sueños y visiones
premortales existen y ocurren de forma rutinaria y segundo, abordar su
prevalencia, contenido y significado desde la perspectiva del paciente.
Para documentar las experiencias de final de
vida relatadas por los pacientes,
utilizamos un cuestionario estandarizado junto con preguntas más abiertas. La
primera parte incluía preguntas inequívocas sobre la presencia o ausencia de
sueños y visiones al final de la vida: si estas experiencias ocurrieron durante
el sueño o la vigilia, si fueron reconfortantes o incómodas, y qué imágenes
incluían. A todos los participantes se les hicieron las mismas preguntas sobre
el contenido, la frecuencia y el grado de realismo de los sueños o visiones.
Utilizamos una escala numérica para poder cuantificar y comparar las
respuestas.
Para participar en el estudio los pacientes
debían dar el consentimiento y comprender las implicaciones de su
participación, las cuales, según las recomendaciones del comité de revisión
institucional, se detallaban en numerosas páginas. El documento debía leerse y
firmarse en presencia de un testigo. No se incluyó en el estudio a quienes
mostraron la más mínima forma de deterioro cognitivo, como demencia, delirio o
confusión.
Los participantes se entrevistaron casi a
diario, hasta su fallecimiento. A diferencia de investigadores anteriores que solo
habían recopilado datos en momentos aleatorios muy cercanos a la muerte,
nosotros examinamos la muerte como un proceso que dura desde días a meses.
Además de recopilar datos, filmamos a los
pacientes. Esta decisión pretendía corroborar y representar mejor la
perspectiva del paciente. También sirvió como la refutación definitiva a la
idea de que las experiencias al final de la vida son meras manifestaciones de
mente confusa o con deterioro cognitivo. Queríamos mostrar que los pacientes
moribundos no son simplemente lo que a menudo se imagina: personas desvanecidas,
letárgicas y, a menudo, desgastadas por el tiempo, vestidas con batas de
hospital, demasiado frágiles para funcionar o pensar. Más bien, representan la
diversidad completa de los vivos; pueden ser despiertos, contemplativos,
reflexivos o intuitivos, jóvenes o mayores, sanos o discapacitados. Cada uno es
único a su manera.
Pronto se hizo evidente para todos los
miembros de nuestro equipo que, si bien es posible que hayamos estado detrás
del enfoque metódico y objetivo que enmarcó el estudio, en realidad no fuimos
la fuerza impulsora, esa fuerza fueron los pacientes. Fueron los pacientes
moribundos quienes impulsaron la investigación de maneras que a veces no
habíamos previsto.
Para la mayoría de los participantes del
estudio fue gratificante verse escuchados. Para muchos fue alentador saber que
sus sueños y visiones previos a la muerte merecían una investigación seria,
mientras que para otros fue la mera oportunidad de contribuir. Cuando un equipo
de filmación contactó al hospital de pacientes terminales de Búffalo para
producir un documental basado en el proyecto de investigación, todos los
pacientes que consultamos se integraron en ello. Todos apreciaron formar parte
de algo significativo que trascendía su preocupación inmediata y la experiencia
de morir. Además, ya no estaban solos. Siempre nos recibieron con interés, a
menudo con alivio y, a veces, incluso con gratitud. La pregunta: "¿Quieres
decir que no crees que estoy loco?", se convirtió en una especie de
mantra. Nuestros pacientes no eran objetos de estudio, eran colaboradores,
comentaristas, coinvestigadores, protagonistas y estrellas del celuloide, todo
en uno.
Originalmente la motivación del estudio era
proporcionar la prueba necesaria para convencer a los colegas médicos de la
relevancia clínica de las experiencias al final de la vida. Pero estábamos en
el lado equivocado de la balanza. A pesar de los resultados probados en nuestro
estudio los hallazgos dejaron a los médicos completamente indiferentes. Más que
la profesión médica nuestro verdadero público eran los cuidadores: madres y
padres, hermanos, tíos, hijos adultos y cualquier otra persona que tuviera que
afrontar la pérdida de un ser querido. En otras palabras, los vivos. Y sí, eso
también incluye a los médicos, pero para algunos quizás no hasta que se quiten
la bata blanca y regresen a casa con sus seres queridos.
Nuestra investigación se centró en pacientes
y familias para quienes los procesos al final de la vida generaba miedo al
ridículo o la imposición de una etiqueta relacionada con el deterioro
cognitivo. Estas eran las personas con la mayor probabilidad de contactar algún
día, y enseñar, a sus profesionales médicos tal y como me habían enseñado a mí.
Recuerdo a Bridget, devota abuela luterana de
ochenta y un años con enfermedad pulmonar obstructiva crónica, que estaba tan
inquieta por las implicaciones de sus visiones que se volvió cada vez más
silenciosa, algo raro en ella. Cuando sus sueños se volvieron tan vívidos que
parecían fundirse con su estado de vigilia
se preguntaba repetidamente: "¿Por qué veo esto? ¿Me estoy
volviendo loca?". Su hija, insegura, no sabía qué decir. Bridget compartió
el sueño recurrente de dos tías muertas que estaban de pie velándola. A estos
le siguieron visiones de su madre vestida con ropa blanca, larga y luminosa,
sentada a la mesa del comedor tejiendo a ganchillo. Aunque sin voz, esta figura
también era una presencia poderosamente sentida. Bridget no podía aceptar lo
que describía como sus "visiones". Le creaban una especie de crisis
de fe porque al final de la vida no podía reconciliar lo que veía con los
preceptos de su religión. Esperaba ver ángeles, no muertos.
Bridget se sintió más tranquila cuando le
explicamos lo comunes que eran estas visiones al final de la vida, que lo que
le estaba sucediendo no era una rareza anecdótica sino un fenómeno reconocido y
estudiado. Fue útil citar los resultados de nuestro estudio: la gran mayoría de
nuestros pacientes, —de hecho, más del 80%—, habían informado al menos una
experiencia al final de la vida durante su participación en la investigación. A
partir de ese momento Bridget se sintió tan cómoda hablando de sus experiencias
al final de la vida que, percibiendo mi aversión a lo sobrenatural, se
deleitaba contándome que a los espíritus les gusta seguir a los vivos,
especialmente a los médicos incrédulos.
Cuando los pacientes validan sus sueños y
visiones previos a la muerte, el final de la vida puede convertirse en un viaje
hacia un estado de transformación, a menudo de recuperación de la plenitud.
Nuestro estudio confirmó que las experiencias de final de vida ayudan a los
pacientes a conectar y reconectar con quienes son y con sus seres queridos. Se
convierten en una forma de preservar o resucitar la integridad del yo. En las
palabras de nuestros pacientes moribundos se esclarecían historias con un
significado más profundo, un viaje interior a través del cual se honraba el yo,
se sanaban heridas y se restauraban vínculos. Para muchos, esto significaba reencontrarse
con quienes más los amaban y más necesitaban.
Al igual que Bridget, Ryan, protestante de
cincuenta y un años con cáncer colorrectal metastásico, al principio se
preocupó: "¿Me estoy volviendo loco? Hace años que no veo a algunas de
estas personas". Pero cuando sus sueños y visiones cesaron en correlación
con la mejoría clínica, suspiró: "He vuelto a la realidad. Echo de menos
lo demás".
Ryan nunca se casó ni salió del barrio donde
se crio. En cualquier caso, tuvo éxito limitado en su carrera pero encontró
enorme alegría en los placeres sencillos de la vida y en los afectos
confiables. Tenía un grupo fiel de amigos, la mayoría de los cuales conocía desde
la infancia. Amaba la década de 1970 y la música y cultura que moldearon su
juventud, y no había mostrado inclinación a ir más allá de esa década. Su punto
de referencia había permanecido firmemente anclado en un pasado de rock and
roll, una virtual cápsula del tiempo. Ahora moribundo, soñaba con amigos vivos
y fallecidos, con quienes iba a todos los conciertos a los que había asistido;
revisó las ventas de garaje semanales por las que deambulaba casualmente,
principalmente buscando álbumes antiguos; iba a pescar al río local. En otras
ocasiones, "viajaba con familiares", aunque nunca sabía adónde iban.
En esos momentos, se sentía vivo entre preciados recuerdos, libre de las
limitaciones de su enfermedad. Las complicaciones físicas que acompañaban a la
muerte eran una afrenta para Ryan, ya que comprometían su estilo de vida,
socialmente activo. Tuvo que revivir la libertad en sus sueños, al final de la
vida, para alcanzar la aceptación. Ahora, a pesar de su deterioro físico,
sentía de nuevo la calidez de la familiaridad y la alegría que habían definido
su existencia, una vida llena de amigos, música y pequeñas aventuras.
Nuestros estudios revelaron que, a medida que
los pacientes se acercaban a la muerte, el contenido de los sueños cambiaba de
centrarse en los vivos a centrarse en los muertos. El patrón más importante era
doble: a medida que las personas se acercaban al fin sus experiencias
aumentaban en frecuencia, mientras que el contenido de esas experiencias
incluía más seres queridos fallecidos que vivos. Resulta que la enfermera Nancy
tenía razón al reprenderme por mi incredulidad; es posible que, de hecho,
pudiera predecir la proximidad de la muerte cuando Tom empezó a tener más
sueños con su madre fallecida. Y aunque Frank permaneció relativamente alerta
hasta el final, el aumento de la alteración del sueño que experimentó debido a
la multiplicación de sus visitantes muertos también nos alertó de que se acercaba
al final. Parece que los sueños con los fallecidos tienen importancia pronosticadora
basada en los cambios en la frecuencia y el contenido a medida que se acerca el
final.
También es pertinente el hecho de que las
experiencias de fin de vida que involucran a familiares y amigos fallecidos
demostraron brindar la mayor calificación de bienestar entre los pacientes. En
una sorprendente inversión de nuestra asociación cultural de la muerte con el
duelo, la tristeza y la lucha, las cifras hablan por sí solas: los pacientes,
en promedio, calificaron el nivel de comodidad de ver a los muertos con un 4,08
sobre 5, (siendo 5 el mayor bienestar), en comparación con un promedio de 2,86
sobre 5 al ver a los vivos. Y las experiencias de fin de vida que se informaron
con mayor frecuencia como tranquilizadoras incluía la presencia de amigos y
familiares fallecidos, (72%), seguidos, en orden, por amigos y familiares
vivos, mascotas u otros animales fallecidos, experiencias significativas
pasadas y, finalmente, figuras religiosas. En conjunto, los datos sugieren que
el proceso de morir incluye un mecanismo extraordinario, pero intrínseco, que
alivia nuestros miedos a medida que el mundo interior se llena cada vez más de
personas que hemos amado y perdido. Sorprendentemente, el mayor consuelo
proviene de nuestras necesidades y relaciones más básicas y fundamentales, y de
los momentos que capturaron o capturan la hermosa simplicidad de la vida
cotidiana.
Uno de los últimos sueños de Rosemary fue el
de una reunión familiar, donde todos se congregaban para comer, beber y
divertirse. Esta sencilla escena de alegre reencuentro familiar también
incluía, sin embargo, la visión de su hija Beth preparándose para un viaje.
Podía ver a Beth prepara su maleta mientras la fiesta llegaba a su fin, y a sus
familiares observándola recoger sus cosas. En concreto, Beth estaba empacando
una selección de los hermosos pañuelos de seda floreados que confeccionaba y
vendía. El contraste entre la alegre reunión familiar y la inminente partida del
ser querido decía mucho sobre la ambivalencia de Rosemary ante el final de su
vida, que a menudo verbalizaba. Se sentía sostenida por la calidez de la
reunión familiar, pero también visualizaba la perspectiva de la separación,
aunque de forma no traumática. A veces, una simple narración onírica puede
reflejar, y de hecho refleja, los sentimientos más complejos, aquellos que
buscan reconciliar el dolor con la aceptación, la alegría con la añoranza y la
unión con la ausencia.
En otro estudio, identificamos categorías
temáticas distintas. Por ejemplo, un grupo grande de pacientes describió a
amigos fallecidos y en sus sueños, sus familiares los "esperaban" de
pie, "justo allí", en una presencia silenciosa que se sentía como un
abrazo muy fuerte. Este silencio vigilante no implicaba juicio, solo puro amor
y guía. Bridget no dudó del apoyo que recibió cuando sus dos tías muertas se le
aparecieron, simplemente de pie, observándola en silencio mientras dormía.
Podía sentir la ubicuidad de su amor.
Más de un tercio de nuestros participantes
identificaron el viaje o la preparación para partir como tema común en sueños y
visiones. Curiosamente, al igual que en el caso de Ryan, la ausencia de un
destino de viaje solía ser fuente de paz, no de ansiedad. Una y otra vez, los
pacientes describían, a sí mismos y a otros, subiendo a aviones y trenes,
viajando en coches y autobuses, tomando taxis y otros medios de transporte,
reconfortándose con la experiencia de prepararse para partir. Estar postrada en
cama no impidió que Julie, paciente de setenta y un años con cáncer de
páncreas, soñara con viajar. De hecho, es probable que su falta de movilidad
fuera precisamente el catalizador del particular contenido de sus sueños. Ella,
al igual que Ryan, no sabía adónde la llevarían sus viajes, ni le importaba.
Trece días antes de fallecer relató, repetidamente, haber visto a su madre y a
sus dos hijos fallecidos junto a su cama diciéndole que "vendrían a
recogerla". Una semana antes de su muerte, Julie, incapaz de hablar ni
moverse, intentó levantarse de la cama. Simplemente sabía que tenía un lugar
adónde ir.
Existen múltiples temas y categorías que se
repiten en las experiencias de final de vida y sobre los cuales publicamos
artículos. Sin embargo, lo que pacientes como Nancy y Rosemary finalmente nos
enseñaron fue que lo que "cuenta", irónicamente desafía nuestras
categorías temáticas bien intencionadas, así como las mediciones simplistas o
estadísticas.
La respuesta casi universal que recibimos
sobre las experiencias del final de vida fue la de que son categóricamente
"distintas" a los "sueños normales". Algunas de las
declaraciones más comunes que registramos fueron: "Normalmente no recuerdo
mis sueños, pero estos fueron diferentes", o, "Se sintieron más reales que la
realidad", y, Fue como si realmente hubiera sucedido". Los pacientes
sostuvieron enfáticamente que los sueños no solo eran realistas sino que
realmente los vivieron. Al preguntarles sobre el grado de realismo de esas
experiencias la mayoría las calificaron con un 10 sobre 10, ya sea que
estuvieran dormidos, despiertos o en duermevela. Lo que nosotros llamaríamos
"sueños", porque ocurrieron durante el sueño, los pacientes lo llamaban "visiones"
con tanta insistencia como quienes afirmaron haber visto a personas muertas con
los ojos abiertos. De hecho, en nuestra encuesta de pacientes, el 45 % de las
experiencias previas a la muerte ocurrieron durante el sueño, el 16 % durante
la vigilia y más del 39 % ocurrieron entre ambos estados. Ciertamente, estas
estadísticas reflejan los niveles cambiantes de alerta que definen el proceso
de morir: los episodios de sueños lúcidos y realistas cuando los pacientes son
conscientes de que están soñando, así como el sueño interrumpido por una
intensidad onírica que se prolonga hasta la vigilia. Pero en todos estos casos,
los pacientes refirieron sus experiencias del final de vida como las más
despiertas, alertas y presentes que jamás habían sentido. Si bien esto puede
dificultar a los investigadores definir la vigilia al final de la vida, la
ambigüedad es completamente irrelevante para el paciente moribundo, para quien
la experiencia es tan vívida, palpable e impactante como si la experimentara despierto, o incluso más.
Cuando Anne, de noventa y un años, ingresó en
nuestro centro de pacientes hospitalizados por insuficiencia cardíaca
congestiva, tenía visiones tan nítidas de su hermana fallecida que, al
despertar un día, miró a su alrededor y preguntó: "¿Dónde está
Emily?". Emily llevaba dieciséis años muerta, pero para Anne, su presencia
y apariencia eran tan reales como las de su médico. Posteriormente, Anne
ingresó en la unidad de pacientes con dificultad respiratoria aguda, donde
despertó, miró al techo y actuó como si viera cosas que no existían. En un
momento dado se incorporó en la cama y extendió los brazos hacia el techo como
si fuera a abrazar a alguien. Preguntó a su familia: "¿Voy a morir
ahora?". Cuando su estado mejoró, despertó, miró a su alrededor y volvió a
preguntar por su hermana muerta explicando que Emily había estado allí todo el
tiempo, sentada al lado de la cama. Anne también relató haber tenido sueños
frecuentes con una Emily más joven, haciendo las cosas de siempre en casa.
Podía describir la apariencia de su hermana con todo detalle: la barbilla
prominente y fuerte, el cabello rubio oscuro recogido en un moño alto y suelto,
el vestido holgado de jersey de algodón verde guisante, cuyas mangas estaban
enrolladas descuidadamente hasta los codos. A veces Emily se tapaba la boca con
la mano y reía antes de pasar a la siguiente tarea. Apenas pronunciaba
palabras, pero los sueños eran conmovedores y estimulantes; Anne a menudo se
imaginaba mucho más joven y paseando con su hermana. Había sido una de cinco
hermanos, pero era la más unida a Emily, quien la había criado. «No voy sola;
Emily estará conmigo», insistía.
A pesar de mi incapacidad para compartir su
percepción agradecí que no estuviera sola, que se sintiera reconfortada y en
paz. Al día siguiente, Anne siguió soñando con su hermana y dos días después,
tras ser estabilizada clínicamente y recuperar el sueño fue dada de alta y
enviada a su domicilio.. Como la mayoría de los pacientes, el estancamiento de
su deterioro físico hacia la muerte coincidió con el cese de sus experiencias
previas a la misma y, al igual que Ryan, lamentaba no tener más visiones. Anne
falleció en paz en su casa aproximadamente un mes después, y aunque no estuve a
su lado cuando ocurrió, dudo que se fuera sola.
Otra característica sorprendente de las
experiencias al final de la vida es la capacidad para reconstruir o editar
recuerdos. Momentos significativos, a menudo derivados de la infancia, se
condensan, modifican y reestructuran para que las necesidades más apremiantes
de los pacientes puedan abordarse y resolverse. Tim, trabajador de setenta y tres
años con cáncer de colon terminal, tuvo experiencias al final de la vida que
evocaron y reestructuraron sus recuerdos de infancia para poder revivirlos sin
el dolor de la pobreza en la que creció. Primero comenzó a ver a sus padres,
abuelos y viejos amigos, quienes insistían en, "que estaré bien".
Luego, cuatro días antes de fallecer, sus sueños lo remontaron a los años de
formación de su adolescencia. Había crecido en medio de las tragedias de la
Gran Depresión, en un barrio obrero del sur de Búffalo, donde vio con
impotencia cómo se destrozaban y desplazaban vidas. Su padre había luchado para
mantener la familia con trabajos mal pagados y esporádicos. Como muchos que
vivieron esos tiempos difíciles, el temor más importante que eclipsó su
felicidad fue la lucha colectiva de la familia para llegar a fin de mes y
encontrar esperanza y propósito en medio de la desesperación.
Los sueños de Tim al final de la vida
ayudaron a aliviar la carga de inseguridad que ese período crucial de su vida
le había ocasionado. Se reimaginó como niño pequeño entrando y saliendo de
casa, una metáfora de su viaje de infancia. Primero pasó por la cocina, donde
con el rabillo del ojo pudo ver a su madre arrodillada en oración. El
significado era claro: Tim había descrito la devoción de su madre por Dios como
la fuente de fortaleza de su familia. A continuación se vio saliendo de la casa
para ser alcanzado por su mejor amigo, que vivía al lado. El niño sostenía un
bate de béisbol y una pelota y llamaba a Tim para que fuera a jugar. Significativamente,
este amigo seguiría siendo su mejor amigo de toda la vida y un día incluso se
convertiría en su cuñado. Finalmente, vio a su padre empujando una carretilla,
señal de empleo y sentido de autoestima restaurado. Las viejas heridas psíquicas
de Tim sanaron; su mundo ahora era seguro, sostenible y completo.
Mientras Tim relataba su sueño yo ya vi un
hombre frágil y moribundo sino los ojos brillantes de un niño que había
redescubierto el amor de la infancia que lo nutría y reconfortaba. Lo que al
principio parecían las etapas de una obra de teatro en tres actos, —su madre
rezando, su amigo jugando a la pelota y su padre caminando hacia el trabajo—,
me brindó visiones unificadas de las fuerzas más importantes de su infancia,
variantes del mismo tema: el amor. Eran representaciones ricas y conectoras de
las relaciones complejas que más le habían importado durante su infancia y que
lo habían convertido en quien era. Ofrecían una versión multifacética y
significativa de una realidad imaginaria, pero esencial, en respuesta a sus
miedos y necesidades más profundos. El propio Tim interpretó su sueño como una
resolución arquetípica que lo devolvió a una sensación de plenitud y paz.
Sintió una profunda conexión que, como en muchos otros pacientes, trascendió
palabras y el lenguaje. En las experiencias al final de la vida poco se puede
decir, pero mucho se comprende.
Los sueños de Tim condensaron, reordenaron y
reorganizaron sucesos significativos del pasado para restablecer el contacto
con los aspectos más enriquecedores y edificantes del mismo. Para otros
pacientes, esta transformación de la realidad implica un proceso de edición,
(de elaboración) mucho más radical, que excluye tanto como selecciona.
Para Beverly, de ochenta y nueve años y
paciente terminal de enfermedad pulmonar obstructiva crónica, los sueños sobre
el final de la vida la ayudaron a reconectar con fuentes de amor y apoyo del
pasado, alejando a la persona que le había negado su amor. La infancia de
Beverly estuvo marcada por una madre distante y abusiva que la obligaba a
realizar horas de tareas domésticas inútiles, como fregar muebles con un
cepillo de dientes. A las puertas de la muerte, las experiencias de Beverly
sobre el final de la vida la transportaron de vuelta a su infancia, pero sin la
figura materna que la había hecho sentir indeseada. En sus sueños, Beverly
tenía nueve años e interactuaba únicamente con la única fuente de amor
incondicional que había conocido en aquel entonces: su padre. Se veía a sí
misma reviviendo un ritual infantil que la había sostenido durante su juventud.
En su sueño esperaba con ansias el momento, después de la escuela, en que
acompañaba a su padre en su ruta de reparto de correo. Se había aprendido todas
sus rutas de memoria y sabía exactamente cuándo aparecería su padre en el claro,
al borde del bosque, lejos de su casa. Ella corría hacia él con alegría y le
tomaba la mano mientras caminaban el resto de la ruta de reparto. A medida que
Beverly se acercaba a la muerte las décadas transcurridas se desvanecían, sus
recuerdos negativos se disipaban, y lo único que importaba era la calidez del
amor de su padre, que la transportaba del presente al pasado, y viceversa.
Habíamos diseñado el estudio pensando que el
valor terapéutico de las experiencias de final de vida residía en facilitar el
proceso de morir. No tenía ni idea de que su potencial se extendía a heridas
cuyo origen se remontaba a la infancia. Las experiencias del final de vida no
se limitan a la transición final sino que la abordan en su totalidad. A veces
lo hacen eliminando el pasado doloroso u ofreciendo un final alternativo. Los
medios son tan variados como constante es el objetivo: la resolución de lo que
una vez fue una aflicción paralizante, convirtiéndola en sanación y reparación.
Mi paciente Scott, de ochenta y ocho años,
fue un claro ejemplo. Había crecido como uno de ocho hijos en una familia
trabajadora empobrecida de Búffalo durante la Gran Depresión, un pasado que sus
experiencias al final de la vida resucitaron cuando llegó el momento de revivir
el mayor trauma de su vida. A los diez años Scott perdió el brazo derecho por
subir a los trenes con sus amigos. Lo que siguió fue una infancia de burlas y
una vida de lucha que lo atormentó hasta el final. A esta tierna edad se vio de
repente afrontando dificultades con las tareas más básicas de la vida cotidiana
como bañarse o cambiarse de ropa; no podía jugar con sus amigos, quienes lo
veían como una rareza. Incluso el amor de su madre se convirtió en un miedo
palpable en una época en que hacerse hombre significaba encontrar empleo para
el sustento básico, y el empleo se limitaba a personas sanas, sin cuerpos
inválidos en algún aspecto. Ella llegó incluso a colocarlo, de adolescente, en
un hogar de acogida para "que obtuviera mejor educación", decisión
que exacerbó su vergüenza y sus dudas sobre su capacidad para vivir de forma
independiente, o ser amado. Más tarde, a pesar de encontrar un trabajo estable
en mantenimiento, seguía atormentado por el impacto del trauma de su infancia,
una victimización que no podía superar. Su miedo se extendía más allá de su
preocupación por conservar un trabajo, llegando hasta su identidad personal.
Sin embargo, poco antes de morir Scott
comenzó a soñar con “buenos momentos en el trabajo”. Ahora, cerca de la muerte,
sus experiencias le mostraban desempeñando
bien su trabajo y resolviendo problemas que nadie más podía solucionar. Donde
antes había dudas ahora sobresalía. Con el tiempo incluso soñaba con antiguos
colegas que se turnaban para asegurarle que era «un gran trabajador y un buen
amigo». Su liberación de antiguas heridas, tanto físicas como psíquicas, le
había exigido reescribir el pasado para poder sentirse completo de nuevo. Las
heridas irreversibles que había sufrido en su juventud, tanto físicas como
espirituales, fueron reparadas en los últimos momentos de su vida.
Un proceso similar definió las experiencias
al final de la vida de un veterano de guerra condecorado que ingresó en
nuestras instalaciones debido a insomnio persistente. A John le habían diagnosticado
insuficiencia cardíaca terminal pero eso no era lo que lo mantenía despierto
por las noches. Al entrar en su habitación me impactó este hombre de hombros
anchos, con el rostro angustiado y exhausto de quien ha visto demasiado. John
había participado en la batalla que el general Eisenhower denominó la Gran
Cruzada de la Segunda Guerra Mundial, la Batalla de Normandía. Cuando le
pregunté sobre su enfermedad la resumió en tres palabras: «Un problema de
guerra». Luego dejó que sus familiares explicaran más.
La familia de John explicó que aunque nunca
había mencionado sus experiencias bélicas con anterioridad, ahora no podía
cerrar los ojos sin revivir la inimaginable carnicería del Día D. Tenía
pesadillas recurrentes de las que se despertaba empapado en sudor. Fueron sus
experiencias al final de la vida las que le permitieron aceptar los
inquietantes recuerdos de la guerra. Continuó compartiendo conmigo detalles del
pasado que había ocultado a su familia. Tal vez había querido evitarles el
conocimiento de la agonía y las pesadillas que habían definido un sueño
intranquilo después de la guerra, o tal vez no podía encontrar palabras para
describir su horror.
John tenía veinte años cuando se alistó como
artillero en el buque SS James L Ackerson, que entró en Normandía junto
al USS Texas. John era, y seguiría siendo, un orgulloso tejano que se
tomaba en serio su deber como soldado y creía en los ideales de su país. El 7
de junio de 1944 formó parte de la división de infantería que fue enviada a la
playa nombrada en clave como “Omaha”, la que sería la más sangrienta de las del
Día D. Su tarea era recuperar soldados que habían sido aislados del resto de
las fuerzas en tierra. La misión fue exitosa y la lancha de desembarco regresó
con Rangers heridos. John no podría borrar la visión de la playa ensangrentada que
vio al desembarcar, sembrada de cuerpos mutilados y extremidades flotantes. Esta
fue la experiencia en la guerra que lo perseguiría por el resto de su vida.
Mientras agonizaba en el hospital John fue
asaltado por pesadillas de soldados estadounidenses caídos que no pudo salvar:
"No hay nada más que muerte, soldados muertos a mi alrededor". Yo había
visto a gente con miedo antes, pero John no solo estaba asustado; estaba
aterrorizado. Su terror era palpable. Nunca pude acostumbrarme a la idea de un
joven enfrentando los horrores de la guerra, la posibilidad de la muerte al
comienzo de la vida, pero ver a John regresar a ese lugar de terror por segunda
vez, ya anciano, era indescriptible. Describió las pesadillas como tan
intensamente reales que parecían vívidas. No podía superar su dolor, y sus
sueños lo reflejaban.
Por eso la transformación que experimentó
unos días después fue aún más notable. Fui a verlo y estaba visiblemente
cómodo, incluso en paz: “puedo dormir”, dijo sonriendo. Atribuyó este
bienvenido cambio a dos de sus sueños más recientes. En un primer sueño alegre,
revivió el día en que finalmente recibió su baja del ejército. Su segundo sueño
sonó más como una pesadilla pero para él fue todo lo contrario. Soñó que se le
acercaba un soldado que había muerto en la playa de Omaha y regresaba para
decirle: «Pronto vendrán ellos a buscarte». John supo instintivamente que
«ellos» se refería a sus compañeros soldados, y que el sueño trataba sobre
reunirse con sus camaradas, no sobre ser juzgado. Por fin había cerrado el
ciclo. Pudo cerrar los ojos y descansar.
La experiencia de John al final de su vida no
negó su realidad ni su guerra, pero sí las reformuló de tal manera que le
concedió la paz que tanto le había costado ganar. El alma de aquel valiente
joven de veinte años, que había luchado contra los fantasmas de la guerra
durante sesenta y siete años, se liberó finalmente de su injusticia y de su
enorme sentido de obligación.
La historia de John ejemplifica el proceso
mediante el cual incluso los sueños más difíciles pueden brindar importantes
beneficios psicológicos o espirituales al paciente moribundo. Para él, el
recuerdo atormentado del más mortífero de los asaltos del Día D se transformó
en el escenario de la misma camaradería militar que creía haber traicionado.
Necesitaba liberarse de la obligación que no había podido cumplir. y de la
abrumadora vergüenza de la que no podía escapar. Y lo más importante,
necesitaba perdonarse por su incapacidad para salvar a sus compañeros de armas.
Afortunadamente, sus sueños y visiones previos a la muerte le permitieron
hacerlo.
Los sueños y visiones de final de vida ayudan
a satisfacer las necesidades únicas de cada paciente, ya sea ser perdonado, ser
amado o que se les conceda la paz. Para algunos, su anhelo es tan abrumador que
afecta no solo al contenido de sus sueños sino, también, su realidad externa. A
menudo oímos hablar de pacientes moribundos que esperan un aniversario, un cumpleaños
o una visita en particular antes de dar el último aliento. Antes de trabajar en
el hospital de terminales de Búffalo, asumía que este fenómeno formaba parte de
la leyenda que circulaba en los hospitales, y cuyo origen podría haber sido tan
oscuro como la prueba que lo respaldara. Entonces conocí a Maisy, matriarca de
noventa y ocho años que, simplemente, se negó a morir antes de que su hijo
Ronnie llegara al hospital.
Maisy no había visto a su hijo en ocho años.
Esto pudo deberse a un conflicto interpersonal o simplemente al paso del
tiempo. Hay preguntas que es mejor no hacer. Había dejado de comer varios días
antes y ya no hablaba así que sabíamos que estaba al borde de la muerte. Sus
familiares se habían reunido a su alrededor y hablaban libremente; no con ella
porque aparentemente había perdido el conocimiento, pero ciertamente sobre
ella, la mujer que había acogido a más de cien niños en su vida. No sabían que
podía oírlos. Alguien mencionó que habían hecho que la policía rastreara a su
hijo biológico, Ronnie, en Oregón, y que éste había reservado un vuelo a Búffalo.
Ahora les preocupaba que no llegara a tiempo para verla. Al día siguiente Maisy
abrió los ojos, se incorporó en la cama y gritó el nombre de su esposo.
"¡Amos! ¡Mi Amos!", dijo, seguido de: "No puedo ir a verlos
ahora. Mi hijo viene". Ronnie llegó ese mismo día. Veinticuatro horas
después, Maisy cerró los ojos por última vez.
Podría dar extensa explicación sobre lo que
sucedió para permitir que Maisy detuviera un proceso sobre el cual
aparentemente no tenía control. Tendría que ver con los patrones de sueño y su
relación con el proceso de morir. Podría explicar que morir es un sueño
progresivo, y que para dormir profundamente uno debe ser capaz de relajarse y
soltarse. Podría aportar pruebas sobre los procesos biológicos que intervienen
en el no morir todavía, pero eso no haría justicia a lo que yo, y otros,
observamos comúnmente. Ni siquiera se acercaría. La mente de Maisy no pudo
encontrar paz hasta que llegó Ronnie. En definitiva, morir, como vivir, se
trata de amor que perdura pase lo que pase, y que encuentra la manera de
persistir dentro de los confines de nuestra existencia.
Para algunos pacientes, la paz y la
comprensión que se obtienen al final de la vida se logra a través de sueños y
visiones que los invaden, evocando imágenes y emociones que los tranquilizan y
apaciguan. Otros alcanzan la perspectiva mediante un proceso de reflexión más
consciente que aplican metódicamente a sueños y visiones sobre el final de la
vida. Estos son pacientes que buscan comprender el misterioso proceso mediante
el cual la muerte se convierte, de alguna manera, en una amiga familiar,
incluso bienvenida al final de la vida. Este fue el caso de Patricia, quien se
mostró tan dispuesta a ayudarnos a avanzar en nuestra investigación. Las conclusiones
a las que llegamos a través del estudio fueron verdaderamente notables, pero se
necesitaron pacientes como ella para darles rostro humano. Patricia tenía un
recuerdo tan excepcional de sus sueños y visiones sobre el final de la vida que
se convirtió en uno de nuestros puntos de acceso más enriquecedores al consuelo
que brindan estas experiencias.
Cuando llegó Patricia conquistó el hospital.
Tenía noventa años, y nada de su pasado, condición física o apariencia nos
habría preparado para la persona comprometida, despierta e ingeniosa que
demostró ser. Sufría de fibrosis pulmonar avanzada y a menudo le costaba
respirar en reposo a pesar de estar conectada permanentemente a un tanque de
oxígeno portátil. El estado de Patricia era tan avanzado que no podía caminar
por la habitación sin experimentar dificultad respiratoria grave, pero
compensaba con su expresión oral lo que su cuerpo no podía transmitir con
movilidad. Hablaba con fluidez ininterrumpida y rápida, como la de un
subastador. Hablar con ella, durante un tiempo prolongado, inevitablemente
eclipsaba sus síntomas físicos o el equipo médico del que dependía, tanto que
alguien comentó una vez que usaba su tubo nasal como un accesorio. Era tan
dueña de sí misma que cualquier cosa relacionada con su cuerpo, artificial o
no, parecía una extensión de ella, igual que las gafas de pasta o las
horquillas de mariposa que usaba. También era intelectualmente vibrante y
curiosa, y nos encontramos pensando en ella más como una interlocutora que como
una paciente. Patricia mantuvo el deseo de interactuar y expresarse hasta el
final, incluso cuando su enfermedad había avanzado tanto que anhelaba morir.
Su madre había fallecido de neumonía cuando
tenía nueve años, y a los trece comenzó a cuidar de su padre, a quien le habían
diagnosticado la misma enfermedad que ahora padecía Patricia: fibrosis
pulmonar. No tenían acceso a los servicios sociales que ahora están disponibles
para pacientes graves y sus familias, por lo que cuidarlo era un trabajo de
tiempo completo. La descripción de Patricia de este período de su vida reveló
cómo, en la era posterior a la Depresión, la madurez a edad temprana no era el
lujo en que se convirtió para las generaciones posteriores de adolescentes
estadounidenses: "Tuve que ser cuidadora desde muy joven. Era un papel
difícil de desempeñar en cualquier etapa, pero particularmente difícil a los
trece años. Sin embargo, nunca me sentí resentida hasta que tuve estos sueños
locos”.
Los "sueños locos" de Patricia,
como ella los definía, la fascinaban. Escribió extensamente sobre ellos en su
diario y compartió con nosotros sus abundantes comentarios. Agradecía estar
rodeada de personas que no solo los tomaban en serio sino con quienes podía
hablar de su singularidad. "¿No es la morfina, verdad?", preguntó
cuando abordamos el tema por primera vez, aliviada al saber que las
experiencias que le importaban no eran solo alucinaciones inducidas por drogas.
Y tras suplicarme que no le ocultara lo que le
sucedía, añadió: "¿Entonces hay un patrón en esto? Siendo mandona e
inquisitiva te voy a hacer una pregunta difícil: ¿Hay alguna forma de saber en
qué punto de este gráfico me encuentro?". Se había dado cuenta de que
existía una conexión entre la frecuencia de los sueños, por un lado, y la
proximidad del final por el otro, así que su mente analítica no podía detener el
intento de encontrar lógica a los patrones cambiantes de sus sueños.
Acostumbrada a gestionar vidas desde muy joven, ahora estaba trabajando en
gestionar sus últimos momentos, incluida la anticipación de su hora de muerte.
Notó que los difuntos que aparecían en sus
sueños parecían "permanecer en sus propias categorías". Lo que quería
decir era que podía soñar con amigos de la iglesia un día, o con sus cuñadas al
siguiente, pero las personas de sus diferentes círculos sociales nunca se
mezclaban. Notó que los entornos no parecían importantes: "A veces estoy
en mi antigua habitación, donde viví durante sesenta años. Otras veces estoy en
un lugar que sé que es mío, pero no estoy familiarizada con él. El entorno no
parece ser importante". También identificó rápidamente una diferencia
entre los sueños anteriores y los que ahora tenía: “Cuando estoy estresada
sueño con agua que me envuelve, o con tormentas y tornados, pero esos sueños
los he tenido durante años y no tienen nada que ver con este asunto terminal”.
Recuerdo que me quedé atónito cuando se refirió a su enfermedad como un “asunto
terminal”. Les decía a sus visitantes que quería morir, escribía poemas al
respecto y lo explicaba en nuestras conversaciones: “Estoy lista, sí. Sí, me
estoy muriendo. Espero que eso sea lo que quiero, porque estoy lista. Si
hubiera un mecanismo para asegurar una progresión, lo haría, no me suicidaría,
jamás. Pero contemplaría la muerte como hacen algunos aborígenes en Sudamérica.
Ellos pueden hacerlo. Simplemente piensan: 'Ya terminé aquí', y se van. Si
hubiera meditaciones o algo por el estilo, me gustaría intentarlo”. Su poema,
“Reflexiones en la Zona Roja”, refleja el mismo sentimiento:
No
sé cómo funciona / me pregunto todos los días / ¿Algún espectro vendrá a tomar
mi mano? / ¿Y me guiará en mi camino? /¿Y qué pasa con esas luces que se ven? /
¿Brillarán algún día para mí? / Estoy más que lista cada día.
A pesar del deterioro físico constante,
Patricia comenzó a escribir poesía y pintar en el último año de su vida. Cuanto
más le robaban las fuerzas físicas más luchaba por encontrar maneras de
expresarse y crear significado. Creó una colección de paisajes que regalaba a
amigos y familiares. Si demostraban algún aprecio por su arte se lo enmarcaba. Había
llevado diarios toda su vida y, como expresó evocadoramente en uno de sus
poemas, fue «una escritora, una aficionada, una madre, una esposa» hasta el
final.
A medida que la enfermedad empeoraba hablaba
cada vez más de la muerte como liberación, tanto y con tanta frecuencia que sus
hijos adultos se sentían incómodos y le pedían que no lo mencionara en su
presencia. No podía culparlos. Allí estaba la madre a quien apreciaban,
hablando de su muerte, que también era su pérdida, como algo que borrar de su
lista de tareas pendientes. Les parecía que hablaba de sus sueños previos a la
muerte como si estuviera realizando un experimento de laboratorio.
Yo sabía que no debía confundir esta obsesión
por la muerte y morir con morbosidad barata. Patricia se había pasado la vida
cuidando a los demás, atendido a su padre moribundo a una edad en la que la
mayoría de los niños están obsesionados con fantasías de huir o robar un
cigarrillo; había vivido la guerra, el sistema de racionamiento, la ansiedad de
no saber si su prometido sobreviviría al servicio militar, y criado a sus hijos
en un hogar donde tuvo que "llevar los pantalones". Tras pasar toda
una vida gestionando intereses de otros ahora se preparaba para su salida,
tanto por su bien como por el de ellos. Al fin y al cabo, solo lo inesperado
puede ser traumático así que prepararse para la muerte era una forma de evitar
el trauma, tanto para ella como para sus seres queridos. Patricia había pasado
la vida preocupándose por ellos, y no iba a cambiar de rumbo al final. En todo
caso, los rasgos de carácter de las personas se acentúan con la edad. El
siguiente pasaje de su diario, que una vez leyó, lo ilustra a la perfección:
«Ya no le sirvo a nadie, me da pena pensarlo. Tengo que buscar ayuda y estoy
segura de que solo empeorará. Por eso digo que sigamos adelante. Quiero mucho a
todos los que siguen aquí, pero no puedo hacer nada por ninguno, y es una
lástima que tengan que preocuparse por mí. Así que esta mañana me gustaría
llorar, pero no lo hago. Me gustaría que mi madre me dijera que todo está bien.
