LA MUERTE NO ES MÁS QUE UN SUEÑO, por Christopehr Kerr et Al

 2015, Charla TEDx Búffalo

Traducción Ars-Gratia de Kos D’Astuires 2025

NOTA DEL TRADUCTOR: Este libro se complementa con del libro "¡HOLA DESDE EL CIELO!" de Bill y Judy Guggenheim que puedes leer EN ESTE ENLACE porque ofrece la perspectiva de la muerte desde la ciencia acomplejada por la espiritualidad y la transcendencia humana frente al libro de Bill Guggenheim 

Contenido.

Introducción – 1. De allí para aquí – 2. tropezando al salir por la puerta – 3. La vista desde la cama – 4. Un último indulto – 5. Morimos como vivimos - 6. El amor no conoce límites - 7. El lenguaje de la muerte del niño - 8. De mentes diferentes - 9. A los que se quedaron atrás - 10. Más allá de la interpretación de los sueños - Epílogo - Expresiones de gratitud - Notas - Acerca del autor

 

Introducción.

Al examinar la enfermedad, adquirimos conocimientos sobre anatomía, fisiología y biología. Al examinar al enfermo, adquirimos conocimientos sobre la vida. OLIVER SACKS.

Tom tenía cuarenta años cuando llegó al hospital para enfermos terminales de Búffalo con SIDA terminal. A diferencia de la mayoría de mis pacientes no estaba rodeado de seres queridos. Nadie lo visitaba, nunca. Era bastante estoico así que me pregunté si la ausencia de visitas era su elección en lugar de indicador de soledad. Quizás era su forma de negarse a escuchar a la muerte.

Eso me dejaba perplejo pero por respeto a su privacidad, no pregunté. Su cuerpo demacrado mostraba rastros de músculos antaño bien definidos pues se había mantenido en forma y aún era bastante joven, lo que me dio esperanza. Por su edad y condición física pensé que su cuerpo tendría más probabilidades de responder positivamente a un tratamiento que prolongara la vida. Poco después de su ingreso en la enfermería dije: «Creo que podemos ganar  tiempo para Tom. Con antibióticos y líquidos intravenosos debería bastar».

La enfermera a cargo, Nancy, llevaba mucho más tiempo que yo en el hospital. Conocía su trabajo y todos la miraban con atención y respeto. Y no era de las personas que se andaban con rodeos. Aun así, su respuesta me sorprendió: «Demasiado tarde. Se está muriendo». Le dije, “¿En serio?”.  Respondió: «Sí, ha estado soñando con su madre muerta».

Me reí entre dientes con torpeza, con mezcla de incredulidad y actitud defensiva. "No recuerdo esa clase de la facultad de medicina", dije. Nancy no se inmutó al cometar: «Hijo, seguro que te has perdido muchas clases».

Yo era residente de cardiología de treinta años que terminaba mi formación especializada trabajando los fines de semana en el hospital de enfermos terminales de Búffalo para pagar las cuentas. Nancy era una enfermera veterana excepcional que tenía poca paciencia con médicos jóvenes e idealistas. Hacía lo que siempre hacía cuando alguien se sentía desorientado: ponía los ojos en blanco.

Seguí con mis asuntos, repasando mentalmente todas las maneras en las que la medicina moderna podría prolongar la vida de Tom unas semanas o incluso meses. Tenía una infección muy grave, así que le administramos antibióticos. Como estaba gravemente deshidratado pedí administrarle suero fisiológico. Hice todo lo posible para prolongarle la vida  pero, tras cuarenta y ocho horas, Tom falleció.

Nancy había acertado al calcular el deceso. Pero ¿cómo podía saberlo? ¿Era solo pesimismo, el efecto paralizante de haber visto morir a tanta gente? ¿De verdad usaba el sueño de un paciente como predictor de esperanza de vida? Nancy había trabajado en cuidados paliativos durante más de dos décadas. Estaba en sintonía con aspectos de la muerte que yo desconocía por completo: sus dimensiones subjetivas. Durante mi formación como médico había ignorado, casi por completo, cómo los pacientes experimentaban la enfermedad y, en particular, la muerte.

Como muchos médicos, no consideraba que la muerte pudiera ser otra cosa que un enemigo a combatir. Conocía la intervención a ciegas, es decir, hacer todo lo posible para mantener a las personas conscientes y respirando, pero me importaba poco que el paciente pudiera desear morir, y la ineludible verdad de que, en última instancia, la muerte es inevitable. Como esto no había formado parte de mi formación médica no veía cómo la experiencia subjetiva de morir  podía ser relevante para mi labor como médico.

Fue, en última instancia, la notable incidencia de sueños y visiones premortem de mis pacientes lo que me hizo comprender la importancia de este fenómeno, tanto a nivel clínico como humano. Como médico de cuidados paliativos he estado al lado de miles de pacientes que, ante la muerte, hablan de amor, significado y gracia. Revelan que a menudo hay esperanza más allá de la cura a medida que pasan de centrarse en el tratamiento a nociones con significado personal. A medida que la enfermedad avanza la gracia y la determinación se combinan y brindan una nueva perspectiva al moribundo y a sus seres queridos, una perspectiva que, paradójicamente, afirma la vida. Esta experiencia incluye sueños y visiones premortem que son manifestaciones de este tiempo de integración y reencuentro. Son experiencias poderosas y conmovedoras que ocurren en los últimos días u horas de vida y que constituyen momentos de genuina comprensión y vívido reencuentro para los pacientes. A menudo marcan una clara transición de la angustia a la aceptación, una sensación de tranquilidad y plenitud para el moribundo. Los pacientes las describen constantemente como "más reales que la realidad" estas experiencias, y cada una es tan original como la persona que las experimenta.

Las experiencias de final de vida se centran en historias personales, autocomprensión, relaciones concretas y singularidades. Sucesos. Se componen de imágenes y viñetas que emanan de las experiencias vitales de cada persona más que de preocupaciones abstractas con el más allá. Tratan sobre un paseo por el bosque revivido junto a un padre cariñoso, paseos en coche o excursiones de pesca con familiares cercanos, o detalles aparentemente insignificantes como la textura o el color del vestido de un ser querido, el tacto del hocico aterciopelado de un caballo o el susurro de las brillantes hojas de un álamo en el patio trasero de la casa de la infancia. Seres queridos perdidos hace mucho tiempo que regresan para consolar; heridas del pasado que se curan; cabos sueltos que se atan; conflictos de toda la vida que se reviven; perdón que se logra.

Los médicos tienen la obligación de incorporar esta conciencia en la práctica con los pacientes. Las experiencias al final de la vida deben reconocerse como prueba de resistencia vital e inspiradora del espíritu humano que las impulsa. Son prueba de la capacidad innata, natural y profundamente espiritual, de la humanidad para la autosuficiencia y la autocuración,  gracia y esperanza. Ayudan a recuperar el sentido al final de la vida y a reivindicar la muerte como proceso en el que los pacientes tienen voz y voto. También benefician a quienes quedan atrás, a los dolientes, quienes encuentran alivio al ver morir a sus seres queridos con sensación de paz y cierre.

La experiencia subjetiva de morir también es un poderoso recordatorio de que la belleza y el amor en la existencia humana a menudo se manifiestan cuando menos lo esperamos. Los pacientes que evocan procesos reconfortantes al final de la vida se ven acosados ​​por los síntomas de un cuerpo debilitado sobre el cual tienen un control limitado. Se encuentran en su punto más frágil y vulnerable,  en estados de sufrimiento con huesos doloridos y hambre de aire. Catéteres, vías intravenosas y pastillas forman parte de su día a día, a veces funcionando literalmente como extensiones del cuerpo bajo la atención médica diaria. La gestión es su nuevo e irreversible destino. Pueden experimentar diversos grados de disonancia cognitiva, psicológica y espiritual. Sin embargo, incluso mientras el inexorable paso del tiempo afecta cuerpo y mente muchos tienen sueños y visiones premortales en cuyo contexto se muestra una notable consciencia y agudeza mental.

Aquí reside realmente la paradoja de la muerte: los pacientes a menudo están emocional y espiritualmente vivos, incluso iluminados, a pesar de un deterioro físico precipitado. El impacto físico y psicológico de morir puede ser innegable, pero también es lo que hace que los cambios emocionales y espirituales que provocan las experiencias de final de vida rocen lo milagroso. Hacer justicia a las experiencias de final de vida significa tener en cuenta esta paradoja, una en la que la muerte y el morir trascienden el declive físico y la tristeza para incluir el despertar espiritual, belleza y gracia. O, como lo expresa el personaje principal de la aclamada serie "Martes con Morrie": "Envejecer no es solo decadencia, ¿sabes? Es crecimiento. Es más que lo negativo de vas a morir”. Esto también es cierto respecto del proceso de morir, que a menudo funciona como un resumen, una culminación y piedra angular, una oportunidad para reconocer y celebrar nuestra humanidad en toda su complejidad y dignidad en lugar de simplemente como un final.

Mi esperanza es que este libro informe y empodere a los pacientes que se acercan a la muerte, así como a sus familias y cuidadores. Revive las historias de personas excepcionales que han estado dispuestas a compartir sus sueños, pensamientos y sentimientos al acercarse a su transición final. Está dirigido a quienes, tarde o temprano, "cruzarán el umbral de la eternidad", es decir, a todos. Trata sobre la vida y es para los vivos.

Se trata de individuos valientes como Kenny, funerario jubilado,  padre de cinco hijos  quien, justo antes de morir a los setenta y seis años, recibió la visita de su querida madre, a quien había perdido cuando tenía solo seis años. Al acercarse la muerte apareció en sueños como niño pequeño oyendo la voz tranquilizadora de su madre, que pronunciaba una y otra vez las palabras "Te amo". Incluso contó que podía oler el inconfundible aroma de su perfume en la habitación del hospital.

O Deb, de noventa y un años, empleada minorista jubilada de unos grandes almacenes, quien ocho días antes de fallecer por cardiopatía isquémica tuvo visiones "extremadamente reconfortantes" de seis familiares fallecidos en su habitación, incluido su padre, que: "me estaba esperando". Un día después, se vio siendo llevada en coche por su amigo de la infancia, Leonard, mientras su difunta tía Martha la exhortaba a "dejarse llevar".

Otra paciente, Sierra, de veintiocho años quien, ante la insoportable idea de que su hijo de cuatro años se quedara sin madre, comprensiblemente negaba la gravedad de su enfermedad. El hospital oncológico la había enviado a cuidados paliativos "para estar más cómoda", una expresión metafórica que interpretó literalmente con toda la confianza de su juventud. "Voy a superar esto", susurró a nuestro personal, confundido, pocos días antes de su muerte. Una visión de su abuelo fallecido diciéndole que no quería que sufriera más finalmente la trajo a la aceptación y dio, a ella y a su afligida familia, la fuerza para dejarse ir. Ya no temió la inexistencia y murió en paz en brazos de su madre.

Y luego está Jessica quien, a los trece años, me enseñó a aceptar lo inconcebible: la muerte de un hijo. Cuando le pregunté qué significaban los sueños que había estado teniendo respondió: «Que soy amada. Estaré bien». Hay momentos en los que se necesita la inocencia de un niño para guiarnos ante lo insoportable.

Los prejuicios de la formación médica actual han provocado la incapacidad de ver la muerte como algo más que un fracaso, y comprometen el poder de auto consuelo de las experiencias de los pacientes al final de la vida. En resumen, los médicos a menudo consideran que las experiencias al final de la vida son irrelevantes para su profesión. Los estudiantes de medicina y los médicos se capacitan para descartar cualquier cosa que no pueda medirse, visualizarse, biopsiarse o extirparse.

También es cierto que la profesión médica se siente más cómoda con las cuestiones del cerebro que con las de la mente, por lo que las palabras y experiencias de los moribundos se descartan fácilmente como divagaciones de personas con deterioro cognitivo o que, posiblemente, sufren los efectos secundarios de medicación. Nuestro modelo médico actual refleja una visión limitada de la totalidad de la experiencia de morir.

En la evolución del tratamiento de enfermedades de los moribundos el personal médico debe liderar el camino en lugar de negar o simplemente medicar estas intensas experiencias de final de vida. Se debe animar a los pacientes, y a sus familias, a hablar abiertamente sobre ellas con los profesionales de la salud. Esto contribuye a mejorar el bienestar mental de los pacientes y a que los médicos brinden mejor atención. El manejo médico de los síntomas debe incluir la promoción del bienestar psicológico y espiritual de los pacientes moribundos, así como la preservación de su dignidad al final de la vida.

¿Cómo se puede lograr un equilibrio tan preciso? Creo que solo el paciente puede o debe responder a esta pregunta. Pocos investigadores han preguntado directamente a quienes se acercan a la muerte qué experimentan exactamente, qué significan sus sueños y visiones para ellos, y cómo afectan su estado físico y mental.

De nuevo, esto se debe en gran medida a que la formación médica se centra en desafiar a la muerte. Habiendo estado allí, y experimentado eso con la enfermera Nancy y nuestro paciente Tom, sabía que para convencer a mis colegas de cambiar sus métodos tendríamos que traducir las experiencias de final de vida a un lenguaje que entendieran, el lenguaje de la investigación basada en la prueba. Así que realizamos entrevistas estructuradas para proporcionar dicha prueba. Proporcionamos datos cuantificables, muchos. Pero entonces no sabía lo que sé ahora: que se necesita mucho más que datos y estadísticas para producir la clase de revolución en nuestro tratamiento de la muerte que ayudaría a los pacientes y a sus familias.

Este libro, por lo tanto, es una llamada de atención: necesitamos que los médicos regresen a la cabecera del paciente, a sus orígenes como consoladores de los moribundos en lugar de ser meros técnicos que intentan prolongar la vida a toda costa. Esto incluye examinar las experiencias de final de vida en un marco de cuidado, y aceptarlas como médicamente importantes. Los estudios han demostrado que, a pesar del valor y la importancia positiva de estas experiencias, los pacientes se muestran reacios a hablar sobre ellas debido al miedo a ser ridiculizados y a las dudas sobre su relevancia médica. Y como muchos médicos simplemente evitan abordar estas experiencias la falta de atención generalizada aísla aún más al moribundo. Las experiencias internas de los pacientes son importantes para el paciente; por lo tanto, deberían importar a los médicos. La conciencia de su importancia clínica y universalidad cerraría la brecha que existe actualmente entre la atención brindada y la atención necesaria.

La aceleración de la ciencia médica ha oscurecido su arte, y la medicina, siempre menos cómoda con lo subjetivo, se ha preocupado más por refutar lo invisible que por venerar su significado. Acceder a las emociones humanas a las que la ciencia no tiene acceso implica, por tanto, recurrir a otras disciplinas. Esto es especialmente cierto en el caso de la muerte, el momento en que la naturaleza asume el papel que le corresponde y la medicina ya no puede desafiar a la muerte. En las proféticas palabras del filósofo del siglo XVI, Montaigne: «Si no sabes morir, no te preocupes; la naturaleza te instruirá completa y suficientemente en un instante; ella hará precisamente eso por ti; no te preocupes por ello». Tenía razón. Cuando no medicalizamos excesivamente el proceso de morir y, en cambio, dignificamos y validamos las experiencias cercanas a la muerte en todas sus dimensiones físicas y espirituales, morir se convierte menos en una cuestión de muerte que en una cuestión de resistencia vital.

Los debates más ricos, reflexivos y resonantes sobre la muerte provienen de las humanidades, (de escritores, poetas y filósofos que se remontan a la antigua Grecia), y de textos cristianos, budista e islámicos, relatos de China, Siberia, Bolivia, Argentina, India y Finlandia. Se han reconocido sueños y visiones significativos previos a la muerte en las tradiciones religiosas y sagradas de  pueblos indígenas de todo el mundo. Se mencionan en la Biblia, en La República de Platón, y en escritos medievales como las Revelaciones del amor divino de la mística del siglo XIV Juliana de Norwich, por no citar los escritos de los místicos españoles como Sana Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o Fray Luis de León. Aparecen en pinturas renacentistas y en El rey Lear de Shakespeare . Aparecen en novelas del siglo XIX, en la poesía y, por último pero no menos importante, en las meditaciones de los Papas o del Dalai Lama sobre la muerte. En todo caso, la medicalización de la muerte ha oscurecido un lenguaje que siempre ha estado disponible para dar sentido a nuestra finitud y sido parte integral de la necesidad cultural de la humanidad por mantener la conexión con los difuntos.

En contraste con la arraigada obsesión de los pensadores humanistas por los aspectos subjetivos de la muerte, antropólogos, sociólogos, psicoanalistas, científicos y profesionales de la medicina han examinado el final de la vida en detalle solo desde principios del siglo XX. Estas disciplinas buscan principalmente describir y demostrar hipótesis de forma más o menos objetiva. Sin duda, todas estas perspectivas tienen cabida en nuestro enfoque de la muerte, pero las diferencias son cruciales a la hora de intentar corregir la sobremedicalización de la mortalidad en la vida contemporánea. Esto explica por qué los  pacientes, así como sus cuidadores, se sienten más atraídos por las artes imaginativas y creativas a la hora de comprender el camino al final de la vida.

William Barrett, profesor de física en el Real Colegio de Ciencias de Irlanda, en Dublín, parece haber escrito el primer libro académico sobre el tema en 1926. “Visiones de la muerte a pie de cama”, “Deathbed Visions”, se basó en las observaciones de su esposa, obstetra, que describió las visiones de una mujer que murió al parir. Pero el estudio del fenómeno también allí se centra principalmente en comprobar una hipótesis, —ya sean visiones del más allá o de lo paranormal—, a menudo excluyendo la perspectiva del paciente, que es la única voz que importa. En Occidente los sueños y visiones al final de la vida se han discutido más recientemente como prueba de fenómenos que abarcan desde el funcionamiento neuronal de un cerebro moribundo hasta las consecuencias de la falta de oxígeno, un enfoque que no ha tenido en cuenta, como tampoco los anteriores, la visión desde la cama, la que importa.