Me gustaría despertarme, acercarme a Chuck, [su esposo], tomarlo de la mano y
caminar hacia el atardecer eterno, pero esa es otra historia, otro aliento,
otro día».
Patricia oscilaba entre el miedo a lo
desconocido y sensación de derrota disfrazada bajo apariencia de indiferencia
que, en realidad no tenía. Era una fachada para tranquilizar a ella y a los
demás. Al fin y al cabo no era de las que llamaban la atención sobre sus
problemas. «Todos tenemos problemas», decía. «Jamás iría al pasillo a quejarme
porque siempre hay alguien peor que yo».
Ciertamente hubo episodios extremos de falta
de aire que coincidían con su profunda desesperación y súplica por una muerte
rápida, pero hasta la última semana de vida esas súplicas eran más gritos de
exasperación que de convicción. En el lecho de muerte, días antes del fin, lo
admitió: «Te esfuerzas al máximo por mejorar porque mucha gente depende de ti,
pero ahora me conformo con dejarlo todo. Eso empezó hace poco». Fue también
entonces cuando, de alguna manera, encontró la fuerza para recordar y recitar
el famoso soliloquio de Hamlet : «Morir, dormir. Dormir, quizá soñar:
ahí está el quid de la cuestión. Porque en ese sueño de la muerte, ¿qué sueños pueden
surgir?».
Patricia tenía una forma especial de
obligarme a hacer tareas que debería haber hecho en la universidad; una vez más
tuve que recurrir a Google para repasar qué le preocupaba a Hamlet sobre el más
allá. Lo hice más tarde, ese mismo día, y sonreí recordando cómo varias semanas
antes se había disculpado por interrumpirme sin querer mientras daba
instrucciones al personal: «Más te vale tener cuidado o pronto ocuparé tu
puesto», dijo. La iba a extrañar.
Para el héroe desamparado de Shakespeare, el
hecho de que no sepamos qué hay más allá de "cuando nos hayamos deshecho
de este cuerpo mortal" es lo que nos hace prolongar el sufrimiento durante
tanto tiempo. Sospecho que lo que mantuvo a Patricia aferrada a la vida tanto
tiempo, a pesar del dolor creciente y sus exhortaciones en contra, tuvo todo
que ver con el amor: a su familia y a su equipo de investigación del hospital
de terminales. También agradezco que sus
experiencias de final de vida ayudaran a una de las personas más altruistas que
conocí a reconectar con su yo más profundo.
Las experiencias de final de vida tratan de
abordar las necesidades de los pacientes, ya sea ser perdonados, guiados,
tranquilizados o simplemente amados. Uno de los problemas más profundos para
Patricia, a lo largo de su vida, había sido la prematura muerte de su madre:
"Mi madre murió cuando yo tenía nueve años, nueve días antes de Navidad.
Tenía neumonía y no pudieron hacer nada". Al describir esta trágica
pérdida, la profundidad de la herida psíquica que llevaba se hizo visible.
Tenía un recuerdo vívido de lo último que le dijo a su madre moribunda,
probablemente una de las declaraciones más inocentemente inapropiadas que
podría haber hecho ante la muerte: "Hoy saqué cien en aritmética".
Explicó: "De alguna manera, años después, esto es lo que se me quedó
grabado. Nunca lo he olvidado. Creo que aprendí algo con eso también, que
significaría algo para ella. Significó mucho para mí. Fue el único regalo que podía
darle, y siento que se lo di. Murió esa noche”.
Mientras continuaba compartiendo el contenido
de este sueño, Patricia también comentó: «A veces pienso que mis hijos no me
conocen en absoluto». Fue un comentario fugaz y aparentemente inconexo, del que
se retractó enseguida. Pero yo sabía a qué se refería. Como padres es menos
probable que compartamos la perspectiva a través de la cual los sueños a veces
nos convierten en niños. Ya es bastante difícil para los hijos adultos de los
moribundos aceptar la pérdida de su querido padre. Sin embargo, esto es
exactamente lo que sucede al final de la vida. Patricia estaba reviviendo lo
último que le había dicho a su madre cuando era niña. Tenía nueve años otra
vez. «Mi madre estaba en la cama y giró la cabeza. Tenía una de esas antiguas
tiendas de oxígeno. Me miró y me saludó, y algo dentro de mí supo que eso era
algo que estaba más allá de mis posibilidades. Sonrieron y me dijeron:
«Saluda», y mi madre dijo: «Hola». Dije: «Hola». Recuerdo esto».
Los pacientes a menudo describen la presencia
de sus seres queridos en sus sueños y visiones como simplemente "estar
ahí", observando sin hablar ni interactuar. Sin embargo, en ausencia de
palabras escritas o habladas experimentan una profunda sensación de conexión y
comunión. A ninguno de nosotros nos sorprendió que Patricia compartiera un
sueño con guion completo, diálogos incluidos. Si ella no tenía nada de normal
en vida, ¿cómo podría tenerlo en la muerte? Patricia había dedicado todos sus
años a refinar el significado de una vida digna de ser vivida, anticipando los
efectos de sus palabras y acciones, y preocupándose por los demás. Y sus
experiencias al final de la vida lo reflejaban.
Tras observar el efecto tranquilizador de las
experiencias del final de vida, pronto descubrimos que el paciente moribundo
suele recibir algo más que una simple sensación de consuelo. Un estudio
reciente confirmó también el papel que desempeñan sueños y visiones premortales
en el crecimiento postraumático, el crecimiento que experimenta una persona
tras afrontar sucesos vitales estresantes como una enfermedad o un trauma. En
otras palabras, se produjo una adaptación sustancial, espiritual y
cognitivamente significativa, un mecanismo mediante el cual el paciente emerge
del proceso de morir con un cambio psicológico positivo. Esto fue tan cierto
para Patricia, quien experimentó un crecimiento en su fortaleza personal, como
para alguien como Frank, cuyo crecimiento fue de naturaleza más espiritual.
Quienes están muriendo pueden estar
deteriorándose físicamente pero la identidad y la conexión emocional y espiritual
que manifiestan en sueños y visiones permanecen intactas y omnipresentes. En
este sentido, las experiencias no niegan nuestra irrevocabilidad sino que
trascienden la fisicalidad de la muerte para crear una transición más
significativa. Representan una oportunidad terapéutica y una forma de sanación
sin cura.
En una de mis últimas visitas a Patricia, le
pregunté: "¿A quién te gustaría ver en tus sueños en el futuro?",
aunque ya sabía la respuesta. Rspondió: "Me gustaría ver a mi madre porque
nunca la conocí".
Fui a ver a Patricia, por última vez, antes
de que morir. Ya no podía hablar y parecía no responder. Sin esperar realmente
una respuesta me incliné y le pregunté susurrando al oido si había visto a su
madre. Sonrió, asintió y señaló hacia arriba.
No se dijo nada y todo quedó claro. Comprendido.
CAPÍTULO CUATRO. Un último indulto.
No
tienes que caminar de rodillas cien kilómetros por el desierto arrepintiéndote.
—MARY OLIVER.
Nada en este libro pretende sugerir que la muerte
necesariamente llega como cálido abrazo, o que sueños o visiones con seguridad
brindarán algún tipo de consuelo. Los sueños previos a la muerte no siempre son
reconfortantes para los moribundos. De hecho, hasta el 18 % de los sueños del
final de vida de pacientes de nuestro estudio fueron de naturaleza angustiante.
Quienes han sufrido un trauma en su vida pueden revivirlo durante sus sueños de
muerte, mientras que otros pueden sentirse abrumados por intensa culpa.
En el hospital de terminales un paciente
llamado Eddie tuvo experiencias de final de vida que le presentaron drástico
desafío a la idea de que los sueños premortales siempre presagian paz Eddie era
ex policía de sesenta y nueve años y padecía avanzado cáncer de pulmón. La atención que recibía alternaba tiempo en nuestras
instalaciones, donde tenía muchos sueños premortales recurrentes, y en su casa.
Desafortunadamente, debido a su debilitante dificultad para respirar pasaba la
mayor parte del día confinado en su sillón reclinable. Vivía con Kim, hija
adulta habida en segundas nupcias, que hacía todo lo posible por atender sus
necesidades pero quien también necesitaba ayuda. Eddie había perdido a su
esposa, Celine, su "reina de belleza", por cáncer de mama cuatro años
antes.
Curiosamente su historia con nosotros comenzó
con el New York Times. Jan Hoffman, reportera de la sección de ciencia
del periódico, nos contactó para escribir un artículo sobre el poder
transformador de las experiencias al final de la vida. Cuando llegó al hospital
de terminales de Búffalo para realizar entrevistas dos de los pacientes con los
que iba a reunirse estaban ocupados. Contacté con el personal para identificar
a otros pacientes dispuestos a hablar sobre sus sueños y una enfermera veterana,
llamada Donna, me contó sobre Eddie, cuyos sueños lo mantenían despierto por
las noches. Tras comprobar su interés en participar en la entrevista se
organizó la reunión con la periodista.
Naturalmente, a la luz de nuestras
conversaciones Hoffman esperaba una ilustración de los efectos positivos de los
sueños y visiones premortales en los pacientes. En cambio, le tocó oír la
experiencia de Eddie.
El detective retirado se declaraba
"granuja desde la infancia" que "luchaba con el diablo todo el
tiempo". Según admitía, sus tendencias desobedientes definieron todos los
aspectos de su vida e incluyeron "cosas malas" que había hecho como
detective como consumo excesivo de alcohol e indiscreciones maritales. Cuanto
más enfermo estaba más se encogía, más lo angustiaban sus sueños. Lo obligaban
a revivir su cuestionable pasado y actos reprobables, y luchaba cada vez más
con su conciencia. A menudo intentaba evitar dormir para evitar el miedo y
tormento que sabía que le aguardaban tras cerrar los. Fiel al dicho de que
morimos como vivimos, las experiencias de Eddie al morir eran tan tensas como
había sido su vida.
De hecho, las visiones de Eddie eran tan
aterradoras que cuando le preguntaron por primera vez sobre si participaría en
el estudio de los sueños decidió no hacerlo porque «nadie debería oír el horror
que experimento al cerrar los ojos». Y como encontraba humor en cada tragedia,
añadió rápidamente: «De todas formas, estoy demasiado ocupado: tengo todo
reservado».
Ya fuera por confrontación o por broma, Eddie
lidiaba con su mortalidad. Finalmente cambió de opinión sobre participar en el
estudio, principalmente por la imperiosa necesidad de desahogarse.
Experimentaba una angustia creciente, y hablar de ello le ayudaba.
El día de la entrevista el exdetective se
encontraba en la misión de encontrar y contar su verdad. Eddie no se guardó
nada. En palabras de su hermana Maggie, desde niño había sido "honrado
hasta la exageración", aunque, "a veces es mejor no decir las
cosas". Durante la entrevista ni siquiera pensó en perdonar la vida a su
desprevenido nuevo público, la reportera del New York Times ,
expresándose con la crudeza y aspereza
de siempre. Quizás Eddie sintió que el New York Times era una
plataforma digna para exponer lo que él llamaba sus pecados.
Así que la Hoffman conoció a un hombre cuyos
recurrentes problemas al final de su vida se centraban más en la culpa y el
arrepentimiento acumulados que en la resolución de problemas. Eddie confesó
haber sido "policía corrupto". Repasaba las horribles escenas de sus
fechorías: las veces que fabricó y plantó pruebas como detective, golpeó a
sospechosos o no protegió a los indefensos; o la vez que no intervenía al
presenciar una agresión. En otros sueños lo apuñalaban, disparaban o no podía
respirar. De hecho, estaba tan angustiado por lo que veía en esos sueños que
necesitaba medicación para descansar.
Los tormentos de Eddie no se limitaban a su
época de policía. Había luchado con la bebida, de la que solo se deshizo cuando
estuvo a punto de perderlo todo: su trabajo, su esposa y su cordura. También
sentía tremenda culpa por sus infidelidades conyugales. Soñaba repetidamente
con disculparse con su esposa, Celine, pero ella no respondía a sus súplicas, o
le recordaba que le había roto el corazón. Vivía aterrado ante la idea de que
su "reina de belleza" tal vez no lo estuviera esperando al otro lado.
¿Lo perdonaría alguna vez? ¿Aún lo amaba? A las puertas de la muerte su difunta
esposa seguía siendo la fuente de su más profundo arrepentimiento y su más
profunda felicidad.
Eddie compartió que le atormentaban
pensamientos suicidas recurrentes: "No tengo planes de suicidarme, pero
sigo teniendo estos pensamientos". La temporada navideña, en particular,
era una época que le traía recuerdos de Celine y de la unión familiar, y lo
sumía en profunda depresión. Dos años antes de fallecer había señalado la
escopeta y los cartuchos de munición que tenía a su alcance suplicando que
llamaran a la policía local para que confiscaran sus armas: "Llamen al 911,
vendrán y se lo llevarán". En otra ocasión, su hija llegó a casa y lo
encontró con una pistola en la boca, listo para apretar el gatillo. Pidió
ayuda, y tuvieron que convencerle de no dispararse. En esa ocasión fue
hospitalizado por amenazar con llevar a cabo sus pensamientos más oscuros.
Eddie quería morir, pero no era su enfermedad lo que le hicía querer
suicidarse. Eran esos inquietantes recuerdos de su vida.
Tras su entrevista con Eddie, Hoffman,
desconcertada, vino a mi consulta: la habían, "Eddida", término
cariñoso acuñado por el personal para referirse a la forma de expresarse sin
filtros que tenía nuestro paciente. Me contó que no sabía qué hacer con la
historia de Eddie, ni si podría escribir el artículo. Sus confesiones no solo eran
"perturbadoras", sino que tampoco corroboraban la comprensión de lo
que quería cubrir, es decir, la cualidad vital de las experiencias de final de
vida. En todo caso, insistió, las experiencias previas a la muerte de Eddie
parecían agravar, en lugar de aliviar, su "alma torturada". Me
preguntó si era consciente de la discrepancia entre nuestras afirmaciones de
final de vida amable y el relato del ex policía.
La verdad era que la había enviado a la
entrevistas a ciegas. Y ahora parecía que Eddie era la excepción que amenazaba
con desacreditar la regla. Nos habíamos esforzado muchísimo para educar a otros
sobre el potencial curativo de los procesos de final de vida y ahora que, por
fin, habíamos captado la atención de un importante medio de comunicación todo
se desmoronaba. Inmediatamente llamé a Donna, la enfermera remitente, para
preguntarle qué había pensado cuando recomendó a Eddie para la entrevista.
Replicó sin dudarlo: «Pediste una paciente que soñara, no uno que soñaba
arcoíris y cachorros. La próxima vez que quieras ver a Mary Poppins, dilo». Le
di las gracias y colgué.
Al final apareció el artículo: “Una nueva
visión de los sueños de los moribundos”. Con una descripción de sueños tanto
reconfortantes como perturbadores. Hoffman optó por no opinar sobre posibles
contradicciones entre ellos. Cuando mencionó a Eddie, lo hizo brevemente y
refiriéndose a él como un "alma torturada". Se centró en pacientes
cuyas historias ejemplificaban los efectos positivos de los sueños al final de
la vida, personas como Lucien Majors, de ochenta y cuatro años quien, al borde
de la muerte por cáncer de vejiga, habló con deleite de su sueño de
"conducir por la calle Clinton con mi gran amiga, Carmen, y mis tres hijos
adolescentes". No había hablado con Carmen en más de veinte años, y sus
hijos tenían entre cincuenta y sesenta años, pero soñar con ellos le traía la
alegría y la serenidad que la acompañarían hasta el final.
Para mí, la publicación del artículo fue
oportuno recordatorio de la necesidad de comprender mejor el papel y el impacto
de los sueños angustiosos al final de la vida. El fantasma de Eddie persistía
mientras me esforzaba por conciliar su experiencia con la de pacientes más
típicos. Al fin y al cabo, la integridad de nuestro trabajo dependía de honrar
la trayectoria del paciente, corroborara o no las conclusiones que extrajéramos
de nuestros hallazgos. Así pues, tres años después del fallecimiento de Eddie
revisé su historial médico. No se me escapó la ironía de que un detective nos
movilizara póstumamente para mejorar nuestra labor investigatigadora.
Lo que descubrí en esas notas fueron nuevas
facetas del hombre que habíamos conocido. Descubrí que el oficial cuyo trabajo
incluía obtener confesiones se había convertido en un asesino en serie. Las conversaciones
básicas sobre su salud con el equipo del hospital se convirtieron en
revelaciones serias sobre su pasado. Eddie contaba a todo el mundo las veces
que había actuado de forma inmoral, incluso criminal, en el trabajo. Poco
importaba si sus cuidadores eran su médico, enfermeras, capellanes, conserjes o
visitantes. Ignorando la vergüenza como mera "preocupación terrenal",
seguía compartiendo lo inaceptable mientras admitía lo intolerable. Su vida
estaba en plena exhibición. Eddie no solo esperaba el juicio; lo buscaba activa
y obsesivamente.
Durante este tiempo de desahogo, Eddie
repetía irónicamente su mantra personal: «Deja el pasado atrás. No puedo
cambiarlo, ¿para qué darle vueltas?», aunque darle vueltas era precisamente lo
que hacía. Quizás esta autoflagelación tardía fuera una especie de penitencia.
O quizás el precio que debía pagar para recuperar la paz que sus angustiosos
sueños le robaban al final de la vida. Miraba hacia atrás pero también, a
veces, hacia adelante. Intentaba anticipar los castigos que sabía que
encontraría en el más allá: «No creo que Dios me conceda condenación eterna por
beber demasiado o ser mujeriego. Es decir, no es que haya matado a nadie ni
nada parecido. De hecho, ni siquiera me he metido en una pelea. Aunque
probablemente me envíe al purgatorio una temporada». Cuanto más le fallaba el
cuerpo, más sentía la necesidad de reparar su alma. El tiempo se agotaba, así
que habló con urgencia. Luchó por reconciliar los aspectos discordantes de su
identidad. Era un hombre que había luchado por la ley y el orden, pero también
capaz de comportarse de forma desmesurada.
Reflejando sus autorrevelaciones, las
experiencias de Eddie al final de su vida se relacionaron con considerable
historia de abusos, tanto dados como recibidos. Lo llevaron de vuelta a incidentes de abuso sexual que había
experimentado en la adolescencia a manos del hermano de su padre. Eddie nunca
aceptó los efectos de este trauma. Seguía culpándose por lo que había sucedido
porque se "beneficiaba" del abuso recibido: "Él me dejaba usar
su coche, me compraba ropa, o me daba dinero". Despojado de su poder de
autodeterminación al comienzo de la edad adulta, hacía lo que muchas víctimas
hacen, reclamar su poder al atribuir la responsabilidad a su yo joven
victimizado. Después de todo, la autoculpa presupone que hay un yo para culpar,
por lo que, por implicación, ayuda a restaurar el sentido de personalidad que
el abuso ha erosionado, si no destrozado. Para el joven Eddie, culparse había
sido la única opción disponible, ya que rebelarse contra la situación estaba
fuera de cuestión: "No habría podido decírselo a mi padre; no me
creería".
Eddie, el policía inmoral y alma atormentada,
también era un niño herido. Seguíamos descubriendo nuevas verdades sobre él. Y
no habíamos terminado. Aún quedaba mucho por sacar a la luz.
Pasaron años antes de que pudiera reunirme
con los familiares de Eddie con la esperanza de obtener más información sobre
sus experiencias de final de vida, esta vez desde la perspectiva de los
dolientes. Dos de los cuatro hijos de Eddie, Kim y Ryan, tuvieron la amabilidad
de reunirse para hablar sobre su difunto padre. Ryan tenía cuarenta y tantos
años y dos hijos, mientras que Kim, de treinta, se dedicaba a la música. Kim
era la hija que vivía con Eddie al momento de su muerte.
El encuentro con Kim y Ryan me hizo darme
cuenta de que aún no había desenterrado la historia completa detrás de las
experiencias de final de vida de Eddie, ni comprendido completamente su
funcionamiento. El hombre cuyos sueños angustiosos una vez nos confundieron y llevaba años muerto, todavía
nos desconcertaba.
Ryan y Kim habían leído el artículo del
New York Times y estaban allí, en parte, para aclarar las cosas. Kim, en
particular, explicó que se había resistido a la descripción de su padre como
"alma torturada". Sí, se arrepentía, dijo con emoción, pero eso se
debía a su conciencia, un pasado traumático y una vida truncada por enfermedad
debilitante. Con lágrimas en los ojos, procedió a defender la memoria de su
padre. Lo hizo conmovedora y elocuentemente, abrazando toda su humanidad, al
pecador y sus pecados, al encantador bromista y al paciente deprimido, y, lo
más importante, el amor que lo superó todo. Describió a un hombre de su tiempo,
para quien el honor significaba jubilarse a regañadientes a los cincuenta y un
años porque sentía que su afección pulmonar le impediría desempeñar bien su
trabajo. ¿Y si, razonó, la falta de aire lo vencía al subir un tramo de
escaleras para ayudar? ¿Y si algo malo le sucedía a su pareja porque Eddie
decidía negar su enfermedad? Nunca se lo perdonaría. Así que se retiró. Pero
nunca abandonó del todo la fuerza, al menos no mentalmente. Kim recordaba cómo
quince años después de su último día de trabajo su padre seguía en contacto con
los antiguos miembros de su unidad y asistía a fiestas de jubilación. Sí, Eddie
tenía defectos y un pasado turbio, pero también era un gran padre, un detective
de policía muy querido y un ser humano que había cometido errores, herido,
amado, arrepentido y pagado por sus pecados.
Finalmente estaba conociendo al amoroso Eddie
que, según sus parientes, "te daría hasta la camisa". Eddie, el
"mejor padre" a cuyo apoyo vigilante e inquebrantable su hija
atribuyó su feliz infancia y, por último, pero no menos importante, el querido
hermano menor criado por su hermana Maggie, quien lo cuidó con cariño hasta el
final. Y quizá fuera su encanto innato, o la franqueza con la que soportaba la
culpa, pero también estaba el Eddie que se había ganado el cariño del personal
del hospital, algunos de los cuales, como Donna, aún lo recuerdan con cariño
como el conversador humorístico e insaciable que solía presumir de haberse
"graduado" del hospital de terminales al recibir el alta.
Eddie era un ser humano imperfecto que en
ocasiones había actuado de forma reprensible, incluso criminal, pero también
alguien que había generado un profundo amor, lealtad y comprensión. Y
curiosamente, las incongruencias y contradicciones que lo definieron se
reflejarían en sus experiencias al final de su vida.
Poco antes de su fallecimiento, Eddie durmió
profundamente durante treinta y seis horas seguidas, despertando renovado e
inexplicablemente eufórico. Siguieron una serie de llamadas a sus familiares
cercanos. Contactó a sus dos hijos para hacerles saber que los amaba y que
estaba orgulloso de sus logros. Llamó a Maggie, que iba camino a un velatorio,
y le informó que pronto asistiría a otro, el suyo. «He arreglado todo con el
Señor», añadió. Había concertado su confesión con su exsacerdote, el padre
Gallagher, y le dijo a Maggie: «Sé lo importante que es para ti, así que quería
que lo supieras». No pude evitar preguntarme si esa confesión era realmente una
señal de fe renovada o si solo intentaba complacer a su hermana, porque Eddie
también podía ser esa persona.
Kim recordó que quedó estupefacta por el
ataque de lucidez de su padre, así como su giro hacia la religión. Esto se
produjo tras el fuerte deterioro de sus capacidades cognitivas y respiratorias,
que lo dejó incoherente antes de quedar dormido. De hecho, no podía comprender
cómo había localizado, y mucho menos marcado, el teléfono que le ayudó a
reconectarse con sus familiares. Deseaba haber sabido entonces lo que sabe
ahora sobre el final de la vida, dijo, porque habría visto su claridad temporal
como lo que era: el último alivio en lugar de señal de mejoría clínica o
aplazamiento de la muerte.
Unas horas después, Eddie se volvió hacia
Kim, sonrió y simplemente le dijo: «Voy a ver a tu mamá». Luego se desvaneció,
en silencio, al oír las palabras que su hija sabía que necesitaba escuchar: «Te
está esperando, papá».
El paciente que considerábamos el ejemplo
perfecto de visiones angustiosas había experimentado, después de todo, una
transición sin problemas. Había encontrado consuelo a pesar de todo el trauma y
la creciente agitación psicológica que había perturbado su vida y sueños. Su
viaje final fue menos una excepción que una variación del tema común. Había en
su historia una progresión que yo había pasado por alto por completo, pero que
arrojaba nueva luz sobre la comprensión de las experiencias de final de vida.
Eddie, el hombre que había estado tan
preocupado por cómo sus pecados afectarían su estatus en el más allá de
repente, cerca de la muerte, priorizaba las necesidades de los demás sobre las
propias. Morir le había exigido total honradez, la clase de preocupación y
reflexión genuina que antes había rechazado. En lugar de preocuparse por la
posibilidad del infierno, extendía la mano y deseaba lo mejor a sus seres
queridos. Caminaba de espaldas hacia la tumba, pero lo hacía tras aceptar una
verdad que incluía dolor, arrepentimiento, significado y, en consonancia con su
fe católica, arrepentimiento. Y lo más importante, emergía de la experiencia
como mejor persona.
Todo el poder y maravilla de la medicina no
podrían haber llevado a un paciente como Eddie de la desesperación maligna a la
serenidad eufórica horas antes de morir. No existen antidepresivos ni terapias
de conversación que puedan igualar la asombrosa capacidad del alma humana para
sanarse a sí misma y encontrar sentido, perdón y paz al final de la vida. Puede
ser tentador tratar de determinar si es la oración, la meditación, un sueño o
una pesadilla lo que impulsa a los pacientes moribundos a un nivel superior de
consciencia. Pero lo que importa más que la fuente de esta transformación es su
impacto, casi milagroso y mágico, al final de la vida.
Lo notable no es lo que sucede ni cómo, sino el
hecho de que sucede. Morir es un proceso en el que no es necesario extraer
significado si los pacientes no lo
aportan. No hay necesidad de buscar respuestas, sobre todo porque lo que sucede
al final de la vida no implica una pregunta. Es en sí mismo la respuesta: una
respuesta autosuficiente, inspiradora y significativa que no requiere
intervención ni conjeturas, solo presencia. Lo que se desvela al final de la
vida es un proceso que se repite una y otra vez, independientemente de los
antecedentes culturales, raciales, sexuales, educativos, nacionales, económicos
o espirituales que parezcan separar a los moribundos. Es un fenómeno universal.
Y siempre se trata de amor.
Nunca sabremos qué pasó en los rincones
tranquilos de la mente de Eddie durante las treinta y seis horas anteriores a
su muerte, qué hizo que ese sueño fuera diferente de la noche de horror en la
que despertó con ganas de quitarse la vida. ¿Acaso habaría con sus seres
queridos fallecidos, con sus "ángeles", o quizás con Dios mismo? ¿Fue
perdonado? ¿Se sintió amado? Solo podemos especular. Ni siquiera podemos estar
seguros de que haya tenido sueños. Sin embargo, estamos seguros de que lo que
sucedió ocurrió cuando cerró los ojos y su lenguaje se volvió hacia adentro. Ya
no necesitaba contar y volver a contar su historia, explicar, justificar,
confesar, arrepentirse ni anticipar castigos de otro mundo. Ya no necesitaba
llamar la atención ni ser juzgado. Pero fue en estos momentos inaccesibles,
cuando estaba físicamente más cerca de la muerte, que el mundo interior de
Eddie experimentó un cambio radical, uno que le permitió vivir sus últimas
horas en sintonía con su yo superior.
Las últimas treinta y seis horas de Eddie
fueron transformadoras, pero eso no debería ocultar el hecho de que vinieron
después de meses de reflexión y de toda una vida de conflicto interno. Todos
habíamos sido testigos del sufrimiento exterior de Eddie. La profunda humanidad
que yacía enterrada requería retroceder en el tiempo, no solo destacar un
último momento. Se necesitó la perspectiva de una vida en su totalidad, a
través de sus ojos y de los de su familia, para comprender el impacto total de
sus experiencias al final de la vida.
Lo que la historia de Eddie hizo visible fue
que las experiencias de final de vida nunca son sucesos aislados. No deben
verse en una instantánea, como tampoco desde la perspectiva de un extraño;
requieren una perspectiva muy amplia. Son procesos tortuosos, enredados,
relacionales, prolongados y, a veces, inaccesibles, mediante los cuales se
alcanza la paz, ya sea a través de sueños con influencias positivas o
negativas. Su sinuoso camino puede haber incluido giros hacia la angustia y
otros hacia la comodidad, pero tenía dirección y destino a pesar de todo. No
hay respuestas sencillas para alguien como Eddie cuya vida desafió nuestra
comprensión del bien y del mal, pero aun así hay un camino con sentido.
En nuestra ingenuidad, nuestro estudio
original creó un modelo binario que consideraba los sueños incómodos y
reconfortantes como categóricamente distintos. Pero, por supuesto, como es
natural, las experiencias de final de vida están llenas de matices y texturas
incongruentes. Gracias a pacientes como Eddie comprendimos que tener sueños
angustiosos al final de la vida no necesariamente desembocan en un proceso de
muerte perturbador o angustioso. En el fondo estos sueños suelen albergar la
mayor oportunidad para descubrir significado, perdón y paz. Pueden ser opuestos
en contenido, pero no en resultado.
No pasó mucho tiempo antes de que los ecos y
patrones del accidentado, pero redentor, viaje final de Eddie se hicieran
visibles en las experiencias de otros pacientes al final de su vida.
Irónicamente fue la historia de un criminal y drogadicto de toda la vida la que
más se asemejaba a la ardua evolución del detective de policía, de la culpa al
consuelo.
En muchos sentidos, Dwayne era el álter ego
de Eddie: un paciente de cuarenta y ocho años que moría de cáncer de garganta
tras una vida de abuso de sustancias. Tenía un largo historial de hurtos,
actividades delictivas y encarcelamiento. Las experiencias paralelas entre el
delincuente y el detective eran impactantes. Creo que el propio Eddie
probablemente habría encontrado humor en una historia que uniera a policías y
criminales.
Al igual que Eddie, el Dwayne que ingresamos
en la unidad de cuidados paliativos era un enigma: encantador, divertido,
sociable, cálido y completamente imperturbable ante la vida de delincuencia y
crimen de la que su enfermedad le proporcionaba un respiro. Había vivido
"arrasando y huyendo”, así lo decía, pero su comportamiento, irónicamente,
era el de alguien con la conciencia tranquila. No era conocido por ser violento
a pesar de haber matado a dos hombres en defensa propia. Y aunque los tribunales
lo absolvieron de ambos delitos era difícil conciliar sus actos pasados con
la despreocupación que ahora era su sello
distintivo. Actuaba como si sus actos no lo definieran.
A pesar de su debilitado estado físico
intentaba ponerse de pie para saludarnos cada vez que entrábamos en su
habitación. Se movía con paso ligero al arrastrar los pies por el pasillo,
incluso apoyándose en el andador. Decía cosas como: «Todo va a estar bien, tío;
Dios te ama», o. «Estamos en racha, tío; podemos ir a la montaña». Y con su
inimitable sonrisa alegre y radiante, añadía: «Pero puede que necesite otra
cerveza fría».
No tardé mucho en comprender que su actitud
despreocupada era, en realidad, un mecanismo de supervivencia. Si Dwayne era
despreocupado y parecía flotar en nubes de chistes y comentarios graciosos no
era porque no le importara; no tenía ese lujo. Había pasado toda su vida
viviendo en la calle, adicto a drogas duras para contrarrestar el estrés, el
miedo y el dolor que llevaba. Su vida había girado en torno a la drogadicción
desde los dieciséis años. Lo único que importaba era conseguir la siguiente
dosis y evitar sentirse mareado y agitado cuando se le pasaban los efectos de
la droga.
Había pasado tanto tiempo desde que Dwayne
recurrió a las drogas para lidiar con una existencia llena de dificultades y
violencia que no podía precisar el momento preciso en que la adicción se
apoderó de él. Como la mayoría de los adictos, no podía explicar cómo ni cuándo
las drogas se habían convertido en un medio para evitar la tortura física y
mental que su ausencia causaba. Estaba atrapado en un círculo vicioso de robo,
trato y consumo, en el que no tenía tiempo para pensar ni sentir. Atrapado en
la lucha por la supervivencia, no podía permitirse detenerse y darse cuenta del
sufrimiento y el daño que causaba a los demás, ni siquiera a sí mismo.
Para Dwayne, la desintoxicación de drogas que
le supuso el confinamiento por enfermedad terminal no cambió su perspectiva de
la vida. Su instinto de supervivencia se mantuvo a flor de piel, sobre todo
porque le aterraba la perspectiva de volver a la calle.
“La calle” seguía siendo la entidad siniestra
de la que Dwayne hablaba con aprensión. Mientras le escuchaba describirla no podía
evitar pensar en lo distante que estaba su experiencia de la mía. Para mí, la
calle era simplemente un lugar para ir de aquí para allá, nada más que un medio
para un fin. Pero para Dwayne la calle era su hogar. Era donde vivía, pero
nunca podía dar nada por sentado, ni sentirse seguro. No era dueño de la calle;
ella era su amo. No era “ mi calle”; siempre fue “la calle”, un
lugar invadido por gente malévola y violenta, amenazas constantes, injusticia,
crimen, miedo y puro terror. Es donde robaba para asegurar su adicción al crack
y la heroína de toda la vida, donde temía por su vida y donde había matado dos
veces para sobrevivir.
El Dwayne que llegó al hospital de terminales
no podía mirar atrás. Revivir el pasado era
empresa demasiado arriesgada para un hombre que, finalmente, había
alcanzado un lugar de seguridad y bienestar físico. Habría significado procesar
lo irreconciliable: el abandono, el hambre, la injusticia y los asesinatos. Al
evitar sus demonios, Dwayne experimentaba el final de la vida de forma similar
a como lo había vivido.
Al igual que Eddie, Dwayne quería inmunidad frente
al pasado. Su prioridad era protegerse de la vergüenza y la culpa que lo
embargaban al recordar sus fracasos y crímenes. Al igual que con Eddie, fueron
sus angustiosas experiencias al final de su vida las que le brindarían el
despertar que necesitaba, aunque fuera a la vuelta de la esquina.
En sus sueños más perturbadores, Dwayne fue
agarrado y apuñalado en el lugar donde tenía el cáncer: “Fue una pesadilla. Era
como si estuviera peleando con alguien. Probablemente le hice algo malo a
alguien en la calle en el pasado, y ahora me atraparon, y ahora conocen mis
síntomas. Era como si estuvieran moviendo el cuchillo, intentando cortarme el
cuello donde estaba el cáncer. Así me sentía. Se detuvo, pero seguía sin poder
bajar los hombros; me dolía”. Dwayne experimentó este violento sueño como un
intento de venganza contra su vida.
Cuando le contó a la enfermera que lo atendía
sobre su pesadilla de apuñalamiento, esta le aseguró que probablemente no era
nada, que "mucha gente habla en sueños". Pero Dwayne no lo aceptó.
"No, esto fue real", insistió. La enfermera le preguntó si necesitaba
algún medicamento, y él asintió, "porque esta pesadilla que acabo de tener
me estaba lastimando el cuello de todos modos". Su descripción de los
efectos reales de una herida infligida en un estado de sueño fue la desgarradora
ilustración del concepto de "dolor total", (descrito por la doctora pionera
de los hospital para enfermos terminales, Cicely Saunders), como uno que
incluye no solo la agitación psicológica o emocional sino también el dolor
físico. Las experiencias de final de vida tocan una fibra tan sensible en el
paciente cercano a la muerte que la línea entre la realidad corporal y el mundo
de los sueños se difumina en el proceso.
Al igual que con Eddie, los sueños y visiones
recurrentes de Dwayne provocaron un cambio radical en su comportamiento y
actitud al final de la vida. Esto se hizo más evidente cuando Dwayne fue
filmado para el documental sobre experiencias de final de vida. Estaba ante la
cámara, a punto de contarnos su sueño recurrente, cuando el hombre, cuyo
contoneo y bromas eran legendarios en el hospital comenzó a sollozar
desconsoladamente. Nada solía perturbar al Dwayne que conocíamos, —para él todo
era motivo de risa—, pero allí estaba, un alma irreconociblemente vulnerable
que lloraba desconsoladamente, temblando y estremeciéndose mientras hablaba en
un torrente ininterrumpido de lágrimas y palabras que no podíamos interrumpir
ni soportar. Si Eddie nos había impactado por el contenido de su sueño fue la
angustia con la que Dwayne compartía su experiencia al final de la vida lo que
nos abrumaba.
Dwayne, finalmente, se permitía confrontar en
lugar de evadir. Ahora era un alma en busca de redención, hablando de su cáncer
como karma y lamentando su vida de "arrasar y huir": "Lo que sí
sé es que lastimé a mucha gente y me siento mal por hacerlo, ya sabes, muy mal,
y solo espero y rezo para que me perdonen porque ven la influencia que tenía en
ese momento cuando intentaba conspirar, estafar y ser asqueroso con ellos.
Simplemente no quiero que se lleven eso a la tumba y digan: 'Este imbécil',
disculpen mi francés. 'Ahora está hecho un desastre y cree que lo olvidamos,
pero demostrémosle lo que puede pasar'". No te voy a mentir, he consumido drogas
en el pasado, y eso no es bueno, amigo, no es bueno. No quiero volver a ese
estilo de vida. No es bueno para ti, no es bueno para mí, podría ser bueno para
alguien más, pero no para el señor Johnson, porque sé adónde me lleva. Y solo
rezo a mi poder superior para que me mantenga alejado de eso con la ayuda de
mis colegas, el hospital, ya sabes, no voy a decir amigos de la calle. No tenía
amigos porque entre el 95 y el 98 por ciento de mis amigos hacían lo mismo que
yo.
Dwayne estaba convencido de que se acercaba
el día del juicio final. Continuó teniendo variaciones de su sueño recurrente,
relatando que «el tipo me estaba echando ácido por el cuello, quemándomelo.
Sentía que me caía encima. Podía imaginar a esta persona enferma. Intento
evitar que me haga daño, que intente causarme más dolor. Es porque mi pasado se
está volviendo en mi contra por haber hecho algo malo. Porque no voy a decir
que soy un tipo perfecto cuando estoy ahí fuera, porque andaba destrozando y
haciendo daño a personas que no debía». No cabía duda en la mente de Dwayne de
que sus experiencias al final de su vida le estaban haciendo pagar por errores
y fechorías del pasado, y estaba dispuesto a pagar, siempre que pudiera
enmendar el daño a la persona que más quería, su hija Brittany.
A Dwayne le habían dado unas dos semanas de
vida, y su último deseo era reunirse con su hija. No dejaba de preguntar por
ella; necesitaba su perdón y su inquietud aumentó al descubrir que estaba en
prisión. La incidencia del abuso de drogas entre los hijos de drogadictos es
desproporcionadamente alta, y su hija no se había librado de esta tendencia. La
idea de no poder ver a su hija sumió a Dwayne en profunda depresión.
La doctora de Dwayne, Megan Farrell, solicitó
la liberación de Brittany de la prisión para que padre e hija pudieran pasar
sus últimos días juntos, y afortunadamente la solicitud fue concedida.
Decidimos mantener a Dwayne ajeno a nuestros planes por si acaso algo salía
mal. A Brittany la dejaron salir de prisión esposada y llegó al hospital sin
previo aviso. Dwayne ya había comenzado su lento pero constante paseo diario
por las instalaciones. Iba arrastrando los pies, ligeramente inclinado hacia
adelante, sobre el andador, ayudado por su enfermera y con aspecto abatido
cuando llegó su hija. Brittany, quien solo le dijo: «Hola, viejo».
Al ori esto, Dwayne quedó paralizado al
instante, levantó la vista y enderezó los hombros. Había reconocido la voz de
su hija y una sonrisa iluminó su cara. Se dio la vuelta, apartó el andador, se
apartó de la enfermera y se acercó a la hija con los brazos extendidos,
radiante de felicidad. Fue como si una descarga eléctrica sublime lo recorriera
de repente, movilizándolo con renovada fuerza y energía. Padre e hija se abrazaron y
lloraron abrazados largamente. Hablaban y reían entre lágrimas. No hubo un solo
ojo que no llorara..
Dwayne se disculpó con su hija una y otra
vez. De él brotaban años de culpa no reconocida que había reprimido para
sobrevivir. Se vio impulsado a confrontar su pasado y enmendarlo: "Sí, sí
te quité tus cosas. No quise hacerte daño", le repetía una y otra vez a la
hija a la que tanto le había robado, incluso cupones de alimentos, para comprar
drogas.