A la luz de las limitaciones de la ciencia en lo que respecta a representar las dimensiones subjetivas de la muerte, no sorprende que Atul Gawande, cirujano de día, y autor de salud pública de noche, eligiera hacer referencia a un texto literario para presentar su magistral exploración del envejecimiento, la muerte y la medicina. Su libro, Ser Mortal, comienza con la lectura de un cuento del novelista León Tolstói, un texto literario que relata el sufrimiento del protagonista moribundo Iván Ilich. De igual manera, las memorias póstumas del neurocirujano Paul Kalanithi sobre vivir y morir con cáncer, expresadas en el conmovedor libro, Cuando el aliento se vuelve aire, tienen su origen en un poema titulado "Celica 83" (1633), escrito por el barón Brooke Fulke Greville, autor isabelino. Y por último, pero no menos importante, cuando Nina Riggs, poeta y madre de dos hijos, recibió el diagnóstico terminal de cáncer de mama a los treinta y siete años, también recurrió a la literatura para hacer “La experiencia de convivir con la muerte en la habitación, todos los días, algo con lo que todo el mundo puede identificarse”.

Una y otra vez, los pacientes, así como sus cuidadores, recurren a poemas, obras de teatro o novelas para comprender su mortalidad. En una época en la que los síntomas y el deterioro físico parecen eclipsar las consideraciones sobrenaturales, a menudo son la ficción y las obras creativas, en lugar de las representaciones no ficticias de la realidad, las que se dirigen a los enfermos terminales de forma profunda y conmovedora. Los pacientes terminales, quizás más que nadie, anhelan comprender mejor su experiencia de final de vida, una experiencia que, al principio, parece trascender la razón, pero que, en última instancia, aporta un nuevo nivel de comprensión.

En 2015, di una charla TEDx Búffalo sobre lo que significaba haber recopilado datos basados ​​en los testimonios directos de pacientes moribundos.Inmediatamente después, el trabajo apareció en el New York Times, el Huffington Post , Psychology Today , Scientific American Mind,  y Atlantic Monthly . Un equipo de documentales se puso en contacto con nosotros y, en la primera semana, el avance de su película atrajo más de seiscientas mil visitas en Facebook. Era evidente que el público en general se sentía atraído por este tema de una manera que no ocurría con los médicos. Esta discrepancia era emblemática de la brecha existente entre las necesidades percibidas y las reales de los pacientes y de sus seres queridos.

La respuesta fue simplemente abrumadora; los testimonios de familiares y amigos que estuvieron junto a la cama de sus seres queridos moribundos siendo testigos de sueños y visiones al final de la vida revelaron, claramente, la necesidad de que dichas experiencias se aborden en un marco de respeto.

Como se demuestra una y otra vez el trabajo en hospital para enfermos terminales, cuando el paciente se mantiene cómodo y se le permite seguir el curso natural de las cosas, la muerte se vuelve más reveladora que simplemente bajar las persianas. La tragedia de la existencia humana no es el hecho de la muerte o el sufrimiento, ni la incapacidad de vencerla. Es la incapacidad de repensar la muerte como algo más que el "apagado de la luz". Es, en palabras del filósofo Alan Watts, «que cuando se dan tales circunstancias, damos vueltas, zumbamos, nos retorcemos y giramos, tratando de sacar el «yo» de la experiencia».  Para mí, reescribir el «yo» del paciente, en la historia velada de la finitud de la humanidad, significa hacer de la experiencia subjetiva de morir una parte crucial de cómo trato médicamente a mis pacientes..

Se ha vuelto más fácil vivir más, pero más difícil morir bien. Hemos perdido el rumbo con la agonía y con la muerte. La mayoría de los estadounidenses quieren morir en casa, al cuidado de sus seres queridos, pero muchos mueren en instituciones, a menudo solos o al cuidado de desconocidos. La muerte que las personas desean a menudo se convierte en la que temen, una muerte desinfectada e indigna. En medio de la locura actual de los excesos médicos, existe una necesidad de renovación espiritual que la medicina, por sí sola, no puede abordar. Al explorar la experiencia no física de morir, existe la oportunidad de replantear y humanizar la muerte, y pasar de una realidad irremediablemente sombría a una experiencia que puede contener rico significado tanto para los pacientes como para sus seres queridos. El libro, La muerte no es más que un sueño, ilustra una sensibilidad y un enfoque alternativos para la atención al final, uno en el que el paciente simplemente es lo primero.

Al permitir que los  pacientes nos digan qué necesitan y valoran más, podemos humanizar el proceso de final de vida. En palabras del poeta Rainer Maria Rilke: ”No diré que se deba amar la muerte; pero sí se debe amar la vida con tanta magnanimidad, sin cálculo ni selección, que espontáneamente se incluya constantemente en ella y se ame también la muerte (la mitad evitada de la vida)... Solo porque excluimos la muerte... se ha convertido cada vez más en algo ajeno... algo hostil”.

Y en verdad, lo que más temen los moribundos no es perder la capacidad de respirar sino la pérdida de una vida que pueden reconocer como propia, aquello que “hace que valga la pena vivir”.

Las experiencias al final de la vida dan testimonio de nuestras mayores necesidades: amar y ser amados, ser cuidados y sentirnos conectados, ser recordados y perdonados. Proporcionan continuidad entre vidas, y a través de ellas. Basándonos en el contenido de estos sueños, es obvio que el perdón y el amor que más importan provienen de la familia. Como médicos, tenemos la obligación con nuestros pacientes de apoyar y facilitar su capacidad de auto curación y auto cuidado. A veces eso significa apartarnos para que personas como Tom puedan reencontrarse con madres perdidas durante mucho tiempo y ser consoladas por ellas, y así madres en duelo como Mary, a quien les presentaré a continuación, puedan nuevamente abrazar a hijos fallecidos.

Soy médico y todos mis pacientes mueren. A pesar de la tremenda pérdida que conlleva estas palabras hay luz en la oscuridad de la muerte, ya que la mayoría de los pacientes encuentran un camino para reafirmar el amor que sintieron, las relaciones que atesoraron y la vida que llevaron. Este libro es su historia.

 

CAPÍTULO UNO. De allí para aquí.

 

No creas que quien busca consolarte vive tranquilo entre las palabras sencillas y serenas que a veces te hacen bien... Si fuera de otra manera, nunca habría podido encontrarlas. —RAINER MARIA RILKE.

La formación de un médico es un proceso con principio, desarrollo y sin fin. Los estudiantes de medicina salen de los pasillos de la facultad con vasta cantidad de información y conocimientos que compartirán con entusiasmo con sus pacientes. Cuando llegan al hospital para la siguiente fase de aprendizaje han aprendido sobre las enfermedades y aún les queda hacerlo sobre las dolencias: las primeras se manifiestan en los órganos; las segundas, en las personas. La última y más importante fase de su formación será de por vida. Es entonces cuando el paciente les enseña y ellos, con suerte, están dispuestos a escuchar y tienen la humildad de oír. Es entonces cuando aprenden que, a veces, la mejor manera de tratar un corazón humano que falla es dejar el estetoscopio a un lado y preguntar qué le importa al paciente en lugar de solo qué le pasa. Y un día, justo cuando creen haber dominado la ciencia de la medicina, conocerán a un paciente que los llamará a atender el alma. Este momento les brindará una lección de empatía que estos médicos jamás olvidarán, la primera de muchas a través de las cuales descubrirán la verdadera riqueza de su vocación. La paciente que me guió en ese momento fue Mary.

Mary era una artista de setenta años, madre de cuatro hijos y una de mis primeras pacientes en el hospital de pacientes terminales, en Búffalo. Una vez visité su habitación cuando toda su pandilla, como ella los llamaba, estaba reunida a su alrededor compartiendo una botella de vino. Era un suceso familiar discreto, con Mary aparentemente disfrutando de la compañía de sus hijos, incluso mientras entraba y salía del estado de alerta. Entonces ocurrió algo extraño. Sin que nadie se lo pidiera, Mary comenzó a acurrucarse con un bebé que solo ella podía ver. Sentada en la cama del hospital era como si hubiera perdido el contacto con el presente y estuviera representando la escena de una obra de teatro besando a este bebé imaginario que tenía en brazos, arrullándolo, acariciándole la cabeza y llamándolo Danny. Aún más impactante, este incomprensible momento de conexión maternal pareció haberla sumido en un estado de éxtasis. Todos sus hijos me miraron, profiriendo variaciones de "¿Qué pasa? ¿Está alucinando? Es la reacción a un medicamento, ¿verdad?".

Quizás no podía explicar qué estaba sucediendo ni el porqué, pero sí entendí que la única respuesta adecuada en ese momento era abstenerme de intervenir médicamente. No había dolor que aliviar, ninguna preocupación médica que atender. Lo que vi fue a un ser humano experimentando un amor invisible pero tangible, todo más allá de mi comprensión y alcance médicos.

Con Tom, fue la enfermera Nancy quien me contó sus experiencias oníricas. No las presencié ni pude corroborarlas. En cambio, con Mary observé de primera mano la innegable sensación de bienestar y tranquilidad con la que se acercaba al final de su vida. Rebatirlo era tan difícil como explicarlo.

Observé con asombro, al igual que sus hijos adultos. Tras su arrebato inicial se sintieron abrumados por la emoción, en gran parte debido al alivio que les produjo ver la serenidad de su madre. Ella no necesitaba que ellos intervinieran, al igual que no necesitaba que yo tomara una decisión o dijera cosa que pudiera alterar el curso de sus últimos momentos. Mary estaba recurriendo a un recurso interior que ninguno de nosotros sabía que tenía. La sensación de gratitud y paz que nos invadió no se parecía a ninguna otra..

Al día siguiente, la hermana de Mary vino desde otra ciudad y desentrañó el misterio. Mucho antes de que cualquiera de los cuatro hijos de Mary llegara al mundo había dado a luz a un bebé muerto que había llamado a Danny. Se abrió de dolor después de perder el bebé, pero nunca habló de eso, por lo que ninguno de sus descendientes sobrevivientes sabía de él. Sin embargo, en este momento, con la muerte esperando en las puertas, la experiencia de la nueva vida había regresado a Mary de una manera que claramente proporcionaba calidez y amor, y tal vez incluso una pequeña compensación por la pérdida. En la puerta de la Muerte, estaba revisando su trauma pasado como un mal reparado. Había alcanzado un nivel palpable de aceptación e incluso parecía una versión más joven de sí misma. Los males físicos de Mary no podían curarse, pero parecía que sus heridas espirituales estaban siendo atendidas. No mucho después de este notable episodio Mary murió pacíficamente, pero no antes de transformar lo que yo entendía por "morir pacíficamente". Había algo intrínseco en el proceso de muerte de Mary que no solo era terapéutico sino que también se desarrollaba independientemente de los ministerios de sus cuidadores, incluido su médico.

Lo irónico de cuidar pacientes cuyas necesidades son tan espirituales como médicas no me perdió.

Pasé por la facultad de medicina con profunda aversión a los aspectos no físicos de la muerte que surgieron por perder un padre en la infancia. La última vez que vi lo vi tenía doce años. Recuerdo que mi madre salió de la habitación de hospital para hablar con mi tío dejándome solo con mi papá mientras yacía en la cama, muriendo. Comenzó a jugar con los botones de mi chaqueta diciendo que me preparara porque me iba a llevar a pescar a nuestra cabaña del norte de Canadá. Sabía que había algo ligeramente fuera de lugar en este plan, pero también sabía que lo que experimentaba estaba bien. De hecho, fue muy reconfortante para mí que pareciera en paz, y estar juntos, y que quisiera llevarme de pesca. También supe intuitivamente que esta sería la última vez que lo vería. Cuando me acerqué para tocarlo entró un sacerdote y me alejó. "Tu padre está delirando. Deberías irte".

Mi papá murió más tarde, esa noche. Era demasiado joven para encontrar las palabras para expresar los sentimientos de pérdida que permanecerían conmigo el resto de mi vida.

Nunca mencioné, ni mucho menos comenté, lo que presencié junto a la cama de mi padre. Solo medio siglo después, mientras me preparaba para mi charla TED sobre sueños y visiones premortales, me impactó la ironía de todo esto. En cierto modo, toda mi vida laboral se remontaba a este poderoso suceso de la infancia, y nunca había atado cabos.

Al igual que mi padre, me hice médico. Y aunque parezca extraño, si te da asco la muerte la facultad de medicina es un lugar seguro: la palabra muerte rara vez se pronuncia, y mucho menos las experiencias que los pacientes viven antes de ella. La formación médica consiste en desafiar a la muerte, y si no se puede desafiar se niega total o parcialmente.

Me di cuenta de esto por primera vez al atender a pacientes moribundos durante mis rondas como residente. Mi trabajo consistía en completar las rondas previas, que consistían en ir de cama en cama, generalmente a las cinco de la mañana, recopilando información del paciente antes de que el jefe de residentes hiciera la ronda oficial una hora después. La palabra «residente» no podría haber sido mejor elegida. El puesto implicaba literalmente residir en el hospital y trabajar de ochenta a cien horas semanales.

Durante ese tiempo presencié en silencio, y con inquietud, la práctica de "dar de baja", forma eufemística usada cuando los médicos dejan de seguir a un paciente terminal. No solo abandonábamos a los pacientes críticos, sino que lo hacíamos diciendo las peores palabras que se pueden decir a alguien que sufre y necesita ayuda: "No hay nada más que podamos hacer". Desde una perspectiva médica, no había nada más que diagnosticar ni tratar; desde el punto de vista de médico en formación, nada que aprender. Este proceso de eliminación mediante el papeleo fue mi primer encuentro con la institucionalidad. El abandono de pacientes moribundos fue parte integral de mi formación médica. Un día me daría cuenta de que, de hecho, aún queda mucho por hacer: podemos rescatar el arte perdido de la medicina de cabecera y cuidar a quienes están muriendo estando presentes y aliviando el sufrimiento, —lo cual implica más que simplemente controlar el dolor—, cuando no es posible la cura.

Tras la residencia en medicina interna comencé una beca de investigación en cardiología. Era 1999 y varios factores me llevaron a trabajar a tiempo parcial en el hospital de pacientes terminales de Búffalo. Como becario me costaba llegar a fin de mes teniendo dos hijos en un hogar con un solo ingreso, así que siempre hacía trabajos extra para pagar las facturas, sobre todo en urgencias. Por ello llevaba siempre un buscapersonas y cualquier puesto de trabajo adicional que aceptara debía permitirme volver al hospital en caso de emergencia.

Una noche de insomnio me dispuse a leer el periódico de principio a fin y vi un anuncio en la sección de clasificados: era una oferta de trabajo para médico en el hospital de pacientes terminales de Búffalo. Pensé: "¿Quién publica una oferta de trabajo para un médico?". Una pregunta más pertinente, que no se me ocurrió en ese momento, habría sido "¿Qué tipo de médico responde a una oferta de trabajo?". Ni siquiera estaba seguro de qué hacía realmente un médico de hospital para enfermos terminales porque había solicitado, con éxito, salir de la rotación de hospital para enfermos terminales cuando era residente. Pocos estudiantes de medicina cursan geriatría o medicina paliativa. Intentan evitar enfrentarse con la muerte y desean perseguir los anhelos idealistas de la profesión de curar. Yo no era la excepción. En muchos sentidos era completamente ajeno a la muerte, a pesar de presenciarla de primera mano, a menudo en el hospital. No sabía casi nada sobre lo que significaba ser médico de moribundos.

Hoy en día, vivimos con un modelo de atención que evita la muerte y está reforzado por un mercado de atención médica de pago por servicio, basado en resultados, volumen facturable, y no en el valor. Lo que dicta la atención al paciente está determinado en parte por los productos y servicios, que se pueden cobrar, proporcionados en forma de imágenes, análisis de laboratorio y procedimientos. En tal contexto, a menudo es más fácil obtener tomografías computarizadas que asistencia práctica en el hogar. Esto es un síntoma de la discordancia entre la atención necesaria y los servicios que se prestan. Por su propio diseño, nuestro sistema norteamericano a menudo es incapaz de reconocer a los pacientes moribundos que simplemente pueden necesitar atención en forma de presencia, cuidado y consuelo, no "actos de acción" o intervenciones facturables. Es por eso por lo que el ritual moderno de la muerte lleva a tantas personas a pasar sus últimos días en salas de emergencia y unidades de cuidados intensivos, porque es allí donde la medicina moderna los reconoce como pacientes. Los "casi muertos" son condenados a una cadena de montaje médica del absurdo, sometidos a imágenes que arrojan información innecesaria e incluso a recibir marcapasos para corazones que no pueden detenerse incluso cuando el resto del cuerpo sí lo ha hecho.

Morir en el hospital es una propuesta costosa que, irónicamente, no conduce a una vida más larga ni mejor. Sabemos que tenemos un problema cuando la mayoría de los estadounidenses afirman no querer morir en una institución, pero la mayoría sí lo desea. La mitad de los pacientes moribundos acuden a urgencias durante el último mes de vida a pesar de que se ha demostrado que ninguna intervención médica de este tipo influye en el curso ni en el desenlace de su enfermedad. Podrían haber recibido el mismo nivel de atención médica, y con mucha más comodidad, en su casa.

En mi época como interno, y luego como residente, me había ido desanimando cada vez más por una medicina hospitalaria que procesaba a la gente como si fuera papeles. Ciertamente estaba expuesto a médicos motivados, pero también trabajaba con muchos que habían perdido interés en los pacientes como personas. Simplemente completaban tareas y archivaban formularios y notas dictadas. Una brecha burocrática amplia separaba a los médicos de la cama, tanto que muchos de mis colegas habían dejado de encontrar significado a su trabajo. Cada hora de interacción con pacientes significaba dos de reuniones y documentación. Fueron tragados por la economía de la medicina. Nunca me opuse a las exigencias de ser médico, pero ver cómo se destruían vocaciones me estaba afectando.

Me había dado cuenta de cuán correcta era la evaluación de un compañero médico cuando advirtió: "Hoy, la curación se reemplaza por el tratamiento, el cuidado por la gestión y el arte de escuchar lo asumen los procedimientos tecnológicos". El doctor Bernard Lown, profesor emérito de cardiología en Harvard, escribió esto hace más de dos décadas, y la tendencia hacia una medicina impersonal y tecnológica solo se ha vuelto más pronunciada. Con demasiada frecuencia la curación sigue siendo sacrificada en nombre del tratamiento. Y cuando el tratamiento ya no es una opción los médicos, a menudo, abandonan la curación por completo.