La respuesta de Brittany habría derretido
hasta el corazón más duro: «Eso ni siquiera me importa; solo quiero que te
mejores. Todo es material; no es nada que no pueda recuperar. No puedo
recuperarte. No puedo recuperarte. Tú eres la razón por la que estoy fuera, y
todo por ti».
Durante las siguientes cuatro semanas
(porque, por supuesto, Dwayne presionó a la muerte para que le diera dos
semanas más que el pronóstico inicial), Brittany lo visitó diariamente, durante
horas y horas, Le llevaban globos, decoraba su habitación y le tomaban fotos.
Repasaban los detalles del día, disfrutaban del momento, bromeaban sobre el pasado
y jugaban. Y durante las siguientes cuatro semanas Dwayne enmendó sus errores
pasados y expresó su gratitud por las bendiciones
presentes: “Venir aquí, al hospital para enfermos
terminales, me ha enseñado muchísimo; me ha enseñado a tratar a las personas como
quieres que te traten. Soy lo suficientemente mayor y debería haberlo sabido.
Estaba en un armario tan oscuro que no me importaba la otra persona, solo me
importaba Dwayne Johnson y lo que Dwayne Johnson quería, y no se trata de eso
en este mundo. No se trata de eso. No se trata solo de mí. Sé que en el fondo
tengo corazón. Solo tenía que sacar eso de mí, el lado bueno que sé que tengo.
Tenía que sacarlo. Si no lo saco, si sigo ocultándolo, no voy a crecer. Seguiré
estancado en un lugar; me quedaré en un lugar pensando que estoy avanzando
cuando en realidad no voy a ninguna parte. Así que me enseñó mucho sobre cómo
quiero mi vida”. Quiero que todo cambie para bien, y para mí, ¿sabes? Quiero
hacer todo lo posible por cambiar mi estilo de vida. Eso es todo lo que quiero
hacer, y que me vean como si siguiera siendo Dwayne, pero en otra página de la
vida. Sí, en otra página”.
A Dwayne solo le quedaban unas semanas de
vida, y lo sabía, pero aun así se atrevió a hablar de crecimiento tan cerca del
final. Decir que nos sentimos honrados no alcanza ni para empezar a describir
el efecto que sus palabras, y la humanidad que dejó al descubierto, tuvieron en
cada uno de nosotros.
Para Dwayne, conocer a su hija fue la
culminación de un largo proceso de expiación iniciado por sus experiencias al
final de su vida. Para Brittany, que desconocía sus angustiosos sueños,
significó recuperar lo mejor de un padre al que había amado a pesar de todas
sus debilidades. Podía sentir que él "se sentía más herido por lo que le había
hecho a su hija que por la enfermedad”. Este reencuentro también fue lo que
llevaría a Brittany a cambiar de vida.
Marcó el día en que decidió dejar el abuso de sustancias.
Para Dwayne, reencontrarse con su hija le dio
el sentido, la protección y la misericordia que su madre, Joanne, le había
negado. Joanne, aún adicta a los setenta y dos años, robaba los analgésicos de
su hijo para uso recreativo cuando la enfermedad de éste estaba tan avanzada
que Dwayne estaba postrado en cama. La persona que debería haberlo amado más
era quien le causaba sufrimiento, tal como él había hecho con su hija, a quien también
robaba. Este ciclo antinatural finalmente se rompió cuando clamó por perdón y
lo recibió. Su hija lo amaba y lo veía como algo más grande que la suma de sus
errores.
La redención es más que una noción o idea;
también es acto. La transformación de Dwayne pudo haber sido provocada por sus
experiencias al final de la vida, pero fue a través de Brittany que la
salvación se hizo realidad. No solo necesitaba el perdón de Dios, sino también
el de su hija. Ella se convirtió en el medio a través del cual alcanzó la paz y
la resolución, y le brindó sensación de seguridad cuando estaba más confundido,
asustado y adolorido. Sin ella, sus experiencias al final de la vida no se
habrían traducido en amor manifiesto; sin ella habría tenido una muerte
solitaria.
Al igual que Eddie, Dwayne necesitaba que su
hija le mostrara compasión antes de poder soltarse. Eso también podría ser
parte del ciclo de la vida: son las personas que traemos al mundo las que a
menudo nos ayudan a dejarlo.
Para cuando nos dejó Dwayne ya tenía un buen
club de fans en el hospital. La doctora Farrell, consciente de que no se le
podía confiar la medicación a su madre adicta, su cuidadora, hizo arreglos para
que permaneciera en nuestras instalaciones hasta el final. También pagó los
gastos. Como la mayoría del personal, la doctora Farrell no solo se ocupaba de Dwayne;
se preocupaba por él.
Más tarde me enteré de que otra clínica de Búffalo,
de cuyos servicios Dwayne había dependido, Amigos
de la Gente de la Noche, una organización benéfica que ayuda a los pobres,
personas sin hogar e indigentes, tiene el retrato enmarcado de Dwayne colgado a
su entrada. No me sorprendió. Dwayne Earl Johnson dejó huella allá donde fue.
La doctora Farrell lo expresó a la perfección cuando lo describió como «una
persona increíble, única e impactante. ¿Quién hubiera pensado que un hombre de
su origen y circunstancias nos haría a todos, en nuestros círculos, preguntarnos sobre él y cómo
influyó en el mundo en el que vivió y en el que vivimos? Dos mundos tan
separados, pero tan deseosos de entrelazarse».
La muerte se define mejor como el momento en
que mundos que una vez estuvieron separados se unen. Dwayne pudo haber vivido
como drogadicto pero murió siendo un hombre de conciencia y, como decía
Farrell, hombre influyente. El estafador callejero que nunca recibió una
factura a su nombre, sin casa, sin coche, ni siquiera permiso de conducir, el
hombre que lo perdió todo, murió teniéndolo todo. Falleció restaurado en su
mejor versión, padre amado y ser humano
admirado porque, como dijo su hija con perspicacia: «Las drogas pueden haberlo
llevado a hacer cosas malas, pero nunca cambiaron quién era».
El final de la vida suele ser un momento en
el que el bien y el mal se exponen y difuminan, mientras la vida se centra en
su fin. El juicio se desvanece al reconocer la humanidad en todas sus
magníficas formas y contradicciones. A medida que los órganos fallan y la vida
se acaba, nos queda ver a la persona completa de nuevo, a plena vista.
Tanto Eddie como Dwayne, policía y criminal,
tuvieron experiencias angustiosas al final de sus vidas que los llevaron a su
día de ajuste de cuentas. Fue desde una perspectiva privilegiada, junto a la
cama, que pude ver la diferencia entre sus mundos e identificar su humanidad en
común, (y la nuestra).
CAPÍTULO CINCO. Morimos como vivimos.
Hay
una tierra de vivos y una tierra de muertos y el puente (entre ellas) es el
amor, la única supervivencia, el único significado. —THORNTON WILDER,
EL PUENTE DE SAN LUIS REY.
Nuestros pacientes demuestran una y otra vez lo que
realmente significa morir: la resurrección de nuestros vínculos más profundos y
la reafirmación del amor, tanto dado como recibido. A través de sus
experiencias al final de la vida, quienes mueren a menudo restablecen vínculos
con quienes más les importaban. En estos momentos, incluso pacientes con vidas
fragmentadas y rotas encuentran la manera de conectar y sentirse parte de la
vida.
Por eso me quedé atónito al conocer a
Doris,paciente de ochenta y tres años que, después de una vida plena con siete
hermanos, tres matrimonios y seis hijos, tenía recurrentes dolores al final de
la vida. Experiencias notablemente impersonales. Una vez más, se trataba de un
paciente cuya historia no parecía encajar. Nuestra clasificación inicial de las
experiencias al final de la vida, como reconfortantes o no, no había tenido en
cuenta la complejidad que estábamos presenciando. Cada vez me daba más cuenta
de que comprender a pacientes como Eddie, Dwayne y Doris significaba algo más
que documentar sus historiales médicos o proporcionar una teoría que explicara
el funcionamiento de las experiencias de final de vida de una vez por todas.
Requería escuchar sus historias.
Así que sí, la mayoría de los sueños y
visiones de nuestros pacientes antes de morir representaban reencuentros
significativos con sus seres queridos fallecidos. Doris, sin embargo, parecía
estar experimentando la liberación de esas ataduras. Soñaba con volar sobre
multitudes y edificios, sin impedimentos ni miedo. Esta fue una de las
sensaciones más emocionantes que jamás había experimentado. La hacía sentir tan
poderosa que evocaba imágenes de un poder casi superhéroico: "Estoy
volando; puedo simplemente impulsarme y despegar; así que dije a todos a mi
alrededor: 'Solo tenéis que tener la fe del tamaño de un grano de mostaza y
podréis ir también'. Pero yo era la única en el mundo que podía volar. En la
cima de las montañas, en cualquier lugar, mirando a toda esa gente en esos
edificios". Doris soñaba con sentirse ingrávida entre multitudes
indiferenciadas, y este estado le resultaba tan gozoso que "no quería
despertar de él". El sueño concluyó con ella presenciando un ángel alado
volando a través de la vidriera de una iglesia, ante el asombro de la multitud
de espectadores.
Como si la impersonalidad de su sueño no
fuera ya suficientemente sorprendente, Doris también me miró fijamente a los
ojos y afirmó no saber lo que era sentir amor. El sentimiento no solo le era
ajeno sino que no le resonaba en absoluto. Nunca había sentido amor. Y no tuvo
reparos en repetirlo una y otra vez, como si fuera lo más natural del mundo:
«Amor, tengo un problema con eso. Hago lo que tengo que hacer; puedo decir las
palabras, pero no las siento. Lo veo en la televisión todo el tiempo y pienso:
'¿Cómo pasa eso? ¿Por qué cierran los ojos cuando se besan?'. Quizás no era
para mí. Me pregunto qué es lo que hace que esas personas se enamoren». Estaba
allí para hablar de sus sueños pero su contenido y sus declaraciones sobre el
amor, o más bien la falta de él, me paralizaron. Se me ocurrió que así debió
sentirse Jan Hoffman, la reportera del New York Times, cuando entrevistó
a Eddie. Ella esperaba un paciente que iluminara la cualidad vital de los
sueños previos a la muerte, y él había compartido historias de depravación
moral. Yo esperaba una abuela cariñosa y me encontré con una extravagante
inconformista que decía no sentir amor. Era fascinante y absolutamente atípico.
Los pacientes tienen una forma de mantenernos alerta.
La forma de hablar algo brusca de Doris era
algo que rara vez había visto en personas de su generación. Yo estaba
acostumbrado a las formas sutiles, reservadas e incluso evasivas, en las que se
suelen expresar las personas mayores, principalmente por consideración a los
demás. No era así con Doris. Iba directa al grano, —es decir, al grano,
grano—, y decía las cosas como eran. Si en palabras de Winston Churchill el
tacto es «la capacidad de decirle a alguien que se vaya al infierno de tal
manera que espere con ansias el viaje», Doris tenía la gracia de decir a la
gente que se fuera allí, lo esperara con ansias o no. No usaba guante de seda.
Recuerdo haberle contado sobre el estudio que realizábamos sobre los sueños de
los pacientes y que me respondiera con un: «¿En qué clase de médico te
convierte eso? ¿Qué tienen que ver mis sueños con mi respiración?». Sonreí.
Sabía que necesitaría un libro para explicarlo.
Me recordaba a otra paciente, Patricia. Era
igual de elocuente y directa, y tan vivaz y optimista que era fácil olvidar su
fragilidad física. Igual que Doris, aquella tenía una enfermedad pulmonar que
le producía debilitante privación de
oxígeno al más mínimo esfuerzo físico. Pero ahí terminaban las similitudes. De
hecho, mientras Patricia se controlaba para ver si sus palabras podían impactar
u ofender, Doris permanecía desinhibida. Su franqueza habría sonado dura de no
haber sido tan genuina e ingeniosa.
Recuerdo cómo, sin que nadie se lo pidiera,
Doris empezó a relatar los detalles de su extraordinaria vida. Pronto me di
cuenta de que sus experiencias al final de la vida quizá fueran raras en cuanto
a contenido, pero encajaban perfectamente con su forma de vida.
Su historia era tan original que partes de
ella se documentaron en el libro The State Boys Rebellion, del autor
ganador del Premio Pulitzer, Michael D'Antonio. El libro utilizó su vida como
ejemplo de las creencias de una época, describiendo extensamente cómo el viaje
de Doris se cruzó con la impactante adopción de los principios de la eugenesia
estadounidense por parte de las escuelas públicas. La eugenesia es la supuesta
ciencia de mejorar la población humana mediante la reproducción controlada y la
ingeniería de características hereditarias deseables. A mediados del siglo XX
Doris fue obligada a ingresar a una de las escuelas públicas estadounidenses
que confinaban a los niños en nombre de la perfección biológica.
Allí estaba yo, de nuevo sobrecogido al
escuchar a Doris describir con naturalidad los acontecimientos de su infancia
que se entrecruzaban con un vergonzoso episodio histórico de nuestra nación.
Así fue como finalmente llegué a comprender a mi desconcertante paciente y pude
apreciar las trágicas circunstancias que llevarían a un ser humano a renunciar
al amor. Para Doris el amor no era solo un sentimiento inasumible sino también un
verdadero obstáculo en su lucha por la supervivencia.
Doris creció en Newburyport, Massachusetts,
entre ocho hermanos pobres. Su padre, Thomas, era boxeador aficionado con
antecedentes penales tan largos como su problema con la bebida. Abusaba de su
madre, Ruth, mujer modesta a quien Doris describió como "demasiado
asustada para defenderse". Doris recordaba despertarse en mitad de la
noche con los sonidos de su padre golpeando y violando a su madre: "No
sabíamos qué estaba pasando, pero sabíamos que la lastimaba y que ella lo
odiaba". Doris guardaba silencio en la oscuridad, esperando a que
terminara la violencia mientras abrazaba fuerte a sus hermanos. Piojos y pulgas
campaban a sus anchas en la cama que compartía con sus hermanos. Vivían en la
más absoluta miseria, con suciedad, ratas e incluso excrementos humanos que a
veces cubrían el suelo durante días. Desde fuera, la casa de madera parecía
abandonada.
Doris recordaba vívidamente el día en que las
autoridades estatales las interceptaron mientras intentaban recoger carbón en
el patio de una empresa. Ruth les había ordenado que se arrastraran bajo la
cerca para recoger trozos de carbón para calentar su casa. Todos fueron
arrestados, y Doris recordaría por mucho tiempo la mirada traumatizada de su
madre cuando los funcionarios del tribunal la reprendieron por ser
"descuidada" y "perezosa" y por no cuidar adecuadamente a
sus hijos. Las lágrimas corrían por las mejillas de Ruth, y Doris aún podía ver
las profundas marcas que dejaban en la piel manchada por la tierra incrustada
que cubría el rostro de su madre. Quizás por eso la hija seguía condenando no a
la madre, que no podía protegerla, sino al amor mismo, ese ser que veía
elogiado hasta el infinito en la humanidad, relaciones reflejadas en televisión
y películas, pero que no pudo mantenerla a salvo.
Días después, los trabajadores sociales
estatales se presentaron en su casa en ausencia de sus padres. Con la promesa
de helados gratis convencieron a los niños de irse. Posteriormente, Doris fue
llevada a un hogar de acogida mientras que dos de sus hermanos, Albert y
Robert, fueron escoltados a otro. Tenía ocho años. Nunca volvería a ver a su
madre, y pasarían años antes de que pudiera reunirse con estos dos hermanos,
los únicos con los que había reconectado.
Puede que el amor maternal fuera el primero
en fallarle a Doris, pero los hogares de acogida donde el estado colocó a Doris
y a sus hermanos no eran más seguros que el hogar del que los habían sacado.
Doris y sus hermanos sufrieron años de abuso y negligencia a manos de completos
desconocidos. Finalmente fueron transferidos a la Escuela Estatal Walter E.
Fernald, la institución donde pasaría cuatro de sus años formativos, de los
doce a los dieciséis años. Esta es también la escuela estatal que D'Antonio
destaca en "La Rebelión de los Niños del Estado" al analizar
los horrores de la eugenesia estadounidense, y a la que recurrí para encontrar
pistas sobre las desconcertantes experiencias de Doris al final de su vida.
Descubrí que Fernald, como llegó a conocerse
esa escuela, se había fundado en 1848 para ayudar a quienes se consideraban
incapaces de aprender a adquirir, por si mismos, las habilidades necesarias
para la vida. Pero para cuando Doris y sus hermanos llegaron allí, en la década
de 1940, la escuela había dejado atrás su misión filantrópica para abrazar los
objetivos y aspiraciones del movimiento eugenésico. Era una época en la que
quienes se consideraban débiles intelectualmente ya no eran vistos como prueba de
humanidad sino como una amenaza para ella. Los pseudocientíficos habían
transpuesto los principios de la crianza selectiva que se extendieron de la
ganadería hasta los seres humanos, de modo que las pruebas para detectar genes
deficientes se convirtieron en una forma de dividir a los humanos entre los
dignos y los otros. La inteligencia se consideraba hereditaria y tan fija como
el color de los ojos. De hecho, palabras como imbécil, idiota e imbécil,
se usaban como términos médicos.
Fue impactante leer sobre este capítulo de la
historia estadounidense, cuando los expertos optaron por ignorar la abrumadora prueba
que demostraba el papel que un entorno caótico y la falta de educación
desempeñaban en el desarrollo infantil. Ese fue el caso de Doris y sus
hermanos, cuya vida familiar se vio afectada por el alcoholismo, la violencia
doméstica, el desempleo y la pobreza. A ella y a sus hermanos simplemente se
les consideró "retardados".
Estar institucionalizada en una escuela como
Fernald significaba estarrodeado de figuras de autoridad que no creían que
pudieras mejorar, y mucho menos ser entrenado, reformado y reintegrado a la
sociedad. Al llegar a Fernald, Doris fue sometida a una prueba de deficiencia
mental, un resultado que era inevitable para los niños de su entorno. Describió
vívidamente cómo a los doce años, fue evaluada por una psicólogo, "mujer
que entró con un bastón, arrastrando la pierna", una experiencia
aterradora. Recordaba temblar incontrolablemente mientras intentaba
concentrarse en tareas que implicaban doblar papel y trabajar con bloques. Solo
podía asumir que había suspendido la prueba porque luego la llevaron a una sala
en el hogar de niñas. Allí descubrió a niñas que, como ella, eran en su mayoría
adolescentes normales de entornos empobrecidos y con problemas. Sin embargo,
también se las consideraba deficientes mentales.
Los niños con los que compartió este destino
no fueron solo eEncarcelados, fueron intimidados, deshumanizados, maltratados
físicamente y agredidos sexualmente por sus cuidadores y recluidos de mayor edad.
Algunos fueron utilizados como sujetos de experimentos. El hermano de Doris,
Albert, recordaría más tarde haber sido seleccionado para un "club de
ciencias", cuyos jóvenes miembros, sin saberlo, eran alimentados con
cereal caliente mezclado con calcio radiactivo. Esto formaba parte de un
experimento patrocinado por la Universidad de Harvard, el MIT, la Comisión de
Energía Atómica, y la compañía de alimentos Quaker Oats. Otras formas de
intervenciones medicalizadas no consensuadas en estas instituciones incluían la
lobotomía, la terapia de electroshock y la esterilización quirúrgica.
Al igual que otros niños con mayor capacidad
funcional en la institución, Doris finalmente se inscribió en el grupo de
trabajo de reclusos que se encargaron de la administración de las instalaciones
como medida de ahorro. Tenía que limpiar y cuidar a los niños más pequeños y
con discapacidades. La responsabilidad que encontraba más agotadora era cuidar
a niños con mayor discapacidad en las instalaciones. Recordaba tener que
alimentarlos con cuchara a través de los barrotes de las jaulas. Tenía
demasiado miedo de abrir la puerta porque intentaban agarrarla. Algunos
parecían tan deformes que olvidó que eran humanos, y le preocupaba que lo que
justificara su confinamiento pudiera ser contagioso. No estaba segura de por
qué los habían seleccionado para estar enjaulados. Estaba paralizada por el
miedo, temerosa de ser la siguiente.
Tras vivir los horrores de Fernald durante
cuatro años, Doris se vio obligada a elegir entre su familia y la
supervivencia, la lealtad y la huida. Decidió huir para sobrevivir. Durante su
siguiente visita a sus hermanos les contó que estaba planeando escapar.
Prometió que algún día volvería por ellos, pero por ahora huiría.
La fecha quedaría grabada en su memoria. Era
el primer domingo de julio de 1952 cuando regresó a su habitación y se cambió
para su largo viaje como solo una adolescente haría, poniéndose pantalones
cortos y una camiseta. Cuando no hubo moros en la costa se escabulló. Doris
había estado trabajando como empleada doméstica en la casa del superintendente
y estaba bajo una supervisión menos estricta. Caminó hasta la carretera
principal y mostró el pulgar. Se subió al primer coche que se detuvo. El
destino de la joven conductora era Búffalo, un pueblo del que nada sabía. No lo
dudó. Cualquier lugar sería mejor que Fernald.
Al llegar a la ciudad fronteriza, el joven
que la llevaba, un soldado que le había intentado insinuar algo pero que
afortunadamente aceptó el no por respuesta, le explicó que iba a Canadá y que
no podía llevarla con él. Ella no tenía papeles y él no estaba dispuesto a
arriesgarse a meterse en problemas con las autoridades. La dejó en el Puente de
la Paz, que conecta Búffalo con Fort Erie en Ontario, Canadá. Doris estaba sola
y sin dinero en un lugar donde no conocía a nadie, pero por fin se sentía
libre.
Tras la macabra historia que la precedió, el
relato de la huida de Doris a Búffalo fue un alivio del que, de alguna manera,
esperaba un final feliz para siempre, aunque fuera leve. Seguramente ya había
sufrido suficiente dolor, pensó. Seguramente el destino, la vida o la
casualidad finalmente le darían un respiro. Pero Doris parecía destinada a
soportar más desgracias de las que le correspondían en la vida. A veces, cuando
el trauma se agudiza, la vida parece menos creíble que la ficción.
El fatídico día de julio, cuando la dejaron
en el centro de Búffalo, Doris estaba tan perdida que entró en la primera
iglesia que vio. Era una iglesia católica, cuyo sacerdote se las ingenió para encontrarle lugar en un
hogar para niñas llamado la “Casa del Buen Pastor”. Allí, las monjas escucharon
su historia y, al no encontrarla creíble organizaron que la examinaran en un hospital
psiquiátrico local. Doris sintió que no tenía más remedio que obedecer. La
consideraron cuerda. Los profesionales de la salud contactaron a las
autoridades de Massachusetts para ver si debían devolverla. La respuesta fue
afirmativa, pero afortunadamente Doris ya era mayor de edad en el estado de
Nueva York y podía tomar sus propias decisiones. Decidió quedarse en Búffalo.
Se hicieron arreglos para que se convirtiera en cuidadora interna de una
anciana ciega, con cuyo hijo Doris se casaría cuando cumpliera dieciocho años.
Él tenía treinta y cinco años.
Doris recordaba el trauma que le causó su
noche de bodas: «No sabía nada [de sexo]. Nunca tuve una vida joven». Más tarde
descubrió que su prometido era estéril, lo que finalmente justificaría la
anulación del matrimonio. Posteriormente conoció a su segundo marido, James, un
trabajador de la industria automotriz con quien tuvo seis hijos.
Trágicamente, el segundo matrimonio de Doris
no fue más satisfactorio que el primero. James se negaba a darle dinero, ni
siquiera para las tareas del hogar, así que decidió obtener la certificación
estatal de cuidadora de personas con discapacidad mental, a quienes podía
atender en su casa. No solo necesitaba los ingresos para llevar comida a la
mesa sino que su esposo le había prohibido trabajar fuera de casa. El amor por
el que se había vuelto a casar quedó una vez más al descubierto como mentira.
Durante veinte años soportó el abuso
emocional de su esposo hasta que llegó a un punto sin retorno. Lo invitó a
cenar langosta y, en la seguridad de estar en público en el restaurante, le
contó que lo dejaba. Su hijo menor tenía doce años, la edad a la que Doris fue
separada de su familia de acogida e internada. No miró atrás para pensar que
estaba reescenificando el abandono que sufrió de niña. Eso le habría dado una
sensación de poder y autoridad que nunca tuvo. Estaba, una vez más, en modo de supervivencia.
Varios años después, la relación posterior de
Doris fue tan abusiva físicamente que un juez de familia que llevaba su caso la
citó para recomendarle que comprara un arma y aprendiera a usarla si quería
seguir con vida. La justicia solo se haría realidad cuando un cáncer virulento
finalmente se llevó al tercer marido de Doris, apenas unas semanas después de
su diagnóstico.
El pasado de Doris estuvo marcado por
tragedias tan implacables que su incapacidad para amar, que al principio me
pareció casi absurda, ahora parecía inevitable. La confianza, la base sobre la
que se construye el amor, y la capacidad de sentirlo se había visto destrozada
por una vida de traiciones. El abuso, el abandono y el confinamiento
recurrentes que había sufrido habían sido infligidos por personas que decían
amarla, y por cuidadores que, finalmente, le fallaron. Incluso sus vínculos
familiares más estrechos, primero con su madre y hermanos, y luego con sus hijos, la habían dejado con un profundo
vacío. Doris confesó que su incapacidad para desarrollar apego emocional había
definido incluso la relación con sus hijos. Como madre joven, siempre se había
sentido como si estuviera cumpliendo con un deber; sin duda, había alimentado a
sus hijos, cuidado y tratado bien, pero lo había hecho como una autómata. Sabía
decir "Te quiero", pero no lo sentía. Era pura empresa. A su relación
con sus pequeños le faltaba un ingrediente fundamental.
Ya no me preguntaba por qué era quien era, ni
por qué sus experiencias al final de su vida eran tan impersonales. Según sus
propias palabras, Doris «no podía devolver» lo que «no había recibido».
No era solo que el amor le hubiera fallado;
quizás se sentía como si ella hubiera fallado al amor. A pesar de la promesa
que había hecho a sus hermanos, Doris nunca pudo regresar por ellos. Tenía
demasiado miedo de volver a Massachusetts. Para cuando se reunió con sus
hermanos, mucho más tarde, ya era demasiado tarde. Eran más desconocidos que
familia. De igual manera, renunciar a la custodia de sus hijos al dejar a su
segundo marido la había distanciado de ellos posteriormente. Para cuando conocí
a Doris, habían vuelto a estar en contacto, pero su comunicación le parecía
forzada.
Volví a preguntar a Doris sobre sus sueños.
Esperaba que tal vez hubiera tenido sueños nuevos y que repasarlos la ayudara a
reconectar con lo que más apreciaba.
Los sueños y visiones premortales son mucho
más selectivos de lo que sugiere el dicho "Morimos como vivimos". No
se apropian de los acontecimientos pasados al por mayor. Si bien evocan
territorio familiar, eliminan los elementos angustiosos, realzan los
empoderadores y brindan al moribundo las visiones y reviviscencias que más
necesita para una transición pacífica. Pueden escenificar un trauma pero,
generalmente, lo hacen de tal manera que trascienden los efectos debilitantes.
Fue entonces cuando Doris compartió su sueño
más reciente, uno que respondía a la pregunta que me había estado preocupando:
¿Cómo se puede caminar por la vida sin sentir amor? Resulta que no se puede, y
no se hace.
Sin que ella lo supiera, el primer sueño de
Doris, el de volar, había abordado sus dos necesidades más urgentes pero
también paradójicas: la necesidad de liberarse de todo lo que conocía y la
necesidad de ser amada. Puede que la vida no le hubiera proporcionado ninguna
vía para satisfacer estos dos impulsos contradictorios, pero sus experiencias
al final de la vida sí lo hicieron, llegando incluso a invocar a un ángel como
símbolo del amor que antes había abandonado.
Doris no quería morir antes de tiempo. «Sé
con certeza que soy salva por la gracia. Quiero saber que estoy salvada antes
de irme». Le pregunté cómo lo sabría. «Porque la Biblia lo dice», respondió con
aplomo. Doris, cristiana renacida, creía que su primer sueño la estaba
preparando de alguna manera. Dijo: “Es como una advertencia para asegurarme de
que estoy lista», porque, «he estado
soñando desde que enfermé». Luego, con la expresión pícara con la que
calificaba todas sus declaraciones más graves, añadió: «El diablo no me quiere,
así que el Señor tiene que llevarme. Está atado a mí, ¿sabes?, y sé que me ama;
sé que me ama». Doris pronunció estas palabras con pura emoción, agitando los
brazos como si bailara al ritmo de sus palabras. En su exuberancia, finalmente
pudo identificar una fuente de amor en su vida. Era una forma de amor
abstracto, pero era amor al fin y al cabo, un amor que finalmente creía que
merecía.
Le pregunté a Doris cómo interpretaba ese
primer sueño. Mi pregunta fue inmediatamente rechazada: “No sé qué significa.
¿Quiénes son las otras personas? Desconocidos, nadie que conozca, gente que no
conozco. Les dije que no tuvieran miedo, estoy aquí volando hacia allá”.
Entonces consideró una posible interpretación: “Me mudé mucho en la vida, así
que tal vez estoy mudando de domicilio de
nuevo. Nunca me quedé mucho tiempo en un mismo lugar. O sea, quiero mudarme de
aquí. ¿Por qué siento que tengo que mudarme todo el tiempo? ¿Por qué no puedo
sentirme en casa? ¿Asentarme? Como si fuera mi hogar, ¿sabes?”. Le pregunté
cuándo había empezado a soñar con volar, y respondió: (“No hace mucho tiempo”),
y qué edad tenía en su sueño. “Era más joven de lo que soy ahora. No lo sé con
certeza pero sé que no era tan mayor como ahora”. Siempre estaba huyendo;
quería ser libre. ¿Pero libre de qué? ¡Tenía seis hijos!”.
Doris parecía tan confundida como yo por el
significado subyacente de lo que estaba experimentando. Descartó la idea de que
su sueño pudiera haber sido sobre la libertad en un momento de su vida en el
que no podía liberarse de sus responsabilidades maternales. Aun así, aunque el
significado no le resultaba del todo inteligible, el impacto era palpable. De
hecho, lo que le importaba no era el significado del sueño sino la sensación
que evocaba. Cuando finalmente le pregunté si la visión se había sentido real,
respondió: «En ese momento sí. Me habría gustado que lo fuera. Estaba aquí
tumbada y pensé que era real».
Puede que no supiera exactamente qué
significaba, pero sabía cómo se sentía. Se sentía más cómoda desapegada y libre
de la cruel promesa de la conexión humana. Libre de las exigencias del amor
mundano, moría como había vivido, escapando, solo que ahora lo hacía
refugiándose en sus creencias religiosas.
Su segundo sueño recurrente fue aún más
conmovedor. Soñaba con Richard, su última relación duradera, el único hombre
que no la había maltratado física ni verbalmente.
Se habían juntado por capricho. Él era muy
guapo y siempre se aseguraba de ir bien vestido. Ambos juraban que su relación
se basaba únicamente en la atracción física. Su deliberada falta de compromiso mantuvo la
relación ligera y etérea, y antes de que ella se diera cuenta llevaban catorce
años juntos, entre juegos y despreocupaciones, pero también en la salud y en la
enfermedad. Entonces, un día, Richard sugirió que cambiaran radicalmente los
términos de la relación. Le pidió la mano en matrimonio. Doris no solo se negó;
hizo lo que siempre había hecho: huir. Esta vez, sin embargo, lo hizo diciendo
a su pareja de más de una década que pronto se mudarían a una nueva casa, lo
que él interpretó como el preludio de vida matrimonial. Ella lo instaló en «su»
nuevo apartamento, en el pequeño pueblo de Batavia, Nueva York, a una hora de
su casa, y desapareció sin dejar una dirección de contacto. Él intentó localizarla
durante un tiempo, sin éxito.
Ahora, más de veinte años después de dejarlo,
y cinco después de enterarse de su fallecimiento, Doris soñaba con Richard. El
hombre que antes había descrito como excesivamente apegado a la moda, con el
pelo arreglado y las cejas depiladas, la miraba ahora en sueños como nunca
antes. Era amable y le sostenía la mirada con una expresión suplicante que la
conmovió. Se acercó a ella con los brazos abiertos, dispuesto a recibirla en un
abrazo sincero. Parecía «como si me deseara de verdad, como si me deseara con
toda sinceridad», explicó en un tono que denotaba a la vez incredulidad y
revelación. Podía oír su voz susurrar: «Te amo».
La persona que una vez había rechazado con desconfianza
ahora reclamaba su amor. Sus experiencias al final de la vida dramatizaron y
amplificaron el destello de amor que una vez recibió de este hombre, cuya
contraparte en vida había demostrado tanto egocentrismo. Pero en sus sueños él
se disculpaba; hablaban, reían, bailaban y reconectaban de maneras que no eran
comunes en él. Despertó sintiendo un calor intenso, con el corazón latiendo con
entusiasmo, y con la esperanza de poder volver a dormir para reanudar el
romance reavivado.
Gracias a sus experiencias de final de vida,
Doris tenía una segunda oportunidad, una última oportunidad de exponerse a la
vulnerabilidad que el amor exige en última instancia. Puede que hubiera poco
amor en la base de datos de la realidad de Doris, pero en su final de vida los
sueños finalmente le brindaban lo que sus experiencias y relaciones le habían
negado. Y en ese momento lo que importaba más que cualquier correspondencia
exacta entre los sentimientos de Richard en vida y los que imaginaba ahora era
su recién descubierta capacidad de sentir amor. Lo importante no era si el amor
que conjuraba en sus sueños era fiel a lo que realmente había sucedido. Lo que
importaba era que, finalmente, era capaz de atender su llamada y mostrar una
receptividad al apego humano que antes no se había atrevido a arriesgar. Sus
sueños y visiones previos a la muerte satisfacían las necesidades emocionales
que su vida no había logrado satisfacer. Se liberó de apegos patológicos,
restricciones y abusos en un sueño y, finalmente, pudo experimentar el amor en
el otro.
Puede que Doris nunca haya superado la
extrema dificultad que tenía para confiar o forjar relaciones en la vida, pero
después de estos sueños se aventuró a decir: «Richard pudo haber sido la
primera persona que me amó de verdad. Por mí». Por fin pudo recuperarse y verse
digna del amor que su yo más joven había rechazado. Sabía lo suficiente sobre
Doris para darme cuenta de que esto era lo más cerca que estaría de una
declaración de amor. Después de todo, el amor recibido es el precursor
inevitable del amor dado.
Más dramáticamente que nadie hubiera conocido,
Doris logró al final de su vida recurrir a los fragmentos rotos de su
insoportable pasado para recomponerse. Recreó el amor que sus experiencias
vitales no le habían dado pero que, a pesar de su insistente negación, había
sido capaz de sentir desde siempre. Sanó sus profundas heridas, sanó y creció
más en los últimos meses de su vida de lo que jamás había podido en toda su
larga existencia. Su viaje, al igual que el de Dwayne, sugiere que la huella de
nuestra humanidad podría residir en un potencial extraordinario de
transformación al final de la vida, una manifestación final para luchar contra
la injusticia, sanar viejas heridas y restaurar un amor que una vez fue dañado
o retenido.
Para mí, Doris también fue la paciente cuyos
sueños demostraron más explícitamente la importancia de considerar las
experiencias de final de vida como un proceso que se desarrolla en el contexto
de las relaciones pasadas y presentes de la persona, y no de forma aislada. Los
sueños y visiones premortales no son entidades singulares con significados
únicos y fijos. No constituyen un ingrediente que pueda añadirse cerca de la
muerte para producir un resultado predeterminado. De hecho, carecerían de
sentido fuera de las relaciones y trayectorias que definen la vida de cada
paciente. Sus significados y efectos son únicos para la vida vivida. Lo que
para una persona es liberador puede ser insoportable para otra. Esto fue así,
por ejemplo, para mi amiga Patty, cuyos sueños premortales de volar y mudarse
le resultaban tan angustiosos como fueron liberadores para Doris.
No solo sus compañeros del Departamento de
Policía de Búffalo quedaron desconsolados cuando la agente de policía, Patty
Parete, recibió un disparo en acto de servicio. Afectó a toda la comunidad de Búffalo.
El incidente ocurrió la noche del 5 de diciembre de 2006, cuando ella y su
compañero, Carl Andolina, acudieron a una llamada de una pelea en una tienda de
conveniencia. Al acercarse al lugar de los hechos recibieron disparos de un
joven de dieciocho años que temía ser enviado a prisión ahora que ya era mayor
de edad y no cumplía los requisitos para ser considerado delincuente juvenil. Patty
recibió dos disparos a quemarropa. La primera bala impactó en el chaleco
antibalas, pero la segunda le atravesó la barbilla, recorriendo el cuerpo y
alojándose en la columna vertebral. Quedó paralizada de cuello para abajo.
Tenía cuarenta y un años.
Tras el tiroteo, miembros del Departamento de
Policía de Búffalo velaron su salud en el hospital, mientras la comunidad del
norte del estado de Nueva York se movilizaba para recaudar más de medio millón
de dólares para su atención. Patty se sometió a rehabilitación en el Instituto
Kessler,n en West Orange, Nueva Jersey, pero tras nueve meses de fisioterapia,
seguía sin poder mover brazos y piernas. En 2009, se le construyó una casa a
medida y accesible para personas con discapacidad en el condado de Niágara, y
la ciudad de Búffalo llegó a un acuerdo sin precedentes para pagar el salario y
las prestaciones a su compañera de vida y cuidadora, Mary Ellen.
Para Mary Ellen convertirse en el cuidador a tiempo
completo de Patty significaba dejar el trabajo que amaba como enfermera
pediátrica de Unidad de Cuidados Intensivos.
Otros amigos se reunieron para proporcionar a la pareja la ayuda y los recursos
que necesitaban. Después de salir del hospital, extraños, incluidas
celebridades, a menudo pedían reunirse con ella para expresar aprecio y apoyo.
No era que Patty no estuviera agradecida por estas efusiones de apoyo emocional
y material, que lo estaba. El problema era que sus días buenos eran tan pocos y
distantes entre si que se quería morir. O más bien, como dijo una y otra vez,
no quería vivir, pero tenía demasiado miedo a morir.
Lo que más temía era menos la muerte que lo que sucedería
si decidía no seguir viviendo. A pesar de que su fe había sido sacudida hasta
el fondo por el horror que experimentaba se obsesionó con la vida futura.
¿Estaría destinada a condena eterna? ¿Sería atrapada su alma en el purgatorio?
¿Cómo podría Dios, si hubiera uno, no saber que su resistencia había alcanzado
sus límites?
Fue debido a la gravedad de sus síntomas físicos que me
pidieron que la asumiera como paciente. Su dolor, que rivalizaba con la profundidad
de su sufrimiento psicológico, era insoportable. No tenía sensaciones por
debajo del cuello pero experimentaba sensaciones fantasmas definidas
médicamente como síndrome de dolor central, y se sentía "como sumergida en aceite ardiente".
En sus mejores días era dura con los médicos,
por lo que al principio, mi participación en su cuidado parecía ser la elección
de una lista. Quiero decir esto de manera respetuosa y amorosa: era paciente
extraordinariamente difícil y terca. No sería elegida por nadie, ni siquiera
por el profesional médico de cuya experiencia dependiera su comodidad y vida.
Al principio de nuestra relación comenzó a referirse a mí como "mi
médico". La frase sonaba casi entrañable pero no pasó mucho tiempo antes
de que comenzara a decirme qué hacer, qué no hacer y cómo hacerlo. Pronto me di
cuenta de que la expresión "mi médico" era más una declaración de
posesión que gesto entrañable. Me poseía y lo dejó claro. En cierto sentido me
dio permiso para ser su médico. Y como para probarlo, una vez me despidió y
luego me contrató, como por capricho, alegando sin rodeos que yo era "un
guardián". Finalmente garabateé algunas líneas en un trozo de papel y
sostuve nuestro nuevo "contrato" frente a ella. Decía: "Yo, tu
médico, no te abandonaré, Patty Parete. Nunca". Patty mantuvo esa nota
escrita a mano en el cajón de su mesita de noche e insistió en llevarla consigo
cada vez que tenía que ir al hospital. Esos eran ahora los términos escritos,
aunque tácitos, de nuestra relación, y ninguno de los dos sintió la necesidad
de replantearlos.
Patty sufrió como ningún otro paciente que
haya tenido, y como nadie debería sufrir jamás. Hice lo que pude para aliviar
su sufrimiento, y ella hizo lo que pudo para acabar con él. Constantemente nos
rogaba a mí, a sus enfermeras y a su pareja de toda la vida que la ayudáramos a
morir.