Entonces sabía que para sobrevivir y sobresalir en medicina necesitaría experimentarlo a un nivel más inmediato y genuino. Entonces, apenas informado, me puse en contacto con el hospital de pacientes terminales de Búffalo y pedí una entrevista para un trabajo de fin de semana.

Era consciente de la ironía de que conseguir este trabajo significaría cuidar a pacientes a los que había "dado el visto bueno" en mi otro trabajo. No estaba exactamente seguro de cuál era el papel de un médico en un centro de hospital para enfermos terminales así que fui a la entrevista con algunos de los sesgos implícitos contra el trabajo que me inculcó mi capacitación médica y pensé: "¿Qué tipo de médico funciona en un hospital para enfermos terminales?"

Al final de lo que se convirtió en una conversación de dos horas, le pregunté a mi entrevistador, el doctor Robert Milch, uno de los fundadores del hospital de pacientes terminales de Búffalo, qué cualidades eran necesarias para ser un buen médico de cuidados paliativos, y él respondió: "Indignación justa". Yo había entrado ignorante y algo ambivalente en la institución. Me fui iluminado y poderosamente motivado. Y nunca miré hacia atrás.

Cuando comuniqué al Departamento de Cardiología que me marchaba para seguir la carrera profesional en el hospital de pacientes terminales de Búffalo algunos médicos me animaron con desconcierto y otros me ridiculizaron abiertamente. Uno dijo que los cuidados paliativos eran algo que se hacía al jubilarse. Otro sugirió que consultara con un psiquiatra. La mayoría consideró mi cambio de carrera como el desperdicio de mi vida profesional. Si bien era cierto que quienes trabajaban en el hospital de pacientes terminales de Búffalo eran principalmente voluntarios y jubilados, también eran hombres y mujeres comunes que, junto a los pacientes, se convertían en extraordinarios. Vi a más de un colega veterano, brusco y hosco, transformarse en el cuidador más tierno y atento al tratar pacientes moribundos. Me uní a esta organización en un momento en el que estaba desilusionado con la naturaleza burocrática e impersonal de la profesión médica, y estos hombres y mujeres fueron fundamentales para ayudarme a reconectar con una medicina más humanista. Esta era la clase de medicina que mi padre había practicado.

Uno de mis recuerdos más tempranos y vívidos de la infancia es el de estar sentado impaciente en la sala de espera de urgencias, esperando que mi padre terminara su turno para ir a un partido de hockey. Sentado a la vuelta de la esquina de la sala de reconocimiento oía  parte de su interacción con un paciente enfermo. Su forma de hablar me hizo pensar que debía ser alguien muy importante. No había visto entrar al paciente y no le di importancia hasta que salió un hombre mayor, agradeciendo a mi padre por su tiempo. Su barba gris y desaliñada estaba cubierta de capas de mugre, y parecía desconcertado por la amabilidad que recibía. Como hombre sin hogar, nunca sabía qué le esperaba a la vuelta de la esquina pero, en esta sala de urgencias abarrotada, su vulnerabilidad era a la vez compartida y relativa.

La enfermedad es el gran ecualizador de la sociedad, y ese día, vi la medicina tal como es: la vida luchando por cuidarse a sí misma. Era demasiado joven para comprender la importancia de ese momento, pero su impacto en mí fue innegable. El gesto de cariño de mi padre pudo haber sido simple, pero era algo en lo que podía creer. Me ayudó a comprender por qué, para él, ser médico era un verdadero privilegio. Lo que había presenciado era más cautivador que el partido de hockey que me perdí esa noche.

Éste era también el mismo tipo de medicina que definía los cuidados paliativos a los que estaba tan ansioso de unirme.

La transición al nuevo puesto no fue fácil. Era un novato en un equipo de personal de apoyo dedicado y veterano, entre el cual aún no había encontrado mi papel ni demostrado valía. Los cuidados paliativos eran un movimiento coordinado por enfermeras, (en parte como refutación de la medicina tradicional dirigida por médicos), por lo que los médicos eran recibidos con cierta desconfianza. Después de todo, eran ellas quienes estaban al lado de los pacientes y presenciaban el innecesario sufrimiento que a veces causaba las deficiencias de la medicina convencional. Fueron ellas quienes reconocieron que los moribundos tenían necesidades que iban mucho más allá de las preocupaciones físicas, quienes comprendieron que la unidad de atención no era solo el paciente sino el paciente en el contexto de su vida y familia. Y, en última instancia, quienes permanecían junto a la cama para brindar atención compasiva a quienes "ya no se tenia nada más que hacer". Cuando me uní al equipo algunas enfermeras dejaron muy claro que los médicos estaban allí para desempeñar un papel de apoyo y que como los símbolos era importante no se permitían batas blancas. Los egos desmesurados debían dejarse en la puerta.

Pero no fueron sólo las enfermeras las que mantuvieron mi ego bajo control.

Uno de mis primeros pacientes de cuidados paliativos fue Peter, exrector de universidad, a quien le habían diagnosticado cáncer de páncreas y perdido tanto peso que su presión arterial y azúcar en sangre eran bajas. Como ya no se buscaba tratamiento intensivo para su cáncer terminal había recibido poca supervisión médica y sus medicamentos no se habían revisado ni ajustado. Como resultado, Peter estaba debilitado hasta el punto de no poder mantenerse despierto para disfrutar de actividades como los grupos de debate político a los que asistía en el centro. Además medía 1,88 metros lo que, combinado con su expresión de cansancio y los efectos de la medicación inadecuada, tenía aspecto esquelético.

Tras ajustes sencillos en su medicación Peter pudo recuperar el impulso, disfrutar de sus reuniones intelectuales y recuperar la dignidad y el propósito. Posteriormente sufrió una multitud de problemas y síntomas relacionados con la enfermedad, igualmente manejables, lo que demuestra que las exigencias sintomáticas de la enfermedad deben recibir la misma consideración que la enfermedad en sí. La lección fue clara: la necesidad de una atención médica responsable no se detiene solo porque el tratamiento del cáncer se detenga.

Peter no fue el único paciente que conocí para quien el diagnóstico terminal se convirtió en desventaja porque que dificultaba el manejo de otras afecciones que sí eran tratables. Era posible que un paciente sufriera e incluso falleciera a causa de una situación manejable, como sería una infección del tracto urinario o anemia, al pasar del modelo de curación al de atención para estar "cómodo". La decisión de optar por cuidados paliativos se interpretó, trágicamente a menudo, como consentimiento para no hacer nada.

Peter continuó disfrutando de una alta calidad de vida incluso cuando el dolor del cáncer requería tratamiento, lo que desmiente la idea de que el dolor es simplemente un umbral entre el sufrimiento y el olvido inducido por medicamentos. La doctora Cicely Saunders, quien impulsó el desarrollo de los cuidados paliativos como movimiento, lo expresó con claridad al señalar que no existe el "dolor intratable ", aunque "había conocido médicos intratables ". A lo largo de la enfermedad de Peter tanto él como el médico aprendieron que era posible vivir con energía en el proceso de morir, y que el tratamiento y la curación no tienen por qué anularse mutuamente.

Cuando comencé a atender a pacientes paliativos en sus hogares, la absurdidad de clasificarlos en categorías diagnósticas se hizo aún más evidente. También lo fue mi comprensión de la totalidad de sus necesidades. Aunque regresaban con sus seres queridos y entornos familiares, los pacientes moribundos que atendía experimentaban el alta del hospital como un abandono. La ultra medicalización, la monitorización constante y el manejo experto de la enfermedad de los que se habían beneficiado en el hospital se interrumpía abruptamente al ser entregados a sus amorosas pero confundidas familias. Los pacientes y sus familias tenían poca información,  no tenían idea de lo que les sucedía ni qué esperar. Se sentían como en un purgatorio médico, liberados de las modalidades curativas de la medicina pero sin saber que existía una alternativa.

Después del abandono, el miedo a lo desconocido es el siguiente sentimiento más común entre los moribundos y sus seres queridos. Es alarmante cuando los pacientes y sus familias acuden a usted desde hospitales donde saben el precio del café en la cafetería, o dónde aparcar el auto, pero desconocen cuándo o cómo se producirá la muerte. La comunicación precisa y sincera suele ser la primera víctima cuando los pacientes pasan de un tratamiento intensivo a cuidados paliativos y esta falta de información crea un vacío a menudo llenado por el miedo y el pavor.

Una cantidad abrumadora de datos muestra el pronóstico médico de estos pacientes dados de alta: la mayoría falleció con dolor u otros síntomas debilitantes que probablemente eran controlables pero que se ignoraron debido a la inminente muerte. Al igual que con Peter, el problema rara vez fue que los síntomas no pudieran abordarse sino que hubo un intento deficiente, o poco entusiasta, de hacerlo. Los pacientes no sufrían el fracaso del tratamiento, sino la falta de tratamiento. Hay una gran diferencia. Y no olvidemos a los seres queridos que, de repente, se quedan solos y agobiados por exigencias de cuidados desconocidas, junto con su miedo a lo desconocido y un dolor indescriptible. ¿Quién cuidaba del cuidador?

Había mucho que hacer.

Los cuidados paliativos exigen un enfoque sin igual en significado e intensidad. Es imposible realizar esta labor sin reconocer que lo que define en última instancia la condición humana es la vulnerabilidad a las circunstancias, a la muerte y a los otros. Requiere que el cuidador esté realmente presente en lugar de enredado en la burocracia y los registros que desalentaron a tantos de mis colegas en su práctica médica. Por extraño que parezca fue necesario cuidar a pacientes moribundos para que aprendiera a detenerme, sentarme, escuchar y sentir.

En palabras del doctor Francis Peabody, quen enseñó en la Facultad de Medicina de Harvard a principios del siglo XX, “El secreto para cuidar al paciente reside en cuidarlo”. Los pacientes sufren en su totalidad, no solo en partes. Si no compartimentan su sufrimiento en causas físicas, emocionales, psicológicas y sociales —y no lo hacen—, nosotros, como sus cuidadores, tampoco deberíamos hacerlo. Un verdadero enfoque holístico de la atención al paciente también debe honrar y facilitar sus experiencias subjetivas y permitirles transformar, el proceso de morir, de historia de mero deterioro físico a ascensión espiritual. Al igual que la vida, morir surge de una rica vida interior cuya belleza y alcance trascienden las limitaciones del cuerpo y las de la medicina.

Para poder atender a pacientes como Mary, que soñaba con su bebé muerto, o Peter, que luchaba por recuperar su intelecto, necesitaba ampliar la comprensión de lo que más importa al paciente: qué y a quién amaron y perdido. El proceso que me llevó a tomar conciencia también me obligó a reconocer que lo que aportamos como médicos no solo depende de lo que sabemos sino también de quiénes somos, cómo amamos y a quién hemos perdido. En última instancia esta conciencia puede ser la clave de nuestra lucha compartida por mantener la humanidad.

Mi padre me dejó hecho pedazos de niño, pero también me honró con su magnífico ejemplo, y en sus últimos momentos me quedé con una pregunta sobre el significado de todo aquello. Este libro es mi intento de dar una respuesta.

CAPÍTULO DOS. Tropezando al salir por la puerta.

No lo entiendes. No se trata de lo que piensa, sino de lo que siente. —BETTY, ESPOSA DE SOLDADO.

Era un interno haciendo rondas matutinas cuando entré en la habitación de una paciente llamada Bobbie. Era mujer de mediana edad, complexión promedio y capaz de mantener la mirada de la gente con tanta intensidad que inevitablemente te obligaba a bajar la vista. Me caía bien. No se dejaba intimidar por nada ni por nadie. Le pregunté cómo estaba. Respondió: «Bien, salvo por esas malditas arañas rosas en la pared, ¿las ves?». Me quedé paralizado, miré la pared, la miré y luego me giré de nuevo para mirarla. Dudé, me arriesgué y respondí que no. Ella se rió entre dientes y dijo: «Bien, te estaba poniendo a prueba».

Al día siguiente estaba haciendo la ronda con un residente senior y le tocó a él preguntarle por su salud. Ella respondió: «Vale, pero me preocupan esas malditas arañas rosas de la pared, ¿las ves?». El residente hizo una pausa, reflexionó un instante y se metió en el asunto: «Pues sí que las veo». Bobbie lo miró fijamente y dijo: «Bueno, entonces será mejor que vayas al médico rápido, porque estás loco».

El recuerdo de la prueba que hacía Bobbie todavía me hace sonreír. Hay que admirar a alguien capaz de invertir la relación médico-paciente con un humor tan perverso, atado a una cama por un catéter y una vía intravenosa. Sin embargo, a nivel más serio, la historia también habla del desafío de acceder a mundos no compartidos. Ayuda a exponer la dificultad que enfrentan los médicos al interpretar la vida interior de sus pacientes. De hecho, cuando esa experiencia nos resulta invisible nuestro diagnóstico se basa necesariamente en nuestra limitada capacidad para evaluar la situación y en nuestra predisposición. Mi colega decidió que la paciente debía estar alucinando y que era importante validar esa perspectiva. No se equivocaba. Destrozar la realidad de alguien que experimenta alucinaciones podría causar caos psíquico y perturbar su identidad, a veces con consecuencias nefastas. En cambio, yo decidí que la paciente debía estar jugando con nosotros, y tampoco me equivocaba. Bobbie estaba siendo ella misma: ingeniosa y desafiante, pero no delirante. Lo que importaba en ese momento no era si una interpretación era cierta y prevalecía sobre otra, sino si la paciente se sentía tranquila y apoyada por la relación médico-paciente. Bobbie tuvo que inventar un detector de mentiras para determinar quién era su defensor más confiable.

La evaluación del estado cognitivo de Bobbie es análoga al tipo de trabajo evaluativo que los médicos deben realizar, a menudo in situ, cuando sus pacientes comparten sus experiencias al final de la vida. En ambos casos se trata de intentar comprender la vida interior del paciente. En este caso la interpretación también depende de la frecuencia con la que hayamos presenciado la muerte inminente, así como de nuestro nivel de comodidad con esta perspectiva. Para quienes no están familiarizados, los sueños al final de la vida a menudo se confunden con estados de confusión, consecuencias de una enfermedad o alucinaciones inducidas por medicamentos. Esta evaluación invita a un diagnóstico, que es una etiqueta médica que no siempre implica comprensión.

A las pocas semanas de empezar en el hospital de terminales de Búffalo estaba en la biblioteca buscando fuentes sobre aquello de lo que era testigo. Encontré poca información útil en la literatura médica para fundamentar la experiencia del paciente moribundo. Nancy solo había acertado parcialmente: no es que yo hubiera faltado a clases en la facultad de medicina; simplemente es que no se había ofrecido ninguna sobre el tema de la muerte.

Fue entonces cuando descubrí que, si bien la medicina moderna guardaba silencio absoluto sobre el tema de la muerte, las humanidades, —la puerta de entrada a la dimensión subjetiva de la experiencia humana—, no dejaba de hablar de ello. Me tranquilizó saber que otros habían narrado experiencias de final de vida, pero aún existía un gran problema en su narración. Estas experiencias parecían funcionar principalmente como una invitación bienvenida, un lienzo en blanco para que los observadores tomaran un pincel e impusieran sus creencias y explicaciones basadas en su particular inclinación filosófica, profesional o espiritual. Los investigadores de parapsicología las veían como prueba de actividad paranormal, de intrusiones fantasmales, o del más allá; los freudianos las interpretaban como expresiones de deseos reprimidos, y los junguianos, de deseos esperanzados; los de mentalidad religiosa reconocieron en ellas la prueba de la existencia de Dios. La mayoría de los escritores consideraban estas experiencias como la esquiva cerradura a través de la cual podían responder a las preguntas más importantes: ¿Qué se esconde en lo profundo del alma y en el más allá? Todos estaban tan perplejos por las cuestiones etiológicas que a pocos les intrigaba lo que las experiencias de final de vida significaban para los moribundos. Y si tenían el más mínimo interés, pocos sabían cómo acceder a ese conocimiento, y a menudo recurrían a testigos para obtener claridad.

En los últimos cincuenta años ha habido pocos  artículos con base clínica sobre el tema. Aun así, estos informes han sido escasos, no solo por el inevitable sesgo de sus investigadores, sino también por sus metodologías. Sus observaciones se han basado en informes de casos individuales o en encuestas a cuidadores de pacientes terminales, principalmente enfermeras y médicos.

Los informes de casos anecdóticos no cumplen con los criterios de rigor científico necesarios para ser considerados prueba. Y en lo que respecta a las encuestas a cuidadores, ¿cómo podría una experiencia tan subjetiva ser captada adecuadamente por relatos en tercera persona? Imaginen estudiar la depresión o el dolor evaluando al observador en lugar del paciente. Parecería más un rumor que un análisis serio. Lo que se estaba revelando en mi investigación bibliográfica era la urgencia de la perspectiva desde la cabecera del paciente.

En ese momento también trabajaba con estudiantes de medicina, residentes y becarios de la Universidad de Búffalo que realizaban rotaciones clínicas como parte de su formación, y con quienes intentaba compartir estas ideas sobre la perspectiva ausente del paciente moribundo. Un día, estaba haciendo rondas con una joven e inteligente becaria de oncología llamada Maya. Mientras intentaba explicarle cómo mis colegas y yo veíamos y valorábamos las experiencias al final de la vida en el hospital de pacientes terminales vi que parecía desinteresada. Comentó que iba a ser oncóloga, lo que significaba que trabajaría para combatir la muerte, no para ayudar en la transición hacia ella. Pareció desconcertada cuando me tomé la libertad de recordarle que a veces los pacientes mueren de cáncer. Se hizo un silencio incómodo. Iba a ser un día largo.

Minutos después conocimos a nuestro primer paciente, Jack, un señor mayor y veterano de la Segunda Guerra Mundial que había estado experimentando sueños y visiones vívidas de sus experiencias en combate. Su esposa, Betty, de tan solo 1,47 metros de altura, estaba en la puerta, vigilando para asegurarse de que su estado mental se comprendiera adecuadamente. Quería protegerlo de cualquier intento de intervención farmacológica. Sabía que estaba soñando, no delirando, que estaba procesando emociones importantes y que necesitaba espacio para hacerlo.

Maya hizo lo que le habían enseñado a hacer: medir el estado cognitivo del paciente haciendo preguntas como quién era el presidente, en qué mes estábamos, etc. Betty, exasperada, intervino diciendo que hacía años que no sabía ni le importaba quién era el presidente. "¿A quién demonios le importa?", preguntó, a lo que mi joven colega respondió que esto le permitiría entender si pensaba con claridad. De nuevo, Betty destripó la seca evaluación clínica con otro soplo de humanidad: "No lo entiendes. No se trata de lo que piensa, sino de lo que siente".

Jack sufría de trastorno por estrés postraumático o, TEPT, desde la guerra. Había tenido sueños angustiosos pero recientemente contaba algunos en los que finalmente podía descansar en su trinchera y dejar que otros montaran guardia. Betty sabía que lo estaban guiando hacia un final más pacífico y estaba decidida a preservar este espacio sagrado para él a toda costa.

Al final del día pregunté a Maya si ahora creía que los sueños y visiones sobre el final de la vida eran válidos. Respondió: «Investigué y no hay pruebas que respalden estas observaciones». Creía que, si las experiencias sobre el final de la vida ocurrían, se debían a causas biológicas o químicas rastreables. No estaba segura de si se debían a una disfunción cerebral o a una alucinación inducida por fármacos, pero debía haber una explicación más allá de la mística. De hecho, comprendía su intransigencia, pues la había compartido en el pasado. Su reacción también fue un recordatorio estremecedor de que vivimos en el mundo de ver para creer, donde la recopilación metódica de datos y pruebas es requisito previo para cualquier mente científica. Sin duda tenía razón: no existían estudios que cumplieran con el estándar médico de prueba. La mayoría de los investigadores simplemente se habían propuesto demostrar la existencia de vida después de la muerte. No existía ninguna investigación basada en datos que pudiera cambiar la forma en que los médicos piensan sobre la muerte, o atienden a los moribundos.

Esto me dejó claro que si los estudiantes de medicina, y los residentes, se tomaban en serio las experiencias premortales tendríamos que medicalizar el fenómeno. Y así lo hicimos. Nos propusimos recopilar datos cuantificables en lugar de informes de casos anecdóticos. Y así lo hicimos. Nos aseguramos de que provinieran directamente de los pacientes, no de los observadores. Esta era la brecha que debía llenarse. Pero para llegar a conclusiones definitivas también teníamos que descartar la posibilidad de que estas experiencias fueran simplemente manifestaciones de estados de confusión.

Incluso un rápido análisis de la literatura sobre el tema revelará con qué frecuencia los sueños y visiones previos a la muerte se confunden con estados mentales alterados. Los profesionales clínicos que no están familiarizados con las experiencias al final de la vida suelen descartarlas como alucinaciones causadas por medicamentos, fiebre o delirio. Con ello, insinúan que estas experiencias tienen poco valor intrínseco. Sin embargo, la distinción entre sueños o visiones premortales y estados mentales alterados es crucial. Los pacientes con delirio, por definición, presentan un pensamiento desorganizado y una incapacidad para interpretar su entorno, lo que a menudo produce agitación, inquietud y miedo. En cambio, las experiencias al final de la vida suelen ocurrir en pacientes con consciencia lúcida, mayor agudeza visual y conciencia de su entorno. Estas experiencias difieren principalmente de las alucinaciones o el delirio en la naturaleza de las respuestas que evocan, incluyendo paz interior, aceptación, significado subjetivo y una sensación de muerte inminente. Esta distinción es importante porque una intervención médica inapropiada puede afectar la capacidad de la persona para experimentar y comunicar significado al final de la vida, y aumentar el aislamiento que experimenta el moribundo.

Los pacientes en cuidados paliativos con frecuencia experimentan sueños y visiones premortem al mismo tiempo que estados delirantes fluctuantes, sobre todo justo antes de morir. Sin embargo, cuando el personal médico conoce la diferencia entre ambos, distinguirlos se vuelve fácil. Recuerdo a Brenda, paciente moribunda de nuestra unidad que llegó psicológicamente protegida e incapaz de descansar. Tenía alucinaciones constantes de un oso feroz en la pared enseñando los dientes y atormentándola; un estado delirante, sin duda. La visión le resultaba tan aterradora que jadeaba en busca de aire en cuanto el amenazante animal reaparecía. Pero mientras dormía, Brenda también tenía sueños reconfortantes de seres queridos fallecidos que regresaban por ella, sueños que se alternaban con el delirio. Repetía una y otra vez: «Tengo que irme sola». Un arrebato de angustia que no supimos interpretar. Tuvimos que administrarle una dosis de ansiolítico antes de que pudiera relajarse, la justa para que descansara pero no tanta como para que le impidiera tener experiencias más reconfortantes al final de la vida. Brenda necesitaba tanto medicación como cuidados, y la dosis de cada uno debía ajustarse en función del otro, así como de cada etapa del proceso de morir. Pero para quienes no estaban informados, su perfil de paciente habría evocado exclusivamente un diagnóstico de delirio.

Las experiencias al final de la vida no son delirio, pero su legitimidad se ve cuestionada por el hecho de que es común que los pacientes los experimenten durante la transición inmediata de la vida a la muerte. Los neurocientíficos y los médicos suelen interpretar que los procesos al final de la vida se limitan a los últimos minutos u horas del paciente, momento en el que es probable que se presenten estados delirantes. Estos son momentos en los que el cerebro se ve comprometido por la disminución de oxígeno y las alteraciones neuroquímicas. Sin embargo, estos episodios de alteración de la función cerebral, en su mayoría restringidos a los últimos minutos u horas de vida, no representan la suma total de las experiencias al final de la vida del paciente. El punto de referencia es lo que cuenta.

Con nueva perspectiva sobre la atención al paciente en el final de la vida diseñé un borrador para un estudio de investigación sobre experiencias previas a la muerte. Sabía que el trabajo debía realizarse y que, para que fuera creíble, debía realizarlo un médico, ya fuera para bien o para mal. También sabía que necesitaría la aprobación del comité de revisión institucional, el organismo universitario encargado de aprobar proyectos de investigación con humanos. Nos habían advertido que era improbable que se otorgara dicho permiso para un estudio con pacientes moribundos, pues la percepción de la vulnerabilidad siempre está en el centro de cualquier debate sobre su atención. Existe una tendencia natural a intentar "proteger" a los moribundos hasta el punto de no interactuar con ellos en absoluto. Esto es trágico porque, para muchos si no la mayoría de los enfermos terminales, el proceso de morir no solo los aísla sino que es absolutamente solitario. La mayoría se queda solo, mirando al techo. Cualquier forma de interacción probablemente sea más una gracia salvadora que una molestia.

Como era de esperar, tuvimos problemas al presentar la propuesta al comité de revisión institucional de la universidad para su aprobación, y me citaron para defenderla. En la reunión varios investigadores bienintencionados expresaron su profunda preocupación por el posible daño que podría infligirse a los pacientes moribundos al interrogarlos sobre sus experiencias al final de la vida. Presenté mi argumento aduciendo que, contrariamente a la opinión médica, las personas moribundas agradecen la interacción humana durante las últimas etapas de su vida, y expliqué que nunca había conocido a un paciente moribundo que no se alegrara de que alguien se sentara a conversar con él. El panel guardó silencio.

Muy cerca de la Universidad de Búffalo hay una prisión estatal donde el hospital de pacientes terminales de Búffalo apoya un programa en el que los reclusos se ofrecen como voluntarios para cuidar a sus compañeros moribundos. Aquí, la muerte es improvisada, menos controlada y más visible como cruda experiencia humana. Esta versión alternativa se narra mejor en palabras de uno de los reclusos cuidadores del hospital de enfermos terminales:

“Me inscribí en el programa de cuidadores de enfermos terminales hace dos años porque sabía que algo tenía que cambiar. No quería ser la persona que era en la calle. Era una persona que solo se preocupaba por sí misma. Estas personas que me capacitaron me dijeron se esperaba que yo tuviera compasión, empatía y gentileza. ¿Yo? De ninguna manera. La ira y la venganza eran mis primas hermanas. Pero poco a poco me transformé. Había un hermano, [un prisionero moribundo], que me pidió que hiciera lo imposible: colorear. ¿Colorear? Nunca había coloreado en mi vida. No me gusta colorear. ¡Y ahí estaba yo, coloreando dibujos de Mickey Mouse y Félix el Gato! Mi hermano nunca había conocido a sus nietos y quería enviarles dibujos coloreados por él ... algo que habría hecho con ellos si hubiera estado "en el exterior". Estaba demasiado débil para colorear así que me pidió que los pintase para él y con él. Treinta días antes de morir su familia, que lo había dado por perdido, le envió dos fotos de sus nietos, y las miró, fijamente, hasta el día de su muerte”.

Hacia el final, el otrora severo cuidador se sentó en silencio junto a la cama de su "hermano" y le dio espacio para que, simplemente, llorara. Intuitivamente, comprendió que gran parte del sufrimiento, así como su alivio, puede residir en lo profundo del mundo interior del moribundo. Estos prisioneros, tan claramente dañados y angustiados, humanizaron la muerte de una manera que todos necesitamos comprender. Nos muestran que el hombre puede brindar consuelo poderoso y digno a otro con su simple presencia.

Tras larga deliberación, los miembros del comité de revisión institucional nos dieron luz verde para proceder con el estudio. Esa fue la parte fácil. El verdadero reto consistía en acortar la distancia entre médico y paciente, profesor y preso, y quizás demostrar que la mejor manera de consolar a los moribundos puede ser tan simple como coger un lápiz de colorear.

CAPÍTULO TRES. La vista desde la cama.

Que el joven [médico] sepa que nunca encontrará un libro más interesante y más instructivo que el propio paciente. —GIORGIO BAGLIVI.

La avanzada edad y la fragilidad de Frank contradecían la notable agilidad de su mente. Había sido ingresado por insuficiencia cardíaca congestiva grave, pero a sus noventa y cinco años aún era plenamente consciente de su entorno y disfrutaba de una buena conversación. Había coleccionado fragmentos enciclopédicos de la historia del béisbol como otros coleccionan objetos preciados, y podía hablar del juego como nadie. Podía relatar el desarrollo del deporte desde los inicios de las ligas profesionales; recordaba a jugadores, equipos, temporadas e incidentes en la historia del juego; recordaba el primer partido televisado de las Grandes Ligas de Béisbol, en 1939, y podía nombrar tanto a las leyendas del béisbol como a los menos famosos; se jactaba de la precisión de las estadísticas que había desarrollado para temporadas que los jugadores aún no habían disputado. Su pasión por el deporte lo había sostenido desde la infancia, y aún le producía intensa satisfacción.

Sin embargo, a pesar de estos recuerdo y su afición, cuando Frank cerraba los ojos para descansar su habitación se llenaba de familiares fallecidos que solo él podía ver. Era un fenómeno recurrente que conocía lo suficiente como para no confundirlo con la manifestación de una mente trastornada.

Recuerdo el día que me llamaron a la cama de Frank porque pedía medicación para descansar. Esa mañana había saludado a su enfermera, Pam, con un rugiente "¿Dónde está mi maldito médico?". Frank estaba tan agitado que antes de entrar en su habitación Pam me advirtió que estaba particularmente irritable. Frank fue trabajador siderúrgico y se sentía muy cómodo doblando cosas, incluso a mí. Le pregunté que cómo estaba y se incorporó de golpe en la cama exclamando: "No puedo dormir. Mire, doctor, ha sido genial ver a mi tío Harry, pero ojalá se callara". Resulta que el tío Harry llevaba muerto cuarenta y seis años.

Durante las últimas etapas de la vida la necesidad de dormir suele ser fuerte, profunda y relajante. La vigilia esporádica que a veces la interrumpe se asemeja cada vez más a un sueño profundo. A veces esta tendencia toma un giro inesperado. La lenta deriva se detiene cuando el estado de sueño-vigilia se ve inundado por sueños y visiones intensos y realistas. El paciente exhausto no siempre está preparado para este cambio y puede reaccionar de maneras sorprendentes. Frank, sin duda, lo hizo.

Tres días antes de morir recuperaba la consciencia de forma intermitente cuando, de repente, gritó asombrado: "¡Estoy en mil novecientos veintisiete! ¡Soy un niño! ¿Cómo lo hicieron?". Sus sueños y visiones eran tan realistas que se vio obligado a indagar sobre los entresijos del truco de magia que creaba la ilusión de un viaje en el tiempo. No dudaba de que hubiera ocurrido lo que visto pero supuso que debía de haber algún truco para hacerlo posible. Su cuerpo se apagaba pero su mente aún no había perdido el equilibrio en la consciencia. Sabía dónde estaba y quién era, pero seguía identificando lo que experimentaba como una realidad alternativa. En realidad tenía un pie en dos mundos, y solo compartíamos uno.

Con el tiempo, las experiencias de Frank en su mundo interior lo devolvieron a lo que más apreciaba en la vida: el amor de su esposa. Cuanto más soñaba con ella más sentía su presencia y más paz sentía. Finalmente, solicitó que suspendiéramos el tratamiento. Su decisión de rechazar la atención fue médicamente apropiada. Como suele ocurrir, los pacientes reconocen la inutilidad médica antes que su médico y, en cierto sentido, liberan al galeno de una obligación que ya no puede cumplir. Frank quería unirse a "Ruthie en el cielo". Lo ayudamos a encontrar consuelo para esta tan esperada reunión y murió con la integridad con la que había vivido y creado.

Más que el sello de aprobación otorgado por la junta de revisión de la universidad fue conocer a pacientes como Frank lo que finalmente me convenció de que recopilar prueba sobre las experiencias al final de la vida era un imperativo moral. Los moribundos necesitaban que se escuchara su voz; necesitaban un espacio para describir su existencia interior y el mundo que a menudo yacía invisible y oscurecido dentro de sus cuerpos debilitados. Sus experiencias debían legitimarse médicamente. Quizás los datos cuantificables finalmente disiparían la duda sobre la importancia de los sueños y visiones premortales como fuentes de consuelo, significado y autointegración; quizás proporcionarían la prueba que falta en la literatura médica, información que, con suerte, ayudaría a los profesionales clínicos a reconocer la importancia de las experiencias al final de la vida. La destreza técnica de la medicina es admirable solo en la medida en que atiende la autoestima y sustento emocional del paciente al final de la vida, realidad que las experiencias premortales demuestran claramente.

El camino estaba despejado así que me reuní con la doctora Anne Banas, investigadora de la Universidad de Búffalo cuyo entusiasmo por el estudio de las experiencias al final de la vida fue inmediato e inequívoco. Desarrollamos los parámetros y detalles de mi propuesta de investigación. El objetivo era adoptar un enfoque objetivo, sin perder la perspectiva del paciente. De hecho, con la excepción de algunos informes de casos, la mayoría de los estudios previos se habían centrado en el punto de vista del observador. Por ejemplo, el primer análisis a gran escala de las experiencias de pacientes moribundos, plasmado en el libro «A la hora de la muerte: Una nueva mirada a la prueba de la vida después de la muerte», de los investigadores parapsicólogos Karlis Osis y Erlendur Haraldsson, se basó exclusivamente en encuestas y entrevistas a médicos y personal de enfermería. Sin duda sus hallazgos fueron valiosos. No solo ayudaron a definir las experiencias de final de vida con gran detalle, sino que también diferenciaron las alucinaciones de los sueños premortales. Sin embargo, la hipótesis de los autores incluía la consideración del más allá y no podía dar voz directamente a los pacientes. En 2008, «El arte de morir: Un viaje a otro lugar», de los doctores Peter y Elizabeth Fenwick, también consideraron una hipótesis sobre la vida después de la muerte en sus investigaciones. También utilizaron encuestas y análisis de casos desde la perspectiva de los trabajadores de la salud y los proveedores de atención, en lugar de los  pacientes.

Estos estudios sistemáticos sobre las experiencias de final de vida se centran sin duda en los moribundos, pero no necesariamente en ellos. Cuando se utilizan los sueños y visiones premortales como lente para comprender la muerte, los  pacientes suelen quedar relegados a un segundo plano cuando sus perspectivas deberían mantenerse en el centro de cualquier debate sobre las experiencias de final de vida. El objetivo de nuestro estudio era simple: primero, demostrar que los sueños y visiones premortales existen y ocurren de forma rutinaria y segundo, abordar su prevalencia, contenido y significado desde la perspectiva del paciente.

Para documentar las experiencias de final de vida relatadas por los  pacientes, utilizamos un cuestionario estandarizado junto con preguntas más abiertas. La primera parte incluía preguntas inequívocas sobre la presencia o ausencia de sueños y visiones al final de la vida: si estas experiencias ocurrieron durante el sueño o la vigilia, si fueron reconfortantes o incómodas, y qué imágenes incluían. A todos los participantes se les hicieron las mismas preguntas sobre el contenido, la frecuencia y el grado de realismo de los sueños o visiones. Utilizamos una escala numérica para poder cuantificar y comparar las respuestas.

Para participar en el estudio los pacientes debían dar el consentimiento y comprender las implicaciones de su participación, las cuales, según las recomendaciones del comité de revisión institucional, se detallaban en numerosas páginas. El documento debía leerse y firmarse en presencia de un testigo. No se incluyó en el estudio a quienes mostraron la más mínima forma de deterioro cognitivo, como demencia, delirio o confusión.

Los participantes se entrevistaron casi a diario, hasta su fallecimiento. A diferencia de investigadores anteriores que solo habían recopilado datos en momentos aleatorios muy cercanos a la muerte, nosotros examinamos la muerte como un proceso que dura desde días a meses.