El grado de dolor que tuvo que soportar,
tanto físico como psicológico, fue tan extremo que provocó una rotación alta
entre el personal contratado y sus médicos. El trauma secundario que
experimentaron los cuidadores, ante la presencia de alguien con angustia grave
e incesante, no puede subestimarse. Trágicamente, la negativa de Patty a
involucrarse con la vida fuera de su habitación finalmente alejó a su pareja,
Mary Ellen. Polly, una querida amiga de muchos años, se mudó para supervisar la
difícil tarea de gestionar el cuidado de Patty.
Luchaba cada vez más con su creciente
dependencia del respirador mecánico. Durante años, los sueños no le brindaron
alivio. De hecho, eran una fuente de sufrimiento, y despertaba de ellos más
perturbada y atormentada que antes. Soñar a menudo significaba verse como la
persona sana y activa que nunca volvería a ser. Soñaba con hacer paracaidismo,
con surcar los aires. Mientras desafiaba la gravedad. Podía sentir la ráfaga de
viento frío que llenaba el avión justo antes de saltar, la piel de gallina que
se le subía por los brazos y el cuello al ver el paisaje desplegarse bajo ella.
Con más frecuencia soñaba con conducir su querida motocicleta. Sentía su potencia
entre las piernas mientras aceleraba por caminos rurales abiertos. Podía oler
los árboles, la hierba, el heno y el escape. Revivía el estado emocional
hiperconsciente y cargado de adrenalina que acompañaba el viaje. Pero estos
sueños también significaban que se veía obligada a despertar y enfrentar la
realidad discordante de su lesión y sus horribles límites. Su angustia era
intensa e implacable mientras revisaba una y otra vez la colisión entre lo que
experimentaba con los ojos abiertos y cerrados.
Nunca se adaptó a las circunstancias.
Consideraba sus limitaciones violación de su derecho a elegir, vivir, ser, e
incluso respirar libremente. La aceptación no era una opción. Se negaba
rotundamente a considerar, y mucho menos a aceptar, la idea de que su cuerpo
era una discapacidad. No era que no tuviera la fortaleza mental para hacerlo,
simplemente no tenía la voluntad ni la intención. Su lesión y la concesión
forzada que la obligó a asumir eran una afrenta para ella y la antítesis de
todo lo que representaba. Su vida había estado marcada por la pura
fisicalidad, competencia e
independencia, y no estaba dispuesta a reimaginarla de otra manera.
Los animales la conmovían de una manera muy
especial. Patty solo salió de casa tres veces en los últimos dos años de su
vida, dos de ellas para venir a mi granja de caballos. En esas ocasiones la
dejábamos sola en un establo con un caballo llamado Canciller. Él no se
separaba de su lado y permanecía con la cabeza por encima de la de ella, casi
sin moverse. Le poníamos heno en el regazo y Canciller agarraba con cuidado
algunas hebras a la vez.
Como a muchos caballos, a Canciller le
gustaba mojar el heno en agua antes de masticar. Así que, a propósito,
colocábamos su cubo de agua junto a la silla de ruedas de Patty. Ella cerraba
los ojos, echaba la cabeza hacia atrás y sentía las gotas de agua en su rostro
mientras el magnífico y manso caballo comía a su lado. Permanecía en silencio.
Patty nunca se vio más en paz que en esos
días que pasó en mi establo. Había hecho una conexión que tenía sentido para
ella. Y para mí también. Canciller no era un caballo cualquiera. Era enorme,
hermoso y nieto del mejor caballo de todos, Secretariat. Como todos los grandes
caballos, Secretariat, «el caballo que Dios creó», sabía lo especial que era.
Era físicamente imponente y valiente, y corría más rápido que cualquier caballo
que hubiera existido jamás. Corría porque así era; se sentía bien, y
simplemente era su naturaleza. Patty también era así. Valiente, inflexible,
hermosa y más vivaz cuando estaba en su máximo esplendor.
Con el tiempo, la salud de Patty se
deterioró. Dependía cada vez más del respirador, incluso durante el día. A
medida que se acercaba a la realidad de la muerte, sus miedos —al abandono, al
sufrimiento y al más allá—, se desvanecieron. Dejó de soñar con su vida antes
de la lesión y de darle vueltas a su pérdida irreparable. Ya no despertaba con
un terror inimaginable. En cambio, sus pensamientos se dirigieron a una
renovada preocupación por los demás. Habló abiertamente de quienes habían
sacrificado tanto por su cuidado a lo largo de los años, Mary Ellen y Polly,
cuyo amor jamás podría corresponder. Su miedo a la muerte disminuyó, y en su
lugar surgieron expresiones de amor que habían estado sepultadas en lo más
profundo de su sufrimiento.
En sus sueños pre-muerte, Patty finalmente
fue abrazada por quien la había amado primero y la amaría al final: su madre,
Dorothea. Nunca dejó de lamentar la pérdida de su madre, expresando a menudo el
anhelo de reencontrarse con la progenitora que había perdido tres años antes.
Mientras que soñar con la recuperación de sus movimientos corporales antes le
había causado dolor al despertar, la reconfortante sensación de ser abrazada y
corresponder al abrazo la acompañó y se extendió a sus otras relaciones. Ahora
podía reconocer la profunda lealtad y compromiso que sus amigos le habían
demostrado. Veía su sacrificio no como un síntoma de la carga que sentía, sino
como una muestra de su gracia y humanidad; podía expresar la profunda gratitud que
sentía. Me recordó a la capellán Kerry Egan. Hermosas palabras: “La primera, y
generalmente la última clase de amor es la familia”. Las experiencias de Patty
al final de su vida la pusieron en contacto con el amor familiar que necesitaba
para superar sus trágicas circunstancias y alcanzar finalmente una aceptación y
un amor apacibles.
Puede que la enfermedad la hubiera vuelto
introspectiva, pero a las puertas de la muerte, Patty, que había luchado con
expresiones de ternura toda su vida, ahora veía el dolor de los demás, incluido
el mío. Antes de morir me hizo un gesto para que me acercara, como siempre, con
sutiles movimientos del rostro. Al acercarme para escucharla, me besó, a mí, su
doctor, «mi doctor», y dijo: «Te quiero». No se estaba despidiendo sino que me
estaba atendiendo el mayor gesto de empatía que he experimentado como médico. Patty
falleció esa noche.
Desde el terrible día del tiroteo, Patty
había estado rodeada de amor y actos de amistad incomparables. Tuve el
privilegio de presenciar la notable bondad, devoción y gracia que despertó en
sus seres queridos, quienes trabajaron desinteresadamente para aliviar su
sufrimiento. Todos los días, le cepillaban el cabello con cariño, le besaban
las mejillas y le sostenían la mano insensible. Nunca estuvo abandonada, nunca
estuvo sola. Fue en esos momentos y en esos sencillos gestos que la bondad y el
amor triunfaron sobre la tragedia. Lo que surgió de una pérdida inconcebible
fueron lecciones de generosidad, empatía y un amor extraordinario que trascendió
las limitaciones de su lesión y enfermedad. Aprendimos que las personas siguen
teniendo valor incluso cuando ya no son las mismas que antes. Patty fue
apreciada hasta el final. Este fue el significado del amor incondicional que
sus amigos habían encarnado y que finalmente pudo reconocer. Verse reunida con
su madre perdida fue su consuelo y la consumación de la justicia que otros
habían buscado en venganza.
Cuando a Helen Keller le dijeron que la
muerte no es más que pasar de una habitación a otra, ella dijo con señas: «Pero
para mí hay una diferencia, ¿sabes?, porque en esa habitación debería poder
ver». Mi esperanza es que Patty también haya encontrado «esa habitación», una
en la que pudiera sentirse completa de nuevo.
Al final de la vida, las historias de las
personas suelen salir a la luz de maneras sorprendentes. Presencié cómo Doris y
Patty se liberaron del confinamiento antes de alcanzar el amor y la plenitud.
Doris se liberó para sobrevolar un mundo doloroso y, al final, sintió la
presencia del amor que le habían negado. Patty trascendió sus heridas al
reconectar con un amor maternal familiar. Finalmente pudo sentir preocupación
por algo más que sus propias circunstancias trágicas y agradecer la presencia
de sus amigas. Ambas mujeres se liberaron de las severas limitaciones que
habían condicionado su existencia, pero no sin una lucha insondable.
Si morir tiene algún logro ese es lo
trascendental, pero no de forma reservada para lo espiritual y religioso. Creo
que tanto Doris como Patty tuvieron una muerte espiritual, una que requirió
trabajo duro y valentía. Ese podría ser nuestro único camino hacia la plenitud
y la felicidad al final de la vida. Es un proceso del corazón, y a través de
las experiencias de final de vida nos lleva más allá de nuestros límites
conocidos, creando una apertura donde a veces no la había. Significa menos el
final de la vida que su afirmación y aceptación.
CAPÍTULO SEIS. El amor no conoce límites.
El
amor no conoce límites pues trasciende ardientemente todos. El amor no siente
carga alguna, no tiene en cuenta el trabajo, intenta cosas que están más allá
de sus fuerzas. —THOMAS DE KEMPIS.
Como sacerdote que escribía un texto devocional en el
siglo XV, Tomás de Kempis quería definir la singularidad del amor de Cristo por
la humanidad. De igual manera, para el influyente poeta persa del siglo XIII, Rumi,
«amar es alcanzar a Dios». Lo que he encontrado junto a los pacientes
moribundos es que la inmensidad que estos teólogos atribuyen al amor divino
también define cómo mis pacientes expresan y experimentan el amor en sus sueños
sobre el final de la vida. A veces el amor de los pacientes por su media
naranja fallecida es un rasgo tan definitorio de su identidad que permanece
como una experiencia vital tras el fallecimiento de la pareja. También se
convierte en una constante en sueños y visiones al final de la vida. Esto suele
ser cierto para quienes enfrentan la muerte juntos tras décadas de vida
compartida. Es el tipo de amor ilimitado que sobrevive a la muerte de un ser
querido de manera tan inquebrantable que
su historia se transmite de generación en generación a través de las
tradiciones y relatos familiares, mitos, poemas, y libros como este.
Sin embargo, cuando pensamos en el amor
romántico rara vez oímos hablar del amor que comparten las parejas mayores. El
amor de la tercera edad, como la vejez, no es romántico o eso nos hacen creer.
Esto se debe a que las relaciones que suelen considerarse la cumbre del romance
tienen mucho que ver con la juventud, la vitalidad y la brevedad. Pensemos en
Romeo y Julieta, amantes desventurados, iconos del amor romántico. Como comentó
una vez mi paciente Patricia, aficionada a Shakespeare, Romeo y Julieta se
conocieron a los dieciséis y trece años respectivamente, y se conocieron
durante cuatro días antes de decidir pasar el resto de sus vidas juntos o morir
en el intento. Las vidas de las parejas mayores, y mucho menos las de las
parejas moribundas, rara vez son el tipo de historias que evocamos cuando
pensamos en el amor romántico.
Sin embargo la personificación del amor se
puede apreciar cuando parejas mayores que llevan más de cincuenta años casadas
entran tomadas de la mano intercambiando miradas amorosas. Morir tiene una
forma de resaltar la fuerza del amor de las personas, y pocas historias de amor
son más románticas que las de dos almas viejas que ya no terminan las frases
del otro porque no tienen que hacerlo. Lo reconozco: cuando les pido sus
historias, y aunque aún no han inspirado un éxito de ventas, lo que recibo a
cambio es un relato de amor verdadero, uno que perdura, impregna sus sueños al
final de la vida y se filtra en su realidad consciente. Es en las experiencias de
final de vida de los moribundos donde a menudo se puede reconocer la expresión
más pura del amor.
“Mis recuerdos empiezan y terminan con él”. Estas
palabras las pronunció la esposa de un paciente de cuidados paliativos que
conocí hace unos quince años. Alizah tenía setenta y cuatro años y cuidaba de
su esposo moribundo, su compañero de cincuenta y cuatro años. He visto muchos
rostros de dolor en cuidados paliativos, pero su aspecto de dolor y conmoción
desgarradores me paralizaba. “No he conocido la vida sin él”, susurró. Todavía
recuerdo dónde estaba cuando pronunció esas palabras. Recuerdo su actitud mansa
y sus ojos suplicantes, su mirada de absoluta desesperación.
Me quedé sin palabras cuando Alizah me contó
sobre su encuentro con Nathan, una historia de amor que pertenecía tanto a los
libros de historia como a narración personal.
Su historia comenzó el 21 de octubre de 1942
en Szczebrzeszyn, Polonia, el fatídico día de la Segunda Guerra Mundial en el
que los alemanes acorralaron a los judíos. Alizah tenía trece años. Junto con
sus vecinos y otros habitantes del pueblo fue expulsada de su hogar y obligada
a reunirse en el mercado. Había cientos de hombres, mujeres y niños, atónitos y
aterrorizados, todos formados en filas. En medio de gritos y frecuentes
disparos, Alizah apenas podía asimilar los surrealistas acontecimientos que se
desarrollanba ante sus ojos. Su amigo de la infancia, Nathan, un chico de
quince años del barrio, estaba en un callejón, observando con horror cómo se
llevaban a sus seres queridos.
Con el rabillo del ojo Alizah vio a Nathan
correr hacia ella. La agarró de la mano y la apartó de la fila. Instintivamente
supo que la estaba llevando a lugar seguro y, milagrosamente, pasaron
desapercibidos en el caos del día. Era, según describió, como si ambos se
movieran en un universo paralelo en el que el tiempo se hubiera detenido.
Alizah nunca volvería a ver a sus familiares,
y pasaría algún tiempo antes de que se enterara de su espantoso final en el
campo de exterminio de Belzec, el
destino del que Nathan la había salvado.
Los dos adolescentes sobrevivieron a la
guerra escondidos y fueron adoptados por familias estadounidenses, reuniéndose
años después. Finalmente se casarían y vivirían vidas plenas. Juntos, estos
fragmentos de dos familias diezmadas reconstruyeron la sensación de plenitud
que había sido destrozada por la genocida guerra.
Ahora, sentada junto a la cama de Nathan,
sosteniéndole la mano, Alizah no podía imaginarse enfrentarse al mundo sin él.
Para ella él era todo y todos a la vez, el lazo que la unía a un pasado que
nadie más que él podía comprender. Él era su vida.
Todo lo que yo podía ofrecerles era mi
presencia y el deseo de ser testigo, aun sabiendo perfectamente que incluso
mostrar empatía resultaría superficial. La vida interior de Nathan albergaba
profundidades de tragedia y fortaleza que escapaban a mi comprensión y alcance,
un duro recordatorio de que algunas heridas, sobre todo las antiguas, nunca
pueden sanar ni aliviarse. Alizah era la encarnación de su historia compartida,
su inseparabilidad, y la experiencia de morir de Nathan ahora ella también la vivía.
Como médico mi ayuda a Nathan fue limitada
pero me sentí obligado a consolar a Alizah. Verla interactuar con él me recordó
que quienes han recibido y dado amor nunca mueren solos. En ningún momento me
conmovió tanto la importancia de tratar a la persona en la cama cuidando a sus
seres queridos. No podía llegar a él, pero sabía que ella sí. Después de todo,
de niño él arriesgó su vida para rescatar a una niña de trece años de una
muerte segura, y yo sabía que esa misma alma, ahora en un cuerpo viejo y
moribundo, encontraría consuelo al saber que Alizah estaba consolada.
Tras presenciar la muerte como atrocidad,
Alizah no podía imaginar la muerte como proceso pacífico si Nathan no le
hubiera enseñado cómo. Él fue, una vez más, quien la guió a través de lo
inconcebible. Le enseñó a soñar mientras se muere, taly como una vez le enseñó a sobrevivir durante el
duelo. A medida que la vida de Nathan se acercaba a su fin sus sueños no se
dirigían al trauma de su juventud sino a los reconfortantes recuerdos de su
familia perdida. Su pasado lejano regresó a él después de toda una vida de
lucha por reprimir todo recuerdo. Sobrevivir al Holocausto había significado
renunciar a mirar atrás o a todo duelo. Como único sobreviviente de su familia,
había sentido que su vida era a la vez un regalo y una carga, un recordatorio
de la ineludible responsabilidad de vivir por aquellos cuyas vidas habían sido
arrebatadas. Si logró seguir adelante fue poniendo un pie delante del otro,
paso a paso, con Alizah a su lado. Ahora, mientras yacía moribundo, su carga se
había aliviado y su mente podía vagar con seguridad hacia los dulces rincones
de su pasado, un tiempo de verdadera inocencia infantil anterior a las
atrocidades. Sus familiares muertos regresaron con él, sanos y salvos. Y pudo
compartir sus experiencias del final de su vida con Alizah, la única persona
que realmente podía comprender el peso de semejante pasado. Nathan tuvo que
morir para reencontrarse con su familia y con todo lo que una vez le fue
familiar. Y Alizah tuvo que ver la paz y la serenidad con la que Nathan afrontó
el final de su vida para recuperarse espiritualmente.
Según la antigua tradición china, existe un
"hilo rojo del destino" que conecta a las personas destinadas a
encontrarse sin importar el tiempo el lugar ni las circunstancias. Puede
estirarse o enredarse, pero nunca se romperá . La vida y el bienestar de
Alizah estaban tan entrelazados con los de Nathan, su conexión era tan palpable
y fuerte, que no me habría sorprendido descubrir alrededor de sus tobillos el
hilo de seda con el que, según se dice, el dios del amor en la mitología china,
une a las parejas predestinadas.
Uno de los mayores privilegios de mi labor
como médico ha sido presenciar la etapa de la vida que saca lo mejor de las
personas, cualidades que a menudo desconocen: coraje, fuerza, gracia y
altruismo ante la pérdida. Es como una prueba de esfuerzo que, en lugar de
medir la función biológica del corazón, revela la inconmensurable profundidad
de la capacidad para amar. Y es una prueba que no requiere electrodos para
detectar y transmitir los ritmos y el alcance de un romance de toda la vida.
Morir define y amalgama la profundidad de esos sentimientos con una intensidad
que pocas historias ilustran mejor que las de mis pacientes. Esto se aplica a
la extraordinaria historia de Alizah y Nathan, así como a la de los pacientes
viudos cuya relación de toda la vida, aunque interrumpida por la muerte del ser
querido, sigue siendo su mayor apoyo durante el proceso de morir. Estas son
historias que revelan personas y momentos extraordinarios en vidas cotidianas.
Puede que mis pacientes no sean jóvenes ni inquietos, pero para mí las
historias de amor de Patricia y Chuck, Benny y Gloria, Joan y Sonny, y Beverly
y Bill, a quienes conocerán a continuación, resuenan con la misma fuerza que
cualquier romance joven e intenso. Estas parejas no son menos conmovedoras ni
románticas que la de los amantes más emblemáticos de la historia.
Para las parejas de ancianos que he atendido
en el hospital de pacientes terminales de Búffalo, la separación por la muerte,
tras una vida juntos, simplemente no es una opción. Tras perder a su media
naranja la pareja sobreviviente hará lo que sea necesario para mantenerse
completa: mantener vivo a su ser querido, consciente o inconscientemente, a
través de historias y recuerdos, y quizás de forma más vívida a través de sus
sueños previos a la muerte, a diario e incansablemente.
Cuando Patricia recordaba o soñaba con su
difunto esposo, Chuck, no lo hacía como paciente moribundo de noventa años con
enfermedad terminal y movilidad reducida. Lo hacía con la exaltación de mente
más joven y cuerpo sano, ingrávida y despreocupada, aún capaz de caminar y
llena de ilusión por lo que le deparara el futuro: «Quisiera despertarme,
acercarme a Chuck, tomarlo de la mano y caminar hacia el ocaso eterno».
Se conocieron cuando Patricia tenía solo
quince años y él diecinueve, dos meses antes de irse a la guerra. «Sabía que me
casaría con él, —sé que esto suena a cuento de hadas—, a las pocas semanas de
conocerlo», explicó. «Lo amaba más que a la vida misma. Sabíamos, supimos
entonces, que acabaríamos juntos y nunca consideramos a nadie más. Lo amo hasta
el día de hoy más que a nada. Era maravilloso, divertido, inteligente y
curioso, perfecto, y tan amable y dulce».
Cuando Patricia se acercaba al final de la
vida el hombre de sus sueños se convirtió, apropiadamente en el hombre de sus
sueños. Como la mayoría de experiencias al final de la vida, las de Patricia
encapsularon la esencia de su relación, aunque se hablara muy poco. Eran un homenaje
sencillo pero hermoso a sus vidas juntos. "Solía ir a la piscina
Cazenovia todos los días a nadar", relató, "y
mi esposo daba un paseo por el jardín botánico de South Park. Llegaba primero a
casa, y todos los días, cuando yo llegaba, tenía el té listo y el crucigrama.
Siempre vestía camisetas blancas con mangas. Camisetas blancas relucientes.
Estaba allí, de pie, y recuerdo haberle dicho: 'Dios mío, sigues siendo un
chico guapo'. Recuerdo haber pensado eso, y él simplemente sonrió y me dijo:
'Hola'. Luego se disuelve. Estuve con él un par de minutos, y fue agradable.
Son sueños muy felices. Me siento maravillosa. Vuelven a algo real. Es amor.
Una cosita pequeña, pero amor".
Fue en el contexto de esa "pequeña
cosita" llamada amor donde Patricia se sintió más apoyada. Así que no fue
sorprendente que sus sueños previos a la muerte regresaran una y otra vez a la
experiencia cotidiana de vivir con Chuck, como resolver crucigramas.
Charles
leía los acertijos, yo le daba la solución y él escribía. Nunca pensé en eso.
Él podía dar algunas respuestas y yo lo dejaba; yo no me encargaba tanto. Era
un hombre inteligente y podría haber resuelto muchos pero le resultaba más
fácil escribir que pensar. Qué farsante eras, Charles.
Me conmovió especialmente cuando Patricia
hizo una pausa para dirigirse a su difunto esposo por su nombre. En ese momento
no estaba confundida ni soñando. La declaración fue pronunciada como si
estuviera hablando consigo misma. Todos nos hemos sorprendido diciendo cosas en
voz alta que pensamos. El comentario de Patricia fue testimonio conmovedor de
la intimidad que aún compartía con su esposo años después de su muerte. El amor
que sentía no tenía límites temporales. Describió una tarde como "estar
con él un minuto o dos". Morir es vivir en un mundo de sueños atemporal
donde las visiones de los difuntos son más reales que la realidad que existe
exteriormente. Es un mundo donde el amor no necesita encarnarse para sentirse,
ni ser examinado para ser incondicional.
Los pacientes en duelo que se enfrentan a la
muerte no la temen ni la adulan; simplemente la esperan.
Es cierto que casi todos habrán escuchado la
historia de una pareja de ancianos que fallece con pocos días de diferencia. He
conocido a muchas. Conocí a personas que siguieron a su pareja muriendo sin causa médica clara. Todos
sabíamos que se debía a un corazón roto, y que esto no era ni metáfora ni evaluación idealizada. Ahora es
hecho médico establecido que un corazón roto puede tener consecuencias
cardíacas. El diagnóstico médico tiene un nombre: síndrome del corazón roto, o
en jerga médica, miocardiopatía inducida por estrés, o miocardiopatía de
Takotsubo. Suele ocurrir de forma discreta, subrepticia, sin más dilación.
El corazón roto describe a la perfección lo
que le sucedió a Bernard, de noventa años, —Benny para sus seres queridos—,
poco después del fallecimiento de su esposa, Gloria. Al momento de la muerte de
Gloria, Benny gozaba de buena salud. A sus ochenta y siete años era activo,
sociable e independiente, y visitaba a sus amigos y familiares de toda la vida.
Le encantaba conducir y lo hacía a diario por Búffalo, la ciudad donde había
vivido siempre. Tras el precipitado fallecimiento de Gloria, por una infección,
quedó inconsolable. Deseaba una muerte temprana, implorando a Dios que le
permitiera reunirse con su "Gloria".
Benny visitaba el cementerio a diario, a
veces hasta tres veces al día. Allí se sentaba o se arrodillaba frente a la
lápida de Gloria, rezando y hablando con ella, resucitándola en su memoria.
Cuando su hija Maureen intentó disuadirlo de postrarse, su reprimenda fue
inmediata. «Cada uno con lo suyo», respondió.
El día de San Valentín de 2016, exactamente
dos meses después del fallecimiento de Gloria, Benny insistió en seguir con su
rutina diaria a pesar de la temperatura bajo cero. Cuando Maureen llegó al
cementerio no pudo evitar preguntarle: "¿Qué intentas hacer?
¿Suicidarte?". Benny no dudó ni un segundo: "Solo puedo
desearlo". Este es el mismo hombre que se atrevió a decirle a su esposa
moribunda que "ya podía dejarlo ir". Pero no era así, ni entonces, ni
ahora, ni nunca.
Ese fatídico día, con temperaturas que caían
a menos 15 grados, Maureen encontró a su
padre caminando alrededor de la lápida de Gloria. Parecía dar vueltas, decidido
y con paso pesado, mientras se abría paso entre la nieve. Desde la distancia,
al principio supuso que era el frío lo que lo mantenía en movimiento, pero
pronto se dio cuenta de que caminaba con ritmo demasiado pausado y volvía sobre
sus pasos. Al acercarse vio que había estado tallando un corazón en la nieve alrededor
de su tumba.
Benny solía estar solemne y reflexivo después
de sus visitas al cementerio. Las cosas eran diferentes esa noche. Parecía sin
aliento e incómodo. Su estado empeoró durante los siguientes días. Cuarenta y
ocho horas después, cuando lo llevaron a urgencias, se encontraba grave. Se le
diagnosticó que sufría un ataque cardíaco que se había estado manifestando, de
forma intermitente, durante los últimos días.
El corazón de Benny se rompió, literalmente, el día de San Valentín.
La falta de intervención médica inmediata le
había provocado una afección cardíaca irreversible que requirió cuidados
paliativos. En cuarenta y ocho horas Benny había pasado de ser completamente
independiente a no poder valerse por sí mismo. Tuvo que mudarse con su hija. Ya
no podía visitar la tumba de Gloria, así que comenzó a visitarla en sueños. O,
como dijo su hija: «Ahora vive en sus sueños». Podía oírlo por las noches cantando
a su amada Gloria en polaco, el idioma que compartían en su infancia. Este
hombre, antes demasiado sociable, solo se despertaba brevemente para comer,
prefiriendo volver a la cama para cerrar los ojos y volver a ver a su esposa.
Las parejas mayores tienen mucho que
enseñarnos sobre el amor verdadero. Su vínculo no requiere grandes
declaraciones, pruebas de lealtad ni finales dramáticos. Simplemente requiere
tiempo. El amor desenreda e impregna cada fibra de su ser, tanto que no
conciben vivir sin él. Y así lo hacen. Superan los obstáculos de la vida con la
certeza de su existencia. Siguen sintiendo amor y creyendo en él incluso cuando
la persona que lo originó los abandona. Para los pacientes mayores en
particular, el amor por su pareja es su esencia. El trabajo, la ambición, las
aficiones, la hipoteca y los planes han ido y venido. Lo que queda y lo que
importa son las relaciones que han mantenido, apreciado y cuidado a lo largo de
una vida de pequeños gestos y saludos, miradas cariñosas y palabras divertidas,
historias compartidas y errores perdonados.
Quizás nuestras representaciones culturales del
amor romántico estén completamente equivocadas. El amor en su máxima expresión,
más profundo y más fuerte, no se trata de juventud, impulsividad, drama ni
desesperación. Se trata de constancia, paciencia, confianza, perdón y
aceptación constante. Se trata de dejar ir a los vivos y no a los muertos.
Tras cincuenta y siete años de matrimonio, el
amor de Joan y Alfred tiñó todos los sueños y visiones que Joan tuvo durante
los dos meses que precedieron a su encuentro en la muerte. Joan, y el hombre al
que ella había apodado cariñosamente Sonny, también eran hijos de inmigrantes
polacos de primera generación. Sus familias se establecieron, una frente a la
otra, en un suburbio obrero de Búffalo donde crecieron juntas. Joan tenía solo
once años cuando Sonny le regaló un anillo de la amistad de plástico que
atesoraría como recuerdo entre sus posesiones más preciadas. Se deshizo de él
solo cuando sintió que su nieta Allysyn, que atravesaba momentos difíciles en la
adolescencia, necesitaba más los poderes especiales del anillo, que ella.
Esta era una pareja que, tras el fracaso de
sus respectivos diagnósticos de cáncer, no dejaba de expresar su agradecimiento
por haber pasado juntos por el final de la vida. Fue apropiado que ingresaran
al programa de cuidados paliativos con pocos meses de diferencia y recibieran
atención juntos en su hogar. Aceptaron que había llegado su momento y
desarrollaron pequeños rituales de amor en torno al manejo de los síntomas de
sus respectivas enfermedades. Se reunían después de medianoche en la cocina
para tomar sus pastillas y compartir una galleta. Su hija, Lisa, a menudo los
encontraba allí, en la mesa de la cocina, charlando y riendo como dos
adolescentes enamorados. Dormían en sillones reclinables, uno al lado del otro,
tomados de la mano. Cuando finalmente estuvieron postrados en cama, se dormían
tomados de la mano sobre las barandillas de la cama de hospital que Lisa,
enfermera, había encargado para su casa.
A pesar de la gravedad de la enfermedad,
Sonny nunca se quejó del dolor del cáncer ni de la artritis reumatoide que lo
incapacitaba. Solo mostraba preocupación por su alma gemela. Cuando el
sufrimiento se volvió tan insoportable que tuvieron que suspender sus
tratamientos, su único deseo fue morir primero, pues no podía imaginar la vida
sin ella.
Finalmente Sonny sufrió síntomas que
obligaron a su traslado de su casa a la Unidad de Cuidados Paliativos. Ambos
estaban debilitados, pero eran interdependientes, y ninguno podía funcionar sin
el otro por lo que Joan fue también trasladada a la unidad paliativos junto con
él. Contrariamente al protocolo, ambos fueron ubicados en una habitación
individual con camas contiguas, lo que les permitió seguir tomados de la mano.
El aniversario de Joan y Sonny era sagrado
para ellos. La fecha se acercaba pocos días después del ingreso de Sonny en la
Unidad de Pacientes Internos del hospital de terminales, y Joan ansiaba
celebrarlo una última vez. Insistió especialmente en este deseo y, como
siempre, Sonny la escuchó. En su aniversario, el 3 de junio de 2016, amigos y
familiares se reunieron en el hospital de terminales para celebrarlo. El
personal se unió a ellos.
Después de las celebraciones Joan pidió que
la dejaran sola con su esposo. Cuando su hija regresó a la habitación Joan
lloraba. Le confesó a Lisa que le había dicho a Sonny: «Ya puedes irte».
En veinticuatro horas Sonny murió en paz,
cincuenta y siete años después de haber jurado honrar, amar y cuidar a su novia
“hasta que la muerte nos separe”.
Pero la historia de Joan y Sonny no termina aquí.
Tras el fallecimiento de Sonny la salud de Joan comenzó a deteriorarse
rápidamente y sus posteriores experiencias y visiones al final de su vida la
ayudaron, así como a su familia, a sobrellevar la profunda herida que dejó su
pérdida. Cuando Joan regresó de la Unidad de Cuidados Paliativos, sus sueños
mantuvieron vivo a Sonny. Durante muchas noches, Lisa y su familia podían oír a
Joan llamar a su esposo: "¡Ven a buscarme! ¡Te extraño! ¡Sonny, ven a
buscarme!". La fuerza de estos sueños pronto la llevaría del sueño a la
vigilia, y Joan, plenamente lúcida, solía afirmar haber visto a Sonny en la
habitación.
La historia de Joan y Sonny ejemplifica la
singularidad e intensidad con la que se viven los sueños y visiones de final de
vida como un espacio de unión. Joan vivió dos meses después de la muerte de
Sonny, pero nunca sin él. Lo llamaba todas las noches y tenía visiones de él
todos los días.
Al igual que Joan, Beverly, de ochenta y
nueve años, experimentó sueños premortales que la llevaron de vuelta con su
esposo, su "cómplice", de cuarenta y nueve años. Tenía veinte años
cuando vio por primera vez al apuesto y elegante inmigrante escocés que la
enamoraría perdidamente. Fue amor a primera vista, y Beverly y Bill se casaron
menos de un año después. Su esposo tenía un gusto contagioso por la música y el
baile, y pronto compartieron una pasión por el baile de salón que perduró
durante el resto de su vida matrimonial. La hija de Beverly, Susan, recordaba
con orgullo que sus padres eran una pareja tan cautivadora que la multitud en
las competiciones de baile se apartaba para verlos bailar. A través del baile,
sus padres recrearon, aunque con atuendos más llamativos, el mundo de estrecha
colaboración y amorosa complicidad que definía su vida familiar.
Al final de su vida, los sueños de Beverly la
llevarían de vuelta al espacio protegido de la pista de baile, donde Bill y
ella habían brillado como equipo. Se vio abrazada a su alma gemela, moviéndose
al ritmo cautivador de la música. Incluso el hecho de contar este sueño la
hacía parecer dichosa. Todavía sonrío al pensar en la modesta madre y
secretaria, de día, dueña de la estilizada y teatral forma de baile de salón,
de noche. De eso están hechos los sueños, la clase de transformación y vida
secreta que la gente busca en las películas.
Aun así, el significado completo de los
sueños y visiones de Beverly se me habría escapado si Susan no hubiera
compartido otro detalle pertinente sobre el pasado de su madre. La madre de
Beverly había sido demasiado exigente y se había burlado de su hija por ser
gorda y tener "dos pies izquierdos". A la luz de esta historia de
humillación se hizo evidente que los sueños de Beverly de bailar también
buscaban corregir este error. La niña, antes gordita y torpe, se había convertido
en mujer elegante y segura de sí misma que, en sus propias palabras, "se
sentía como una princesa en los brazos de Bill". El mundo de la danza no
solo le hizo ver el amor que compartía con su pareja sino que, también,
simbolizó la restauración del amor propio y la autoestima erosionados por los
comentarios humillantes de su madre. Al igual que con las visiones de Patricia
en los crucigramas, los sueños de Beverly de bailar trataban sobre un amor
compartido que servía como catalizador de la confianza en uno mismo y la
armonía. El amor alcanza su máximo esplendor cuando amar al otro facilita y se
superpone con la capacidad de amar juntos. Las experiencias al final de la vida
de Patricia y Beverly las pusieron en contacto nuevamente con ese tipo de amor
verdadero, el que encarna lo mejor de todos los mundos.
El amado Bill de Beverly murió a la temprana
edad de sesenta y ocho años. Durante el resto de su vida viuda Beverly se quejó
de que se sentía «robada». Pero ahora, agonizante, el vacío que había sentido
durante dos décadas finalmente se llenó de amor familiar. Sus sentimientos de
soledad dieron paso a los de un reencuentro esperanzador. Sus sueños previos a
la muerte la reconectaron con la fuente más fuerte de apego y apoyo que había
conocido.
El efecto dominó de sus experiencias al final
de la vida no se detuvo ahí. Mi vieja amiga Patricia acertadamente lo llamó:
"la gota que se derrama en un estanque". A veces es un hijo, a veces
un padre o madre cuyo amor nos anima a mirar más allá de nosotros mismos, hacia
lo que importa y resuena para los demás. Las experiencias al final de la vida
encarnan la conexión entre las vidas, y a través de ellas. El amor que los
sueños y las visiones de nuestros pacientes hacen visible crece más allá de
quienes lo originaron, y se extiende del mundo de los sueños a la realidad
consciente, y viceversa.
El amor puede ser algo que surge inicialmente
entre dos personas, pero nunca se queda ahí. Se transmite a otras vidas y
generaciones, y no se detiene en los vivos. También se conquista a través de
cientos de actos diarios de cuidado mutuo, gestos desinteresados de afecto y
palabras de preocupación, cuya fuerza acumulada nos
define, a lo largo de los miles de días
que conforman una vida compartida.
Para Susan, el amor que sentía por su madre
les permitió cerrar el círculo a sus padres. Tras el diagnóstico terminal que
Beverly había recibido un año antes, comenzó a recibir cuidados paliativos en
casa de su hija, y la cercanía que compartirían durante esos últimos meses fue
uno de los legados más evidentes de la historia de amor entre Beverly y Bill,
uno que fue aún más significativo para ella porque la vital conexión madre-hija
que compartían no era biológica.
Cuando Bill y Beverly descubrieron que no
podían tener hijos, decidieron adoptar. Llegaron al orfanato de Caridades
Católicas, en Cleveland, donde vivían por aquel entonces. Estaban llenos de una
ilusión y alegría indescriptibles, pero también se preguntaban cómo elegir al
niño que llevará esperanzas y deseos al futuro. Como es natural, los padres que
esperaban se sintieron atraídos un infante de ojos brillantes y mejillas
sonrosadas y llenas de vida, un bebé sano y activo. Fueron evaluados como
pareja adoptiva, aprobados, y varias semanas después dejaron el orfanato con el
bebé de mejillas regordetas y sonrisa que, al crecer, se convertiría en el
hermano de Susan, Scott.
Beverly estaba emocionada ante la perspectiva
de criar a este niño tan deseado, pero con el tiempo la atormentaban aquellos
otros niños cuya mirada no la había atraído: los enfermos y los rechazados. Se
sentía culpable por haber elegido basándose en rasgos sobre los que ningún niño
tiene poder. Ella y Bill tenían espacio para uno más en sus vidas y corazones,
y para cuando Scott cumplió tres años, regresaron al orfanato con un propósito
diferente: elegir al bebé más enfermo de la sala, el niño que más necesitaba su
amor. Esa era Susan.
Susan nació de una joven de diecisiete años,
sobreviviente de una violación, que intentó inducirse un aborto dejando de
comer. Como resultado, Susan nació prematuramente con una serie de problemas
médicos que requirieron dos cirugías abdominales antes de cumplir nueve meses.
Había estado en varios hogares de acogida pero nadie quería quedarse con la
niña, cuya situación médica era compleja.
Susan recuerda hasta el día de hoy el relato
de su madre moribunda sobre la adopción. También tuve el privilegio de estar
presente cuando Beverly recordó haberle dicho a su esposo: "Llevémonos a
la de atrás, la de la mirada vacía. Nos necesita". Luego hizo una pausa, y
señalando a Susan añadió: «Y ahora, la necesito». Me conmovió la sencillez con
la que reconoció la inversión de papeles en esta historia de interdependencia
como si fuera lo más natural del mundo. Y lo era.
Susan procedió a sacar fotos de la familia,
tomadas poco después de la adopción. En una particularmente reveladora, Beverly
sostiene a Scott, un niño de tres años con aspecto travieso y sombrero de
vaquero, y a una Susan indiferente, cuya mirada vacía contrasta con la calidez
del abrazo de su madre. Mientras me mostraba la foto Susan comentó que había
recibido tanto amor que desconocía las consecuencias negativas de su trauma y
abandono tempranos. Siempre se había considerado "la hija más afortunada
del mundo".
Mientras Susan describía el tortuoso camino
que le permitió recibir el don de la familia evalué la forma arbitraria, pero
también fortuita, en la que la vida puede dar el giro más trascendental. Fue el
destino el que puso a Susan y a su hermano en el camino de Beverly y Bill en el
momento y lugar adecuados. También fueron destino e historia los que
desencadenaron los acontecimientos de 1942 que llevaron a un niño de la Polonia
devastada por la guerra a tomar de la mano a una niña, y salvarla.
El círculo completo también definió la historia
de Beverly: ella moriría bajo el cuidado amoroso de la niña enferma que un día
adoptó. Su acto desinteresado le fue devuelto en el amor y el cuidado que
recibió al final de su vida, y eso le dio el espacio protegido que necesitaba
para experimentar plenamente sus sueños y visiones.
Las experiencias de final de vida ofrecen un modelo para
el funcionamiento del amor que catalizaron, escenificaron y restauraron. Son
paradigma de los vínculos que no se detienen ante vivos y muertos, para ser
exactos. Es este proceso infinito de interconectividad humana el que cristaliza
las experiencias de final de vida, la conciencia de que el alcance del amor
nunca se limita a quienes lo sienten y lo practican, ni conoce fechas de
caducidad.
Como comentó Lisa, la hija de Joan y Sonny,
las experiencias de su madre al final de la vida mantuvieron vivo el amor de
Sonny, tanto por ella como por su familia en duelo. De hecho, fue solo después
de la muerte de Joan cuando Lisa finalmente lloró la pérdida de su padre. La
sensación de pérdida de la hija no se desencadenó por la muerte de su padre
sino por el fallecimiento de su madre, quien ya no estaba presente para
mantener vivo su recuerdo. Aun así, mucho después de la muerte de Sonny y Joan
fueron los persistentes efectos de las experiencias previas a la muerte de Joan
los que ayudaron a la familia a superar el proceso de duelo. Saber que sus
padres nunca habían estado realmente separados, ni en vida ni en muerte, ayudó
a Lisa a sobrellevar los sentimientos de
pérdida.