Además de recopilar datos, filmamos a los pacientes. Esta decisión pretendía corroborar y representar mejor la perspectiva del paciente. También sirvió como la refutación definitiva a la idea de que las experiencias al final de la vida son meras manifestaciones de mente confusa o con deterioro cognitivo. Queríamos mostrar que los pacientes moribundos no son simplemente lo que a menudo se imagina: personas desvanecidas, letárgicas y, a menudo, desgastadas por el tiempo, vestidas con batas de hospital, demasiado frágiles para funcionar o pensar. Más bien, representan la diversidad completa de los vivos; pueden ser despiertos, contemplativos, reflexivos o intuitivos, jóvenes o mayores, sanos o discapacitados. Cada uno es único a su manera.

Pronto se hizo evidente para todos los miembros de nuestro equipo que, si bien es posible que hayamos estado detrás del enfoque metódico y objetivo que enmarcó el estudio, en realidad no fuimos la fuerza impulsora, esa fuerza fueron los pacientes. Fueron los pacientes moribundos quienes impulsaron la investigación de maneras que a veces no habíamos previsto.

Para la mayoría de los participantes del estudio fue gratificante verse escuchados. Para muchos fue alentador saber que sus sueños y visiones previos a la muerte merecían una investigación seria, mientras que para otros fue la mera oportunidad de contribuir. Cuando un equipo de filmación contactó al hospital de pacientes terminales de Búffalo para producir un documental basado en el proyecto de investigación, todos los pacientes que consultamos se integraron en ello. Todos apreciaron formar parte de algo significativo que trascendía su preocupación inmediata y la experiencia de morir. Además, ya no estaban solos. Siempre nos recibieron con interés, a menudo con alivio y, a veces, incluso con gratitud. La pregunta: "¿Quieres decir que no crees que estoy loco?", se convirtió en una especie de mantra. Nuestros pacientes no eran objetos de estudio, eran colaboradores, comentaristas, coinvestigadores, protagonistas y estrellas del celuloide, todo en uno.

Originalmente la motivación del estudio era proporcionar la prueba necesaria para convencer a los colegas médicos de la relevancia clínica de las experiencias al final de la vida. Pero estábamos en el lado equivocado de la balanza. A pesar de los resultados probados en nuestro estudio los hallazgos dejaron a los médicos completamente indiferentes. Más que la profesión médica nuestro verdadero público eran los cuidadores: madres y padres, hermanos, tíos, hijos adultos y cualquier otra persona que tuviera que afrontar la pérdida de un ser querido. En otras palabras, los vivos. Y sí, eso también incluye a los médicos, pero para algunos quizás no hasta que se quiten la bata blanca y regresen a casa con sus seres queridos.

Nuestra investigación se centró en pacientes y familias para quienes los procesos al final de la vida generaba miedo al ridículo o la imposición de una etiqueta relacionada con el deterioro cognitivo. Estas eran las personas con la mayor probabilidad de contactar algún día, y enseñar, a sus profesionales médicos tal y como me habían enseñado a mí.

Recuerdo a Bridget, devota abuela luterana de ochenta y un años con enfermedad pulmonar obstructiva crónica, que estaba tan inquieta por las implicaciones de sus visiones que se volvió cada vez más silenciosa, algo raro en ella. Cuando sus sueños se volvieron tan vívidos que parecían fundirse con su estado de vigilia  se preguntaba repetidamente: "¿Por qué veo esto? ¿Me estoy volviendo loca?". Su hija, insegura, no sabía qué decir. Bridget compartió el sueño recurrente de dos tías muertas que estaban de pie velándola. A estos le siguieron visiones de su madre vestida con ropa blanca, larga y luminosa, sentada a la mesa del comedor tejiendo a ganchillo. Aunque sin voz, esta figura también era una presencia poderosamente sentida. Bridget no podía aceptar lo que describía como sus "visiones". Le creaban una especie de crisis de fe porque al final de la vida no podía reconciliar lo que veía con los preceptos de su religión. Esperaba ver ángeles, no muertos.

Bridget se sintió más tranquila cuando le explicamos lo comunes que eran estas visiones al final de la vida, que lo que le estaba sucediendo no era una rareza anecdótica sino un fenómeno reconocido y estudiado. Fue útil citar los resultados de nuestro estudio: la gran mayoría de nuestros pacientes, —de hecho, más del 80%—, habían informado al menos una experiencia al final de la vida durante su participación en la investigación. A partir de ese momento Bridget se sintió tan cómoda hablando de sus experiencias al final de la vida que, percibiendo mi aversión a lo sobrenatural, se deleitaba contándome que a los espíritus les gusta seguir a los vivos, especialmente a los médicos incrédulos.

Cuando los pacientes validan sus sueños y visiones previos a la muerte, el final de la vida puede convertirse en un viaje hacia un estado de transformación, a menudo de recuperación de la plenitud. Nuestro estudio confirmó que las experiencias de final de vida ayudan a los pacientes a conectar y reconectar con quienes son y con sus seres queridos. Se convierten en una forma de preservar o resucitar la integridad del yo. En las palabras de nuestros pacientes moribundos se esclarecían historias con un significado más profundo, un viaje interior a través del cual se honraba el yo, se sanaban heridas y se restauraban vínculos. Para muchos, esto significaba reencontrarse con quienes más los amaban y más necesitaban.

Al igual que Bridget, Ryan, protestante de cincuenta y un años con cáncer colorrectal metastásico, al principio se preocupó: "¿Me estoy volviendo loco? Hace años que no veo a algunas de estas personas". Pero cuando sus sueños y visiones cesaron en correlación con la mejoría clínica, suspiró: "He vuelto a la realidad. Echo de menos lo demás".

Ryan nunca se casó ni salió del barrio donde se crio. En cualquier caso, tuvo éxito limitado en su carrera pero encontró enorme alegría en los placeres sencillos de la vida y en los afectos confiables. Tenía un grupo fiel de amigos, la mayoría de los cuales conocía desde la infancia. Amaba la década de 1970 y la música y cultura que moldearon su juventud, y no había mostrado inclinación a ir más allá de esa década. Su punto de referencia había permanecido firmemente anclado en un pasado de rock and roll, una virtual cápsula del tiempo. Ahora moribundo, soñaba con amigos vivos y fallecidos, con quienes iba a todos los conciertos a los que había asistido; revisó las ventas de garaje semanales por las que deambulaba casualmente, principalmente buscando álbumes antiguos; iba a pescar al río local. En otras ocasiones, "viajaba con familiares", aunque nunca sabía adónde iban. En esos momentos, se sentía vivo entre preciados recuerdos, libre de las limitaciones de su enfermedad. Las complicaciones físicas que acompañaban a la muerte eran una afrenta para Ryan, ya que comprometían su estilo de vida, socialmente activo. Tuvo que revivir la libertad en sus sueños, al final de la vida, para alcanzar la aceptación. Ahora, a pesar de su deterioro físico, sentía de nuevo la calidez de la familiaridad y la alegría que habían definido su existencia, una vida llena de amigos, música y pequeñas aventuras.

Nuestros estudios revelaron que, a medida que los pacientes se acercaban a la muerte, el contenido de los sueños cambiaba de centrarse en los vivos a centrarse en los muertos. El patrón más importante era doble: a medida que las personas se acercaban al fin sus experiencias aumentaban en frecuencia, mientras que el contenido de esas experiencias incluía más seres queridos fallecidos que vivos. Resulta que la enfermera Nancy tenía razón al reprenderme por mi incredulidad; es posible que, de hecho, pudiera predecir la proximidad de la muerte cuando Tom empezó a tener más sueños con su madre fallecida. Y aunque Frank permaneció relativamente alerta hasta el final, el aumento de la alteración del sueño que experimentó debido a la multiplicación de sus visitantes muertos también nos alertó de que se acercaba al final. Parece que los sueños con los fallecidos tienen importancia pronosticadora basada en los cambios en la frecuencia y el contenido a medida que se acerca el final.

También es pertinente el hecho de que las experiencias de fin de vida que involucran a familiares y amigos fallecidos demostraron brindar la mayor calificación de bienestar entre los pacientes. En una sorprendente inversión de nuestra asociación cultural de la muerte con el duelo, la tristeza y la lucha, las cifras hablan por sí solas: los pacientes, en promedio, calificaron el nivel de comodidad de ver a los muertos con un 4,08 sobre 5, (siendo 5 el mayor bienestar), en comparación con un promedio de 2,86 sobre 5 al ver a los vivos. Y las experiencias de fin de vida que se informaron con mayor frecuencia como tranquilizadoras incluía la presencia de amigos y familiares fallecidos, (72%), seguidos, en orden, por amigos y familiares vivos, mascotas u otros animales fallecidos, experiencias significativas pasadas y, finalmente, figuras religiosas. En conjunto, los datos sugieren que el proceso de morir incluye un mecanismo extraordinario, pero intrínseco, que alivia nuestros miedos a medida que el mundo interior se llena cada vez más de personas que hemos amado y perdido. Sorprendentemente, el mayor consuelo proviene de nuestras necesidades y relaciones más básicas y fundamentales, y de los momentos que capturaron o capturan la hermosa simplicidad de la vida cotidiana.

Uno de los últimos sueños de Rosemary fue el de una reunión familiar, donde todos se congregaban para comer, beber y divertirse. Esta sencilla escena de alegre reencuentro familiar también incluía, sin embargo, la visión de su hija Beth preparándose para un viaje. Podía ver a Beth prepara su maleta mientras la fiesta llegaba a su fin, y a sus familiares observándola recoger sus cosas. En concreto, Beth estaba empacando una selección de los hermosos pañuelos de seda floreados que confeccionaba y vendía. El contraste entre la alegre reunión familiar y la inminente partida del ser querido decía mucho sobre la ambivalencia de Rosemary ante el final de su vida, que a menudo verbalizaba. Se sentía sostenida por la calidez de la reunión familiar, pero también visualizaba la perspectiva de la separación, aunque de forma no traumática. A veces, una simple narración onírica puede reflejar, y de hecho refleja, los sentimientos más complejos, aquellos que buscan reconciliar el dolor con la aceptación, la alegría con la añoranza y la unión con la ausencia.

En otro estudio, identificamos categorías temáticas distintas. Por ejemplo, un grupo grande de pacientes describió a amigos fallecidos y en sus sueños, sus familiares los "esperaban" de pie, "justo allí", en una presencia silenciosa que se sentía como un abrazo muy fuerte. Este silencio vigilante no implicaba juicio, solo puro amor y guía. Bridget no dudó del apoyo que recibió cuando sus dos tías muertas se le aparecieron, simplemente de pie, observándola en silencio mientras dormía. Podía sentir la ubicuidad de su amor.

Más de un tercio de nuestros participantes identificaron el viaje o la preparación para partir como tema común en sueños y visiones. Curiosamente, al igual que en el caso de Ryan, la ausencia de un destino de viaje solía ser fuente de paz, no de ansiedad. Una y otra vez, los pacientes describían, a sí mismos y a otros, subiendo a aviones y trenes, viajando en coches y autobuses, tomando taxis y otros medios de transporte, reconfortándose con la experiencia de prepararse para partir. Estar postrada en cama no impidió que Julie, paciente de setenta y un años con cáncer de páncreas, soñara con viajar. De hecho, es probable que su falta de movilidad fuera precisamente el catalizador del particular contenido de sus sueños. Ella, al igual que Ryan, no sabía adónde la llevarían sus viajes, ni le importaba. Trece días antes de fallecer relató, repetidamente, haber visto a su madre y a sus dos hijos fallecidos junto a su cama diciéndole que "vendrían a recogerla". Una semana antes de su muerte, Julie, incapaz de hablar ni moverse, intentó levantarse de la cama. Simplemente sabía que tenía un lugar adónde ir.

Existen múltiples temas y categorías que se repiten en las experiencias de final de vida y sobre los cuales publicamos artículos. Sin embargo, lo que pacientes como Nancy y Rosemary finalmente nos enseñaron fue que lo que "cuenta", irónicamente desafía nuestras categorías temáticas bien intencionadas, así como las mediciones simplistas o estadísticas.

La respuesta casi universal que recibimos sobre las experiencias del final de vida fue la de que son categóricamente "distintas" a los "sueños normales". Algunas de las declaraciones más comunes que registramos fueron: "Normalmente no recuerdo mis sueños, pero estos fueron diferentes", o,  "Se sintieron más reales que la realidad", y, Fue como si realmente hubiera sucedido". Los pacientes sostuvieron enfáticamente que los sueños no solo eran realistas sino que realmente los vivieron. Al preguntarles sobre el grado de realismo de esas experiencias la mayoría las calificaron con un 10 sobre 10, ya sea que estuvieran dormidos, despiertos o en duermevela. Lo que nosotros llamaríamos "sueños", porque ocurrieron durante el sueño, los  pacientes lo llamaban "visiones" con tanta insistencia como quienes afirmaron haber visto a personas muertas con los ojos abiertos. De hecho, en nuestra encuesta de pacientes, el 45 % de las experiencias previas a la muerte ocurrieron durante el sueño, el 16 % durante la vigilia y más del 39 % ocurrieron entre ambos estados. Ciertamente, estas estadísticas reflejan los niveles cambiantes de alerta que definen el proceso de morir: los episodios de sueños lúcidos y realistas cuando los pacientes son conscientes de que están soñando, así como el sueño interrumpido por una intensidad onírica que se prolonga hasta la vigilia. Pero en todos estos casos, los pacientes refirieron sus experiencias del final de vida como las más despiertas, alertas y presentes que jamás habían sentido. Si bien esto puede dificultar a los investigadores definir la vigilia al final de la vida, la ambigüedad es completamente irrelevante para el paciente moribundo, para quien la experiencia es tan vívida, palpable e impactante como si la  experimentara despierto, o incluso más.

Cuando Anne, de noventa y un años, ingresó en nuestro centro de pacientes hospitalizados por insuficiencia cardíaca congestiva, tenía visiones tan nítidas de su hermana fallecida que, al despertar un día, miró a su alrededor y preguntó: "¿Dónde está Emily?". Emily llevaba dieciséis años muerta, pero para Anne, su presencia y apariencia eran tan reales como las de su médico. Posteriormente, Anne ingresó en la unidad de pacientes con dificultad respiratoria aguda, donde despertó, miró al techo y actuó como si viera cosas que no existían. En un momento dado se incorporó en la cama y extendió los brazos hacia el techo como si fuera a abrazar a alguien. Preguntó a su familia: "¿Voy a morir ahora?". Cuando su estado mejoró, despertó, miró a su alrededor y volvió a preguntar por su hermana muerta explicando que Emily había estado allí todo el tiempo, sentada al lado de la cama. Anne también relató haber tenido sueños frecuentes con una Emily más joven, haciendo las cosas de siempre en casa. Podía describir la apariencia de su hermana con todo detalle: la barbilla prominente y fuerte, el cabello rubio oscuro recogido en un moño alto y suelto, el vestido holgado de jersey de algodón verde guisante, cuyas mangas estaban enrolladas descuidadamente hasta los codos. A veces Emily se tapaba la boca con la mano y reía antes de pasar a la siguiente tarea. Apenas pronunciaba palabras, pero los sueños eran conmovedores y estimulantes; Anne a menudo se imaginaba mucho más joven y paseando con su hermana. Había sido una de cinco hermanos, pero era la más unida a Emily, quien la había criado. «No voy sola; Emily estará conmigo», insistía.

A pesar de mi incapacidad para compartir su percepción agradecí que no estuviera sola, que se sintiera reconfortada y en paz. Al día siguiente, Anne siguió soñando con su hermana y dos días después, tras ser estabilizada clínicamente y recuperar el sueño fue dada de alta y enviada a su domicilio.. Como la mayoría de los pacientes, el estancamiento de su deterioro físico hacia la muerte coincidió con el cese de sus experiencias previas a la misma y, al igual que Ryan, lamentaba no tener más visiones. Anne falleció en paz en su casa aproximadamente un mes después, y aunque no estuve a su lado cuando ocurrió, dudo que se fuera sola.

Otra característica sorprendente de las experiencias al final de la vida es la capacidad para reconstruir o editar recuerdos. Momentos significativos, a menudo derivados de la infancia, se condensan, modifican y reestructuran para que las necesidades más apremiantes de los pacientes puedan abordarse y resolverse. Tim, trabajador de setenta y tres años con cáncer de colon terminal, tuvo experiencias al final de la vida que evocaron y reestructuraron sus recuerdos de infancia para poder revivirlos sin el dolor de la pobreza en la que creció. Primero comenzó a ver a sus padres, abuelos y viejos amigos, quienes insistían en, "que estaré bien". Luego, cuatro días antes de fallecer, sus sueños lo remontaron a los años de formación de su adolescencia. Había crecido en medio de las tragedias de la Gran Depresión, en un barrio obrero del sur de Búffalo, donde vio con impotencia cómo se destrozaban y desplazaban vidas. Su padre había luchado para mantener la familia con trabajos mal pagados y esporádicos. Como muchos que vivieron esos tiempos difíciles, el temor más importante que eclipsó su felicidad fue la lucha colectiva de la familia para llegar a fin de mes y encontrar esperanza y propósito en medio de la desesperación.

Los sueños de Tim al final de la vida ayudaron a aliviar la carga de inseguridad que ese período crucial de su vida le había ocasionado. Se reimaginó como niño pequeño entrando y saliendo de casa, una metáfora de su viaje de infancia. Primero pasó por la cocina, donde con el rabillo del ojo pudo ver a su madre arrodillada en oración. El significado era claro: Tim había descrito la devoción de su madre por Dios como la fuente de fortaleza de su familia. A continuación se vio saliendo de la casa para ser alcanzado por su mejor amigo, que vivía al lado. El niño sostenía un bate de béisbol y una pelota y llamaba a Tim para que fuera a jugar. Significativamente, este amigo seguiría siendo su mejor amigo de toda la vida y un día incluso se convertiría en su cuñado. Finalmente, vio a su padre empujando una carretilla, señal de empleo y sentido de autoestima restaurado. Las viejas heridas psíquicas de Tim sanaron; su mundo ahora era seguro, sostenible y completo.

Mientras Tim relataba su sueño yo ya vi un hombre frágil y moribundo sino los ojos brillantes de un niño que había redescubierto el amor de la infancia que lo nutría y reconfortaba. Lo que al principio parecían las etapas de una obra de teatro en tres actos, —su madre rezando, su amigo jugando a la pelota y su padre caminando hacia el trabajo—, me brindó visiones unificadas de las fuerzas más importantes de su infancia, variantes del mismo tema: el amor. Eran representaciones ricas y conectoras de las relaciones complejas que más le habían importado durante su infancia y que lo habían convertido en quien era. Ofrecían una versión multifacética y significativa de una realidad imaginaria, pero esencial, en respuesta a sus miedos y necesidades más profundos. El propio Tim interpretó su sueño como una resolución arquetípica que lo devolvió a una sensación de plenitud y paz. Sintió una profunda conexión que, como en muchos otros pacientes, trascendió palabras y el lenguaje. En las experiencias al final de la vida poco se puede decir, pero mucho se comprende.

Los sueños de Tim condensaron, reordenaron y reorganizaron sucesos significativos del pasado para restablecer el contacto con los aspectos más enriquecedores y edificantes del mismo. Para otros pacientes, esta transformación de la realidad implica un proceso de edición, (de elaboración) mucho más radical, que excluye tanto como selecciona.

Para Beverly, de ochenta y nueve años y paciente terminal de enfermedad pulmonar obstructiva crónica, los sueños sobre el final de la vida la ayudaron a reconectar con fuentes de amor y apoyo del pasado, alejando a la persona que le había negado su amor. La infancia de Beverly estuvo marcada por una madre distante y abusiva que la obligaba a realizar horas de tareas domésticas inútiles, como fregar muebles con un cepillo de dientes. A las puertas de la muerte, las experiencias de Beverly sobre el final de la vida la transportaron de vuelta a su infancia, pero sin la figura materna que la había hecho sentir indeseada. En sus sueños, Beverly tenía nueve años e interactuaba únicamente con la única fuente de amor incondicional que había conocido en aquel entonces: su padre. Se veía a sí misma reviviendo un ritual infantil que la había sostenido durante su juventud. En su sueño esperaba con ansias el momento, después de la escuela, en que acompañaba a su padre en su ruta de reparto de correo. Se había aprendido todas sus rutas de memoria y sabía exactamente cuándo aparecería su padre en el claro, al borde del bosque, lejos de su casa. Ella corría hacia él con alegría y le tomaba la mano mientras caminaban el resto de la ruta de reparto. A medida que Beverly se acercaba a la muerte las décadas transcurridas se desvanecían, sus recuerdos negativos se disipaban, y lo único que importaba era la calidez del amor de su padre, que la transportaba del presente al pasado, y viceversa.

Habíamos diseñado el estudio pensando que el valor terapéutico de las experiencias de final de vida residía en facilitar el proceso de morir. No tenía ni idea de que su potencial se extendía a heridas cuyo origen se remontaba a la infancia. Las experiencias del final de vida no se limitan a la transición final sino que la abordan en su totalidad. A veces lo hacen eliminando el pasado doloroso u ofreciendo un final alternativo. Los medios son tan variados como constante es el objetivo: la resolución de lo que una vez fue una aflicción paralizante, convirtiéndola en sanación y reparación.

Mi paciente Scott, de ochenta y ocho años, fue un claro ejemplo. Había crecido como uno de ocho hijos en una familia trabajadora empobrecida de Búffalo durante la Gran Depresión, un pasado que sus experiencias al final de la vida resucitaron cuando llegó el momento de revivir el mayor trauma de su vida. A los diez años Scott perdió el brazo derecho por subir a los trenes con sus amigos. Lo que siguió fue una infancia de burlas y una vida de lucha que lo atormentó hasta el final. A esta tierna edad se vio de repente afrontando dificultades con las tareas más básicas de la vida cotidiana como bañarse o cambiarse de ropa; no podía jugar con sus amigos, quienes lo veían como una rareza. Incluso el amor de su madre se convirtió en un miedo palpable en una época en que hacerse hombre significaba encontrar empleo para el sustento básico, y el empleo se limitaba a personas sanas, sin cuerpos inválidos en algún aspecto. Ella llegó incluso a colocarlo, de adolescente, en un hogar de acogida para "que obtuviera mejor educación", decisión que exacerbó su vergüenza y sus dudas sobre su capacidad para vivir de forma independiente, o ser amado. Más tarde, a pesar de encontrar un trabajo estable en mantenimiento, seguía atormentado por el impacto del trauma de su infancia, una victimización que no podía superar. Su miedo se extendía más allá de su preocupación por conservar un trabajo, llegando hasta su identidad personal.

Sin embargo, poco antes de morir Scott comenzó a soñar con “buenos momentos en el trabajo”. Ahora, cerca de la muerte,  sus experiencias le mostraban desempeñando bien su trabajo y resolviendo problemas que nadie más podía solucionar. Donde antes había dudas ahora sobresalía. Con el tiempo incluso soñaba con antiguos colegas que se turnaban para asegurarle que era «un gran trabajador y un buen amigo». Su liberación de antiguas heridas, tanto físicas como psíquicas, le había exigido reescribir el pasado para poder sentirse completo de nuevo. Las heridas irreversibles que había sufrido en su juventud, tanto físicas como espirituales, fueron reparadas en los últimos momentos de su vida.

Un proceso similar definió las experiencias al final de la vida de un veterano de guerra condecorado que ingresó en nuestras instalaciones debido a insomnio persistente. A John le habían diagnosticado insuficiencia cardíaca terminal pero eso no era lo que lo mantenía despierto por las noches. Al entrar en su habitación me impactó este hombre de hombros anchos, con el rostro angustiado y exhausto de quien ha visto demasiado. John había participado en la batalla que el general Eisenhower denominó la Gran Cruzada de la Segunda Guerra Mundial, la Batalla de Normandía. Cuando le pregunté sobre su enfermedad la resumió en tres palabras: «Un problema de guerra». Luego dejó que sus familiares explicaran más.

La familia de John explicó que aunque nunca había mencionado sus experiencias bélicas con anterioridad, ahora no podía cerrar los ojos sin revivir la inimaginable carnicería del Día D. Tenía pesadillas recurrentes de las que se despertaba empapado en sudor. Fueron sus experiencias al final de la vida las que le permitieron aceptar los inquietantes recuerdos de la guerra. Continuó compartiendo conmigo detalles del pasado que había ocultado a su familia. Tal vez había querido evitarles el conocimiento de la agonía y las pesadillas que habían definido un sueño intranquilo después de la guerra, o tal vez no podía encontrar palabras para describir su horror.

John tenía veinte años cuando se alistó como artillero en el buque SS James L Ackerson, que entró en Normandía junto al USS Texas. John era, y seguiría siendo, un orgulloso tejano que se tomaba en serio su deber como soldado y creía en los ideales de su país. El 7 de junio de 1944 formó parte de la división de infantería que fue enviada a la playa nombrada en clave como “Omaha”, la que sería la más sangrienta de las del Día D. Su tarea era recuperar soldados que habían sido aislados del resto de las fuerzas en tierra. La misión fue exitosa y la lancha de desembarco regresó con Rangers heridos. John no podría borrar la visión de la playa ensangrentada que vio al desembarcar, sembrada de cuerpos mutilados y extremidades flotantes. Esta fue la experiencia en la guerra que lo perseguiría por el resto de su vida.

Mientras agonizaba en el hospital John fue asaltado por pesadillas de soldados estadounidenses caídos que no pudo salvar: "No hay nada más que muerte, soldados muertos a mi alrededor". Yo había visto a gente con miedo antes, pero John no solo estaba asustado; estaba aterrorizado. Su terror era palpable. Nunca pude acostumbrarme a la idea de un joven enfrentando los horrores de la guerra, la posibilidad de la muerte al comienzo de la vida, pero ver a John regresar a ese lugar de terror por segunda vez, ya anciano, era indescriptible. Describió las pesadillas como tan intensamente reales que parecían vívidas. No podía superar su dolor, y sus sueños lo reflejaban.

Por eso la transformación que experimentó unos días después fue aún más notable. Fui a verlo y estaba visiblemente cómodo, incluso en paz: “puedo dormir”, dijo sonriendo. Atribuyó este bienvenido cambio a dos de sus sueños más recientes. En un primer sueño alegre, revivió el día en que finalmente recibió su baja del ejército. Su segundo sueño sonó más como una pesadilla pero para él fue todo lo contrario. Soñó que se le acercaba un soldado que había muerto en la playa de Omaha y regresaba para decirle: «Pronto vendrán ellos a buscarte». John supo instintivamente que «ellos» se refería a sus compañeros soldados, y que el sueño trataba sobre reunirse con sus camaradas, no sobre ser juzgado. Por fin había cerrado el ciclo. Pudo cerrar los ojos y descansar.

La experiencia de John al final de su vida no negó su realidad ni su guerra, pero sí las reformuló de tal manera que le concedió la paz que tanto le había costado ganar. El alma de aquel valiente joven de veinte años, que había luchado contra los fantasmas de la guerra durante sesenta y siete años, se liberó finalmente de su injusticia y de su enorme sentido de obligación.

La historia de John ejemplifica el proceso mediante el cual incluso los sueños más difíciles pueden brindar importantes beneficios psicológicos o espirituales al paciente moribundo. Para él, el recuerdo atormentado del más mortífero de los asaltos del Día D se transformó en el escenario de la misma camaradería militar que creía haber traicionado. Necesitaba liberarse de la obligación que no había podido cumplir. y de la abrumadora vergüenza de la que no podía escapar. Y lo más importante, necesitaba perdonarse por su incapacidad para salvar a sus compañeros de armas. Afortunadamente, sus sueños y visiones previos a la muerte le permitieron hacerlo.

Los sueños y visiones de final de vida ayudan a satisfacer las necesidades únicas de cada paciente, ya sea ser perdonado, ser amado o que se les conceda la paz. Para algunos, su anhelo es tan abrumador que afecta no solo al contenido de sus sueños sino, también, su realidad externa. A menudo oímos hablar de pacientes moribundos que esperan un aniversario, un cumpleaños o una visita en particular antes de dar el último aliento. Antes de trabajar en el hospital de terminales de Búffalo, asumía que este fenómeno formaba parte de la leyenda que circulaba en los hospitales, y cuyo origen podría haber sido tan oscuro como la prueba que lo respaldara. Entonces conocí a Maisy, matriarca de noventa y ocho años que, simplemente, se negó a morir antes de que su hijo Ronnie llegara al hospital.

Maisy no había visto a su hijo en ocho años. Esto pudo deberse a un conflicto interpersonal o simplemente al paso del tiempo. Hay preguntas que es mejor no hacer. Había dejado de comer varios días antes y ya no hablaba así que sabíamos que estaba al borde de la muerte. Sus familiares se habían reunido a su alrededor y hablaban libremente; no con ella porque aparentemente había perdido el conocimiento, pero ciertamente sobre ella, la mujer que había acogido a más de cien niños en su vida. No sabían que podía oírlos. Alguien mencionó que habían hecho que la policía rastreara a su hijo biológico, Ronnie, en Oregón, y que éste había reservado un vuelo a Búffalo. Ahora les preocupaba que no llegara a tiempo para verla. Al día siguiente Maisy abrió los ojos, se incorporó en la cama y gritó el nombre de su esposo. "¡Amos! ¡Mi Amos!", dijo, seguido de: "No puedo ir a verlos ahora. Mi hijo viene". Ronnie llegó ese mismo día. Veinticuatro horas después, Maisy cerró los ojos por última vez.

Podría dar extensa explicación sobre lo que sucedió para permitir que Maisy detuviera un proceso sobre el cual aparentemente no tenía control. Tendría que ver con los patrones de sueño y su relación con el proceso de morir. Podría explicar que morir es un sueño progresivo, y que para dormir profundamente uno debe ser capaz de relajarse y soltarse. Podría aportar pruebas sobre los procesos biológicos que intervienen en el no morir todavía, pero eso no haría justicia a lo que yo, y otros, observamos comúnmente. Ni siquiera se acercaría. La mente de Maisy no pudo encontrar paz hasta que llegó Ronnie. En definitiva, morir, como vivir, se trata de amor que perdura pase lo que pase, y que encuentra la manera de persistir dentro de los confines de nuestra existencia.

Para algunos pacientes, la paz y la comprensión que se obtienen al final de la vida se logra a través de sueños y visiones que los invaden, evocando imágenes y emociones que los tranquilizan y apaciguan. Otros alcanzan la perspectiva mediante un proceso de reflexión más consciente que aplican metódicamente a sueños y visiones sobre el final de la vida. Estos son pacientes que buscan comprender el misterioso proceso mediante el cual la muerte se convierte, de alguna manera, en una amiga familiar, incluso bienvenida al final de la vida. Este fue el caso de Patricia, quien se mostró tan dispuesta a ayudarnos a avanzar en nuestra investigación. Las conclusiones a las que llegamos a través del estudio fueron verdaderamente notables, pero se necesitaron pacientes como ella para darles rostro humano. Patricia tenía un recuerdo tan excepcional de sus sueños y visiones sobre el final de la vida que se convirtió en uno de nuestros puntos de acceso más enriquecedores al consuelo que brindan estas experiencias.

Cuando llegó Patricia conquistó el hospital. Tenía noventa años, y nada de su pasado, condición física o apariencia nos habría preparado para la persona comprometida, despierta e ingeniosa que demostró ser. Sufría de fibrosis pulmonar avanzada y a menudo le costaba respirar en reposo a pesar de estar conectada permanentemente a un tanque de oxígeno portátil. El estado de Patricia era tan avanzado que no podía caminar por la habitación sin experimentar dificultad respiratoria grave, pero compensaba con su expresión oral lo que su cuerpo no podía transmitir con movilidad. Hablaba con fluidez ininterrumpida y rápida, como la de un subastador. Hablar con ella, durante un tiempo prolongado, inevitablemente eclipsaba sus síntomas físicos o el equipo médico del que dependía, tanto que alguien comentó una vez que usaba su tubo nasal como un accesorio. Era tan dueña de sí misma que cualquier cosa relacionada con su cuerpo, artificial o no, parecía una extensión de ella, igual que las gafas de pasta o las horquillas de mariposa que usaba. También era intelectualmente vibrante y curiosa, y nos encontramos pensando en ella más como una interlocutora que como una paciente. Patricia mantuvo el deseo de interactuar y expresarse hasta el final, incluso cuando su enfermedad había avanzado tanto que anhelaba morir.

Su madre había fallecido de neumonía cuando tenía nueve años, y a los trece comenzó a cuidar de su padre, a quien le habían diagnosticado la misma enfermedad que ahora padecía Patricia: fibrosis pulmonar. No tenían acceso a los servicios sociales que ahora están disponibles para pacientes graves y sus familias, por lo que cuidarlo era un trabajo de tiempo completo. La descripción de Patricia de este período de su vida reveló cómo, en la era posterior a la Depresión, la madurez a edad temprana no era el lujo en que se convirtió para las generaciones posteriores de adolescentes estadounidenses: "Tuve que ser cuidadora desde muy joven. Era un papel difícil de desempeñar en cualquier etapa, pero particularmente difícil a los trece años. Sin embargo, nunca me sentí resentida hasta que tuve estos sueños locos”.

Los "sueños locos" de Patricia, como ella los definía, la fascinaban. Escribió extensamente sobre ellos en su diario y compartió con nosotros sus abundantes comentarios. Agradecía estar rodeada de personas que no solo los tomaban en serio sino con quienes podía hablar de su singularidad. "¿No es la morfina, verdad?", preguntó cuando abordamos el tema por primera vez, aliviada al saber que las experiencias que le importaban no eran solo alucinaciones inducidas por drogas. Y tras suplicarme que no le ocultara lo que le  sucedía, añadió: "¿Entonces hay un patrón en esto? Siendo mandona e inquisitiva te voy a hacer una pregunta difícil: ¿Hay alguna forma de saber en qué punto de este gráfico me encuentro?". Se había dado cuenta de que existía una conexión entre la frecuencia de los sueños, por un lado, y la proximidad del final por el otro, así que su mente analítica no podía detener el intento de encontrar lógica a los patrones cambiantes de sus sueños. Acostumbrada a gestionar vidas desde muy joven, ahora estaba trabajando en gestionar sus últimos momentos, incluida la anticipación de su hora de muerte.

Notó que los difuntos que aparecían en sus sueños parecían "permanecer en sus propias categorías". Lo que quería decir era que podía soñar con amigos de la iglesia un día, o con sus cuñadas al siguiente, pero las personas de sus diferentes círculos sociales nunca se mezclaban. Notó que los entornos no parecían importantes: "A veces estoy en mi antigua habitación, donde viví durante sesenta años. Otras veces estoy en un lugar que sé que es mío, pero no estoy familiarizada con él. El entorno no parece ser importante". También identificó rápidamente una diferencia entre los sueños anteriores y los que ahora tenía: “Cuando estoy estresada sueño con agua que me envuelve, o con tormentas y tornados, pero esos sueños los he tenido durante años y no tienen nada que ver con este asunto terminal”. Recuerdo que me quedé atónito cuando se refirió a su enfermedad como un “asunto terminal”. Les decía a sus visitantes que quería morir, escribía poemas al respecto y lo explicaba en nuestras conversaciones: “Estoy lista, sí. Sí, me estoy muriendo. Espero que eso sea lo que quiero, porque estoy lista. Si hubiera un mecanismo para asegurar una progresión, lo haría, no me suicidaría, jamás. Pero contemplaría la muerte como hacen algunos aborígenes en Sudamérica. Ellos pueden hacerlo. Simplemente piensan: 'Ya terminé aquí', y se van. Si hubiera meditaciones o algo por el estilo, me gustaría intentarlo”. Su poema, “Reflexiones en la Zona Roja”, refleja el mismo sentimiento:

No sé cómo funciona / me pregunto todos los días / ¿Algún espectro vendrá a tomar mi mano? / ¿Y me guiará en mi camino? /¿Y qué pasa con esas luces que se ven? / ¿Brillarán algún día para mí? / Estoy más que lista cada día.