***
Al igual que Lisa, Maureen, hija de Benny, conoce el amor
compartido y acumulativo de nutrir, acompañar, cuidar y sobrellevar el duelo.
Ella también fue cuidadora en serie durante varios años: de sus suegros, de su
madre moribunda, Gloria, tres años antes y, finalmente, de su desconsolado padre.
Recuerdo haber visitado a Benny después de
que se mudara a la casa de su hija y su yerno. "Benny está dormido",
me dijo Maureen al abrir la puerta, como disculpándose. Me conmovió la calidez
y la amabilidad del entorno. Obviamente se había reorganizado los muebles de la
sala para adaptarlos a las necesidades de su padre. Ya lo había visto antes.
Las salas de estar, o las salas familiares, a menudo se transforman por
completo para el moribundo. La comodidad y facilidad de uso de los miembros de
la familia, decoración y diseño, se sacrifican en aras de la funcionalidad. A
veces los muebles se desplazan a los extremos de las habitaciones para
facilitar el acceso en silla de ruedas. La sala de estar puede verse abarrotada
de pertenencias favoritas o demasiados sofás desparejados. O, como en el caso
de Joan y Sonny, una o dos camas de hospital aparecen en el centro de la sala,
estratégicamente ubicadas respecto al televisor.
Para Maureen, reorganizar el espacio vital
también significó esparcir por toda la habitación fotos de la vida anterior de
Benny. Era una auténtica galería de recuerdos enmarcados de finales de los años
cuarenta y cincuenta que adornaban cada superficie plana disponible. Las fotos
eran principalmente de la esposa de Benny, Gloria, sonriendo en su Primera
Comunión, su boda, el bautizo de su primer hijo, los retratos familiares
habituales reproducidos en diversas poses a lo largo del tiempo. Estos eran
recuerdos de Benny, no de Maureen. Su foto de boda colgaba en la pared, detrás
de la silla de su padre, fuera de su campo de visión, y mostraba los colores
vibrantes y atuendos modernos de una generación anterior.
Se produce la inversión de papeles al cuidar
a padres ancianos que se vuelven más infantiles al final de la vida. El proceso
exige que, como cuidadores, no solo adoptemos la postura del padre frente al familiar
moribundo sino que también nos centremos en él. Maureen lo sabía mejor que
nadie. Sabía que las capacidades cognitivas de su padre estaban comprometidas
por la enfermedad y la fragilidad. Atrás quedaron los días en que podía formar
nuevos recuerdos y tener nuevas experiencias en las que inspirarse. Lo que
quedaba, en cambio, eran recuerdos de décadas atrás y experiencias de final de
vida en las que se sentía vivo. Puede que no recordara lo que desayunó pero sí
recordar el color del vestido que llevaba su esposa cuando se conocieron. Puede
que no funcionara cognitivamente en el presente pero seguía vivo en el pasado,
y su identidad se familiarizaba cada vez más con el entonces que con el ahora.
Era una especie de cápsula del tiempo que lo situaba en una época con la que
estaba más familiarizado y donde solo podía recordar recuerdos lejanos.
Por eso Maureen rodeó a su padre de fotos y
muebles de su pasado. Eso le daba confianza y conexión. Al retrotraer el tiempo
mediante las cosas pudo recrear la única realidad que aún lo centraba: la de su
juventud y matrimonio. Le facilitaba el viaje en el tiempo no solo para
contextualizar su entorno, sino también para permitirle revivir lo que aún le
resultaba familiar. Supo que lo había hecho bien cuando un día lo vio tomar una
fotografía de su madre y hablarle como si estuviera allí, lista para responder.
Maureen había ayudado a su padre a regresar a un tiempo y lugar donde era más
que un simple moribundo.
Para Maureen, el espacio protegido para cuidar
también fue oportunidad para reencontrarse y centrarse. Agradecía haber
conocido mejor a su padre, este hombre "que creía en dar muchas
oportunidades, en amar la vida, trabajar duro y tratar a las personas con
amabilidad". Pudo reencontrarse con su pasado, su reputación y su
legendaria decencia. Al mismo tiempo, cuidar de Benny implicó reevaluar
sus valores. La afianzó en la certeza de
la continuidad del amor, así como en la importancia de las tareas y rutinas
diarias que había gestionado con tanta maestría para su cuidado. Compartió con
orgullo que aunque los médicos le habían dado un máximo de seis meses de vida,
la fecha ya había pasado. Eso fue hacía tres años.
Algunas personas están tan acostumbradas al
tejido de amor que forma su familia que parecen ignorar la excepcional calidad
de los lazos que forjan sus vidas. Se necesita la mirada de otro para revelar
lo extraordinario en el corazón de lo cotidiano, y la calidez de un corazón
tallado en la nieve. Las experiencias de final de vida también brindan la
oportunidad de reconocer la posibilidad de la gracia cuando, como dijo
Patricia, «el ahora se convierte en el fin», porque proporcionan contexto para
eternas historias de amor que se extienden hasta la eternidad, y más allá.
En su máxima expresión, la vida se trata de
esta "pequeña cosita" que sentimos por quienes amamos (madre, padre,
hijo, cónyuge o mascota), y del amor que recibimos a cambio. Puede que hayan
pasado ochenta o veinte años desde que expresamos ese amor, pero cómo nuestra
madre nos despidió, o cómo nuestro padre nos esperó cada día después de la
escuela, importa de maneras que rara vez registramos cuando ocurren estos sucesos
. Las experiencias de final de vida resaltan los momentos de nuestro
pasado que importaron pero que tal vez dimos por sentado, aquello que sucedió
cuando estábamos demasiado ocupados haciendo otros planes. Ayudan a replantear
la muerte de una manera que no se trata de las últimas palabras y el amor
perdido, sino de un yo fortalecido y los vínculos inquebrantables entre las
vidas y a través de ellas. Joan, Beverly, Patricia y Benny no eran solo
ancianos viudos en el ocaso de la vida sino humanos realizados con vidas
interiores llenas de amor, lealtad y conexión. Sus sueños previos a la muerte
los llevaron más allá de la fragilidad física, a un lugar donde el amor es
perenne e "intenta cosas más allá de sus fuerzas".
CAPÍTULO SIETE. El lenguaje de la muerte del niño.
La
fe del niño es nueva, entera, como su principio, amplia, como el amanecer. Con
ojos frescos, munca tuve ninguna duda. - Emily Dickinson.
Cuando conocí a Jessica tenía trece años, y no sabía cómo
ayudar a morir a un niño. Y, a decir verdad, nunca quise aprenderlo. Era la horrible
incongruencia de un niño en cuidados paliativos, el cruel absurdo de que la
vida terminara al principio, además de mi fuerte aversión a la pediatría. Los
niños en apuros siempre me habían desquiciado de una manera que me hacía sentir
menos capaz como médico. Esta sensación se agravaba al ser padre de dos niñas
pequeñas.
Así que cuando llegó el momento de conocer a
Jessica en persona no pensé ser yo el más indicado para la ocasión, y mucho
menos el médico adecuado. Jessica tenía sarcoma de Ewing, un tipo raro y
maligno de cáncer óseo. Habían pasado tres años desde su diagnóstico y era mi
primera "paciente de cuidados paliativos pediátricos". Esa es la
frase que usan los médicos para mitigar la realidad de la muerte de un niño.
Sabía que mi reacción sería visceral, tanto
que me preocupaba que cualquier experiencia médica que pudiera ofrecer no
compensara mis miedos. Y tenía razón. No lo hizo. No lo necesitaba. Al entrar
en su habitación, intentando ser el médico que creía que ella necesitaba que
fuera, me di cuenta rápidamente de que ninguna experiencia médica podría
compararse con su inocente sabiduría.
Preparado para una conversación insoportable
en cambio me encontré con una jovencita alegre, ansiosa por charlar sobre su
día, su madre, sus mascotas y sus sueños. Jessica no se detuvo a lamentar la
vida que no podría vivir, ni a hablar de su futura carrera o hijos. No tenía
remordimientos, ni pensamientos sobre lo que podría haber sido de no tener la
enfermedad, ni hablaba de oportunidades perdidas, ni ninguna de las
consideraciones que a menudo oscurecen la conciencia adulta. Estaba demasiado
ocupada viviendo el presente, la niña vivaz y cariñosa que su madre siempre
había conocido, a pesar de sus dolorosos síntomas y los efectos secundarios del
tratamiento. Estaba demasiado encantada con el mundo celestial que veía en sus
sueños, donde su perro Sombra recientemente fallecido vagaba libre y sano de
nuevo. Estaba demasiado concentrada en llegar a noveno grado de estudios, su
meta personal. Todavía quería ser niña
haciendo lo que hacen los niños. Si hablaba de la muerte era algo incidental.
Pero también fue más allá de eso.
Los niños tienen pocos puntos de referencia
para la muerte; carecen de lenguaje para la mortalidad, y mucho menos para
"luchar" contra ella. De hecho, la metáfora de la guerra, tan común
para describir la vida con una enfermedad terminal, no podría ser menos
apropiada en relación con la experiencia de morir de un niño. Los niños no
luchan contra la muerte. Viven cada momento no como si fuera el último sino
como si fuera a perdurar. La aceptación no es un estado que deban alcanzar con
esfuerzo. Lo habitan y lo encarnan, todo al mismo tiempo.
Ni a Jess ni a su madre, Kristin, se les dio
un pronóstico ni una tasa de supervivencia al momento del diagnóstico, y
tampoco preguntaron. Jessica se estaba muriendo, —es decir, viviendo plenamente
consciente de su inminente muerte—, pero nadie se lo había dicho
explícitamente. Simplemente lo sabía. Los niños tienen capacidad intuitiva para
comprender cuándo la muerte es inminente. La negación les resulta tan ajena
como natural en los adultos. Así que, como la mayoría de los niños moribundos,
Jessica comprendió más de lo que dijo, o de lo que le dijeron. Fue la
exposición, no la narración, de sus sueños y visiones lo que la inspiró. Soñaba
con tonos y texturas distintos, lo que no solo la hizo consciente de su muerte
inminente, sino que también la afianzó en el amor.
Las experiencias de los niños al final de la
vida, al igual que las de otros pacientes, se caracterizan por el regreso de
seres queridos. Sin embargo, a diferencia de los adultos, los niños a menudo no
conocen a alguien que ya haya fallecido. Por ello quienes más los han querido y
finalmente regresan a su lado suelen ser sus queridas mascotas. Las visiones de
su perro, Sombra, y de Mary, la amiga fallecida de su madre, poblaron los
sueños y visiones de Jess a medida que se acercaba su hora.
A diferencia de los adultos, que piensan en
los animales en términos de su menor esperanza de vida los niños ven a las
mascotas como compañeros de por vida. A menudo, la mascota familiar llega antes
del nacimiento del niño y, por lo tanto, es intrínseca a la familia y a su
mundo. La distinción entre humanos y animales no resuena en su conciencia, ni
siquiera en su inconsciente. Su relación con los animales domésticos es a
menudo la forma en que aprenden a relacionarse con los demás, a cuidar y amar,
y cómo se enfrentan a la mortalidad por primera vez. La descripción que Jessica
hace de su perro ilustra mejor cómo, para ella, él era parte de la familia:
"Estábamos muy unidos aunque la mitad del tiempo no me caía bien porque
siempre estaba encima de mí, pero aún así lo quería". Sombra era un
labrador negro mestizo de 32 kilos, indolente, mendigo y a menudo molesto, que
había sido, junto con su madre, su apoyo.
Tengo grabado en la mente el recuerdo de esta
chica serena y decidida, sentada con las piernas cruzadas en el sofá, con las
manos en el regazo, respondiendo a mis preguntas con naturalidad. «Mis sueños
ahora son buenos sueños», explicaba Jessica con cautivadora franqueza. Nunca se
desvió de esta forma directa de expresión, ni siquiera cuando el equipo de
cámaras aparecía para filmar la interacción para un documental. Para entonces,
mis preguntas eran bastante predecibles: siempre preguntaba por la salud, sus
rutinas diarias, sueño y estado de ánimo. Aun así, Jess se sentaba allí como
una maestra zen, obsequiándome con toda su atención. Luego, articulaba sus
respuestas cuidadosas y reflexivas a cada pregunta. «Sueño con mi viejo perro Sombra,
que falleció. Está bien: corre, se divierte, pero luego se escapa y no lo
vuelvo a ver. Siento que es su forma de despedirse. De vez en cuando viene a
verme, y tengo la sensación de que está ahí para decirme que estoy bien, que
estoy a salvo».
Jessica rápidamente comprendió el sentido del
regreso de Sombra en su sueño como "significado del amor". Él era un
explorador, no un portador del féretro, y había regresado para brindarle el
amor y el apoyo que necesitaba para emprender su viaje al final de la vida. La
difícil conversación sobre la muerte, que una vez temí, se había vuelto
completamente irrelevante. De hecho, lo había estado viviendo consigo misma, en
sus sueños al final de la vida, y estos ya le habían proporcionado todas las
respuestas que buscaba o necesitaba.
Antes de Jessica, asumía que para que una
niña comprendiera la muerte necesitaba pintarle una imagen. Recuerdo haber
ideado estrategias para usar lenguaje e imágenes sencillas, así como
referencias apropiadas para la edad. Pero mi suposición se debía a una
condescendencia injustificada, no a la realidad de la experiencia de morir de
una niña.
Me sorprendió descubrir que esta niña
comprendía su mortalidad mejor de lo que jamás hubiera imaginado. Lo que los
adultos experimentan al principio como duelo Jessica ya lo había transformado
en imágenes sensoriales de alegría, color, calidez y seguridad. Lo que nosotros
percibimos como separación ella lo experimentaba como un reencuentro amoroso
bajo la guía de su perro Sombra. El regreso de su perro en sueños indicaba que
el fin estaba cerca pero no le provocaba miedo a lo desconocido. En cambio le
brindó el consuelo y la tranquilidad de saber que entraría en un territorio
seguro, acogedor y familiar junto a un peludo amigo. La muerte de un niño puede
ser inimaginable al adultos, pero para el niño es estímulo para su imaginación.
Como la mayoría de los niños moribundos,
Jessica no distinguía claramente entre su mundo inmediato y el imaginario de los
sueños. Más bien vivía los sueños recurrentes como si fueran visiones reales.
De hecho no siempre podía distinguir cuál era cuál. "Normalmente
simplemente me acuesto boca arriba e intento recrear ese sueño. Y pienso en lo
que me acaba de despertar, pero me da miedo ver lo oscura que está mi
habitación. Una noche había una cosa larga y negra allí y era Sombra, junto a
mi cama. Bajé al suelo [para acariciarlo] y parecía que su cabeza subía, y
luego desapareció”. Lo que vio le pareció tan real que estiró la mano para
tocarlo.
Recuerdo intentar explicarle su experiencia
con palabras. La describí como un sueño que se funde con tu realidad al abrir
los ojos. Me miró perpleja, como si no estuviera convencida. Mi lenguaje aún
implicaba una separación entre el sueño y la vigilia y, por tanto, no lograba
conectar con la experiencia vívida de su sueño. Cuando le pregunté si Sombra le
había hablado alguna vez puso los ojos en blanco, como una adolescente, y
respondió: «Los perros no hablan». Para Jessica, la difuminación de la línea
entre la realidad y su mundo onírico no implicaba un fallo en su lógica ni en
su capacidad de razonamiento.
Con el tiempo aprendí la lección, que era
decir menos. En cambio, me quedé asombrado mientras Jessica compartía
percepciones y experiencias que contenían una comprensión de la progresión de
una enfermedad para la que no tenía palabras.
Continuó
soñando con Mary, la mejor amiga de su madre, que había fallecido a los treinta
y cinco años, cuando Jessica tenía solo ocho: "Mary es una de las mejores
amigas de mi mamá y falleció de leucemia. Creo que yo estaba muy cercana a
ella, y ella lo estaba de mi mamá. Me caía bien. Era muy agradable. La vi en la
habitación de mi mamá. Subiendo las escaleras, iba a mi habitación y me detuve
cuando vi con el rabillo del ojo que alguien jugaba con las cortinas de mi
mamá. Llevaba puesta su camisa favorita. Mi mamá me dijo que así era porque le conté
que era una camisa de franela a cuadros grises y azules”. Me sorprendió un poco
el estoicismo de su yo soñador ante la presencia de una persona muerta
caminando. Le pregunté si su madre estaba allí. “Sí, estaba, pero Mary no me
miró; presentía que si la llamaba por su nombre
me miraría, pero no quería asustar a mi madre”. Jessica era hija única de madre soltera, lo que la
dejó con una última incertidumbre una vez que
se resolvió su preocupación por la muerte: “¿Qué haré
sin mi madre?”. La visión de esta madre sustituta, la mejor amiga de su madre
en la habitación materna le trajo una paz tremenda. Sintió “alivio y
felicidad”. Continuó: “Mary era una persona muy fuerte, y sé que yo soy fuerte
y mi madre me dice todo el tiempo que soy como ella”.
Kristin, que nunca se separaba de su hija, le
recordó: “Me dijiste todo el tiempo: ‘Mamá, vi un ángel’, y luego pudiste
dormir”.
—Sí, —asintió Jessica—. Pude dormir. Fue muy
reconfortante y no me dio ningún miedo.
Al principio, Jessica se mostró reticente a
compartir su visión de María con Kristin por miedo a inquietar o asustar a su
madre. Esta notable abnegación en el momento de la muerte es un tema común
entre los niños moribundos. Todavía no he conocido a muchos niños que dejen
este mundo sin intentar proteger a quienes quedan atrás.
Los sueños de Jessica habían representado una
obra en dos actos que encarnaba y resolvía el enigma de lo que suponía su muerte.
Primero su perro, «regresó a mí y eso significa que estoy bien y que no estoy
sola». Luego, al reconocer la muerte inminente, surgió una nueva preocupación:
cómo iba a vivir sin su madre. Jessica desconocía un mundo y un yo que no
incluyera a su madre. Su relación era verdaderamente simbiótica y la enfermedad
la había intensificado. La dependencia de Jessica hacia su madre definía su
identidad hasta el punto de que lo que más temía su alma era vivir sin ella.
Esta era la fuente de una profunda ansiedad que no podía expresar con palabras
pero que su segundo sueño con Mary abordó y resolvió de todos modos.
Como adultos, solemos asumir que aceptar el
final de la vida implica aceptar la muerte. En consonancia, muchos piensan que
mi trabajo como médico de cuidados paliativos es guiar a los moribundos hasta
ese punto, ayudar a aceptar la idea de la finitud, pero no siempre es así. En
los cuidados paliativos el conocimiento de la muerte nunca es el final de la
conversación: es el comienzo. Nos hacemos preguntas del tipo: "¿Cómo te
sientes?"; "¿Estas bien?"; "¿Estás en paz?", y no porque
no importe las respuestas sino porque lo que importa es el proceso y los sueños
de los pacientes sobre el final de la vida desempeñan un papel importante en
esta evolución. No son el fin ni la meta. Son las herramientas que utilizamos
porque no son de nuestra creación.
Hasta que conocí a Jessica no podía imaginar
que los niños tuvieran acceso a sus propias herramientas durante el proceso de
morir. Asumía que una mente joven no era apta para manejar una conversación
sobre el fin de la vida, y no apreciaba las sofisticadas maneras en que podía
ocurrir. Jessica tenía una comprensión de la muerte que superaba cualquier cosa
que yo pudiera haber imaginado; creaba conexiones, abstracciones y conclusiones
que yo no podría haberle dado, y no requerían palabras ni comentarios. Yo solo
tenía que escuchar.
La inocencia de una niña es infinitamente más
profunda que la ignorancia. Sin saberlo, las experiencias de Jessica al final
de su vida enseñaban, tanto a ella como a sus cuidadores, a afrontar lo
aparentemente inconcebible. Y lo más importante, a su madre Kristin le ayudaron
a iniciar el proceso que no podría haber aceptado conscientemente: el de dejar
ir. Pero Kristin no estaba dejando ir a su hija, —no podría hacerlo—, sino que
dejaba la negación.
Madre e hija compartían un lenguaje tácito y
un vínculo espiritual que perdura hasta el día de hoy. Seis años después de la
muerte de su hija, Kristin aún siente la presencia de Jessica. Sigue decorando
su casa para cada festividad porque "Jess no lo cambiaría por nada".
Todavía cuida de Lulu, la gata naranja consentida y con sobrepeso de su
pequeña, quien sigue usando el adorno gracioso que Jess una vez le puso en el
collar. Aún recuerda lo que Jess llevaba puesto el lunes 13 de septiembre de
2010, el día en que recibieron el devastador diagnóstico. Y sonríe al recordar
los preciosos dos años, seis meses y cuatro días que estuvo con su hija dese
esa noticia.
Kristin puede haberla dejado ir, pero no ha
seguido más allá de eso. No lo necesita. Ningún padre lo necesita. La
aceptación no lo requiere ni lo justifica. No hay nada roto en la relación con
nuestros hijos por lo que debamos distanciarnos de ellos por su muerte. No hay
nada con qué reemplazarlo o suplantarlo. Para Kristin, no había forma de
superar el legado de fortaleza y magnanimidad que Jess dejó atrás, solo quedaba
seguir adelante con él. Años más tarde, cuando me reuní con Kristin para
recordar a su formidable hijita, no pudo evitar sorprenderse de su inexplicable
fuerza y capacidad para hablar en el funeral de su hija tan poco tiempo después
de la muerte de la pequeña. «¿Qué madre hace eso?», exclamó. «La de Jess»,
respondí sin dudarlo. A menudo son nuestros hijos los que nos convierten en los
padres que no sabíamos que podíamos ser.
Esto también se aplica a Michele, otra madre
guerrera que desconocía su fuerza hasta que la llamaron las necesidades de su
hija enferma. La metáfora de la guerra, por inapropiada que sea para quienes
viven con una enfermedad terminal, tiene profunda resonancia cuando se trata de
los padres de niños moribundos. He conocido padres que, en medio de un dolor
inimaginable, encontraron en sí mismos el coraje para ayudar a su hijo a vivir
una vida lo más plena posible en el espacio que separa la muerte de la agonía.
Los he visto enfrentarse a un sistema médico que pierde el rumbo, pasando de si
el paciente muere a cómo muere. He observado la persistencia de estos
padres en una batalla cuesta abajo cuyos éxitos se miden en sonrisas y logros,
no en victorias.
Cuando conocí a Virginia Rose aparentaba la
mitad de su edad. El retraso en el crecimiento fue uno de los efectos
secundarios de la radioterapia cerebral completa que había recibido diez años
antes para tratar la leucemia. La otra consecuencia imprevista fue el tumor
cerebral que se diagnosticó erróneamente como de crecimiento lento y bajo
grado. Tenía catorce años y medio y su familia se preparaba para celebrar el
décimo aniversario de la curación de la leucemia.
Con la valentía que siempre la había
definido, Michele, madre de Virginia, se preparó para otra larga batalla contra
el segundo diagnóstico de cáncer. En cuestión de meses se dio cuenta de que su
hija estaba deteriorándose más rápido de lo esperado y no podía comprender qué
sucedía. No tenía claro si el empeoramiento del estado neurológico de Virginia
se debía la enfermedad o al tratamiento, y qué síntomas eran permanentes y
cuáles reversibles. No sabía si así era como se suponía que debía ser la
enfermedad, de nombre aparentemente impronunciable. Michele no sabía, —en
realidad no quería saber—, si su hija se moría. Su instinto maternal
casi se lo había dicho pero nadie le había aclarado las cosas. Seguía
confundida sobre el cuándo y el cómo. Estaba perdida en un viaje sin mapa,
afligida y confundida por la espiral de la medicina moderna que no le
proporcionaba la comunicación abierta y directa que tanto necesitaba.
Finalmente, Michele llevó a su hija, que se
estaba debilitando, al hospital y se plantó: «No me iré hasta que alguien me
diga qué le pasa a mi hija». Fue una de las muchas madres que he conocido que,
sufriendo el dolor de la incertidumbre, han llevado al hijo moribundo a
urgencias en busca de respuestas en lugar de intervención. No es la realidad lo
que estos padres no pueden afrontar, es la falta de orientación y dirección lo
que les resulta insoportable.
El fatídico día en que Michele requirió, en
nombre de su hija, información sobre la enfermedad que la debilitaba produjo resentimiento
en el médico que cubría el servicio. Insegura por todas las implicaciones del
diagnóstico presionó tanto que el exasperado doctor le arrojó tres documentos
médicos en lugar de la conversación compasiva que ansiaba y merecía. Recogió
los documentos y se abrió paso a tientas entre la jerga médica para descubrir
la devastadora verdad que ningún padre debería tener que afrontar solo: Virginia
tenía un tipo de tumor cerebral diferente al que los médicos le habían
diagnosticado inicialmente: un glioblastoma, una forma incurable de cáncer
cerebral. Aunque la patología puede ser confusa y hay muchas sutilezas en los
diagnósticos, las implicaciones de esta segunda calificación fueron
trascendentales. La nomenclatura puede ser irrelevante pero Michele había
estado trabajando con la premisa de que su hija padecía una enfermedad
potencialmente controlable cuando, en realidad, la dolencia era terminal.
La atención médica a menudo se asemeja a una
cadena de montaje de intervenciones médicas altamente tecnológicas y
especializadas, cuyo funcionamiento fragmentado puede dejar a las familias en
duelo con incertidumbre. Como expresa el cirujano y escritor Atul Gawande, en
su libro Being Mortal: “La ciencia médica ha dejado obsoletos siglos de
experiencia, tradición y lenguaje sobre nuestra mortalidad, creando una nueva
dificultad para la humanidad: cómo morir”. La atención sanitaria actual se
dispensa en dosis que no conforman una historia humana.. Los órganos se tratan
individualmente, mientras que la humanidad del paciente a menudo se ignora. Los
mejores recursos de la medicina a menudo fallan al no tomar tiempo para ayudar
a los padres a comprender qué le sucede a su hijo moribundo, cómo aliviar sus
últimos momentos, o incluso cómo reconocer esos momentos.
En el tiempo que transcurrió entre los dos
diagnósticos de Virginia, el esperanzador y el devastador, se sometió a varias
cirugías cerebrales que le provocaron pérdida progresiva de función
neurológica, incluyendo la parálisis completa del lado izquierdo del cuerpo.
También desarrolló una infección posoperatoria en el cráneo, que no
cicatrizaba. Debido a su sistema inmunitario debilitado, múltiples rondas de
antibióticos no lograron detener la propagación de la infección al cuero
cabelludo.
La Virginia que sufría estos síntomas
extenuantes, sobre la que había leído en mis notas médicas, no era la que
conocí. La que recordamos, su madre y yo con amor, no se definía por el cáncer
y la infección que su cuerpo no podía combatir, ni por la silla de ruedas en la
que se sentaba. La Virginia por la que aún sonreímos y lloramos era la joven
que, a pesar de las complicaciones de la enfermedad, rostro decaído y herida
infectada en la cabeza, conservaba la capacidad de asombro de una niña. Era la Virginia
que se mantuvo, en palabras de Michele, "obstinada en querer
aprender", a pesar de sus capacidades cognitivas deterioradas, otro efecto
secundario de la radioterapia cerebral completa a la que fue sometida. Era la Virginia
que, como cualquier adolescente de su edad, disfrutaba mantenerse al día con
las canciones y artistas populares del momento, los ídolos adolescentes y las noticias
del entretenimiento. Era la Virginia cuyos coloridos pañuelos en la cabeza
transformaban la herida hinchada en una especie de declaración de moda, y la
que cuando le preguntaban si había algo sobre la enfermedad que yo debería
saber ofrecía su sonrisa más radiante antes de responder, simple y sin
afectación, "Sí, soy hermosa".
Recuerdo la acogedora casa suburbana en la
que Virginia vivía con su madre, padrastro y hermanos. Todo en su espacio vital
describía a una típica adolescente estadounidense, excepto la cama de hospital,
la bandeja metálica con sus medicamentos y el orinal portátil en la esquina de la
habitación. Tenía un acuario con dos peces y todos los peluches marinos de la
película de Disney Buscando a Nemo . Las paredes del dormitorio estaban
cubiertas de pósters de la banda juvenil One Direction. Le encantaba cantar los
éxitos de los ídolos adolescentes de su generación y tenía especial debilidad
por Justin Bieber y Shawn Mendes. Bromeaba con su cariño por los canadienses. Yo
sonreía porque sabía que yo también lo tenía.
Virginia me contó sobre las sombras que a
veces veía. Revoloteaban a su alrededor al despertar por la noche. Solían
asustarla, pero después de un sueño en particular empezó a encontrarle
consuelo. El cambio ocurrió durante una resonancia magnética, cuando se quedó
dormida dentro de la máquina de pulsaciones y tuvo la visión de su querida tía
Mimi, que había fallecido recientemente. Al igual que Jessica, Virginia no
tenía un vocabulario complejo para la muerte, así que imaginó una nueva
realidad basándose en el lenguaje y las imágenes que tenía a mano. En su sueño
vio a su tía en un castillo, "con un bebé en la ventana, y se puede ver el
sol a través de ella". No podría haber evocado una metáfora más hermosa y
necesaria para un renacimiento en un mundo libre de daño. Había calidez y luz,
en una estructura que sugiere tanto fortificación como protección sin
restricciones. Virginia describió el castillo como "un lugar seguro"
para la tía Mimi, así como para la abuela Rose, quien también había fallecido
hacía poco. Virginia podía sentir a Mimi abrazándola y susurrándole al oído:
"Tienes que volver ahí abajo y luchar".
A Virginia le encantaba nadar cuando no tenía
cáncer, así que su castillo también tenía piscina. Estableció el ambiente para
la actividad que le había dado alegría cuando estaba sana. También llenó sus
sueños con una colección de animales que había conocido, amado y perdido.
Perros, gatos y pájaros se turnaban para aparecer, resucitados como versiones
sanas de sí mismos. Cuando despertó después de la resonancia magnética estaba
casi eufórica y le dijo a su madre: «Voy a estar bien; no estoy sola».
Tanto Virginia como Jess crearon mundos
interiores que les brindaron lo que el mundo real no podía: la oportunidad de
recuperar su plenitud. La presencia de animales muertos que volvían a la vida
les servía de presagio de salud recuperada y les hacía sentir seguras, a gusto
y queridas.
Al igual que Jess, ya sabía que abandonaría
la realidad de los vivos para ir a un lugar habitado por muertos. Sus sueños se
lo decían. A medida que la enfermedad avanzaba sus sueños se multiplicaban, al
igual que los animales y mascotas fallecidos, que ahora disfrutaban de salud y
libertad en "el castillo". En este mundo alternativo, la certeza de
la muerte inminente se integraba con la certeza del amor de otra existencia,
una libre de enfermedades, al igual que la visión de sus mascotas, cuyo amor y
aceptación incondicional también estaba convocando. Virginia no necesitaba
palabras adultas, aunque debía saber que nosotros sí porque nos las
proporcionaba indirectamente a través de las canciones que amaba.
Cuando le preguntaba por su música favorita, Virginia
mencionaba títulos de canciones y yo enseguida le revelaba mi ignorancia sobre
los gustos musicales de su generación. Ella, con amabilidad, pasaba página. Un
año y medio después de su fallecimiento me detuve a escuchar la letra de una de
sus canciones favoritas, "Stitches" de Shawn Mendes, una canción
sobre las heridas emocionales causadas por un amor no correspondido. Virginia
se sabía la letra completa. A medida que mi mente comenzaba a procesar su
verdadero significado me di cuenta de que para Virginia los términos físicos y
médicos que usaba Mendes no podían tener nada de metafórico:
Pensé
que me habían lastimado antes,
pero nadie
me había dejado nunca tan dolorido...
Ahora
necesito que alguien me devuelva la vida.
Tengo la
sensación de que me estoy hundiendo...
Necesitaré
puntos de sutura.
Tropiezo
conmigo mismo
Dolorido, rogándote que vengas a ayudarme
El estribillo era aún más
desgarrador:
Aguja
e hilo
Tengo que
sacarte de mi cabeza
Aguja e hilo
Terminaré muerto
Me quedé sin palabras. Una vez más, había hecho
suposiciones sobre los rudimentos del proceso mental infantil para acabar
dándome cuenta de mi limitada comprensión. A los dieciséis años Virginia se
encontraba entre la infancia y la adultez así que el lenguaje con el que
procesaba la mortalidad pertenecía a ambos mundos. Soñaba con castillos
celestiales mientras cantaba sobre el dolor real. Aún anhelaba un tiempo en que
los puntos de sutura bastaran para curar una herida.
Michele nunca había hablado con su hija sobre
la muerte. No le hacía falta. Seis semanas antes de morir Virginia le envió un
mensaje telefónico para decirle: «Quiero morir. Nunca voy a mejorar». Era
plenamente consciente de lo que su madre se esforzaba por reprimir. También
procesaba la verdad en más de un guion. A veces eran pantallas, canciones o
sueños los que conspiraban para hacer digerible lo inimaginable, ya fuera para
los adultos que no podían aceptarlo o para ella misma, que ya lo había hecho.
En los días previos a su muerte, Virginia
llamaba a su madre cada quince minutos aproximadamente. Un día Michele acababa
de regresar a la cocina, donde guardaba el transmisor del monitor de bebé que
siempre estaba en la habitación de su hija. De repente, oyó a Virginia
conversando animadamente. Regresó a la habitación de su hija para preguntarle
con quién hablaba. "Hablaba con Dios. Es viejo, pero es bastante mono”. Algo
sorprendente para una niña que no había sido criada con la religión ni ido a la
iglesia. Añadió, como para tranquilizar a su madre: “No voy a enfermar, ya
sabes, adonde voy, al castillo”.
Después de su encuentro con Dios, Virginia
dejó de llamar repetidamente a su madre. Su fuente de consuelo se había
trasladado a su rico mundo interior, un mundo cuyo contenido antes había
compartido, pero que ya no necesitaba. Vi a Virginia al día siguiente y estaba
tranquila y cómoda. Murió cuatro días después.
Pienso a menudo en Virginia pero en ningún
momento su recuerdo me atormentó tanto como cuando conocí a Sandra, una chica
siria de dieciséis años que se había mudado recientemente a Estados Unidos con
su familia.
Se trataba de una niña cuyos padres habían
solicitado el estatus de refugiado trece años antes. Ahora, menos de seis meses
después de la llegada a su tan esperado nuevo hogar, su única hija se
trasladada a la Unidad de Pacientes Internos, del hospital de terminales, con
cáncer óseo con metástasis extensa. Marine y Hanna, los padres de Sandra,
esperaban contra todo pronóstico que el mudarse a Estados Unidos ayudaría a
salvar a su pequeña. Profundamente religiosos, habían visto el momento de su
emigración al país con la medicina más avanzada del mundo como una respuesta a
sus oraciones.
Sandra fue enviada a el hospital de pacientes
terminales de Búffalo desde el Centro Oncológico Integral “Roswell Park” para
el manejo de su dolor persistente. Su sufrimiento físico, así como la
enfermedad subyacente, se habían agravado abruptamente y, dado su grave nivel
de angustia, la atención domiciliaria no habría sido apropiada.
En el hospital, Sandra, desesperada por
alivio, seguía pidiendo más medicina contra el dolor. Me sorprendió el estado
avanzado de la enfermedad y la ineficacia del tratamiento previo para el dolor
algo que, por desgracia, veo con demasiada frecuencia en cuidados paliativos
sobre todo en niños que se resisten más a la medicación.
Como muchos pacientes que experimentan
sufrimiento intenso, Sandra quedó traumatizada por el dolor, de manera similar
a lo que ocurre en el trastorno de estrés post traumático, o TEPT. En estado de
miedo intenso, ahora anticipaba el dolor con cualquier movimiento que hiciera.
Comprensiblemente, había perdido la confianza en la obligación de la medicina
de aliviar el sufrimiento. Aun así, Sandra solo expresaba gratitud por la
atención que recibía en esta tierra extranjera que nunca podría llamar hogar.
Aprovechando que su familia no podía
escucharla Sandra solicitó sedación completa. Confesó que quería evitar a sus
padres que vieran su sufrimiento, así que pidió medicamentos "para poder
dormir". Estaba agotada por la enfermedad y le costaba mantenerse alerta y
concentrada; sin embargo, aliviar el sufrimiento de los demás era más importante
que el dejar ir sus últimos momentos de vigilia.
Desarrollamos un plan para controlar el dolor
de Sandra. La medicación administrada fue efectiva y la hizo sentir cómoda.
Pasó de pedir que la dejaran inconsciente a pedir quedarse en el hospital:
"No quiero ir a casa".
A diferencia de sus padres, Sandra hablaba
inglés con fluidez. Dado lo mucho que había sufrido su prioridad era quedarse
donde encontraba consuelo. Su hogar era donde estaba el dolor, donde era
insuperable, donde había sufrido más de lo que podía amar.
Así fue como me di cuenta por primera vez de
que ella lo sabía.
Ella lo sabía, aunque sus padres hacían todo
lo posible por ocultarle la verdad. No querían que pensara que se estaba
muriendo. A pesar de su profundo catolicismo, rechazaron la oferta de un
capellán que estuviera presente junto a su cama. Eso podía dar, sin querer, una
pista sobre la enfermedad. No habría conversación, consejo espiritual ni
reconciliación para su pequeña. Querían que su vibrante hija siguiera creyendo
en tratamientos, en la posibilidad de una cura, en milagros. Intuitivamente
comprendí de dónde provenía esta insistencia. Sandra era una luchadora, una
fuerza de la naturaleza, y verla resignada a su trágico destino habría
significado perderla dos veces. No podían privarla de esperanza sin renunciar a
la suya. Era demasiado pedir a unos padres que lo habían sacrificado todo para
darle a su hija una vida mejor que nunca tendría.
Mamá y papá se turnaban junto a la cama de
Sandra, mientras que Tony y Remi, amigos de la familia, acudían siempre que
podían para servir de intérpretes. Tony y Remi eran los amigos que habían
proporcionado un hogar a la familia Haddad a su llegada a Estados Unidos, y
Sandra era como una hija para ellos. Hablaban de ella con tanto orgullo como si
fueran sus padres. Y sus hermanos coincidían, con cariño, en que era más
inteligente que ellos dos juntos.
Nunca me sentí cómodo con mi incapacidad para
comunicarme directamente con la familia, pero agradecí su disposición a
interpretarme. También sabía que no todo requería interpretación. Lo que no
necesitaba traducción, por ejemplo, era la tragedia de esta joven y su familia,
o el amor que emanaba de padre a hija, de hermano a hermana, y que, a pesar de
su debilidad, Sandra reflejaba en cada uno de ellos.
A medida que Sandra se aliviaba de su dolor,
volvía a parecerse más a la joven despreocupada que amigos y familiares habían
conocido y cuya vitalidad y altruismo eran tan intensos que el mundo se
oscureció notablemente al perderla. Esta era la Sandra que, atrapada entre dos
culturas y dos idiomas, había bailado y rezado para acceder a ambos; la Sandra
que me contó las fiestas a las que había ido en Siria, y fotos de las cuales
aún podía acceder a través de las redes sociales; la Sandra que aprendió inglés
por su cuenta preparándose para su emigración y que, al aterrizar en un
hospital oncológico, comenzó a enseñar a sus enfermeras todos los pasos de
baile árabe que conocía. Esta era también la chica que, al regresar de su
tratamiento un día, se ponía de pie en el descapotable de Tony, extendía los
brazos y gritaba con tanta alegría que él también se transportaba a una época
en la que el abandono temerario triunfaba sobre las legalidades. La muchacha
que, cuando estaba postrada en cama, llamaba a Remi, la esposa de Tony, para
que fuera a jugar a las cartas con ella: “Remi, tomé morfina, podemos jugar”. La
Sandra cuyos videos documentan esta notable paradoja: la de bailar en cada suceso,
con cualquier canción, en bancos, en pasillos, a la vista de la multitud así
como en la privacidad de su casa, a pesar de su brazo discapacitado, a pesar
del pañuelo y su inconfundible palidez.
Al igual que Jess y Virginia, Sandra era
suficientemente mayor para saber, pero demasiado joven para morir. Y al igual
que ellas, fueron sus sueños recurrentes los que revelaron la verdad que nos
habían ordenado ocultar. Sandra soñó una y otra vez que escalaba la ladera de
una montaña mientras la gente al pie del monte intentaba arrastrarla hacia
abajo e impedirle alcanzar a los ángeles de arriba. Pudo ver una cruz en la
cima de la montaña que, cuando finalmente la alcanzó, la liberó del dolor. Esta
era una secuencia recurrente de sueños que compartía a menudo y con muchas
personas. Era impactantemente vívida, tanto que se sentía nerviosa al contarla.