 

A pesar del deterioro físico constante, Patricia comenzó a escribir poesía y pintar en el último año de su vida. Cuanto más le robaban las fuerzas físicas más luchaba por encontrar maneras de expresarse y crear significado. Creó una colección de paisajes que regalaba a amigos y familiares. Si demostraban algún aprecio por su arte se lo enmarcaba. Había llevado diarios toda su vida y, como expresó evocadoramente en uno de sus poemas, fue «una escritora, una aficionada, una madre, una esposa» hasta el final.

A medida que la enfermedad empeoraba hablaba cada vez más de la muerte como liberación, tanto y con tanta frecuencia que sus hijos adultos se sentían incómodos y le pedían que no lo mencionara en su presencia. No podía culparlos. Allí estaba la madre a quien apreciaban, hablando de su muerte, que también era su pérdida, como algo que borrar de su lista de tareas pendientes. Les parecía que hablaba de sus sueños previos a la muerte como si estuviera realizando un experimento de laboratorio.

Yo sabía que no debía confundir esta obsesión por la muerte y morir con morbosidad barata. Patricia se había pasado la vida cuidando a los demás, atendido a su padre moribundo a una edad en la que la mayoría de los niños están obsesionados con fantasías de huir o robar un cigarrillo; había vivido la guerra, el sistema de racionamiento, la ansiedad de no saber si su prometido sobreviviría al servicio militar, y criado a sus hijos en un hogar donde tuvo que "llevar los pantalones". Tras pasar toda una vida gestionando intereses de otros ahora se preparaba para su salida, tanto por su bien como por el de ellos. Al fin y al cabo, solo lo inesperado puede ser traumático así que prepararse para la muerte era una forma de evitar el trauma, tanto para ella como para sus seres queridos. Patricia había pasado la vida preocupándose por ellos, y no iba a cambiar de rumbo al final. En todo caso, los rasgos de carácter de las personas se acentúan con la edad. El siguiente pasaje de su diario, que una vez leyó, lo ilustra a la perfección: «Ya no le sirvo a nadie, me da pena pensarlo. Tengo que buscar ayuda y estoy segura de que solo empeorará. Por eso digo que sigamos adelante. Quiero mucho a todos los que siguen aquí, pero no puedo hacer nada por ninguno, y es una lástima que tengan que preocuparse por mí. Así que esta mañana me gustaría llorar, pero no lo hago. Me gustaría que mi madre me dijera que todo está bien. Me gustaría despertarme, acercarme a Chuck, [su esposo], tomarlo de la mano y caminar hacia el atardecer eterno, pero esa es otra historia, otro aliento, otro día».

Patricia oscilaba entre el miedo a lo desconocido y sensación de derrota disfrazada bajo apariencia de indiferencia que, en realidad no tenía. Era una fachada para tranquilizar a ella y a los demás. Al fin y al cabo no era de las que llamaban la atención sobre sus problemas. «Todos tenemos problemas», decía. «Jamás iría al pasillo a quejarme porque siempre hay alguien peor que yo».

Ciertamente hubo episodios extremos de falta de aire que coincidían con su profunda desesperación y súplica por una muerte rápida, pero hasta la última semana de vida esas súplicas eran más gritos de exasperación que de convicción. En el lecho de muerte, días antes del fin, lo admitió: «Te esfuerzas al máximo por mejorar porque mucha gente depende de ti, pero ahora me conformo con dejarlo todo. Eso empezó hace poco». Fue también entonces cuando, de alguna manera, encontró la fuerza para recordar y recitar el famoso soliloquio de Hamlet : «Morir, dormir. Dormir, quizá soñar: ahí está el quid de la cuestión. Porque en ese sueño de la muerte, ¿qué sueños pueden surgir?».

Patricia tenía una forma especial de obligarme a hacer tareas que debería haber hecho en la universidad; una vez más tuve que recurrir a Google para repasar qué le preocupaba a Hamlet sobre el más allá. Lo hice más tarde, ese mismo día, y sonreí recordando cómo varias semanas antes se había disculpado por interrumpirme sin querer mientras daba instrucciones al personal: «Más te vale tener cuidado o pronto ocuparé tu puesto», dijo. La iba a extrañar.

Para el héroe desamparado de Shakespeare, el hecho de que no sepamos qué hay más allá de "cuando nos hayamos deshecho de este cuerpo mortal" es lo que nos hace prolongar el sufrimiento durante tanto tiempo. Sospecho que lo que mantuvo a Patricia aferrada a la vida tanto tiempo, a pesar del dolor creciente y sus exhortaciones en contra, tuvo todo que ver con el amor: a su familia y a su equipo de investigación del hospital de  terminales. También agradezco que sus experiencias de final de vida ayudaran a una de las personas más altruistas que conocí a reconectar con su yo más profundo.

Las experiencias de final de vida tratan de abordar las necesidades de los pacientes, ya sea ser perdonados, guiados, tranquilizados o simplemente amados. Uno de los problemas más profundos para Patricia, a lo largo de su vida, había sido la prematura muerte de su madre: "Mi madre murió cuando yo tenía nueve años, nueve días antes de Navidad. Tenía neumonía y no pudieron hacer nada". Al describir esta trágica pérdida, la profundidad de la herida psíquica que llevaba se hizo visible. Tenía un recuerdo vívido de lo último que le dijo a su madre moribunda, probablemente una de las declaraciones más inocentemente inapropiadas que podría haber hecho ante la muerte: "Hoy saqué cien en aritmética". Explicó: "De alguna manera, años después, esto es lo que se me quedó grabado. Nunca lo he olvidado. Creo que aprendí algo con eso también, que significaría algo para ella. Significó mucho para mí. Fue el único regalo que podía darle, y siento que se lo di. Murió esa noche”.

Mientras continuaba compartiendo el contenido de este sueño, Patricia también comentó: «A veces pienso que mis hijos no me conocen en absoluto». Fue un comentario fugaz y aparentemente inconexo, del que se retractó enseguida. Pero yo sabía a qué se refería. Como padres es menos probable que compartamos la perspectiva a través de la cual los sueños a veces nos convierten en niños. Ya es bastante difícil para los hijos adultos de los moribundos aceptar la pérdida de su querido padre. Sin embargo, esto es exactamente lo que sucede al final de la vida. Patricia estaba reviviendo lo último que le había dicho a su madre cuando era niña. Tenía nueve años otra vez. «Mi madre estaba en la cama y giró la cabeza. Tenía una de esas antiguas tiendas de oxígeno. Me miró y me saludó, y algo dentro de mí supo que eso era algo que estaba más allá de mis posibilidades. Sonrieron y me dijeron: «Saluda», y mi madre dijo: «Hola». Dije: «Hola». Recuerdo esto».

Los pacientes a menudo describen la presencia de sus seres queridos en sus sueños y visiones como simplemente "estar ahí", observando sin hablar ni interactuar. Sin embargo, en ausencia de palabras escritas o habladas experimentan una profunda sensación de conexión y comunión. A ninguno de nosotros nos sorprendió que Patricia compartiera un sueño con guion completo, diálogos incluidos. Si ella no tenía nada de normal en vida, ¿cómo podría tenerlo en la muerte? Patricia había dedicado todos sus años a refinar el significado de una vida digna de ser vivida, anticipando los efectos de sus palabras y acciones, y preocupándose por los demás. Y sus experiencias al final de la vida lo reflejaban.

Tras observar el efecto tranquilizador de las experiencias del final de vida, pronto descubrimos que el paciente moribundo suele recibir algo más que una simple sensación de consuelo. Un estudio reciente confirmó también el papel que desempeñan sueños y visiones premortales en el crecimiento postraumático, el crecimiento que experimenta una persona tras afrontar sucesos vitales estresantes como una enfermedad o un trauma. En otras palabras, se produjo una adaptación sustancial, espiritual y cognitivamente significativa, un mecanismo mediante el cual el paciente emerge del proceso de morir con un cambio psicológico positivo. Esto fue tan cierto para Patricia, quien experimentó un crecimiento en su fortaleza personal, como para alguien como Frank, cuyo crecimiento fue de naturaleza más espiritual.

Quienes están muriendo pueden estar deteriorándose físicamente pero la identidad y la conexión emocional y espiritual que manifiestan en sueños y visiones permanecen intactas y omnipresentes. En este sentido, las experiencias no niegan nuestra irrevocabilidad sino que trascienden la fisicalidad de la muerte para crear una transición más significativa. Representan una oportunidad terapéutica y una forma de sanación sin cura.

En una de mis últimas visitas a Patricia, le pregunté: "¿A quién te gustaría ver en tus sueños en el futuro?", aunque ya sabía la respuesta. Rspondió: "Me gustaría ver a mi madre porque nunca la conocí".

Fui a ver a Patricia, por última vez, antes de que morir. Ya no podía hablar y parecía no responder. Sin esperar realmente una respuesta me incliné y le pregunté susurrando al oido si había visto a su madre. Sonrió, asintió y señaló hacia arriba.

No se dijo nada y todo quedó claro. Comprendido.

 

CAPÍTULO CUATRO. Un último indulto.

 

No tienes que caminar de rodillas cien kilómetros por el desierto arrepintiéndote. —MARY OLIVER.

Nada en este libro pretende sugerir que la muerte necesariamente llega como cálido abrazo, o que sueños o visiones con seguridad brindarán algún tipo de consuelo. Los sueños previos a la muerte no siempre son reconfortantes para los moribundos. De hecho, hasta el 18 % de los sueños del final de vida de pacientes de nuestro estudio fueron de naturaleza angustiante. Quienes han sufrido un trauma en su vida pueden revivirlo durante sus sueños de muerte, mientras que otros pueden sentirse abrumados por intensa culpa.

En el hospital de terminales un paciente llamado Eddie tuvo experiencias de final de vida que le presentaron drástico desafío a la idea de que los sueños premortales siempre presagian paz Eddie era ex policía de sesenta y nueve años y padecía avanzado cáncer de pulmón. La  atención que recibía alternaba tiempo en nuestras instalaciones, donde tenía muchos sueños premortales recurrentes, y en su casa. Desafortunadamente, debido a su debilitante dificultad para respirar pasaba la mayor parte del día confinado en su sillón reclinable. Vivía con Kim, hija adulta habida en segundas nupcias, que hacía todo lo posible por atender sus necesidades pero quien también necesitaba ayuda. Eddie había perdido a su esposa, Celine, su "reina de belleza", por cáncer de mama cuatro años antes.

Curiosamente su historia con nosotros comenzó con el New York Times. Jan Hoffman, reportera de la sección de ciencia del periódico, nos contactó para escribir un artículo sobre el poder transformador de las experiencias al final de la vida. Cuando llegó al hospital de terminales de Búffalo para realizar entrevistas dos de los pacientes con los que iba a reunirse estaban ocupados. Contacté con el personal para identificar a otros pacientes dispuestos a hablar sobre sus sueños y una enfermera veterana, llamada Donna, me contó sobre Eddie, cuyos sueños lo mantenían despierto por las noches. Tras comprobar su interés en participar en la entrevista se organizó la reunión con la periodista.

Naturalmente, a la luz de nuestras conversaciones Hoffman esperaba una ilustración de los efectos positivos de los sueños y visiones premortales en los pacientes. En cambio, le tocó oír la experiencia de Eddie.

El detective retirado se declaraba "granuja desde la infancia" que "luchaba con el diablo todo el tiempo". Según admitía, sus tendencias desobedientes definieron todos los aspectos de su vida e incluyeron "cosas malas" que había hecho como detective como consumo excesivo de alcohol e indiscreciones maritales. Cuanto más enfermo estaba más se encogía, más lo angustiaban sus sueños. Lo obligaban a revivir su cuestionable pasado y actos reprobables, y luchaba cada vez más con su conciencia. A menudo intentaba evitar dormir para evitar el miedo y tormento que sabía que le aguardaban tras cerrar los. Fiel al dicho de que morimos como vivimos, las experiencias de Eddie al morir eran tan tensas como había sido su vida.

De hecho, las visiones de Eddie eran tan aterradoras que cuando le preguntaron por primera vez sobre si participaría en el estudio de los sueños decidió no hacerlo porque «nadie debería oír el horror que experimento al cerrar los ojos». Y como encontraba humor en cada tragedia, añadió rápidamente: «De todas formas, estoy demasiado ocupado: tengo todo reservado».

Ya fuera por confrontación o por broma, Eddie lidiaba con su mortalidad. Finalmente cambió de opinión sobre participar en el estudio, principalmente por la imperiosa necesidad de desahogarse. Experimentaba una angustia creciente, y hablar de ello le ayudaba.

El día de la entrevista el exdetective se encontraba en la misión de encontrar y contar su verdad. Eddie no se guardó nada. En palabras de su hermana Maggie, desde niño había sido "honrado hasta la exageración", aunque, "a veces es mejor no decir las cosas". Durante la entrevista ni siquiera pensó en perdonar la vida a su desprevenido nuevo público, la reportera del New York Times , expresándose con la crudeza y aspereza  de siempre. Quizás Eddie sintió que el New York Times era una plataforma digna para exponer lo que él llamaba sus pecados.

Así que la Hoffman conoció a un hombre cuyos recurrentes problemas al final de su vida se centraban más en la culpa y el arrepentimiento acumulados que en la resolución de problemas. Eddie confesó haber sido "policía corrupto". Repasaba las horribles escenas de sus fechorías: las veces que fabricó y plantó pruebas como detective, golpeó a sospechosos o no protegió a los indefensos; o la vez que no intervenía al presenciar una agresión. En otros sueños lo apuñalaban, disparaban o no podía respirar. De hecho, estaba tan angustiado por lo que veía en esos sueños que necesitaba medicación para descansar.

Los tormentos de Eddie no se limitaban a su época de policía. Había luchado con la bebida, de la que solo se deshizo cuando estuvo a punto de perderlo todo: su trabajo, su esposa y su cordura. También sentía tremenda culpa por sus infidelidades conyugales. Soñaba repetidamente con disculparse con su esposa, Celine, pero ella no respondía a sus súplicas, o le recordaba que le había roto el corazón. Vivía aterrado ante la idea de que su "reina de belleza" tal vez no lo estuviera esperando al otro lado. ¿Lo perdonaría alguna vez? ¿Aún lo amaba? A las puertas de la muerte su difunta esposa seguía siendo la fuente de su más profundo arrepentimiento y su más profunda felicidad.

Eddie compartió que le atormentaban pensamientos suicidas recurrentes: "No tengo planes de suicidarme, pero sigo teniendo estos pensamientos". La temporada navideña, en particular, era una época que le traía recuerdos de Celine y de la unión familiar, y lo sumía en profunda depresión. Dos años antes de fallecer había señalado la escopeta y los cartuchos de munición que tenía a su alcance suplicando que llamaran a la policía local para que confiscaran sus armas: "Llamen al 911, vendrán y se lo llevarán". En otra ocasión, su hija llegó a casa y lo encontró con una pistola en la boca, listo para apretar el gatillo. Pidió ayuda, y tuvieron que convencerle de no dispararse. En esa ocasión fue hospitalizado por amenazar con llevar a cabo sus pensamientos más oscuros. Eddie quería morir, pero no era su enfermedad lo que le hicía querer suicidarse. Eran esos inquietantes recuerdos de su vida.

Tras su entrevista con Eddie, Hoffman, desconcertada, vino a mi consulta: la habían, "Eddida", término cariñoso acuñado por el personal para referirse a la forma de expresarse sin filtros que tenía nuestro paciente. Me contó que no sabía qué hacer con la historia de Eddie, ni si podría escribir el artículo. Sus confesiones no solo eran "perturbadoras", sino que tampoco corroboraban la comprensión de lo que quería cubrir, es decir, la cualidad vital de las experiencias de final de vida. En todo caso, insistió, las experiencias previas a la muerte de Eddie parecían agravar, en lugar de aliviar, su "alma torturada". Me preguntó si era consciente de la discrepancia entre nuestras afirmaciones de final de vida amable y el relato del ex policía.

La verdad era que la había enviado a la entrevistas a ciegas. Y ahora parecía que Eddie era la excepción que amenazaba con desacreditar la regla. Nos habíamos esforzado muchísimo para educar a otros sobre el potencial curativo de los procesos de final de vida y ahora que, por fin, habíamos captado la atención de un importante medio de comunicación todo se desmoronaba. Inmediatamente llamé a Donna, la enfermera remitente, para preguntarle qué había pensado cuando recomendó a Eddie para la entrevista. Replicó sin dudarlo: «Pediste una paciente que soñara, no uno que soñaba arcoíris y cachorros. La próxima vez que quieras ver a Mary Poppins, dilo». Le di las gracias y colgué.

Al final apareció el artículo: “Una nueva visión de los sueños de los moribundos”. Con una descripción de sueños tanto reconfortantes como perturbadores. Hoffman optó por no opinar sobre posibles contradicciones entre ellos. Cuando mencionó a Eddie, lo hizo brevemente y refiriéndose a él como un "alma torturada". Se centró en pacientes cuyas historias ejemplificaban los efectos positivos de los sueños al final de la vida, personas como Lucien Majors, de ochenta y cuatro años quien, al borde de la muerte por cáncer de vejiga, habló con deleite de su sueño de "conducir por la calle Clinton con mi gran amiga, Carmen, y mis tres hijos adolescentes". No había hablado con Carmen en más de veinte años, y sus hijos tenían entre cincuenta y sesenta años, pero soñar con ellos le traía la alegría y la serenidad que la acompañarían hasta el final.

Para mí, la publicación del artículo fue oportuno recordatorio de la necesidad de comprender mejor el papel y el impacto de los sueños angustiosos al final de la vida. El fantasma de Eddie persistía mientras me esforzaba por conciliar su experiencia con la de pacientes más típicos. Al fin y al cabo, la integridad de nuestro trabajo dependía de honrar la trayectoria del paciente, corroborara o no las conclusiones que extrajéramos de nuestros hallazgos. Así pues, tres años después del fallecimiento de Eddie revisé su historial médico. No se me escapó la ironía de que un detective nos movilizara póstumamente para mejorar nuestra labor investigatigadora.