Lo que la ataba a la tierra le traía un dolor inmenso y su sueño, al liberarse
de ello, escenificó la promesa de una vida revivida sin sufrimiento. La ayudó a
forjar su camino más allá de la atención
médica y la guía espiritual por las que estaba agradecida, pero que no podían
recomponerla. A través de sus experiencias de final de vida creó un mundo que
la ayudó a sentirse libre y sin cargas, libre de dudas y daños físicos.
Sandra provenía de una cultura profundamente
devota, por lo que tenía sentido que sus sueños y visiones de final de vida se
contextualizaran en el simbolismo de la fe. Sin embargo, el final de la
historia siguió siendo el mismo que el de Jess y Virginia, a pesar de las
diferentes imágenes o referencias. Era una historia similar de promesa, salud y
calidez, tan inspiradora que la hizo sentir reconciliada con la "voluntad
de Dios".
Esta fue una historia cuyo significado no
requirió explicación para la mayoría de quienes estábamos junto a su cama. Al
escucharla, Tony, el amigo de la familia, reconoció de inmediato lo que los
padres de Sandra no podían afrontar. De hecho, estaba tan convencido de la
inminencia de su muerte que se sintió impulsado a tomar las riendas, por el
bien de sus padres: los preparativos del funeral.
Sin que su familia lo supiera, Sandra se
había despedido en Facebook una semana antes de morir. Anunció a sus amigos
sirios que esta sería su última publicación "por un tiempo". Pero lo
que dejó en su muro de Facebook fue nada menos que una elegía cuyo significado
no se perderá en la traducción: "Es cierto que todavía soy demasiado joven
para hablar de mi experiencia de vida pero a través de mi enfermedad tengo la
sensación de que gané mucho en términos de madurez. Aprendí que todos debemos
hacer nuestro mejor esfuerzo para compartir la alegría incluso si sufrimos o
somos infelices. No pienses, planees ni trabajes para el más allá. Vive el día
a día. Vive el momento. Porque estos momentos no volverán y porque el plan de
Dios para ti se cumplirá de todos modos”. Sandra hizo lo que la mayoría de
nosotros no podríamos hacer. Se despidió, y lo hizo en sus términos, en su idioma y en el medio de su tiempo. Al
hacerlo, compartió la sabiduría que había acumulado en su corta vida, y a
través de su enfermedad: la importancia de la fe, la gratitud por cada momento
vivido y la responsabilidad de compartir la alegría.
Es precisamente porque la idea de un niño
moribundo es tan inconcebible que la aparente serenidad que tienen ante la
muerte resulta tan sorprendente. Sin embargo es tan cierto para ellos, como
para los adultos, que los sueños y experiencias de final de vida están llenos
de los sucesos, personas y mascotas que necesitan para afrontar la muerte con
dignidad y paz.
Quienes tuvimos el privilegio de conocer a
Jessica, Virginia y Sandra nos vimos obligados a lidiar con una sensación de
pérdida sin sentido cuando fallecieron. La muerte en la infancia es como una
promesa incumplida, y siempre es una tragedia. Sin embargo, los niños
moribundos siguen adelante sin las dudas y los arrepentimientos que los adultos
albergamos. Los niños no comparten nuestra desesperación y el dolor del mundo.
En pocas palabras, nuestros miedos no son los suyos. No hablan del fin de su
vida como experiencia truncada. Donde nosotros vemos pérdida, ellos ven
castillos, ángeles y animales leales; sienten calor y se reencuentran con
viejos amigos; escuchan música. Los niños encuentran su lenguaje que nosotros no podemos comprender:
una aceptación de la mortalidad, un lugar donde residen diferentes formas de
esperanza y liberación, y donde el amor incondicional es un hecho.
A las puertas de la muerte los niños nos
dejan lecciones de resistencia y gracia. Sin embargo, para quienes nos quedamos
atrás, vacíos y con dolor, la muerte del niño permanece más allá de nuestra
capacidad de comprensión. En estos momentos haríamos bien en recordar que los
niños, a diferencia de los adultos, experimentan el final de la vida sin
sumirse en una búsqueda interminable de significado o perdón. Como escribió tan
bellamente Emily Dickinson: «La fe del niño es nueva», y viven sus últimos días
como si «nunca hubieran tenido dudas». Ven «los arcoíris, como algo común». Así
que quizás sea mejor dejar que nuestra sensación de falta de sentido se
atempere con reverencia y asombro por tres niñas que encontraron en sus sueños
lo que nuestra realidad compartida no pudo proporcionarles: paz final.
CAPÍTULO OCHO. De mentes diferentes.
Más
allá de las ideas malas y buenas acciones hay un terreno. Nos vemos allí. —Rumi.
Las páginas de este libro están llenas de variedad de
voces, desde niños y padres hasta cónyuges y hermanos, policías y delincuentes,
incluso olvidados y desamparados. Cada una revela a su manera cómo,
independientemente de vidas y experiencias vividas, los momentos finales de la
humanidad no consisten simplemente en una desintegración pasiva de la carne. En
cambio, el final de la vida se trata de procesos internos activos y
afirmativos, a menudo con importantes beneficios psicológicos y espirituales
para los moribundos. Pero ¿qué pasa con las personas cuyas mentes funcionan de
manera diferente? ¿Aquellos con discapacidades cognitivas o perceptivas,
aquellos categorizados o etiquetados como enfermos mentales, dementes,
discapacitados o "neuroatípicos", cuyas voces e historias a menudo se
ocultan y marginan en la vida? ¿Acaso las etiquetas y preconcepciones que tan a
menudo los limitan en la vida también lo hacen al final de ella impidiéndoles
participar de la compleja transformación espiritual que este libro identifica
en otros?
Las experiencias de morir y las oportunidades
de enriquecimiento y plenitud que ofrecen son un aspecto de nuestra humanidad
que se descuida aún más cuando se trata de personas con trastornos cognitivos y
del desarrollo. Esto es así tanto si el deterioro es leve, como en el caso de
Maggie, como si es más grave, como en el caso de la demencia avanzada.
A Maggie le diagnosticaron parálisis cerebral
en su primera infancia. La parálisis cerebral es un trastorno neurológico
causado por daño cerebral ocurrido durante la estancia en el útero, o en el
parto. No tiene cura pero los síntomas no suelen empeorar con la edad, y Maggie
tuvo una vida larga y plena con la certeza de ser diferente y de ser querida. A
los setenta y cinco años ingresó en nuestra Unidad de Cuidados Paliativos tras
optar por suspender la quimioterapia para el cáncer de mama, una decisión que
su esposo, con quien llevaba cincuenta años casado, le reprochó. Él quería que
siguiera luchando y ella quería seguir viviendo, sin las complicaciones de un
tratamiento médico que consideraba inútil. Así que tomó la decisión como
siempre: sin pensarlo dos veces. En cambio, mientras estaba en el hospital de
terminales, comenzó a revivir sus recuerdos de infancia, la felicidad familiar
y la educación que había disfrutado al crecer en un barrio obrero de Búffalo.
Maggie era hija de Dorothy y George,
inmigrantes polacos de primera generación, y creció rodeada de amor, música,
tradición, alegría y risas. Su historia era inseparable de la de su comunidad inmigrante
de condición de obrera, en una época en la que la falta de opciones
profesionales y medios económicos conducía a la interdependencia y al apoyo
mutuo.
Maggie creció sin el beneficio de la Ley de
Estadounidenses con Discapacidades, sin los servicios enriquecidos ni el
reconocimiento generalizado de que las personas con discapacidad constituyen
una población marginada. Pero esta falta de políticas, prácticas oficiales y
procedimientos también significó que no existía una clasificación o codificación
que la separara de los demás. Así que creció sintiéndose valorada por quien era
en lugar de ser definida por lo que no era; se le dio una identidad y un
sentido de autoestima. Su vida incluyó desafíos, como un impedimento del habla
y cierta discapacidad de aprendizaje, pero no se vio limitada por ellos.
Independientemente de sus habilidades lingüísticas, o su forma de expresarse,
su voz era apreciada. Su diferencia formaba parte del rico entramado que la
unía a su comunidad solidaria. Por eso también la historia de Maggie fue
predominantemente de felicidad, no solo dentro de los confines de su hogar,
sino cada vez que caminaba por su calle. Su "pueblo" no la redujo a
una etiqueta, y reconoció su humanidad en toda su complejidad.
Siempre me han conmovido quienes, nacidos con
dificultades y en ausencia de oportunidades, encarnan la felicidad. Allí estaba
Maggie, moribunda, pero con una sonrisa radiante, aún juguetona, generosa y
alegre; era un misterio y un milagro a la vez. Había triunfado en la vida con
toda la justa medida del éxito, gracias al amor dado y recibido, y lo sabía.
Tuve que preguntar: "¿Cómo fue para ti
crecer con parálisis cerebral?". Sin dudarlo, Maggie me habló del "quesobús",
que era como se llamaba popularmente a los pequeños autobuses de color amarillo
que transportaba a niños con discapacidad. Maggie tenía doce años cuando se
negó por primera vez a subirse al quesobús. Optó por caminar cuarenta y cinco
minutos para ir y volver de la escuela, bajo la lluvia, el aguanieve y la
nieve. Había crecido con un sentido de pertenencia incompatible con cualquier
cosa que la marcara como indeleblemente diferente; el quesobús nunca fue una
opción. Caminar era el precio que estaba dispuesta a pagar por su dignidad, y
cada paso del camino valía la pena para ella.
Maggie no necesitaba ni quería ser igual a
los demás. Solo quería preservar el don que había recibido en la infancia: un
sentido de identidad arraigado en la diferencia, no en la deficiencia. A los
doce años, estaba contribuyendo a crear un mundo donde las diferencias fueran
motivo de celebración, y donde la independencia no excluya la interdependencia.
Como era de esperar, las experiencias de
Maggie al final de su vida también evitaron el quesobús. Había abordado ese
espinoso asunto de niña. En cambio, en sus sueños, revivió uno de los momentos
más felices de su infancia: el día, de octavo grado, en que sus compañeros le
hicieron señas para que se acercara a la ventana del aula. Allí, a lo lejos,
vio a su abuelo tocando el acordeón y entreteniendo a un gran público. La gente
aplaudía y bailaba, y otros se unían al público. Para la joven, que nunca había
ganado un premio, esta fue la mayor victoria de todas: era la nieta del amable
y talentoso anciano que entretenía a multitudes, de cerca y de lejos. Esta era
"su gente", y sentía un orgullo inmenso. Esta escena era la que
revivía con más frecuencia en sus sueños, siempre obteniendo placer y una
sensación de plenitud, un recordatorio de que siempre había pertenecido, y
seguía importando.
Las experiencias de Maggie antes de morir no
solo reflejaban cómo ella había vivido rodeada de su familia y comunidad sino, también,
la ligereza y alegría con las que se desenvolvía en la vida. Ya casada, Maggie
se había hecho conocida en su barrio como la abuela Mumu, sobre todo por su
amor por las vacas. Sin embargo, esta vez aceptó el nuevo nombre. Su hija,
Bernice, recordaba cómo todos los niños del barrio corrían hacia la abuela Mumu
en cuanto la veían, queriendo que los abrazara. Maggie siempre les guardaba
paletas heladas en el refrigerador y disfrutaba siendo una madre para todos los
vecinos.
La alegría que definía la vida de Maggie se
reflejaba en el humor con el que relataba el contenido de su otro sueño.
Recuerdo cuando empezó a describir sus recurrentes visiones de una manta que se
movía por la habitación. Finalmente la manta se enganchó, dejando ver a sus
padres, fallecidos que estaban debajo. Por mucho que Maggie compartiera este
sueño, siempre lo hacía con puro regocijo. Su reacción se debía en parte a la
expresión de sorpresa de su padre. Se llevaba el dedo índice a la boca y
murmuraba: «No deberías vernos», mientras le aseguraba que volverían a buscarla
«cuando llegara el momento». Maggie pensó que esta visión era un descontrol.
Puede que el contenido fuera incongruente, pero eso no afectó su positivismo ni
su serenidad. Permaneció tan segura del amor y del sentido de la vida al final,
como al principio.
Los fallecidos padres de Maggie, así como su
querida hermana Beth, acudieron a ella en las primeras etapas de su enfermedad,
semanas, no días, antes de su fallecimiento. En el mundo de sus sueños previos
a la muerte sus seres queridos sirvieron de guía brindándole la dirección y
seguridad que el mundo exterior no podía. Le informaron: «Aún no es tu hora», y
dijeron: «Volveremos por ti». Sorprendentemente, el hecho de que estuvieran
fallecidos le parecía irrelevante. Lo que importaba era que su amor y apoyo aún
resonaban en ella. Para Maggie, estos sentimientos eran innegablemente reales.
A diferencia de pacientes como Patricia,
Maggie no habló de sus experiencias al final de la vida con objetividad. No las
evaluó críticamente. Para ella estos sucesos se vivían y atesoraban desde
dentro. Si bien su mente pudo haber estado aletargada, su corazón no; se llenó
de furia. La viveza y la intensidad con la que experimentó sus sueños y
visiones al final de la vida se hicieron particularmente visibles durante una
entrevista grabada.
Cuando Maggie empezó a describir el sueño
sobre el regreso de su hermana fallecida, Beth, su alegría se desvaneció y la
emoción la embargó. Literalmente dijo: «Estaba en la cama cuando mi hermana, la
que murió, vino a verme». Mientras continuaba describiendo los sucesos del
sueño, Maggie parecía angustiada y su respiración se llenó de emoción. Como les
sucede a tantos otros que describen su experiencia en el mundo interior, la
línea entre el mundo imaginario y su realidad se desdibujó al narrarlo. En su
sueño, Maggie suplicaba a su hermana: «Quédate conmigo, no me dejes». Beth
respondió: «No puedo; no puedo quedarme contigo». Incluso mientras repetía
estas palabras Maggie empezó a llorar luchando por encontrar la voz. Recordó
haberle suplicado de nuevo a su hermana: «Beth, ¿vas a quedarte conmigo? Estoy
sola, quédate conmigo».
Mientras Maggie revivía la escena, el tiempo
y la distancia volvieron a ser irrelevantes. Y justo cuando sus padres la
habían tranquilizado con dulzura, su hermana respondió: «No puedo. Ahora no.
Pronto estaremos juntas». El sueño terminó con la súplica tranquilizadora de Beth
de que su hermana moribunda «simplemente se acostara». Mientras Maggie repetía
las últimas palabras de su hermana recuperó la compostura y dejó de llorar. Ya
no estaba triste.
Lo que me impresionó, tanto entonces como
ahora, es que la experiencia de Maggie al final de su vida no solo desafía sino
que invierte nuestras suposiciones sobre la muerte. Desde nuestra perspectiva,
la mayoría nos identificamos fácilmente con la exhortación del poeta Dylan
Thomas de no «entrar dócilmente en esa buena noche. Rabia, rabia contra la
muerte de la luz». El sentimiento del poeta es tan hermoso como lírico, pero
quizá no describe la muerte con precisión. Mientras que Thomas solo podía
imaginar la muerte, Maggie la experimentaba de verdad. Para ella morir no tenía
absolutamente nada que ver con la rabia. No luchaba «contra la muerte de la
luz»; su lucha era regresar a su hogar de la infancia en Búffalo.
Para Maggie la muerte era inseparable del
lugar donde creció, vivió, enfermó y moriría, todo dentro de la misma red emocional
estrechamente tejida por su amorosa familia. Nunca estuvo sola, ni en la muerte
ni en la vida. Sus experiencias del final de vida no solo disminuyeron su miedo
a la muerte sino que también restauraron su sentido de conexión y pertenencia.
Mahatma Gandhi describió una vez la felicidad
como un estado en el que «lo que piensas, dices y haces está en armonía». Esta
afirmación no podía describir mejor a la extraordinaria mujer que era Maggie.
Mientras que el mundo exterior percibía mayormente una discordancia entre quién
era y quién debería ser, su vida interior y sus sueños al final de su vida
demostraban lo en sintonía que estaba, tanto consigo como con los demás.
Desafortunadamente, muchos pacientes cuyo
deterioro cognitivo es más severo llegan al final de la vida sin el tipo de
alineación de su yo interior y exterior que definió la vida de Maggie. Estos
pacientes se sienten distanciados de su yo interior. La pérdida de la función
cognitiva, a menudo denominada demencia de Alzheimer, es un ejemplo extremo de
esta enfermedad. La enfermedad nos separa irremediablemente de nosotros mismos,
o de lo que el neurólogo Oliver Sacks denominó el "estado interior".
A diferencia de otras afecciones, la demencia de Alzheimer crea un mundo donde
la cognición se desmorona, pero las emociones y los sentidos permanecen
intactos.
Las personas con demencia suelen ser
excluidas de los estudios de investigación formales, que dependen de que el
paciente tenga la cognición intacta para otorgar su consentimiento informado.
Pero si queremos hacer justicia a la totalidad de la experiencia humana de
final de vida, debemos incluir a los pacientes con demencia. Y, por supuesto,
desentrañar el mundo de quienes padecen demencia también implica considerar al
cuidador del que dependen para navegar en un mundo irreconocible.
El deterioro cognitivo suele conducir a una
atención clínica desproporcionada en relación con las conductas desafiantes del
paciente y el manejo de su persona, en detrimento de los estados psicológicos
ocultos. El mundo clínico también puede, inadvertidamente, oscurecer el mundo
subjetivo de quienes padecen demencia al considerar únicamente la pérdida de
capacidades cognitivas mensurables. Esto se debe a que los profesionales
clínicos a menudo se centran únicamente en las conductas observables y la prueba
de deficiencias. La nomenclatura clínica del déficit se convierte en la moneda
con la que hablamos de los pacientes, ya que nos volvemos excesivamente
dependientes de la evaluación de la incapacidad de las personas para repetir
números o recordar nombres de expresidentes de la nación. Al hacerlo, ignoramos
la perspectiva interna, la riqueza de los estados subjetivos de la demencia. No
consideramos las experiencias vividas de las personas con demencia porque
permitimos que nuestra conciencia de su enfermedad oscurezca su personalidad.
Si bien es cierto que detalles y hechos de
gran parte de sus vidas pueden perderse la riqueza emocional que define el
haber vivido a menudo persiste en el mundo interior de quienes padecen trastornos
cerebrales. No es raro que un paciente con Alzheimer recuerde el nombre del
perro de su infancia y no el día de la semana. Esto se debe a que la demencia
afecta la capacidad de formar nuevos recuerdos. La enfermedad es cruel para
personas como mi amigo, Juan Tangeman, cuya madre sufrió una infancia
traumática se vio condenada a revivir un pasado doloroso en lugar de un
presente más esperanzador y comprensivo.
Gerd Vaagen nació en 1925 en Ålesund,
Noruega, hija de capitán de barco y ama
de casa. Tuvo una infancia idílica que incluyó en invierno esquí alpino en una
magnífica cordillera y deportes acuáticos y vela en los fiordos locales durante
el verano. Gerd cursaba el primer año de secundaria cuando los nazis invadieron
Noruega el 9 de abril de 1940. Vio cómo su país se convertía en la nación más
fuertemente fortificada durante la guerra, con una proporción de un soldado
alemán por cada ocho noruegos.
Lo que siguió fue la ocupación de cinco años,
por parte de la Wehrmacht, que condujo a escasez de alimentos impuesta por
Alemania, amplia censura de la prensa y propaganda nazi descaradamente obscena
que intentó, por ejemplo, cambiar el nombre del saludo, "heil", por
el de una antigua tradición noruega que se remontaba a los vikingos.
Gerd presenció horrores que la perseguirían
el resto de su vida. Vio cómo el director de su escuela fue ejecutado
sumariamente cuando lo atraparon con un transmisor de radio. Perdió a numerosos
amigos que se habían involucrado en el movimiento de resistencia. Su familia
sufrió una situación que rozaba la hambruna. Su padre incluso le enyesó el
brazo, durante un año, por una deformidad inexistente para que su hija fuera
considerada defectuosa y no formara parte del proyecto Lebensborn de eugenesia
nazi que consistía en que los alemanes ocupantes embarazaran a mujeres sanas,
rubias y de ojos azules para «purificar» la raza aria.
Tras la guerra, la vida de Gerd quedó
trágicamente marcada por continuos traumas y pérdidas. Acababa de terminar una
maestría en biblioteconomía en Oxford cuando su novio y esposo, que conocía
desde del instituto, fallecía en un accidente náutico. Él apenas tenía
veintitantos años. En 1954, en un esfuerzo por dejar atrás el pasado, Gerd dejó
familia y amigos para viajar a Estados Unidos. donde se volvió a casar y se
estableció en Búffalo, teniendo dos hijos, el menor de los cuales, Thomas,
falleció de leucemia a los tres años. Cuando Gerd tenía cincuenta y dos años su
segundo marido fallecía inesperadamente y la familia, de cuatro miembros, se
convirtió en dos.
Mi colega Juan, el segundo hijo de Gerd,
recuerda hasta el día de hoy el dolor de toda la vida de su madre, así como su
ira y amargura hacia la guerra y a quienes la libraron. Las reuniones
familiares solían comenzar con súplicas para que no se revivieran las
atrocidades nazis. El trauma de la guerra consumió gran parte de su identidad y
solo empeoró con la pérdida de su esposo, el padre de Juan. Al principio de la
demencia, Gerd se obsesionó cada vez más con los recuerdos de la guerra, tanto
que creía que Hitler era el culpable directo de cualquier frustración que le
ocurriera durante el día, desde una comida fría hasta la pérdida del control del
mando a distancia del televisor.
La demencia es particularmente difícil para
los familiares cercanos, quienes pierden progresivamente a la persona que una
vez apreciaron y ya no reconocen. Observan con impotencia cómo el familiar se
convierte gradualmente en un cascarón de lo que fue. Juan no pudo evitar sentir
la sensación de abandono en presencia de su madre. Se sintió despojado de su
relación con ella, tanto que comenzó a lamentar la pérdida de su madre mucho
antes de su muerte.
Con el paso de los años, y la proximidad de
la muerte, se produjo una transformación inusual que gradualmente borró la
amargura y la ira que tanto habían dominado la vida de Gerd. Las malas acciones
de Hitler se olvidaron, y los terrores de la guerra dieron paso a una
extraordinaria serenidad. Gerd también se volvió extrañamente amable y cariñosa
con quienes la cuidaban. En lugar de vivir encerrada en la angustia del pasado
ahora pasaba tiempo contemplando con cariño el retrato de su difunto hijo,
Thomas. Juna a menudo encontraba a su madre lanzando besos al retrato de su
hermano, recordando los buenos años y profesándole su amor eterno. Gerd estaba
recuperando a su hijo fallecido hacía mucho tiempo.
A medida que la demencia avanzaba la carga de
los recuerdos de su vida se alivió y parecía ser la misma persona que era antes
de que los recuerdos del trauma la dominaran. Su transformación fue tan
completa que se asustaba de su imagen en el espejo, a la que se refería como la
"loca". Juan finalmente tuvo que cubrir el espejo con un paño para
protegerla de sus sentimientos. Ahora estaba tan anclada en un pasado lejano
que ya no podía reconocer su reflejo de
ochenta y cinco años, o tal vez estaba rechazando lo que veía como
representación de su alma dañada.
Gerd falleció en paz varias semanas después.
Puede que viviera con una noción distorsionada de la realidad, pero en sus
últimos momentos regresó al único recuerdo que la había acercado a una
identidad menos dañada y la había liberado de su angustia.
Para pacientes que sufren de Alzheimer y
otras demencias la línea entre las experiencias de final de vida durante el
sueño y la vigilia es aún más difusa que la realidad que ya no pueden
compartir. Y dado que las personas con demencia viven en un mundo no
compartido, sus experiencias oníricas en última instancia son un secreto. Sin
embargo, estos pacientes también experimentan con frecuencia cambios internos
como parte del proceso de morir. Puede que estén sanando viejas heridas,
explorando lo perdido o recuperando un amor lejano. Quizás no podamos reunir
pruebas que lo demuestren, —al menos no de las que resistirían el escrutinio
científico—, pero he visto cómo el proceso se desmorona una y otra vez. He
presenciado a pacientes con pérdida cognitiva grave experimentar,
paradójicamente una vida interior vibrante y rejuvenecedora durante el proceso
de morir.
Médicos como Oliver Sacks han observado que las
personas con demencia poseen una inteligencia emocional que puede liberarse con
la clave adecuada, como la música, por ejemplo. Este énfasis en las artes
creativas subraya el error que se comete comúnmente al evaluar a los pacientes
basándose en su capacidad de razonar en lugar de la de sentir. Puede que no
conozcamos sus mentes, pero aún resuenan en su interior. No pueden separarse de
su corazón y capacidad de amar.
El síndrome de Down también es una de las
afecciones que a menudo genera ideas erróneas sobre cómo los afectados procesan
los significados más amplios de muerte y morir. Se hacen suposiciones sobre
cómo podrían responder a un diagnóstico terminal y qué información debería
compartirse. No pretendo tener respuestas a estas preguntas pero he presenciado
en estos pacientes notable capacidad para encontrar sentido a su enfermedad.
Las experiencias de final de vida tienen el
potencial de ayudar a los moribundos a alcanzar emociones que de otro modo no
serían accesibles. Este fue el caso de una paciente llamada Sammy, que atendí
durante sus últimos meses de vida. Sammy tenía síndrome de Down y le
diagnosticaron cáncer de ovario metastásico a los treinta y seis años. Ella y
yo hablábamos con frecuencia de su enfermedad y la necesidad de tratar los síntomas.
La enfermedad le había provocado protrusión abdominal debido a la ascitis,
nombre médico para la gran acumulación de líquido en el abdomen. Intentaba
abordar su enfermedad y ella me corregía de inmediato: «Es porque estoy
embarazada». Sammy había superado la cruda realidad de su diagnóstico terminal
al reasignar el origen de su malestar físico. Cuando le pregunté sobre la
gravedad de las náuseas, el dolor de estómago y la fatiga que acompañaban la enfermedad,
sonrió e insistió: «Lo sé. Es porque estoy embarazada». A medida que la
enfermedad avanzaba sus molestias aumentaban, al igual que el tamaño del
abdomen, lo que reforzaba su alegría ante la expectativa de la maternidad. Y
cuando dormía, sus sueños solo confirmaban esa realidad alternativa.
Empecé a preocuparme por cómo otros podrían
reaccionar o redefinir la interpretación que Sammy tenía de su enfermedad.
Vivía en una residencia para personas con discapacidad a quienes solo podía
describir como su familia. La residencia no era lujosa pero sí limpia, de confianza,
y segura. Durante los últimos años yo había ido a esa residencia varias veces
para ver cómo estaban los pacientes. Reconocí a muchos miembros del personal y
pronto me di cuenta de que mi preocupación por Sammy era infundada. Quienes se
dedican a la atención directa suelen desarrollar una perspicacia y juicio
clínicos extraordinarios. El personal de la residencia de Sammy sobresalía en
su papel híbrido: brindar presencia familiar y tranquilizadora a la vez que
guia con delicadeza a los residentes en las actividades cotidianas.
Sammy rara vez recibía visitas externas pero
se había integrado a la "familia" a la que se había unido casi una
década antes. Hasta hacía poco se encargaba sola de la mayoría de las
actividades diarias y disfrutaba de las salidas organizadas al centro
comercial, así como de la capacitación en habilidades para la vida que se
impartía regularmente a los residentes. A medida que mis visitas se
multiplicaban me contaba con detalle los consejos de cocina y administración del
dinero que había recibido en algún taller. Probablemente esa información la
utilicé más de lo que ella creía.
Ante la ausencia de familiares consanguíneos
Sammy había creado un escenario imaginado. Su discapacidad le había negado la
maternidad pero no el instinto maternal. Había sostenido y cargado muñecas toda
su vida, y el personal a menudo la consolaba proporcionándole réplicas de un
bebé. El último tenía un cuerpo de tela tierno, con brazos y piernas
regordetes, hecho de un material del color de la piel. Pero a punto de morir,
Sammy ya no estaba dispuesta a conformarse con sustitutos. A pesar de la
medicación, las imágenes, los análisis de laboratorio y las visitas al
hospital, había convertido los síntomas de su enfermedad en prueba de la
presencia de un bebé: "Estoy embarazada". Punto final. Y quizás más
importante, era su historia, y se aferraba a ella.
Sammy había reescrito la muerte, o pérdida de
la vida, como el dar vida. Era lo que siempre había deseado, la solución a la
necesidad insatisfecha que había cargado durante décadas junto a su muñeca.
Recuerdo haber hablado sobre los detalles del
manejo de su dolor unos días antes de morir y encontrarme con su sonrisa y su repetido
mantra: «No pasa nada, doctor Kerr. Es solo el bebé que se está portando mal».
Le devolví la sonrisa, sosteniendo su mirada, agradecido por el mágico proceso
mediante el cual nuestro mundo interior prevalece para satisfacer nuestros
deseos más profundos. Sammy, como Maggie, fue un verdadero milagro para mí.
Cuidarla también significó reconsiderar la
hipótesis con la que inicié este capítulo: la noción de que las experiencias de
final de vida son universales, independientemente del estado cognitivo o del
neurodesarrollo. Había reproducido el sesgo inconsciente que a veces aplicamos
a las personas diferentes. Buscaba la uniformidad, una comparación inútil y
limitante entre «ellos» y «nosotros». Sammy me mostró hasta qué punto la
uniformidad es irrelevante. Sus experiencias de final de vida fueron tan únicas
como ella, y la brecha entre su percepción y la de los demás no equivalía a una
experiencia menor. De hecho, las experiencias de final de vida de Sammy fueron
posiblemente más impactantes debido a la continuidad que mantenían con su
imagen y al hecho de que eran tan reales para ella, tanto despierta como
dormida.
Mientras Sammy me ayudaba a esbozar la imagen
más precisa de cómo la experiencia cognitivamente diferente de morir se
experimenta, André, un hombre con autismo, la completó. Fue otro poderoso
recordatorio de que las conclusiones y conjeturas sobre el final de la vida
solo pueden ser precisas si se basan en el testimonio de los pacientes.
Como autista con alto desempeño, André
trabajó recogiendo bolsas en un supermercado local la mayor parte de su vida.
Tras la muerte de sus padres, fue cuidado por los de su prima Lisa, y años
después, cuando ella tuvo tres hijos, se integró a esta familia. Incluso de
adulto, André dependía de otros en cierta medida, pero su cuidado, al igual que
el de Maggie, siempre se había traducido en pertenencia, no en una carga. André
enriqueció a las tres generaciones de la familia brindando tanto amor como
recibía.
Su pureza de corazón y alegría fundamentaron
su fuerte y fácil identificación con los niños. El hijo de Lisa, Hazen, tenía
tres años cuando André se mudó con ellos, y los dos conectaron al instante. Se
hicieron inseparables, los mejores amigos, jugando con pistolas de pega por la
casa, comunicándose con walkie-talkies desde diferentes habitaciones,
disfrazándose para Halloween, tallando calabazas y escondiéndose bajo montones
de hojas en el jardín. A André le encantaban los viajes familiares y la
búsqueda de huevos de Pascua. Su familia lo describía como
"infantil", pero también respetaba su fuerte sentido de
independencia. Podía preparar el desayuno, prepararse su almuerzo para ir al trabajo y comprar cosas
en la tienda, con poca o ninguna ayuda. André viviría con la familia de Lisa
durante los siguientes trece años, hasta su muerte a los setenta y cinco.
Cuando Lisa recuerda el lugar que André ocupó
en sus corazones y vidas lo hace con una emoción inmensa y agradecida.
Explicará que, con André, sus hijos aprendieron lecciones valiosas de empatía.
Tenerlo en sus jóvenes vidas significó saber intuitivamente cuándo intervenir y
ayudar, y él, a su vez, les brindó amor y risas incondicionales.
En mayo de 2017 a André, que entonces tenía
setenta y cuatro años, le diagnosticaron insuficiencia cardíaca congestiva y
cáncer de vejiga. Le recomendaron cuidados paliativos. Los médicos estimaron
que sería su corazón, no el cáncer, lo que finalmente causaría su muerte. André
no supo nada de esto y vivió feliz y sin preocupaciones hasta su derrame
cerebral el 1 de diciembre de 2017.
Lisa y su esposo, Merle, se enfocaron en
ayudar a André a vivir cada día al máximo. En ese entonces usaba un andador y
tenía una bolsa de catéter las 24 horas, pero siempre sonreía y afrontaba cada
día con asombro. Vivía sin ser plenamente consciente de su estado terminal. Por
eso fue tan conmovedor para Lisa cuando, un mes antes de morir comenzó a ver a
quienes ella luego identificó como familiares fallecidos. Siempre era durante
el día y ella se daba cuenta de cuándo ocurría porque él miraba fijamente la
ventana con los ojos muy abiertos. En esos momentos Merle notó que André parecía
despertar a una curiosidad excitante que
inmediatamente quería compartir.
La primera vez vio a un hombre con sombrero André
no lo reconoció, pero era una presencia amable que lo saludó con la mano. La
siguiente vez eran un hombre y una mujer y pensó que la mujer le parecía
vagamente familiar, tal vez como una abuela. Las "visitas" eran casi
a diario. Una vez vio a otro hombre tomando fotos, que también era el
pasatiempo favorito de André.
En otra ocasión vio a la madre fallecida de
Lisa en la habitación y la señaló mientras hablaba con su primo segundo.
«Estaba sentada sobre su maleta», exclamó André riendo. Como dos tercios de
nuestros pacientes, sus experiencias al final de la vida incluyeron temas
relacionados con la preparación para partir, ya sea viajando o haciendo las
maletas.
Para Lisa la visión más conmovedora de André
fue la que tuvo de su sobrino, Lucas, de niño. Era apropiado que las
experiencias de André al final de su vida reflejaran su cariño por los niños.
Lucas había fallecido a los seis años por una forma agresiva de leucemia. Tenía
la misma edad que la hija de Lisa, Gabrielle, con quien había crecido. Los dos
niños eran inseparables y su pasatiempo favorito era atrapar mariposas. La
visión de André incluía a un niño persiguiendo mariposas, pero era mucho más
que la instantánea de un apego pasado. También contenía un mensaje que le
comunicó con naturalidad a Lisa: «Me dijo que había muerto». Así fue como las
experiencias al final de su vida le familiarizaron, de manera efectiva, con la
inminencia de la muerte, haciéndola tan concebible e inofensiva como perseguir
mariposas.
André vivió estas experiencias previas a la
muerte como si fueran extensiones naturales de la vida cotidiana. Nunca se
detuvo a preguntarse si soñaba, o por qué. No preguntó quiénes eran esas
personas. No le preocupaba su posible significado. Simplemente sabía
intuitivamente que eran experiencias positivas que lo hacían sentir bien. Se
sentía seguro, rodeado, amado. Y reía.
Para Lisa y su esposo Merle. poder compartir
las experiencias de André al final de su vida, a veces a través de álbumes de
fotos e imágenes en las que reconocía un rostro, fue un momento inolvidable de
convivencia. Su hija Gabrielle se sintió igualmente conmovida; los recuerdos le
permitieron revivir los felices recuerdos de su preadolescencia sin tener que
revivir la trágica pérdida de su querido primo Lucas. Toda la familia encontró
consuelo al saber que André tuvo la suerte de vivir experiencias al final de su
vida que lo ayudaron a transitar con lo que más apreciaba: el sentido de
pertenencia. Las últimas experiencias de André al final de la vida no solo le fueron
reconfortantes sino también, en palabras de Lisa, "bienvenidas". Lisa
comentó que, si bien "muchos toman medicamentos para el dolor al final, André
no". De hecho, estuvo "completamente despierto" hasta dos días
antes de morir.
Mientras que la mayoría de nosotros vivimos
con límites claramente definidos entre lo que percibimos como realidad y lo que
nos dice nuestra vida interior e inconsciente, André se movía con fluidez entre
ambos mundos. Para él, al igual que para Sammy, los sueños pre-muerte no eran
tanto una nueva consciencia emergente que debía reconciliarse con su entorno
como una extensión de la claridad emocional que siempre había definido su vida
y relaciones. Así como el instinto maternal de Sammy nunca flaqueó, las
experiencias de André al final representaron un reflejo continuo de quién era.
Su personalidad nunca varió con las circunstancias, y su disposición se mantuvo
tan hermosa como auténtica. A diferencia de quienes recordamos el final de
nuestra vida con procesos psicológicos y emocionales que nos obligan a
encontrar nuestro camino, la experiencia de André fue un viaje directo a través
de la gracia.
No tengo acceso especial a las perspectivas
de quienes identificamos como discapacitados, como tampoco a las experiencias
al final de la vida de cualquier otro paciente que no pueda compartirlas. Pero
sería falso decir que este proceso no deja huella. En el mejor de los casos, los
cuidados paliativos se basan en estar plenamente presentes mientras somos
testigos de la esencia única de la luz de cada persona, sin importar cuán tenue
o diferente sea. De hecho, lo que ocurre en lo más profundo del corazón y la
mente al final de la vida puede que nunca sea completamente accesible para los
demás, sin importar cuán capaz o discapacitada se considere la persona.
En las proféticas palabras del novelista
Franz Kafka: «Es perfectamente concebible que el esplendor de la vida aceche a
cada uno de nosotros en toda su plenitud, pero velado a nuestro punto de vista,
en lo profundo, muy lejos. Ésta es la esencia de la magia: no crea, convoca".
CAPÍTULO NUEVE. A los que se quedaron atrás.
No
moriste, / solo cambiaste de forma, / te volviste invisible / a simple vista,
/ Te convertiste en este dolor, / su
intensidad, / más real / que tu presencia / antes de que te separaras de mí, / completo
en ti mismo, / ahora eres / parte de mí
/ estás dentro de mí. —Donall
Dempsey.
En el libro, When Breath Becomes Air
, conmovedor recuerdo de Paul Kalanithi sobre su lucha contra el cáncer de
pulmón, concluye con el conmovedor homenaje que escribió su esposa tras su muerte
prematura. Lucy Kalanithi describe cómo, dos días antes del fallecimiento de su
esposo, «Mi corazón se llenó de alegría mientras me preparaba, anticipando su
sufrimiento, preocupada porque solo le quedaban unas semanas. No sabía que Paul
moriría en cuestión de días». Y al evaluar la gravedad de la enfermedad y
abrumada por el dolor, escribe: «Ya lo extrañaba».
La experiencia de duelo de Lucy contradice la
comprensión del duelo como lo que sucede tras la pérdida de un ser
querido. Para ella, el duelo no implicaba un inicio claro, ni el fin, de sus
sentimientos de pérdida, ningún momento identificable que separara la vida de
la muerte, la presencia de la ausencia, el antes del después.
La experiencia del duelo humano es
multidimensional, flexible y personal. Los familiares y cuidadores en duelo
aprenden a adaptarse a un mundo sin el ser querido, de maneras que no se
ajustan perfectamente a nuestros marcadores temporales habituales. Sin embargo,
lo que permanece constante es el mayor nivel de aceptación que alcanzan los
dolientes cuando el moribundo está en paz. Nos reconforta saber que nuestros familiares
se sintieron tranquilos en sus últimos momentos. Esto es lo que sucede, por
ejemplo, cuando los dolientes presencian los efectos vitales de las
experiencias de final de vida en sus familiares moribundos. Cuanto más
positivas perciban esas experiencias de final de vida del moribundo más les
ayuda a superar el dolor del duelo. En palabras de la hermana mayor de uno de
nuestros pacientes: «Cuando me dijo que vio a su hermana favorita, [fallecida],
extenderle las manos me sentí reconfortada porque sabía que eso también le
reconfortaba. Él la quería mucho, y ella lo adoraba». Los cuidadores pueden
usar repetidamente palabras que denotan satisfacción en lugar de duelo como,
por ejemplo: «Encontró consuelo hablando y viendo a las personas que
fallecieron antes que él. No tenía miedo ni temor; así me lo dijo», o, «Aún
recuerdo [esos sueños] y disfruto de los recuerdos».
A veces, los sueños premortales ayudan a los
supervivientes al revelar aspectos del pasado del paciente que habían
permanecido ocultos durante mucho tiempo. Gracias a sus experiencias de final
de vida la familia de John Stinson pudo conocer al hombre que nunca habían
conocido, el soldado de veinte años que un día se convertiría en su padre. A
los ochenta y siete años John había luchado toda la vida por reprimir su
experiencia de guerra. Nunca contó a la familia los horrores que presenció
durante su misión de rescate en las costas de Normandía, y sufrió en silencio
hasta sus últimos días cuando los recuerdos lejanos pugnaban por aflorar.
“Aprendí más sobre mi padre en las últimas
dos semanas que durante toda su vida”, explicó el hijo de John mientras
recordaba el final de su vida. Su hermana corroboró el sentimiento: “Mi
hermano, al igual que el resto de nosotros, sabíamos muy poco sobre la experiencia
de mi padre en la guerra. Rara vez hablaba de esa época. Algunas de las cosas
que aprendimos en esas últimas semanas nunca las habíamos escuchado antes.
¡Simplemente nunca habló de ello!”. Puede que desconocieran los detalles del
pasado que su padre estaba reviviendo, pero no el desenlace positivo de lo
ocurrido en su lecho de muerte. Varios años después del fallecimiento el relato
de su pacífica transición aún les llenaba los ojos de lágrimas de gratitud.
Para la familia de Sierra, joven de veintiocho
años, el duelo comenzó de forma aturdida en el poco tiempo que tuvieron para
adaptarse a la inminencia de su muerte. Las molestias abdominales de Sierra se
diagnosticaron, inicialmente erróneamente, como apendicitis. Cuando se
realizaron más pruebas se reveló el diagnóstico de cáncer de colon con amplia
metástasis. Su madre, Tammy, todavía recuerda la incomprensible calma con la
que su hija Sierra recibió la terrible noticia, y su agonía como madre se vio
agravada por la percepción de que Sierra parecía negar la gravedad de su enfermedad.
En el Hospital del Cáncer, donde se sometió a
quimioterapia, Sierra comenzó a planificar la boda con la que siempre había
soñado, con el padre de su hijo de cuatro años. Finalmente, el oncólogo llevó a
su madre a parte para sugerir que no esperan los dos meses que Sierra pensaba necesitar
para hacer los arreglos. Incapaz de consolar a su hija, Tammy se encontró
rogando al prometido de Sierra que asumiera la fecha de una boda que había
sugerido pero que realmente no quería. No podía ser. Menos de dos meses
transcurrieron entre el trauma del diagnóstico y la admisión de Sierra al hospital
para enfermos terminales de Búffalo a donde fue trasladada desde el Hospital
del Cáncer con el pronóstico de solo unos días de vida. Literalmente no había
habido tiempo para procesar las implicaciones de la transición del tratamiento
hospitalario común al de cuidados paliativos, y mucho menos el tiempo necesario
desde la boda hasta la muerte. Aun así, dijo insistentemente a médicos y
enfermeras del hospital de pacientes terminales: "Voy a vencer esto".
El dolor de Sierra era implacable y su enfermedad se
deterioró rápidamente. El manejo de los síntomas se priorizó pero también era
urgente ayudar a ella y a su familia a comprender que su tiempo era limitado
para que pudieran alcanzar algún nivel de aceptación y encontrar palabras de despedida
final. Aunque sabíamos que los sueños y visiones al final de la vida ayudan a
los pacientes a aceptar la muerte, en el caso de Sierra, asumimos que su negación
significaba la ausencia de tales experiencias.
El equipo médico de Sierra, incluido el
médico de cuidados paliativos, la doctora Megan Farrell, el capellán, las
enfermeras y el trabajador social, decidió organizar una especie de
intervención. Se reunieron por primera vez con los hermanos de Tammy y Sierra,
que tenían edades comprendidas entre ocho y veintiséis años. El padrastro de
Sierra también estuvo presente. La conmoción de la familia al escuchar a un
médico verbalizar la realidad de la muerte que se acercaba a Sierra era
palpable, pero también se suavizó por los testimonios amorosos sobre su vida
que pronto llenaron la habitación. Hacia el final de la reunión Farrell
preguntó a uno de los hermanos mayores cómo Sierra percibía lo que le estaba
sucediendo. La respuesta llegó en una ráfaga de lágrimas: "Realmente cree
que va a vencer esto. No cree que esté muriendo".
El primer paso en el camino hacia la paz,
tanto en el duelo como en la muerte, es la aceptación. Sierra luchaba por
reconciliar las diferentes realidades que la rodeaban. Necesitaba claridad
sobre su enfermedad para poder reconocer lo inevitable. Esto era algo que la
ciencia médica por sí sola no podía aportar. También fue el proceso de comprender
que, sin que sus cuidadores lo supieran, las experiencias de final de vida de
Sierra ya habían comenzado. Al obviar por completo el lenguaje esas
experiencias la preparaban para la realidad que sus seres queridos se resistían
a expresar con palabras.
Al día siguiente, padres y cuidadores de
Sierra se reunieron alrededor de su cama para la temida charla. La doctora
Farrell habló primero. Expresó su pesar personal: «A pesar de mis mejores
esfuerzos, y los de los otros médicos, no hemos podido solucionar el problema
de fondo ni librarte de la enfermedad que tanto te afecta». Sierra admitió que
se sentía más débil pero se mantuvo firme en su desafío ante la muerte
inminente: «Voy a superar esto», susurró débilmente. Su madre, Tammy, contenía
los sollozos.
La doctora Farrell se acercó a la paciente.
Reconoció lo mucho que Sierra luchaba por su madre, su hijo y su familia.
Reafirmó el amor y el cariño inmensos que impregnaban la habitación. Luego, con
dulzura, preguntó: «Sierra, ¿piensas en el futuro?». La respuesta llegó, sin
palabras, en forma de gruesas lágrimas que comenzaron a correr por las mejillas
de Sierra. Tammy contuvo el impulso maternal de enjugárselas.
La doctora preguntó a Sierra si había tenido
algún sueño. «Sí, sueños extraños», respondió la joven, «y no siempre tienen
sentido. A veces no los recuerdo muy bien». Volvió a preguntar: «Sierra, ¿has
estado soñando con alguien en particular que se te aparezca en sueños?».
Siguió una larga pausa. Con los ojos
entreabiertos, Sierra miró por encima del hombro de la médico, sonrió y
susurró: "¡Hola, abuelo!".
Tammy rompió a llorar. No era la primera vez
que Sierra soñaba con su abuelo Howard, veterano condecorado del ejército y
devoto hombre de familia que había estado especialmente cercano a su querida
nieta. El abuelo Howard se había aparecido en los sueños de Sierra en el centro
oncológico, pero ahora, en la quietud de su habitación de cuidados paliativos,
rodeada de seres queridos en ese momento de incómoda verdad, la visión que
Sierra tenía de él representaba mucho más que un simple sueño recurrente. Era
la manifestación de un estado que aportaba claridad y hacía irrelevantes
palabras como “enfermedad terminal y muerte” . Era lo que hacía
que todos entendiéramos un idioma que conocíamos pero no hablábamos, uno en el
que sentimiento y conocimiento se fundían en uno. También era lo que ayudaría a
Tammy a liberar la carga de su roto corazón.
Todos quedaron sin palabras. Tammy rompió el
silencio: «Sierra, ¿qué dice el abuelo?».
"Dice que está orgulloso de la joven
madre en que me he convertido", respondió Sierra lenta, pero claramente.
Perdía la consciencia a ratos. "No quiere que sufra". Esas fueron las
palabras susurradas que hicieron saber a Tammy que necesitaba dar permiso a su
hija para que se soltara. "Cuando el abuelo venga por ti te vas con él, pequeña.
No te preocupes por nosotros", le dijo con firme abnegación y fuerza que
desconocía.
Esta impactante escena fue inolvidable para
todos los presentes. Habían entrado en la sala con años de experiencia en
diversas disciplinas, desde la espiritualidad hasta la medicina, con la
esperanza de ayudar a Sierra a aceptar su muerte inminente. En cambio, el
paciente había afirmado la comprensión de la mortalidad. Habían venido para
organizar una intervención pero ellos habían pasado por una, recordatorio de que
las mejores lecciones a menudo se presencian, no se enseñan.
Sierra falleció cuatro días después rodeada
de su amorosa familia y amigos. Exhaló su último aliento en brazos de su madre
después de que ésta subiera al lecho de muerte de su hija para abrazarla un
poco más. A veces hay que aferrarse con fuerza para soltar. Para la madre
afligida fue, a la vez "profundo y surrealista" saber que, de alguna
manera, había cerrado el círculo con su hija menor: "Estuve presente
cuando respiró por primera vez y también cuando exhaló por última vez. Pocos
padres pueden decir eso".
Si bien es lógico que las experiencias de
final de vida, al ayudar al paciente a encontrar consuelo también benefician a
sus seres queridos, el impacto de los sueños en el duelo ha pasado prácticamente
desapercibido. No solo se han realizado pocas investigaciones desde la
perspectiva del paciente sino que, hasta hace poco, solo se había realizado un
estudio, en Japón, ha examinado el efecto de los sueños de final de vida en la
familia en duelo. Esta laguna puede ser uno de los legados más preocupantes de
un enfoque científico que descarta cualquier dimensión subjetiva como
sospechosa, ya sea la del paciente o la del cuidador.
En un estudio reciente sobre el duelo
realizado en el hospital de pacientes terminales de Búffalo, más de la mitad de
los participantes, (54 por ciento), cuyos seres queridos habían experimentado
sueños y visiones antes de la muerte confirmaron que este conocimiento en
general influyó en su proceso de duelo. Un cuidador familiar compartió lo
siguiente: “Ambos creímos, desde el principio, que él estaría en un lugar
mejor; que nuestro amor perduró en todo momento. La visión de su 'tumba' lo
complació, le dio consuelo. Visualizó el lugar de transición, estaba en paz. No
siento que se haya ido. Cambiado, sí, pero siempre presente ahí, de alguna
manera”. Otros expresaron resultados positivos similares al compartir sueños y
encontrar consuelo en ellos como en esta frase: “La visión de mi madre fue
feliz y pacífica. Estaba contenta, daba la bienvenida a la persona con la que
interactuaba. Sabía que nos dejaba y estaba feliz de irse. Sus visiones fueron
muy reconfortantes tanto para ella como para nosotros”. Las experiencias de
final de vida de seres queridos ayudaron a los dolientes a aceptar la realidad
de la pérdida porque “su aceptación hizo todo más fácil”. De hecho, cuanto más
reconfortantes creen los cuidadores que son los sueños y visiones previos a la
muerte para sus familiares moribundos, más aliviados se sienten con su pérdida,
tanto a corto como a largo plazo. El consuelo para los moribundos se traduce
constantemente en consuelo y paz para los cuidadores. El duelo puede no ser un
proceso sencillo, ya que se desarrolla junto con el proceso de morir, pero no
tiene por qué estar completamente desprovisto de luz. Es importante reconocer y
honrar cómo las experiencias del ser querido moribundo al final de la vida
contribuyen al proceso de duelo que atraviesa la familia del paciente.
Puede que Sierra haya llamado a un abuelo
cariñoso para ayudar a la familia a aceptar la realidad, pero los guías finales
que evocan sueños y visiones premortales no siempre son parientes mayores ni
más sabios. A veces el acompañante de la muerte es tan joven como un bebé. La
moneda de cambio de la vida no es la edad ni la experiencia, sino el amor dado
y el recibido.
Cuando su esposa ingresó en cuidados
paliativos, Robert, de ochenta y un años, me contó en varias ocasiones que
deseaba ser el primero en irse. No podía afrontar la pérdida de Bárbara, su compañera
durante sesenta años, y lo embargaban sentimientos de culpa, pérdida,
desesperación y también fe. Aparentaba valentía en presencia de Bárbara, pero
se desmoronaba en cuanto se separaba de su cama. Un día, sin embargo, ella tuvo
la visión del bebé que habían perdido décadas atrás. Al igual que Mary, cuyo
gesto similar me había sobresaltado en una ocasión, Bárbara extendía la mano
hacia su hijo y sonreía felizmente durante un breve sueño lúcido. Fue un
momento de pura plenitud y gracia, uno que Robert no tuvo problema en reconocer
como tal. La escena marcó un verdadero punto de inflexión en su proceso de
duelo. Observar a su esposa soñando le proporcionó a Robert una sensación de
afirmación de la vida en medio de su irreparable pérdida. De hecho, tanto
esposo como esposa se transformaron tras el suceso, sintiéndose más tranquilos
y pudiendo disfrutar del resto del tiempo que compartieron juntos. Era evidente
que Bárbara experimentaba su inminente partida como un momento de amor
recuperado, y verla consolada trajo paz a Robert.
Los dolientes suelen sentirse abrumados por
una simple pregunta: ¿estará bien su ser querido moribundo? Paul, esposo de una
paciente, también se sintió muy reconfortado al saber que los sueños de su
moribunda esposa, Joyce, ayudaron a revivir el amor de quien más la sostuvo en
la infancia: su padre. Él se dio cuenta entonces de que por fin estaba en paz y
pudo dejarla ir.
Años después, cuando Paul, a su vez, se
convirtió en paciente de nuestro programa de cuidados paliativos a domicilio,
esa certeza aún resonaba en él, ayudándolo a afrontar su muerte con serenidad.
Se sentía tranquilo incluso antes de empezar a tener visiones de su difunta
esposa. Su sueño más recurrente era el de Joyce, con su vestido azul favorito,
saludándolo. Me contó que ella le había hecho «el pequeño saludo de los
concursos de belleza» para hacerle saber que estaba bien y que él también lo
estaría.
A Paul le gustaba compartir sus experiencias
y su hija, Diane, una enfermera, se sentía alentada al oírlo hablar de sus
sueños sobre el final de su vida. Ella compartió que él “obtendría mucho de
ello. Él eligió recordar los sueños positivos que tuvo, así que todos
disfrutábamos escuchar siempre los sueños de papá. Siempre podía inspirarme en
papá. Si papá se sentía reconfortado por esos sueños, eso era lo que yo
buscaba. Los últimos días de mi padre en la Tierra fueron el último regalo que
nos dio como padre. Debido a circunstancias del pasado, tan pronto como papá
sufrió un derrame cerebral, cuatro días y medio antes de morir, todos corrieron
para llegar allí. Dos de mis hermanos no pudieron estar con nosotros cuando
murió mi madre y era importante para los siete estar aquí ahora. Y pasamos
cuatro días en la casa de nuestra infancia, cuidando a mi padre, gente entrando
y saliendo, cocinando para los demás, cuidando a papá, visitándolo, sacerdotes
iban y venían, familiares iban y venían, amigos y vecinos iban y venían, y
recibimos el mayor regalo de saber que todos íbamos a estar juntos, que papá
podría no estar allí, pero nos reunió a todos una vez más y nos llevamos eso
con nosotros; eso fue un regalo tremendo. No podía hablar, pero podía sonreír,
y había luz en sus ojos. Estuvo con nosotros hasta las últimas horas, antes de
morir.
El mayor temor que enfrenta la familia de un
paciente moribundo suele ser similar al del
paciente. Ellos también desean saber si su ser querido está en paz.
¿Adónde se desvían sus mentes y corazones cuando no pueden hablar y han cerrado
los ojos? Las experiencias de Paul antes de morir ayudaron a responder estas
preguntas. y más. Recuperó el amor.
Los sueños y visiones previos a la muerte
ayudan a los seres queridos en su camino hacia la aceptación, que es la clave
para procesar la pérdida. Ayudan a llenar el vacío que pueden crear la ausencia,
la duda o el miedo. Cuando el paciente moribundo se absorbe y se siente
reconfortado por sus experiencias al final de la vida, el contexto de la muerte
cambia de soledad a conexión que afirma la vida. Y esto es tan significativo
para quienes están en duelo como para el moribundo.
Los familiares en duelo a veces se benefician
del alivio años después de las experiencias que experimenta al final de la vida
su familiar moribundo. En el umbral de la muerte, Dwayne, adicto de toda la
vida que se había distanciado de su hija Brittany, experimentó una
transformación que se extendió a la vida de su hija. Fue el reencuentro en su
lecho de muerte, y el perdón que surgió de su amor, lo que ayudó a Brittany a
forjar el compromiso de transformar su vida.
Esta reconciliación emanó de la persona que
pagó el precio más alto por la vida de adicción de Dwayne: su adorada hija.
Para Brittany, la enfermedad de su padre significó crecer con padre ausente y
terminar en el sistema de hogares de acogida, donde sufrió años de abuso.
Significó huir a los catorce años, pasó tres años en un centro de detención
juvenil. Esto significó depender de la única fuente de consuelo que su padre
había conocido y modelado: las drogas y la dependencia. Dwayne no se creía
merecedor de perdón, ni Brittany se creía necesariamente capaz de ello. Pero
cuando padre e hija se reencontraron, tuvo sueños de ajuste de cuentas que
cambiaron por completo su perspectiva. Deseaba desesperadamente enmendar el
daño y fue sincero en su anhelo de reconciliación. Y para Brittany eso marcó la
diferencia.
El hombre que emergió de experimentar los
sueños más desgarradores sobre el final de su vida fue el padre que Brittany
eligió recordar, no aquel que había abandonado a sus hijos: “Todas mis
hermanas, todas tenemos padres diferentes excepto las dos últimas; cada una de
nosotras lo llamábamos papá. Fue un padre para todas nosotras. A pesar de todos
sus contratiempos no me arrepiento de que haya sido mi padre. Si me preguntas,
nunca sucedió. Nunca sucedió porque él no era ese tipo de persona. No tengo ni
una mala palabra que decir de él”. La única faceta de Dwayne que ahora le
importaba era el padre que le decía cómo amarse a sí misma y le decía: “Eres mi
bebé”. Continuó: “No sigas en las calles; no hay nada en ellas. Sé siempre una
mujer que se respeta a sí misma, ama siempre a tu familia, nunca antepongas
nada a algo que amas y de lo que puedes beneficiarte”.
El propio Dwayne atribuyó a sus sueños
apocalípticos la transformación que sufrió al final de su vida y el consiguiente
impacto en su hija. Brittany también lo hizo: «Creo que tener esos sueños fue
una señal. [Sin los sueños] se habría estresado por su salud en lugar de
preocuparse por las personas a las que había hecho daño. Quizás necesitaba
tener esos sueños».
Las experiencias de Dwayne al final de su
vida realmente tuvieron un efecto dominó cuyo impacto perduró mucho después de
su muerte. Y en honor al padre que cambió el rumbo de su vida, aunque fuera en
el último momento, Brittany se propuso hacer lo mismo.
Nos reencontramos con Brittany dos años
después del fallecimiento de su padre en el contexto de la entrevista para el
documental sobre los sueños al final de la vida. Ahora, con veintisiete años,
seguía teniendo la misma personalidad despreocupada y carismática que
transmitía alegría. Tenía un trabajo estable, amigos leales y un propósito.
Extrovertida de verdad, se hizo cargo de la entrevista enseguida y fue quien
tranquilizó a todos cuando los recuerdos de su difunto padre la llenaron de
lágrimas. Brittany agradeció que nos tomáramos el tiempo de "ver qué clase
de persona era realmente mi padre cuando no lo conocíamos ni de lejos".
Nadie, salvo su abuela y su hermano, lo mencionaba ya, así que vernos tan
comprometidos con su recuerdo la conmovió hasta las lágrimas. "A la
mayoría de la gente no le importaba", añadió. "Solo hablaban de lo
que veían y oían. No me importa lo que digan de mi padre, nadie puede contarme
nada sobre mi padre. No me importa lo que hizo". Pero sí le importaba. A
ella le importaba que el criminal al que una vez se había referido como su
padre finalmente se había convertido en el hombre que merecía ser llamado Papá.
Brittany no necesitó ninguna prueba tangible
para saber que su padre, débil y moribundo como estaba, había cambiado de forma
profunda e irrevocable y esto, a su vez, la sostuvo sabiendo que su partida
sería serena. Estaba tan orgullosa de él que se burló de nuestra oferta de
cambiarle el nombre para el libro y el documental. "No somos falsos",
respondió con la cabeza bien alta. Le expliqué que podría haber muy legítimas razones
para proteger su identidad y que eso no implicaba vergüenza o hipocresía, pero
insistió. "Es Dwayne Earl Johnson. Dwayne. Earl. Johnson", repitió
con una voz que nos envolvió con su calidez y dignidad. Esperaba que señalara
su tatuaje de "Papá", con sus fechas de nacimiento y muerte, y
"RIP" en el antebrazo, pero nunca lo hizo. No necesitaba demostrar su
amor; simplemente era parte de ella.
Los sueños y visiones de final de vida pueden
ser experiencias limitadas a la vida interior, sin efectos materiales visibles,
pero su impacto no es menos potente por ser invisibles. Hay momentos en que
incluso trascienden generaciones para satisfacer necesidades espirituales y
emocionales no atendidas, aquellas que unen a un padre con un hijo y que
restauran vínculos que una vez se perdieron. Y luego hay momentos en que tales
experiencias no influyen tanto en la realidad del doliente, sino que la
reemplazan. Esto sucede a menudo con parejas de ancianos que, tras una vida juntos,
no pueden adaptarse a vivir sin su pareja. Y por eso no lo hacen. En cambio,
mantienen su vínculo inquebrantable a través de las experiencias de final de
vida. La atención se dirige al mundo interior, donde continúan coexistiendo con
sus parejas fallecidas y pueden sentirse completos de nuevo. Es entonces cuando
el duelo no implica un antes y un después, solo un vínculo diferente y, en
cierto modo, más profundo.
Lisa, hija y cuidadora de Sonny y Joan, no se
dio cuenta del tremendo impacto de las experiencias de final de vida de su
madre hasta que sus dos padres fallecieron.
Tras la muerte de Sonny, Joan mantuvo con
vida a su esposo mediante visiones previas a su muerte, tanto en sueños como
despierta. Por ello, solo al morir, su hija finalmente reflexionó sobre su
doble pérdida. El final de la vida de Joan las experiencias habían mantenido a
Sonny presente no solo como esposo sino también como padre para su hija en
duelo. Y cuando llegó el momento de que Joan y Sonny se reunieran, saber que su
extraordinaria historia de amor había sobrevivido a la muerte ayudó a Lisa a
sobrellevar su dolor y tristeza. Su duelo se vio facilitado por el
reconocimiento de que el vínculo entre sus padres se había mantenido intacto en
gran parte gracias a las experiencias de su madre al final de la vida.
Los sentimientos de duelo son como los
sentimientos de amor: no conocen límites de tiempo ni espacio y se extienden a
áreas de nuestra vida de las que quizá no somos conscientes. No se refieren
solo a la pérdida de un ser querido, sino también a uno mismo, ya sea en
presencia del ser querido, o después de su partida. Y aunque el duelo no sigue
un camino predecible ni sencillo, no está necesariamente exento de luz. Es
importante honrar el proceso de duelo que atraviesa la familia del paciente
reconociendo cómo las experiencias del ser querido moribundo al final de la
vida ayudan.
El poder de los sueños y las visiones para
facilitar el duelo es especialmente significativo en el caso de los padres de
un niño pequeño. Tanto Kristin como Michele, madres de Jess y Virginia, estaban
angustiadas al pensar que la muerte sería el único camino que sus hijas
emprenderían solas. No había nada que estas madres no hubieran hecho por sus
hijas, pero estas madres guerreras ahora enfrentaban la insoportable realidad
de que no podían hacer nada.
No hay palabras que puedan describir
adecuadamente el alivio en el rostro de un padre que ve a su hijo moribundo
pasar del miedo a lo desconocido a la aceptación. Para Michelle, fue el último
sueño de Virginia lo que le hizo comprender que, aunque el final estaba cerca,
sería una experiencia pacífica. De hecho, tras su sueño sobre Dios antes de
morir, Virginia dejó de llamar a Michele cada quince minutos y comenzó a dormir
profundamente. Fue también tras ese sueño que Michele se sintió
inexplicablemente tranquila y serena, tanto que finalmente encontró la fuerza
para preguntar por los preparativos del funeral. Fiel a su espíritu guerrero
quiso ocuparse de todos los detalles restantes para que el legado de su hija
pudiera ser honrado como correspondía.
Muchos familiares en duelo dan sentido a los
sueños y visiones de su familiar moribundo al final de su vida basándose en la
creencia en Dios, ángeles, el más allá, y el cielo. Eso es lo que hizo la
agnóstica Michele tras la última conversación de su hija con Dios. Cuestionó
su sistema de creencias, o la falta de
él, adoptando el mismo lenguaje con el que su hija había dado sentido a su
experiencia de morir: "¿Quién sabe?", dijo, sonriendo y alzando las
manos en señal de rendición. "Quizás haya un castillo. Ya no sé qué
creer". Ella, como muchos, recurrió a la religión para explicar la
experiencia de Virginia al final de su vida, incluso a pesar de su falta de
creencias religiosas claras. Otros recurren a lo sobrenatural simplemente en
busca de una explicación "de otro mundo". La forma en que cada
familia elija entender el significado de los sueños y visiones de sus seres
queridos al final de su vida importa poco. Lo notable es cómo,
independientemente de nuestro marco interpretativo, el testimonio de estas
experiencias ayuda a los dolientes a superar el dolor de la pérdida y a aceptar
la realidad de la separación.
A lo largo de la muerte y el duelo existe una
constante: el deseo de conexión. La cualidad terapéutica de las experiencias de
final de vida se extiende a los dolientes de maneras que nunca se pueden
explicar por completo. Tanto para los cuidadores como para los moribundos la
posibilidad de reencontrarse les permite adaptarse a la vida sin sus seres
queridos manteniendo un vínculo continuo. Que su impacto sea medible, o no, no
influye en su innegable poder.
Kristin y Michele reaccionaron a la muerte de
su hija con la misma notable indiferencia, ya que causó una especie de
separación. Hasta el día de hoy hablan de sus hijas, y con ellas, a diario.
Siguen decorando sus casas para las fiestas por el bien de sus pequeñas. Lo
hacen porque «Virginia lo espera», y «Jess se enojaría conmigo si alguna vez me
saltara un año».
Tres años después del fallecimiento de su hija,
Kristin aún sonríe al señalar el adorno que su hija le puso al collar del gato
en lo que resultó ser su última Nochebuena juntas. Este inofensivo recuerdo
simboliza una conexión continua con su hija fallecida, que la muerte no puede
romper, la mantiene con los pies en la tierra y le permite aceptar su pérdida.
Al igual que Michele, Kristin encuentra el consuelo que necesita en la última
experiencia de su hija. En particular, la visión que Jess tuvo de su difunta
amiga Mary, a quien identificó como "un ángel", es lo que da a
Kristin la seguridad de que la transición de su pequeña mitigó su impacto
físico y emocional.
Al igual que Kristin, Michele aún está
superando el dolor del duelo. Ella también se sintió maravillada y reconfortada
por el rico mundo interior de su hija y por la extraordinariamente
reconfortante calidad de sus experiencias al final de la vida. "Siempre me
enseña algo", dijo Michele dos días antes del fallecimiento de Virginia.
Ella también sigue conmovida por las fotos, los recuerdos y los animales de
juguete que rememoran la presencia de su hija. Un arcoíris aparece y la hace
sonreír. Ve corazones en las nubes, rocas, incluso en gotas de agua. Ver una
mofeta evoca el olor de la medicación de Virginia y la pone melancólica. Se oye
el nombre de una camarera: "¡Virginia!", y eso la sobresalta.
Michele a menudo se refugia en la habitación
de Virginia, que ha dejado intacta. Los coches de la familia están adornados en
sus parachoques con pegatinas con el nombre completo de Virginia, Virginia Rose,
y las fechas de su nacimiento y muerte. La madre lleva su dolor consigo a donde
quiera que vaya, sobre todo porque no ha tenido que reprimirlo ni desplazarlo.
No oculta sus desafíos. El duelo se ha convertido en un compañero constante y
tierno, una extensión de la naturaleza terapéutica de las experiencias de Virginia
al final de la vida. Saber que su hija se sintió reconfortada y en paz al final
ha permitido a Michele afrontar el dolor y, con el tiempo, también ha ayudado a
transformar la conmoción en tristeza, y el trauma en duelo.
En medio de la inmensa tragedia, Michele ha
encontrado consuelo y significado en las pequeñas cosas, en los recuerdos
dispersos y en el vínculo inquebrantable que compartía con su hija. El suyo es
un amor que mantiene la esperanza y que trasciende las olas de desesperación
que la asaltan a intervalos irregulares. Es el mismo amor que impregnó las
experiencias de final de vida de su hija y cuya influencia, en cascada,
sostendrá a una madre desconsolada hasta el día en que ella también encuentre
el camino al castillo de Virginia.
Como la mayoría de las emociones importantes,
el duelo no es algo que simplemente superemos; no es algo que podamos atravesar
por etapas, y no hay un orden preestablecido para manejarlo. Es algo que atravesamos,
vivimos y afrontamos, a veces en etapas, a veces en repentinos estallidos de
emoción, en prolongados flujos y reflujos, en la desesperación, pero también en
paz.
Nuestras vidas e historias son compartidas,
por lo que no es sorprendente que las experiencias previas a la muerte encarnen
esta realidad común. El final de la vida hace visible la luz que significa
introspección y reflexión, luz que sigue brillando en la oscuridad, incluso
después de que el duelo haya pasado de ser un suceso aislado a un viaje que
dura toda la vida. Es una luz que irradia a lo largo y ancho y se siente cuando
nos fallan las palabras.
CAPÍTULO DIEZ. Más allá de la interpretación de los sueños.
La
vida no es un problema por resolver sino un misterio por vivir. —Thomas Merton.
Geraldine, de setenta y tres años, era funcionaria jubilada de institución
penitenciaria con enfermedad pulmonar terminal. Cuando la conocí se
autodenominaba "exmorista". Mostraba poco interés en descubrir el
significado subyacente a sus sueños premortales incluso cuando visitantes
bienintencionados como yo la incitaban a hacerlo. No se detenía a reflexionar
sobre los "podría", o, "debería", de su existencia. En
cambio, describía sueños y visiones premortales con la divertida indiferencia
de observadora desinteresada. En cuanto empezó a hablarme de su pasado entendí
por qué. Había vivido tantas cosas que ya nada la sorprendía.
Geraldine reveló detalles desgarradores sobre
abuso sexual infantil, años de negligencia, abandono y múltiples matrimonios
fallidos marcados por la violencia doméstica y el abandono de niños, algunos
maltratados, otros distanciados. Sucesos que helarían la sangre a cualquiera hacían
reír a Geraldine. Había convertido los traumas de su vida en anécdotas
entretenidas, historias para compartir y reír en lugar de procesarlas y
superarlas.
El trauma había dejado huella pero Geraldine
había luchado transformándolo en algo previsible, cómico, incluso banal. Quizás
representar la banalidad del trauma era la única manera que conocía de distanciarse
del dolor, o quizás se debía a su incapacidad para procesarlo. En cualquier
caso, Geraldine era, como mínimo, una superviviente. Había preguntas que no
podía permitirse hacer y respuestas que no quería oír. Tras una vida de heridas
emocionales desatendidas, y de significados que era mejor no explorar,
necesitaba sentir amor más que atar cabos.
La larga vida de Geraldine tuvo un amor
inconfundible, incondicional, bondadoso y recordado: el de su madre. Así que
sus sueños antes de morir se dirigieron a la única fuente inmaculada de afecto
que había conocido, la «única que se preocupó» y que «estará ahí cuando muera».
En su libro, Dreaming Beyond Death: A
Guide to Pre-Death Dreams and Visions., (Soñando más allá de la muerte: una
guía para los sueños y visiones previos a la muerte), Kelly Bulkeley y
Patricia Bulkley sugieren que no siempre es imperativo interpretar los sueños
previos a la muerte: a veces es mejor sentarse y dejar que hagan su trabajo.
Esto fue ciertamente así para Geraldine. Como cuidadores de moribundos sabemos
que a veces la mejor ayuda que podemos ofrecer es no interferir sino
simplemente estar presentes. Sabemos que validar sus sueños no significa
necesariamente interpretarlos. Al final de su vida, Geraldine no necesitó
intervención ni explicación, ni que se le diera sentido a los traumas que había
experimentado: necesitaba registrar el único amor que podía revivir de forma
auténtica y sin afectación. Se sentía apoyada, aliviada, incluso alegre, al
soñar con su madre, y eso era todo lo que importaba.
Cuando se abordan las experiencias de final
de vida en la literatura, generalmente se hace desde la perspectiva del
análisis de los sueños, ya sea desde el psicoanálisis, (Freud), o la psicología
analítica, (Carl Jung). Por ello, rara vez se distinguen de los sueños
cotidianos y se interpretan como proyecciones de ansiedades y deseos latentes,
o como mecanismos de defensa. Se consideran un enigma en torno a la vida
interior del paciente cuya clave reside en la interpretación del sueño. Estos
enfoques los presentan como el inicio de una pregunta que requiere respuesta.
En contraste, las experiencias de los
pacientes al final de la vida brindan respuestas a preguntas que ya no es
necesario plantear. Representan un punto culminante más que una puerta de
entrada. A menudo son modelos para una reescenificación pacífica, visionaria y
ciertamente revisionista de la vida, cuyo fin inminente es solo incidental ante
una sensación generalizada de amor. Estas experiencias no se tratan tanto de
pensar como de recordar, sentir, percibir, respirar y sonreír. Se tratan de
comunicación y conectividad, y se desenvuelven en un ámbito que mejor se llama
trascendental. De hecho, en consonancia con el significado de trascendencia
como "ir más allá", tienen lugar en un plano radicalmente diferente
de todo lo que define nuestras experiencias ordinarias, cotidianas y, en última
instancia, finitas de vivir y soñar. Y aunque hablamos de ellos como sueños, ya
que es el punto de referencia más cercano que tenemos para describir lo que
ocurre en las últimas horas de vida, cuanto más tiempo trabajo con personas
moribundas menos cómodo me siento al clasificarlos como tales. La frase: «experiencias
de final de vida» es realmente la representación más precisa de un proceso
que no debe confundirse con los sueños que se experimentan en estado de buena salud,
ni con su interpretación, por cierto.
Lo cierto es que rara vez me encuentro con
pacientes que necesiten un enfoque interpretativo de sus sueños premortales. El
final de la vida no es momento para intervenciones terapéuticas ni para buscar
la traducción. El viaje ha terminado; estamos tras las cortinas, a punto de
caer el telón, y vale la pena preguntarse si el análisis de los sueños está
satisfaciendo las necesidades del clínico en lugar de las del paciente.
Sesenta y siete años de introspección de un
veterano de guerra como John Stinson no lograron lo que su sueño de final de
vida logró en una noche. Cualquier distancia crítica entre el soñador y la
experiencia onírica se desvanece al borde de la muerte. En cambio, lo que los
pacientes nos dicen alto y claro es que sus experiencias de final de vida
difieren de cualquier sueño que hayan tenido. Son más sensoriales. Se sienten y
viven profundamente. Se sienten "más reales que la realidad". Cuando
Geraldine describió la visión de los brazos de su madre extendiéndose sobre su
cama fue una experiencia vivida, no imaginada.
Incluso cuando los pacientes buscan una
explicación, la interpretación de sus experiencias de final de vida no es el
objetivo. La atención se centra en cómo se sienten, qué ven y cómo son
transportados mágicamente a un lugar de amor y apoyo incomparables. El
contenido importa menos que las relaciones que se recuperan y las necesidades
únicas que se atienden. Esto puede ser la distinción más importante entre sueño
normal o común, y sueño previo a la muerte, y señala las limitaciones de un
modelo psicoanalítico cuando se trata de comprender el impacto de las
experiencias de final de vida.
Debido a que los sueños premortales son
atípicos, son menos susceptibles a la interpretación que se aplica a los sueños
comunes. Hay menos simbolismo, menos abstracción, menos significados ocultos o
subyacentes. Se dice muy poco entre el soñador y las personas en el sueño,
mientras que mucho se siente y se comprende inherentemente. Las palabras
parecen menos relevantes y el lenguaje de cualquier tipo a menudo es
innecesario, ya que se intuye el significado más amplio. En sus sueños, no
fueron las dos palabras que Patricia pronunció a los nueve años las que
transmitieron la profundidad del significado que compartió con su madre
moribunda en el impersonal entorno hospitalario donde la vio por última vez. Y
como me recordó Jessica, el que su perro Sombra no pudiera hablar —«¡No diga
tonterías, doctor Kerr!»—, ni siquiera ladrar, no le impidió cumplir su papel
de guía de confianza.
Esto no significa que exista un único camino
hacia el consuelo. En lugar de protegerse de las respuestas, Rosemary se
esforzó por encontrarlas. Donde Geraldine intentaba evadir la búsqueda de
significado, Rosemary lo anhelaba. Para ella, los sueños previos a la muerte
eran algo que había que desmantelar, analizar, explicar y comprender. Se acostó
intrigada, ansiosa por que la noche se desarrollara y revelara más verdades
sobre el final de su vida.
Rosemary era una mujer de setenta años, de Búffalo,
que se había casado con su novio de la secundaria y vivido y enseñado en la
misma comunidad toda su vida. Cuando le presentamos nuestro proyecto de estudio
se emocionó al poder representar la sabiduría inherente a la muerte. Lo hizo
apoyándose en el arte que había perfeccionado a lo largo de su vida
profesional: la escritura. Con la muerte acercándose, Rosemary se propuso
analizar sus experiencias de final de vida llenando diligentemente un diario
tras otro con el relato de sus sueños y reflexiones. Fiel a su compromiso de
toda la vida con el conocimiento, mantuvo la curiosidad hasta el final. Sus
escritos dejaban claro que se había preguntado por los significados más profundos
de sus sueños y quería interpretarlos para nosotros. Por ejemplo, cuando soñó
que estaba parada afuera de una multitud se le saltaron las lágrimas y explicó:
"No estoy segura de qué significa eso exactamente. Creo que solo que me
voy de este mundo y todas estas otras personas seguirán allí". Cuando se
vio dentro de una funeraria, sola, hizo una pausa y dijo: "No sé por qué
estaba allí, ni a quién estaría visitando". Ella describió
conmovedoramente cómo entró a la funeraria llena de enormes y hermosas flores
cuyos colores “magníficos y espléndidos” asoció con las espléndidas y coloridas
bufandas de seda que su hija Beth hizo y tiñó ella misma.
Los sueños de Rosemary le parecían tan reales
que le brindaron "mucha alegría y felicidad, y parte de ello fue que todo
giraba en torno a mi hija". Dijo que la ayudaron a no tener miedo. Al
crear significado y reforzar sus valores, también le ayudaron a superar la
transición del terror a la aceptación, y de la aceptación al amor y el
consuelo. Tras su fallecimiento nos conmovió descubrir que había legado sus
diarios a un miembro de nuestro equipo de investigación.
Tanto Rosemary como Geraldine murieron como
vivieron, razón por la cual experimentaron e interpretaron sus sueños y
visiones premortales de maneras diametralmente opuestas. A menudo hablamos de
la muerte como el gran igualador, pero confundimos igualdad con semejanza
cuando es debido a nuestras diferencias que la igualdad importa. Incluso la
categorización de las personas como pacientes presupone una semejanza
cuando, de hecho, lo único que tienen en común los pacientes es la enfermedad
misma. Morir es más que el punto final de la enfermedad: es el cierre de una
vida en la que no hay dos iguales. Mientras que Rosemary se esforzaba por
reconectar con su yo interior, Geraldine quería escapar de él. La interacción
de la primera con las experiencias de final de vida era analítica, mientras que
la de la segunda era más intuitiva. Sin embargo, ambas se reencontraron con lo
perdido. Experimentaron una transformación espiritual similar cuyo resultado se
mantuvo constante. Ya fuera la madre que ve a la hija, o la hija que ve a la
madre, para ambas el tema era el amor. Y cada una sabía a qué aferrarse para
poner la muerte en perspectiva o, en palabras de Rosemary, para "seguir
adelante" con sus vidas.
Los sueños y visiones sobre el final de la
vida ofrecen un camino hacia la paz, independientemente de cómo se interpreten
o incluso si se interpretan. Lo importante es vivirlos, no examinarlos.
Representan la resistencia con la que el espíritu humano asume el proceso de
morir y lo hace suyo, independientemente de cómo se desarrolle. Rosemary y
Geraldine fueron dos madres con sus propias dificultades pero, a pesar de sus
diferencias, cada una demostró una sensatez y fortaleza notables ante la
adversidad. Y cada una compartió una historia de vida que trascendió los
límites de la experiencia, el análisis, la validación y, a veces, la
comprensión.
En su ensayo de 1966 titulado, “Contra la
interpretación”, la crítica social y cultural Susan Sontag planteó el mismo
punto sobre otro ámbito que moviliza la capacidad de imaginación y
transformación de la humanidad, es decir, el arte. Es famosa su oposición a los
enfoques que subordinan el poder espiritual del arte al intelectual. Abstracciones,
o, como ella expresó, «la venganza del intelecto contra el arte». Ciertamente,
morir es similar en la medida en que ningún observador puede hacerle justicia.
Representar sus procesos es prerrogativa de quienes lo experimentan. Por lo
tanto, los sueños y experiencias de final de vida no pueden comprenderse
únicamente mediante la perspicacia y el juicio críticos, y, en ausencia de
perspectiva subjetiva de muerte, pueden reconocerse mejor por sus efectos que
por sus mecanismos. Como obras de arte.
Mientras que los sueños generalmente implican
que estamos inmersos en ellos, las experiencias de final de vida nos
transportan a una nueva realidad, a menudo de vigilia. El poeta místico persa
del siglo XIII, Rumi, lo expresó mejor cuando afirmó, en un poema irónicamente
titulado: "El sueño que debe ser interpretado", que, "Aunque
parezca que dormimos, hay una vigilia interior que guía el sueño y, con el
tiempo, nos devuelve de golpe a la verdad de quiénes somos. Aunque sigo
sosteniendo, en contra de Rumi, que los sueños previos a la muerte no necesitan
ser interpretados para ser importantes, su poesía representa bellamente el
momento de reconocimiento cuando morir y vivir se funden en uno. Es entonces
cuando nuestros sueños se hacen realidad y las experiencias de final de vida
parecen más auténticas que el mundo material que nos rodea.
Algunos pacientes se retraen y su lenguaje es
mínimo. Otros conservan una vitalidad intelectual y desean interactuar con los
demás y expresarse hasta el final, incluso cuando la enfermedad ha avanzado
hasta el punto de anhelar la muerte. Pero la mayoría se benefician, claramente,
de la importancia terapéutica de sus sueños y visiones premortales. Lo que
debería importar, entonces, es legitimar los sueños en lugar de explorar su
origen ontológico, (por ejemplo, el subconsciente freudiano o junguiano, manifestación
de un mundo divino, etc.). Para los pacientes, las familias y los profesionales
de la salud el valor terapéutico, existencial y experiencial de estos fenómenos
siempre es lo primero.
Este valor está imbuido de trascendencia ya
que apunta a una existencia o experiencia más allá de lo físico. Por tanto, es
un estado que a menudo se asocia con el más allá. Para mí, las experiencias de
final de vida representan lo que sucede antes, no después, de la muerte. Dejaré
a otros la tarea de debatir sus repercusiones post mortem. En cambio, quiero
reconocer el poder de esta transformación espiritual y trascendencia en la vida
de mis pacientes antes de su fallecimiento, y mostrar la enorme diferencia que
supone en su cuidado. Quiero mostrar las importantes implicaciones clínicas y
por qué debemos tenerlas en cuenta para comprender mejor el tema de la muerte.
Dicho esto, es importante reconocer que el
proceso de morir brinda una forma de consuelo espiritual y emocional que puede
tener sus raíces en experiencias concretas y vividas pero que, aun así,
conlleva una forma de trascendencia. Cerca de la muerte las fronteras entre lo
experiencial y lo espiritual, el cuerpo y la mente, el presente y el pasado,
impulsos conscientes e inconscientes, parecen disolverse para brindar una
sensación de trascender a un lugar de dichosa comodidad y serenidad.
Todos sufrimos heridas, o nos lesionamos, por
haber vivido. Sin embargo, las experiencias de final de vida parecen
devolvernos la plenitud a través del perdón, el amor y el regreso de quienes
hemos perdido. Viejas heridas sanan a medida que el tiempo y la distancia se
desvanecen y la duración de la vida se reduce a lo que importa. Parece haber
una especie de justicia final, ya que el final de la vida excluye a quienes nos
han causado daño y acoge a quienes más nos han cuidado y amado. Quizás sea
apropiado que el círculo que se completa sea el de restauración y retorno a lo
mejor de haber vivido.
Solía esforzarme por ser el mejor médico posible, al mismo tiempo que
honraba la calidad espiritual de las experiencias de mis pacientes al final de
la vida. Ahora sé que ser el mejor médico posible
se trata precisamente de reconocer, facilitar y validar la naturaleza
profundamente espiritual de tales experiencias al final de la vida. Morir es
mucho más que un suceso físico. Y morir con dignidad, al igual que vivir con
dignidad, es mucho más un proceso espiritual que biomédico. No hay nada nuevo
en esta observación. El poeta alemán Rainer Maria Rilke capturó mejor la
importancia de la expresión de significado de cada individuo en los momentos
finales de la vida cuando afirmó: "No quiero la muerte del médico. Quiero
mi libertad". Una "buena" muerte siempre se ha tratado de morir como
uno quiere y no como quiere la destreza de la intervención médica.
Es en la hora de la muerte cuando las
personas pueden liberarse de viejos miedos y reencontrar un renovado sentido de
identidad. Este es el yo completo con el que perdemos contacto tras años de
estrés acumulado, expectativas, contratiempos y emociones negativas, pero
también es el yo que resurge con toda su fuerza al final de la vida. Durante la
profunda resolución que facilita el proceso de morir, los pacientes reconectan
con aquellos a quienes han amado y perdido, a quienes han llorado pero no
olvidado. Reviven la naturaleza incondicional de la familia y los vínculos
familiares. Encuentran una alternativa a un mundo exterior cuyas exigencias
arbitrarias antes intentaban satisfacer en vano.
La obsesión de la cultura occidental por las
últimas palabras de los moribundos puede surgir de estas demandas, pero no es
fiel a la realidad de morir. Últimas palabras famosas, últimas palabras
literarias, últimas palabras ficticias. Las representaciones populares muestran
una conciencia intuitiva de que se dicen cosas importantes, e incluso se
experimentan al final de la vida, pero parecen incapaces de representarlo sin
hipérbole. Nos llevan a esperar que las últimas palabras de las personas solo
importen si son conmovedoras y memorables, la culminación del significado de
una vida o de la comprensión que una persona tiene de ellas.
Pero no hay que sensacionalizar las últimas
etapas del viaje de la vida. Las experiencias de final de vida rara vez son de
profunda naturaleza filosófica o incluso religiosa. No implican preguntas
existenciales, pronunciamientos exaltados, epifanías basadas en la fe,
reflexiones ni frases ingeniosas. A menudo consisten simplemente en sueños o
visiones sobre sucesos cotidianos, la familia, el amor e incluso las mascotas.
Es a través de estas relaciones
reconstituidas que los moribundos se recomponen y recuperan la sensación de
plenitud. Es precisamente una renovada sensación de identidad lo que nuestro último
viaje en la Tierra hace posible. En sueños, los pacientes a menudo se ven más
jóvenes, sanos y rejuvenecidos, mientras que, paradójicamente se sienten más
auténticos que nunca. La teóloga y psicoterapeuta Monika Renz se refiere a esta
experiencia espiritual de conectividad como
"conexión eléctrica débil" entre uno mismo y el otro. Es un
fenómeno que ocurre, explica, en la región limítrofe, o, "espacio
liminal", que se abre entre el cuerpo y la mente, la consciencia y la
inconsciencia, en el momento de la muerte. Ya sea con el yo reprimido o con
otros, es precisamente este acto de conexión o reconexión lo que muchos
pacientes testifican experimentar al describir los efectos de sus sueños y
visiones al final de la vida.
El sentimiento de un vínculo restaurado entre,
y a través de las vidas, es lo que definió a Mary abrazando y meciendo a su
bebé, fallecido hacía mucho tiempo, en su lecho de muerte, o a la madre de
Sierra, acurrucándose en la cama de su hija para abrazarla por última vez. Fue
lo que ayudó a Sandra, la joven de dieciséis años cuyos padres afligidos
querían evitarle el conocimiento de su muerte inminente. Para ella, la religión
se convirtió en la lente a través de la cual soñó con escalar arduamente una
montaña para alcanzar a ángeles cuyo abrazo finalmente le proporcionó el alivio
del sufrimiento que necesitaba. Si bien el viaje simbolizaba claramente la
muerte, su resultado evocaba unión, luz y vida.
Estos ejemplos demuestran la importancia de
replantear la religión al final de la vida para que no signifique un rechazo,
sino una comprensión más amplia de sus principios. En el hospital de pacientes
terminales de Búffalo el equipo médico sabe que la estrecha colaboración con
nuestros capellanes y representantes religiosos es fundamental para el
bienestar y felicidad de nuestros pacientes. Ahora es universalmente sabido que
el cuerpo y la mente se influyen mutuamente de maneras que el enfoque exclusivo
de la medicina en los síntomas físicos de los pacientes oscurece
innecesariamente. Al final de la vida, esta visión compartimentada de la salud
es simplemente insostenible, independientemente de si los médicos intentan
mantenerla o no. Lo espiritual y lo físico van de la mano, especialmente cuando
buscamos facilitar la transición de nuestros pacientes a su hogar definitivo.
A pesar de la naturaleza inseparable de los
aspectos espirituales y físicos de la muerte, paradójicamente los pacientes
rara vez reportan contenido religioso en sus experiencias de final de vida.
Este libro contiene varios relatos de pacientes que sueñan con temas religiosos
pero la tendencia es desproporcionada en comparación con la totalidad de
nuestros datos. Otros investigadores han demostrado de manera similar una casi
ausencia de referencias religiosas en sueños y visiones de los moribundos. Aun
así, aunque la paradoja es notable tampoco es el punto clave. Después de todo
la familia es nuestra primera iglesia, y los principios de la fe son el amor y
el perdón, los mismos temas de sueños y visiones premortales.
Esta es una perspectiva que se ejemplifica en
los escritos de Kerry Egan, capellán de hospital para enfermos terminales en
Massachusetts. En su breve, pero conmovedor texto titulado, "Mi fe: De qué
habla la gente antes de morir", la Egan explica que con frecuencia la llaman
a la cabecera de pacientes moribundos que desean hablar no sobre Dios o grandes
cuestiones espirituales sino sobre sus familias y "el amor que sintieron,
el amor que dieron o no recibieron, el amor que no supieron ofrecer, el amor
que negaron o que tal vez nunca sintieron por quienes debieron haber amado
incondicionalmente. La gente habla con el capellán sobre sus familias porque
así es como hablamos con Dios. Así es como hablamos del sentido de nuestras
vidas. Vivimos nuestras vidas en nuestras familias: las familias en las que
nacemos, las que creamos, las que hacemos a través de las personas que elegimos
como amigos”. En un mundo donde el éxito de las personas a menudo se mide por
la cantidad de relaciones que sacrifican en el camino, los sueños de los
moribundos nos ayudan a visualizar un mundo donde las relaciones humanas
definen nuestro propósito y nuestro verdadero logro.
Para Egan, no mencionar a Dios directamente
no crea conflicto entre su función como capellán de hospital de terminales y su
fe religiosa ya que reconoce a Dios y las enseñanzas de su religión en el amor
que se intercambian los familiares al morir: «Si Dios es amor, y creemos que es
cierto, entonces aprendemos sobre Dios cuando aprendemos sobre el amor. La
primera, y generalmente la última clase de amor, es la familia».
Es cierto que incluso pacientes como
Patricia, que trabajaron duro para negar la religión encuentran la paz a pesar
de todo. Aunque no creía en el más allá ni en la existencia de algo, sus sueños
premortales provocaron la misma profunda transformación de percepción que la de
las personas de fe. «Así que los sueños no han cambiado mi fe», afirmó, «pero
me han reconfortado». En una de mis últimas visitas me citó: «Mencionaste una
palabra», dijo, «y ahora me viene bien. Es paz. Me siento realmente en
paz». ¿Acaso la paz no es la gracia con otro nombre?
Los escritos de Monika Renz dan testimonio de
la profunda naturaleza espiritual de los sueños premortales, independientemente
de la afiliación religiosa de sus pacientes. Musulmanes, judíos, hindúes,
cristianos o budistas, ateos o agnósticos, las personas se definen por la misma
capacidad humana de plenitud al final de la vida, que Renz describe como una
experiencia vívida que "trasciende el ego". Con esto quiere decir que
se traslada a un contexto superior del yo, que no se limita a las convenciones
del mundo ni a las identidades predefinidas.
Junto a la cama he presenciado, una y otra
vez, el tranquilo proceso de entrega pacífica y bienestar, la versión de gracia
y espiritualidad que lleva a mis pacientes a superar el umbral del dolor y el
sufrimiento. Pero si los sueños al final de la vida son espirituales no lo son
tanto en contenido como en experiencia. Son espirituales en la forma en que
alteran la percepción y en la sensación de bienestar que brindan. Son
espirituales por el profundo proceso personal de renovación que desencadenan en
los rincones más recónditos del ser. Son espirituales en la medida en que nos
liberan del miedo y el dolor y nos conectan entre nosotros.
No es posible separar al ser humano de la
realidad biológica de la muerte. Se requiere gran coraje y resistencia para
afrontarla la muerte, o la mirada de otros sobre la enfermedad. Los sueños y
visiones de mis pacientes antes de morir son una manifestación visible de esta
fuerza interior. Ayudan a los moribundos a reencontrarse con un sentido más
auténtico de sí mismos, con las personas que han amado y perdido, con quienes
los protegieron y con quienes les brindaron consuelo y paz. Sus necesidades son
atendidas, ya sea para ser guiados, tranquilizados, perdonados o simplemente
amados. Muchos asisten a la iglesia para conectar con este tipo de
reconciliación y consciencia interior. Otros no lo necesitan.
En la hora de nuestra muerte la
transformación espiritual ya no es externa a uno mismo. Sucede en lo más
profundo de nuestro ser. A medida que avanzamos hacia la aceptación, la
enfermedad y la muerte nos colocan en un camino espiritual que, en última
instancia, afirma quiénes somos. En palabras de la capellán Egan: «No tenemos
que usar palabras teológicas para hablar de Dios; las personas que están cerca
de la muerte casi nunca lo hacen. Debemos aprender de los moribundos que la
mejor manera de enseñar a nuestros hijos acerca de Dios es amándonos plenamente
y perdonándonos mutuamente, así como cada uno de nosotros anhela ser amado y
perdonado por nuestras madres y padres, hijos e hijas."
Epílogo.
Dondequiera
que se ame el arte de la medicina, también hay amor a la humanidad. —HIPÓCRATES.
Uno de los momentos de mayor orgullo de mi vida fue el
día en que finalmente pude ponerme una bata blanca y entrar en la habitación de
un paciente como médico recién graduado. Anticipando este acontecimiento
trascendental, había gastado el poco dinero que tenía en un traje nuevo,
corbata y zapatos relucientes. Ahora estaba educado, capacitado, legitimado y
listo. Con todo el orgullo y profesionalismo que pude reunir, entré en la
habitación de mi primer paciente, me presenté y declaré con palabras
contundentes: «Soy su médico». El paciente levantó la vista y dijo: «¿En serio?
¡Te pareces a mi maldito corredor de apuestas!».
Lo que aprendí entonces, y muchas más veces
desde entonces, es que el único punto de vista que importa es el del paciente.
De eso se trata este libro: de la idea de que los pacientes que se cree que
guardan silencio pueden ser, de hecho, los únicos a quienes vale la pena
escuchar.
La suposición de que nada valioso puede
surgir de los pacientes en las últimas semanas y días de vida refleja una
visión limitada en la totalidad de la experiencia de morir. En muchos sentidos,
el viaje al final de la vida es la culminación de un proceso integrador que
destila la vida hasta sus mejores momentos. Se trata de revisar y reescribir
los guiones de vida que nos han sido entregados, ya sea por casualidad o por
diseño. La cercanía a la muerte es el momento en que este proceso de revisión
se acelera a través de una perspectiva distinta que antes no estaba disponible.
Todos heredamos guiones a través del nacimiento, la familia, la cultura y la
historia que nos llevan por caminos que no necesariamente elegimos. Algunos los
seguimos. Otros necesitamos reescribirlos, a veces incluso días antes de morir.
Mi historia, como la de muchos de mis
pacientes, es un intento de reescribir un guion en el que no tuve voz ni voto.
A los doce años ni esperaba ni aceptaba la muerte de mi padre. La afronté con pura
rabia. Había perdido una parte de mí, el sentido de propósito y dirección que
él me proporcionaba, y la imagen del hombre en el que quería convertirme. No lo
lamenté. Me enojé.
Hoy, mi reacción enojada y juvenil sin duda
se diagnosticaría como trastorno negativista desafiante, pero en la década de
1970 simplemente me etiquetaron como "gravemente problemático". Me
expulsaron de una escuela en séptimo grado y suspendí el curso de octavo en
otra. Me volví tan ingobernable que mi madre no tuvo más remedio que enviarme a
un internado de estilo militar. Ese era, en muchos sentidos, el lugar ideal
para jóvenes inadaptados: imagínense El señor de las moscas, con
uniforme. Pero aquel lugar no era sustituto de la familia y el hogar. Estuve
matriculado durante cinco años y pasé los veranos viviendo y trabajando en una
granja. Aun así, después de perder a mi padre, todo castigo era relativo. Perdí
las lecciones de vida.
Mi improbable camino hacia la facultad de
medicina dio un giro aún más extraño después de empezar a trabajar en el
hospital de pacientes terminales de Búffalo. Allí estaba enfrentándome a lo que
había intentado olvidar desde la infancia: la imagen de pacientes moribundos
con los brazos extendidos, llamando a sus madres, padres e hijos, muchos de los
cuales no habían sido vistos, tocados ni escuchados en décadas. Había cerrado
el círculo, pero esta vez no podía apartar la mirada porque no se trataba de
mí.
Con el tiempo, fueron estos mismos pacientes
quienes me ayudaron a reescribir el final de la historia de mi padre. Donde
antes solo veía tristeza y pérdida ellos me ayudaron a reconocer algo más
poderoso y vital.
Aun así, cuando doy una conferencia sobre el
tema hoy, hay un punto en el que siempre quedo en silencio. Algún miembro del
público inevitablemente me pregunta: "¿Y qué crees que significa todo
esto?". La pregunta me detiene siempre. Podría hablar durante días sobre
la perspectiva del paciente, pero no sobre la mía. Puedo dar fe de cómo las
experiencias de final de vida afectan el proceso de morir, cómo funcionan y
cómo impactan mi enfoque como médico, pero me siento incómodo, incluso evasivo,
cuando me preguntan qué significan en el contexto general. A veces intento
alejarme del podio con un rápido "Gracias y adiós" antes de que la
inevitable pregunta me deje perplejo.
Recuerdo un día en particular cuando un señor
mayor y brusco, al frente de la sala, interrumpió mi escape con una versión más
dramática de la temida pregunta: "¿Y por qué todo este alboroto sobre la
muerte?". Hice una pausa y finalmente admití mi incapacidad para
responder.
La verdad es que no me correspondía, ni
corresponde, decirlo. No puedo ni empezar a especular sobre la otra vida ni
sobre el plan más amplio de Dios, que es de lo que mucha gente realmente quiere
que hable. Comprender lo que experimentan los pacientes antes de morir no me
habilita para comentar sobre lo que sucede después. De hecho, escribí este
libro precisamente porque hay algo que decir sobre el proceso de morir más allá
de su relación con estas preguntas existenciales. Morir es un misterio en sí
mismo, no solo un presagio de lo que vendrá. No releguemos su valor al de un
mero preludio del más allá. No lo dejemos palidecer en comparación.
Las voces y experiencias de los pacientes
moribundos importan. Mi voz e interpretación nunca pretendieron diluir las
suyas. De hecho, son sus experiencias las que han influido e inspirado las
mías.
Así que, para el brusco caballero de la
primera fila, aquí hay una respuesta parcial a la pregunta de "¿por qué
tanto alboroto?". Morir es más que el sufrimiento que observamos o
experimentamos. Dentro de la evidente tragedia de morir, hay procesos
invisibles que encierran significado. Morir es un momento de transición que
desencadena una transformación de perspectiva y percepción. Si quienes están
muriendo tienen dificultades para encontrar palabras que plasmen sus
experiencias internas no es porque les falle el lenguaje sino porque no alcanza
la sensación de asombro y maravilla que los embarga. Experimentan una creciente
sensación de conexión y pertenencia. Empiezan a ver no con los ojos sino con el
alma liberada.
Para mí todo esto significa que lo mejor de
la vida nunca se pierde del todo. Lo recuerdo cuando los pacientes mayores
experimentan el regreso de la madre o el padre que perdieron en la infancia;
cuando los soldados hablan de batallas espeluznantes; cuando los niños hablan
de animales muertos que regresan para consolarlos; y cuando las mujeres acunan
a bebés que perdieron hace mucho tiempo. Es entonces cuando la cautela se
desvanece y prevalece el coraje.
Me doy cuenta entonces de que lo que importa
no es tanto lo que se ve sino lo que se siente.
Como nos han recordado poetas y escritores a
lo largo de la historia, el amor perdura. Cuando se acerca el fin, el tiempo,
la edad y la debilidad se desvanecen para dar paso a una increíble afirmación
de la vida. Morir es una experiencia que nos fusiona al unirnos a quienes nos
amaron desde el principio, a quienes perdimos en el camino y a quienes regresan
a nosotros al final. En palabras de Thomas Jefferson: «Descubro que, a medida
que envejezco, amo más a quienes amé primero». Los moribundos suelen embarcarse
en un viaje esperanzador en el que son abrazados una vez más por quienes una
vez dieron sentido a sus vidas, mientras que quienes los lastimaron se alejan.
La muerte es también una forma de justicia final, una en la que la balanza se
equilibra mediante el amor y el perdón.
Habiendo presenciado tantas muertes, no puedo
decir que acepte plenamente la idea de una "buena" muerte. No existe
una buena muerte, solo buenas personas. La muerte y el morir son meras
extensiones de lo anterior; morimos como vivimos. Esto no siempre puede
reconciliarse con la felicidad o la bondad, sobre todo si el resto de la vida
tuvo poco que ver con alguna de las dos. Aunque a menudo me entristece la
tragedia y el trauma que tantas personas han padecido sigo asombrado por la
fuerza del espíritu humano en su incesante búsqueda por sanar lo dañado o roto.
Para quienes se ven privados de la plenitud y la felicidad en la vida quizás en
esa lucha residan la esperanza y la gracia.
Antes de terminar este libro necesito
recordar cómo empezó todo. Es simple. Cuando contacté con las personas ningún
paciente ni familia se negó a participar. Es difícil expresar mi profunda
gratitud pero aunque es costumbre hacerlo, mi agradecimiento en realidad no será
lo principal. Esos pacientes y familias no participaron porque se lo pidiera,
lo hicieron porque querían contribuir. No importaba cuán enferma estuviera la
persona, esa necesidad de contribuir es inherente a la lucha por mantenerse
conectado y humano. Incluso quienes quedaron atrás, los de luto, lucharon entre
lágrimas por contribuir, con la esperanza de brindar consuelo y comprensión a
los demás.
Morir puede ser aislador e incluso solitario
pero los pacientes a menudo encuentran consuelo en espacios donde pueden seguir
expresándose, conectar con los demás y seguir importando. Mucho después de
perder la batalla para superar la enfermedad los moribundos siguen luchando,
pero no luchan contra la enfermedad sino por ella, y hacia ella. Luchan por
tener relevancia, por encontrar sentido hasta su último aliento. ¿Por qué si no
las personas, postradas en cama y agonizantes encontrarían el coraje para
compartir sus historias? No las versiones embellecidas que solemos contar, sino
la esencia de haber vivido y sido importante: desde dolores profundos, secretos
hondos y pérdidas lejanas hasta el amor perdurable y la sabiduría recuperada.
Estos momentos, medidos en días y horas, no están motivados por la posibilidad
de un beneficio futuro. Constituyen un final deseado y autogenerado.
La enfermedad y la tragedia exigen
naturalmente que miremos hacia dentro, fruto de nuestra lucha por la
supervivencia y nuestra resistencia innata a la mortalidad. A medida que la
enfermedad empieza a superar el impulso de vivir se produce un cambio. Los
moribundos siguen apreciando la vida pero no para sí sino para los demás.
Expresan preocupación por los seres queridos con gestos de bondad y esperanza,
incluso al despedirse. En sus historias se esconde el mismo mensaje
sobrecogedor, repetido una y otra vez.
Este libro surgió a partir de esas despedidas
finales mientras se transmitían historias de esperanza y gracia. Por eso con
reverencia, no solo gratitud, reconozco a los pacientes y familias que
contribuyeron a la escritura de estas historias. Estas son personas que
tuvieron fe en que sus voces, suavizadas o a veces silenciadas, importaban. Y
que seguirían siendo escuchadas.
EXPRESIONES DE GRATITUD.
Este libro surgió de las consultas de pacientes cuyas
palabras me impresionaron, inspiraron e iluminaron.
Las experiencias de los pacientes terminales
merecían ser más que una simple curiosidad clínica o descripción anecdótica.
Debían ser contadas por pacientes y validadas mediante un enfoque basado pruebas.
Este libro se basa en estudios realizados por un talentoso grupo de
investigadores del hospital de pacientes terminales de Búffalo. Este equipo
incluye un bioquímico, médicos clínicos y científicos sociales. Mi más sincero
agradecimiento a Rachel Depner, Kate Levy, Dave Byrwa y los doctores Scott
Wright, Debra Luczkiewicz, James Donnelly y Sarah Kuszczak. Este esfuerzo ha
sido liderado por el doctor Pei Grant, mi amigo y el mago tras las cortinas.
Gracias también a mi amigo Jon Hand, quien
filmó a tantos de nuestros pacientes y familias. Jon sintió más de lo que jamás
podría capturar en una película y a menudo levantaba la vista de la cámara para
enjugarse las lágrimas. Falleció mientras escribía este libro. Descansa en paz,
amigo.
Mi viaje desde la cama del paciente a la
investigación, y luego al libro, requirió de un pueblo, un pueblo realmente
grande.
Conmigo, en cada paso del camino, estuvieron
mis colegas del hospital para enfermos terminales cuyos esfuerzos han sido
incansables, dedicación admirable y compasión inquebrantable. Nuestra atención
alcanza su máximo esplendor cuando incluye diversas disciplinas, desde
consejeros espirituales hasta musicoterapeutas. Dependemos de todos para
brindar atención en los lugares tranquilos donde las vidas, y no solo las
enfermedades, necesitan atención.
Mi gratitud también comienza con mi amigo,
compañero médico y mentor, doctor Robert Milch, una excepcional y digna
combinación de cirujano y luchador por la justicia social. Probablemente
debería pedirle perdón por descarrilar una y otra vez, pero en cambio aplaudo
su sabiduría al saber cuándo era mejor simplemente cambiar de rumbo. Gracias a
Abby Unger, cuyo amor y apoyo me convencieron de que tenía una historia que
compartir y en la que yo tenía un papel que desempeñar. Este trabajo necesitaba
su toque. Un agradecimiento especial también a los doctores Megan Farrell y
John Tangeman por su amistad y por compartir su infinita sabiduría clínica.
En 2010 le dije a una joven becaria de
cuidados paliativos, la doctora Anne Banas, que no deberíamos realizar el
estudio sobre las experiencias de los moribundos porque «a nadie le
interesaría». Me respondió: «Estás loco». Decir que me equivoqué no lo explica
del todo, así que solo puedo agradecerle su visión de futuro y la pasión que
siempre ha puesto en este trabajo.
No me desperté un día y decidí escribir este
libro. Por suerte, mi querida amiga y agente, Bonnie Solow, sí lo hizo.
Habiendo pasado mi carrera al margen de la medicina nunca supuse que las
palabras de nuestros pacientes llegarían a un público receptivo. Sin embargo,
Bonnie buscó este proyecto y lo guió con ingenio hacia estas páginas. Los
pacientes y las familias cuyas palabras componen este libro merecían un
defensor digno, y ella respondió con creces a la llamada.
Fue la camaradería del caballo lo que me unió
con mi coautora, Carine Mardorossian, profesora de inglés en la Universidad de Búffalo,
quien guarda su caballo en mi establo. Mientras limpiábamos los establos
solíamos hablar sobre la investigación y el tema del libro, y a lo largo de
varios años esa conversación nos llevó a escribir este libro en colaboración,
un viaje de aprendizaje, conexión, humildad e infinita gratitud. El resultado
es también un poderoso testimonio de la centralidad de las humanidades en otros
campos del conocimiento, en este caso la medicina. Agradezco a Carine su
amistad y su don para descubrir el arte dentro de la ciencia de la medicina.
Este libro fue moldeado y guiado por mis
primeros lectores: varios amigos de diversos orígenes y voces, desde
entrenadores de caballos hasta pintores abstractos y especialistas en ética
médica: Bárbara Groh-Wahlstrom, Lynne Kerr, Lonny Morse, el doctor Paul y
Noreen Johnson, Tracey Rees, Christy Feightner, Patrick Flynn, Kelley Clem,
Sally Green, Shirley Kerr, Jeanne Marohn y Jane Karol. Gracias por todo lo que
compartieron y aportaron. Una de las alegrías de escribir este libro ha sido
llegar a casa y encontrar a mi madre corriendo para cruzar la habitación con su
andador, aferrada a las páginas de las ediciones. Su pasión ha sido inspiradora.
Afortunadamente este libro encontró su
legítimo hogar en Penguin Random House. Deseo agradecer y reconocer a Caroline
Sutton, Hannah Steigmeyer, Marie Finamore, Farin Schlussel, Anne Kosmoski, Sara
Johnson y Emily Fisher.
Por último, a mis amigos y familiares, en
especial a mis hijas Madison y Bobbie, cuyo apoyo, comprensión e incluso perdón
han sido una constante reconfortante en una carrera que a menudo les ha privado
de tiempo y presencia, aunque nunca de amor..
NOTAS
“Es más que lo negativo” : Mitch Albom, Tuesdays with Morrie
(Nueva York: Doubleday, 2000).
Miedo al ridículo : M. Barbato, C. Blunden, K. Reid, H. Irwin y
P. Rodriguez, “Fenómenos parapsicológicos cerca del momento de la muerte”,
Journal of Palliative Care 15, no. 2 (1999): 30–7; S. Brayne, C. Farnham y
P. Fenwick, “Fenómenos del lecho de muerte y su efecto en un equipo de cuidados
paliativos: un estudio piloto”, American Journal of Hospice and Palliative
Care 23, no. 1 (2006): 17–24; Peter Fenwick y Sue Brayne, “Experiencias al
final de la vida: buscando compasión, comunicación y conexión: significado de
las visiones y coincidencias en el lecho de muerte”, American Journal of
Hospice and Palliative Care 28, no. 1 (2011): 7–15; S. Brayne, H. Lovelace
y P. Fenwick, “Experiencias al final de la vida y el proceso de morir en un
hogar de ancianos de Gloucestershire según lo informado por enfermeras y
asistentes de cuidado”, American Journal of Hospice and Palliative Care
25, no. 3 (2008): 195–206.
Esta falta de atención generalizada aísla aún más a los
moribundos
: Clara Granda-Cameron y Arlene Houldin, “Análisis del
concepto de buena muerte en pacientes terminales”, American Journal of
Hospice and Palliative Care 29, no. 8 (2012): 632–9; LC Kaldjian, AE
Curtis, LA Shinkunas y KT Cannon, “Objetivos del cuidado hacia el final de la
vida: una revisión bibliográfica estructurada”, American Journal of Hospice
and Palliative Care 25, no. 6 (2008): 501–11; William Barrett, Deathbed
Visions (Guildford, Reino Unido: White Crow Books, 2011).
Mujer que murió en el parto : Barrett, Deathbed Visions .
Ser
mortal comienza : Atul Gawande, Ser mortal: Medicina y lo
que importa al final (Nueva York: Macmillan, 2014).
Cuando
la respiración se convierte en aire
: Paul Kalanithi, Cuando la respiración se convierte en
aire (Nueva York: Random House, 2016).
“Para sacar el ‘yo’ de la experiencia” : Alan Watts, La sabiduría de la
inseguridad: Un mensaje para una era de ansiedad (Nueva York: Vintage
Books, 1951).
“No diré que se deba amar
la muerte” : Rainer Maria Rilke, “Carta a la condesa
Margot Sizzo, 6 de enero de 1923”, en Cartas de Rainer Maria Rilke, vol. 2,
1910-1926, trad. de Jane Bannard Greene y MD Herter Norton (Nueva York: W.
W. Norton, 1947), 316.
La mitad de todos los pacientes moribundos visitan : A. Smith, E. McCarthy, E. Weber, IS Cenzer,
J. Boscardin, J. Fisher y K. Covinsky, “La mitad de los estadounidenses mayores
atendidos en el departamento de emergencias en el último mes de vida; la
mayoría ingresa en el hospital y muchos mueren allí”, Health Affairs 31,
no. 6 (2012): 1277–85.
“Hoy en día, la curación es sustituida por el
tratamiento”
: Bernard Lown, El arte perdido de curar: practicando
la compasión en la medicina (Nueva York: Ballantine, 1999).
“El secreto para cuidar al paciente” : Francis Peabody, “El cuidado del paciente”,
Journal of the American Medical Association 88, no. 12 (1927): 877–82.
Artículos clínicos sobre el tema : Karlis Osis, Observaciones en el lecho de
muerte por médicos y enfermeras (Nueva York: Parapsychology Foundations,
1961); Karlis Osis y Erlendur Haraldsson, A la hora de la muerte
(Norwalk, CT: Hastings House, 1997); P. Fenwick, H. Lovelace y S. Brayne,
“Consuelo para los moribundos: Estudios retrospectivos de cinco años y
prospectivos de un año sobre el final de la vida”Experiencias”, Archivos de
Gerontología y Geriatría 51, no. 2 (2010): 173–9; A. Kellehear, V. Pogonet,
R. Mindruta-Stratan y V. Gorelco, “Visiones en el lecho de muerte de la
República de Moldavia: Un análisis de contenido de las observaciones
familiares”, Omega 64, no. 4 (2011–2012): 303–17; Brayne, Lovelace y
Fenwick, “Experiencias al final de la vida y el proceso de morir”; M. Lawrence
y E. Repede, “La incidencia de las comunicaciones en el lecho de muerte y su
impacto en el proceso de morir”, American Journal of Hospice and Palliative
Care 30, no. 7 (2012): 632–9; Brayne, Farnham y Fenwick, “Fenómenos en el
lecho de muerte y su efecto en un equipo de cuidados paliativos”.
Pacientes con delirio : Asociación Estadounidense de Psiquiatría,
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales , quinta
edición (Washington, DC: Asociación Estadounidense de Psiquiatría, 2013).
Estas experiencias difieren más de las alucinaciones o el
delirio
: Brayne, Lovelace y Fenwick, “Experiencias al final de la
vida y el proceso de morir”; James Houran y Rense Lange, “Alucinaciones que
reconfortan: mediación contextual de las visiones en el lecho de muerte”,
Perceptual and Motor Skills 84, no. 3, pt. 2 (1997): 1491–504; April
Mazzarino-Willett, “Fenómenos en el lecho de muerte: su papel en la muerte en
paz y la inquietud terminal”, American Journal of Hospice and Palliative
Care 27, no. 2 (2010): 127–33; Fenwick y Brayne, “Experiencias al final de
la vida”.
Análisis a gran escala de las vivencias de los pacientes
moribundos
: Osis y Haraldsson, En la hora de la muerte .
También utilizaron encuestas y análisis de casos : Peter Fenwick y Elizabeth Fenwick, The
Art of Dying: A Journey to Elsewhere (Londres: Bloomsbury, 2008).
Para documentar las experiencias de final de vida
relatadas por los pacientes : C. Kerr, JP Donnelly, ST Wright, SM
Kuszczak, A. Banas, PC Grant,y DL Luczkiewicz, “Sueños y visiones al final de
la vida: un estudio longitudinal de las experiencias de los pacientes de
cuidados paliativos”, Journal of Palliative Medicine 17, no. 3 (2014):
296–303.
En otro estudio, identificamos categorías temáticas
distintas
: C. Nosek, CW Kerr, J. Woodworth, ST Wright, PC Grant, SM
Kuszczak, A. Banas, DL Luczkiewicz y RM Depner, “Sueños y visiones al final de
la vida: una perspectiva cualitativa de los pacientes de cuidados
paliativos”, American Journal of Hospice and Palliative Care 32, no. 3
(2015): 269–74.
Confirmado el papel que los sueños y visiones previos a
la muerte juegan en el crecimiento postraumático : K. Levy, PC Grant, RM Depner, DJ Byrwa, DL
Luczkiewicz y CW Kerr, “Sueños y visiones al final de la vida y crecimiento
postraumático: un estudio comparativo”, Journal of Palliative Medicine
(próximamente).
El 18 por ciento de los sueños al final de la vida entre
los pacientes de nuestro estudio fueron de naturaleza angustiante : Levy et al., “Sueños y visiones al final de
la vida y crecimiento postraumático”.
Con una descripción de sueños tanto reconfortantes como
perturbadores
: Jan Hoffman, “Una nueva visión para los sueños de los
moribundos”, New York Times , 2 de febrero de 2016.
La impactante adopción de los principios de la eugenesia
estadounidense por parte de las escuelas estatales : Michael D'Antonio, The State Boys
Rebellion (Nueva York: Simon & Schuster, 2005).
“
La ciencia médica ha dejado obsoletos
siglos de experiencia”
: Gawande, Ser mortal .
“
Ésta es la esencia de la magia” : Franz Kafka, Los diarios de Franz Kafka,
1910-1923 (Nueva York: Knopf Doubleday, 1988).
El conmovedor homenaje que escribió su esposa : Kalanithi, Cuando la respiración se
convierte en aire , epílogo.
Efecto de los sueños sobre el final de la vida en la
familia en duelo
: T. Morita, AS Naito, M. Aoyama, A. Ogawa, I. Aizawa, R.
Morooka, M. Kawahara, et al., “Encuesta nacional japonesa sobre visiones en el
lecho de muerte: 'Mi madre fallecida me llevó al cielo'”, Journal of Pain
and Symptom Management 52, no. 5 (2016): 646–54.
Influyeron en su proceso de duelo en general : PC Grant, RM Depner, K. Levy, SM LaFever, K.
Tenzek, ST Wright y CW Kerr, “La perspectiva del cuidador familiar sobre los
sueños y visiones al final de la vida durante el duelo: un enfoque de métodos
mixtos”, Journal of Palliative Medicine (próximamente).
Sugieren que no siempre es imperativo que los pacientes
interpreten sus sueños previos a la muerte : Kelly Bulkeley y Patricia Bulkley,
Dreaming Beyond Death: A Guide to Pre-Death Dreams and Visions (Boston:
Beacon Press, 2005).
Moviliza la capacidad de la humanidad para la imaginación
y la transformación
: Susan Sontag, Against Interpretation (Nueva York:
Farrar, Straus and Giroux, 1966).
“
Aunque parecemos estar durmiendo” : Jalāl al-Dīn Rūmī, The Essential Rumi
, trad. de Coleman Barks (San Francisco: Harper, 1995).
Experiencia espiritual de la conectividad como una
“conexión eléctrica suelta” : Monika Renz, Hope and Grace (Londres:
Jessica Kingsley, 2016).
“
Vivimos nuestras vidas en nuestras
familias”
: Kerry Egan, “Mi fe: de qué habla la gente antes de
morir”, Belief (blog), CNN.com, 28 de enero de 2012, http://religion.blogs.cnn.com/2012/01/28/my-faith-what-people-talk-about-before-they-el
.
SOBRE EL AUTOR
Christopher Kerr |
Christopher
Kerr es director ejecutivo y director médico del hospital de
pacientes terminales de Búffalo. Nacido y criado en Toronto, Kerr obtuvo su
doctorado en medicina y neurobiología y completó su residencia en medicina
interna en la Universidad de Rochester. Su investigación ha recibido
reconocimiento internacional y ha aparecido en The New York Times , Atlantic
Monthly y la BBC. Vive en una granja de caballos en la pequeña ciudad de
East Aurora, Nueva York.
Me llamo Charlotte Parker. ¡¡¡He vuelto a la vida!!! Después de dos años de matrimonio roto, mi esposo me dejó con dos hijos. Sentí ganas de acabar con todo. Casi me suicido porque nos dejó cuando nuestra vida empezaba a tener sentido. Estuve deprimida todo este tiempo. Gracias a un hechicero llamado Dr. Ogaga Kunta que conocí en línea. Un día, mientras navegaba por internet, encontré varios testimonios sobre este hechicero. Algunos testificaron que había devuelto a su expareja, otros que podía lanzar hechizos para detener el divorcio y también para conseguir un buen trabajo, etc. También puedes contactarlo a través de su correo electrónico (ogagakunta@gmail.com). Es increíble. También encontré un testimonio en particular sobre una mujer llamada Vera. Ella testificó sobre cómo había devuelto a su expareja en menos de dos días, y al final de su testimonio, dejó su correo electrónico. Después de leerlos, decidí intentarlo. Lo contacté por correo electrónico y le expliqué mi problema. Una semana después, mi esposo regresó. Resolvimos nuestros problemas y estamos más felices que nunca. Dr. Ogaga Kunta, es un hombre talentoso y no dejaré de publicar sus escritos porque es maravilloso. Si tiene algún problema y busca un hechicero auténtico y genuino, consúltelo cuando quiera; él es la solución a sus problemas. Su correo electrónico es (ogagakunta@gmail.com).
ResponderEliminarEs el mejor hechicero que puede resolver sus problemas.
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