Lo que descubrí en esas notas fueron nuevas facetas del hombre que habíamos conocido. Descubrí que el oficial cuyo trabajo incluía obtener confesiones se había convertido en un asesino en serie. Las conversaciones básicas sobre su salud con el equipo del hospital se convirtieron en revelaciones serias sobre su pasado. Eddie contaba a todo el mundo las veces que había actuado de forma inmoral, incluso criminal, en el trabajo. Poco importaba si sus cuidadores eran su médico, enfermeras, capellanes, conserjes o visitantes. Ignorando la vergüenza como mera "preocupación terrenal", seguía compartiendo lo inaceptable mientras admitía lo intolerable. Su vida estaba en plena exhibición. Eddie no solo esperaba el juicio; lo buscaba activa y obsesivamente.

Durante este tiempo de desahogo, Eddie repetía irónicamente su mantra personal: «Deja el pasado atrás. No puedo cambiarlo, ¿para qué darle vueltas?», aunque darle vueltas era precisamente lo que hacía. Quizás esta autoflagelación tardía fuera una especie de penitencia. O quizás el precio que debía pagar para recuperar la paz que sus angustiosos sueños le robaban al final de la vida. Miraba hacia atrás pero también, a veces, hacia adelante. Intentaba anticipar los castigos que sabía que encontraría en el más allá: «No creo que Dios me conceda condenación eterna por beber demasiado o ser mujeriego. Es decir, no es que haya matado a nadie ni nada parecido. De hecho, ni siquiera me he metido en una pelea. Aunque probablemente me envíe al purgatorio una temporada». Cuanto más le fallaba el cuerpo, más sentía la necesidad de reparar su alma. El tiempo se agotaba, así que habló con urgencia. Luchó por reconciliar los aspectos discordantes de su identidad. Era un hombre que había luchado por la ley y el orden, pero también capaz de comportarse de forma desmesurada.

Reflejando sus autorrevelaciones, las experiencias de Eddie al final de su vida se relacionaron con considerable historia de abusos, tanto dados como recibidos. Lo llevaron de vuelta a  incidentes de abuso sexual que había experimentado en la adolescencia a manos del hermano de su padre. Eddie nunca aceptó los efectos de este trauma. Seguía culpándose por lo que había sucedido porque se "beneficiaba" del abuso recibido: "Él me dejaba usar su coche, me compraba ropa, o me daba dinero". Despojado de su poder de autodeterminación al comienzo de la edad adulta, hacía lo que muchas víctimas hacen, reclamar su poder al atribuir la responsabilidad a su yo joven victimizado. Después de todo, la autoculpa presupone que hay un yo para culpar, por lo que, por implicación, ayuda a restaurar el sentido de personalidad que el abuso ha erosionado, si no destrozado. Para el joven Eddie, culparse había sido la única opción disponible, ya que rebelarse contra la situación estaba fuera de cuestión: "No habría podido decírselo a mi padre; no me creería".

Eddie, el policía inmoral y alma atormentada, también era un niño herido. Seguíamos descubriendo nuevas verdades sobre él. Y no habíamos terminado. Aún quedaba mucho por sacar a la luz.

Pasaron años antes de que pudiera reunirme con los familiares de Eddie con la esperanza de obtener más información sobre sus experiencias de final de vida, esta vez desde la perspectiva de los dolientes. Dos de los cuatro hijos de Eddie, Kim y Ryan, tuvieron la amabilidad de reunirse para hablar sobre su difunto padre. Ryan tenía cuarenta y tantos años y dos hijos, mientras que Kim, de treinta, se dedicaba a la música. Kim era la hija que vivía con Eddie al momento de su muerte.

El encuentro con Kim y Ryan me hizo darme cuenta de que aún no había desenterrado la historia completa detrás de las experiencias de final de vida de Eddie, ni comprendido completamente su funcionamiento. El hombre cuyos sueños angustiosos una vez nos  confundieron y llevaba años muerto, todavía nos desconcertaba.

Ryan y Kim habían leído el artículo del New York Times y estaban allí, en parte, para aclarar las cosas. Kim, en particular, explicó que se había resistido a la descripción de su padre como "alma torturada". Sí, se arrepentía, dijo con emoción, pero eso se debía a su conciencia, un pasado traumático y una vida truncada por enfermedad debilitante. Con lágrimas en los ojos, procedió a defender la memoria de su padre. Lo hizo conmovedora y elocuentemente, abrazando toda su humanidad, al pecador y sus pecados, al encantador bromista y al paciente deprimido, y, lo más importante, el amor que lo superó todo. Describió a un hombre de su tiempo, para quien el honor significaba jubilarse a regañadientes a los cincuenta y un años porque sentía que su afección pulmonar le impediría desempeñar bien su trabajo. ¿Y si, razonó, la falta de aire lo vencía al subir un tramo de escaleras para ayudar? ¿Y si algo malo le sucedía a su pareja porque Eddie decidía negar su enfermedad? Nunca se lo perdonaría. Así que se retiró. Pero nunca abandonó del todo la fuerza, al menos no mentalmente. Kim recordaba cómo quince años después de su último día de trabajo su padre seguía en contacto con los antiguos miembros de su unidad y asistía a fiestas de jubilación. Sí, Eddie tenía defectos y un pasado turbio, pero también era un gran padre, un detective de policía muy querido y un ser humano que había cometido errores, herido, amado, arrepentido y pagado por sus pecados.

Finalmente estaba conociendo al amoroso Eddie que, según sus parientes, "te daría hasta la camisa". Eddie, el "mejor padre" a cuyo apoyo vigilante e inquebrantable su hija atribuyó su feliz infancia y, por último, pero no menos importante, el querido hermano menor criado por su hermana Maggie, quien lo cuidó con cariño hasta el final. Y quizá fuera su encanto innato, o la franqueza con la que soportaba la culpa, pero también estaba el Eddie que se había ganado el cariño del personal del hospital, algunos de los cuales, como Donna, aún lo recuerdan con cariño como el conversador humorístico e insaciable que solía presumir de haberse "graduado" del hospital de terminales al recibir el alta.

Eddie era un ser humano imperfecto que en ocasiones había actuado de forma reprensible, incluso criminal, pero también alguien que había generado un profundo amor, lealtad y comprensión. Y curiosamente, las incongruencias y contradicciones que lo definieron se reflejarían en sus experiencias al final de su vida.

Poco antes de su fallecimiento, Eddie durmió profundamente durante treinta y seis horas seguidas, despertando renovado e inexplicablemente eufórico. Siguieron una serie de llamadas a sus familiares cercanos. Contactó a sus dos hijos para hacerles saber que los amaba y que estaba orgulloso de sus logros. Llamó a Maggie, que iba camino a un velatorio, y le informó que pronto asistiría a otro, el suyo. «He arreglado todo con el Señor», añadió. Había concertado su confesión con su exsacerdote, el padre Gallagher, y le dijo a Maggie: «Sé lo importante que es para ti, así que quería que lo supieras». No pude evitar preguntarme si esa confesión era realmente una señal de fe renovada o si solo intentaba complacer a su hermana, porque Eddie también podía ser esa persona.

Kim recordó que quedó estupefacta por el ataque de lucidez de su padre, así como su giro hacia la religión. Esto se produjo tras el fuerte deterioro de sus capacidades cognitivas y respiratorias, que lo dejó incoherente antes de quedar dormido. De hecho, no podía comprender cómo había localizado, y mucho menos marcado, el teléfono que le ayudó a reconectarse con sus familiares. Deseaba haber sabido entonces lo que sabe ahora sobre el final de la vida, dijo, porque habría visto su claridad temporal como lo que era: el último alivio en lugar de señal de mejoría clínica o aplazamiento de la muerte.

Unas horas después, Eddie se volvió hacia Kim, sonrió y simplemente le dijo: «Voy a ver a tu mamá». Luego se desvaneció, en silencio, al oír las palabras que su hija sabía que necesitaba escuchar: «Te está esperando, papá».

El paciente que considerábamos el ejemplo perfecto de visiones angustiosas había experimentado, después de todo, una transición sin problemas. Había encontrado consuelo a pesar de todo el trauma y la creciente agitación psicológica que había perturbado su vida y sueños. Su viaje final fue menos una excepción que una variación del tema común. Había en su historia una progresión que yo había pasado por alto por completo, pero que arrojaba nueva luz sobre la comprensión de las experiencias de final de vida.

Eddie, el hombre que había estado tan preocupado por cómo sus pecados afectarían su estatus en el más allá de repente, cerca de la muerte, priorizaba las necesidades de los demás sobre las propias. Morir le había exigido total honradez, la clase de preocupación y reflexión genuina que antes había rechazado. En lugar de preocuparse por la posibilidad del infierno, extendía la mano y deseaba lo mejor a sus seres queridos. Caminaba de espaldas hacia la tumba, pero lo hacía tras aceptar una verdad que incluía dolor, arrepentimiento, significado y, en consonancia con su fe católica, arrepentimiento. Y lo más importante, emergía de la experiencia como mejor persona.

Todo el poder y maravilla de la medicina no podrían haber llevado a un paciente como Eddie de la desesperación maligna a la serenidad eufórica horas antes de morir. No existen antidepresivos ni terapias de conversación que puedan igualar la asombrosa capacidad del alma humana para sanarse a sí misma y encontrar sentido, perdón y paz al final de la vida. Puede ser tentador tratar de determinar si es la oración, la meditación, un sueño o una pesadilla lo que impulsa a los pacientes moribundos a un nivel superior de consciencia. Pero lo que importa más que la fuente de esta transformación es su impacto, casi milagroso y mágico, al final de la vida.

Lo notable no es lo que sucede ni cómo, sino el hecho de que sucede. Morir es un proceso en el que no es necesario extraer significado si los  pacientes no lo aportan. No hay necesidad de buscar respuestas, sobre todo porque lo que sucede al final de la vida no implica una pregunta. Es en sí mismo la respuesta: una respuesta autosuficiente, inspiradora y significativa que no requiere intervención ni conjeturas, solo presencia. Lo que se desvela al final de la vida es un proceso que se repite una y otra vez, independientemente de los antecedentes culturales, raciales, sexuales, educativos, nacionales, económicos o espirituales que parezcan separar a los moribundos. Es un fenómeno universal. Y siempre se trata de amor.

Nunca sabremos qué pasó en los rincones tranquilos de la mente de Eddie durante las treinta y seis horas anteriores a su muerte, qué hizo que ese sueño fuera diferente de la noche de horror en la que despertó con ganas de quitarse la vida. ¿Acaso habaría con sus seres queridos fallecidos, con sus "ángeles", o quizás con Dios mismo? ¿Fue perdonado? ¿Se sintió amado? Solo podemos especular. Ni siquiera podemos estar seguros de que haya tenido sueños. Sin embargo, estamos seguros de que lo que sucedió ocurrió cuando cerró los ojos y su lenguaje se volvió hacia adentro. Ya no necesitaba contar y volver a contar su historia, explicar, justificar, confesar, arrepentirse ni anticipar castigos de otro mundo. Ya no necesitaba llamar la atención ni ser juzgado. Pero fue en estos momentos inaccesibles, cuando estaba físicamente más cerca de la muerte, que el mundo interior de Eddie experimentó un cambio radical, uno que le permitió vivir sus últimas horas en sintonía con su yo superior.

Las últimas treinta y seis horas de Eddie fueron transformadoras, pero eso no debería ocultar el hecho de que vinieron después de meses de reflexión y de toda una vida de conflicto interno. Todos habíamos sido testigos del sufrimiento exterior de Eddie. La profunda humanidad que yacía enterrada requería retroceder en el tiempo, no solo destacar un último momento. Se necesitó la perspectiva de una vida en su totalidad, a través de sus ojos y de los de su familia, para comprender el impacto total de sus experiencias al final de la vida.

Lo que la historia de Eddie hizo visible fue que las experiencias de final de vida nunca son sucesos aislados. No deben verse en una instantánea, como tampoco desde la perspectiva de un extraño; requieren una perspectiva muy amplia. Son procesos tortuosos, enredados, relacionales, prolongados y, a veces, inaccesibles, mediante los cuales se alcanza la paz, ya sea a través de sueños con influencias positivas o negativas. Su sinuoso camino puede haber incluido giros hacia la angustia y otros hacia la comodidad, pero tenía dirección y destino a pesar de todo. No hay respuestas sencillas para alguien como Eddie cuya vida desafió nuestra comprensión del bien y del mal, pero aun así hay un camino con sentido.

En nuestra ingenuidad, nuestro estudio original creó un modelo binario que consideraba los sueños incómodos y reconfortantes como categóricamente distintos. Pero, por supuesto, como es natural, las experiencias de final de vida están llenas de matices y texturas incongruentes. Gracias a pacientes como Eddie comprendimos que tener sueños angustiosos al final de la vida no necesariamente desembocan en un proceso de muerte perturbador o angustioso. En el fondo estos sueños suelen albergar la mayor oportunidad para descubrir significado, perdón y paz. Pueden ser opuestos en contenido, pero no en resultado.

No pasó mucho tiempo antes de que los ecos y patrones del accidentado, pero redentor, viaje final de Eddie se hicieran visibles en las experiencias de otros pacientes al final de su vida. Irónicamente fue la historia de un criminal y drogadicto de toda la vida la que más se asemejaba a la ardua evolución del detective de policía, de la culpa al consuelo.

En muchos sentidos, Dwayne era el álter ego de Eddie: un paciente de cuarenta y ocho años que moría de cáncer de garganta tras una vida de abuso de sustancias. Tenía un largo historial de hurtos, actividades delictivas y encarcelamiento. Las experiencias paralelas entre el delincuente y el detective eran impactantes. Creo que el propio Eddie probablemente habría encontrado humor en una historia que uniera a policías y criminales.

Al igual que Eddie, el Dwayne que ingresamos en la unidad de cuidados paliativos era un enigma: encantador, divertido, sociable, cálido y completamente imperturbable ante la vida de delincuencia y crimen de la que su enfermedad le proporcionaba un respiro. Había vivido "arrasando y huyendo”, así lo decía, pero su comportamiento, irónicamente, era el de alguien con la conciencia tranquila. No era conocido por ser violento a pesar de haber matado a dos hombres en defensa propia. Y aunque los tribunales lo absolvieron de ambos delitos era difícil conciliar sus actos pasados ​​con la despreocupación que ahora era su sello distintivo. Actuaba como si sus actos no lo definieran.

A pesar de su debilitado estado físico intentaba ponerse de pie para saludarnos cada vez que entrábamos en su habitación. Se movía con paso ligero al arrastrar los pies por el pasillo, incluso apoyándose en el andador. Decía cosas como: «Todo va a estar bien, tío; Dios te ama», o. «Estamos en racha, tío; podemos ir a la montaña». Y con su inimitable sonrisa alegre y radiante, añadía: «Pero puede que necesite otra cerveza fría».

No tardé mucho en comprender que su actitud despreocupada era, en realidad, un mecanismo de supervivencia. Si Dwayne era despreocupado y parecía flotar en nubes de chistes y comentarios graciosos no era porque no le importara; no tenía ese lujo. Había pasado toda su vida viviendo en la calle, adicto a drogas duras para contrarrestar el estrés, el miedo y el dolor que llevaba. Su vida había girado en torno a la drogadicción desde los dieciséis años. Lo único que importaba era conseguir la siguiente dosis y evitar sentirse mareado y agitado cuando se le pasaban los efectos de la droga.

Había pasado tanto tiempo desde que Dwayne recurrió a las drogas para lidiar con una existencia llena de dificultades y violencia que no podía precisar el momento preciso en que la adicción se apoderó de él. Como la mayoría de los adictos, no podía explicar cómo ni cuándo las drogas se habían convertido en un medio para evitar la tortura física y mental que su ausencia causaba. Estaba atrapado en un círculo vicioso de robo, trato y consumo, en el que no tenía tiempo para pensar ni sentir. Atrapado en la lucha por la supervivencia, no podía permitirse detenerse y darse cuenta del sufrimiento y el daño que causaba a los demás, ni siquiera a sí mismo.

Para Dwayne, la desintoxicación de drogas que le supuso el confinamiento por enfermedad terminal no cambió su perspectiva de la vida. Su instinto de supervivencia se mantuvo a flor de piel, sobre todo porque le aterraba la perspectiva de volver a la calle.

“La calle” seguía siendo la entidad siniestra de la que Dwayne hablaba con aprensión. Mientras le escuchaba describirla no podía evitar pensar en lo distante que estaba su experiencia de la mía. Para mí, la calle era simplemente un lugar para ir de aquí para allá, nada más que un medio para un fin. Pero para Dwayne la calle era su hogar. Era donde vivía, pero nunca podía dar nada por sentado, ni sentirse seguro. No era dueño de la calle; ella era su amo. No era “ mi calle”; siempre fue “la calle”, un lugar invadido por gente malévola y violenta, amenazas constantes, injusticia, crimen, miedo y puro terror. Es donde robaba para asegurar su adicción al crack y la heroína de toda la vida, donde temía por su vida y donde había matado dos veces para sobrevivir.

El Dwayne que llegó al hospital de terminales no podía mirar atrás. Revivir el pasado era  empresa demasiado arriesgada para un hombre que, finalmente, había alcanzado un lugar de seguridad y bienestar físico. Habría significado procesar lo irreconciliable: el abandono, el hambre, la injusticia y los asesinatos. Al evitar sus demonios, Dwayne experimentaba el final de la vida de forma similar a como lo había vivido.

Al igual que Eddie, Dwayne quería inmunidad frente al pasado. Su prioridad era protegerse de la vergüenza y la culpa que lo embargaban al recordar sus fracasos y crímenes. Al igual que con Eddie, fueron sus angustiosas experiencias al final de su vida las que le brindarían el despertar que necesitaba, aunque fuera a la vuelta de la esquina.

En sus sueños más perturbadores, Dwayne fue agarrado y apuñalado en el lugar donde tenía el cáncer: “Fue una pesadilla. Era como si estuviera peleando con alguien. Probablemente le hice algo malo a alguien en la calle en el pasado, y ahora me atraparon, y ahora conocen mis síntomas. Era como si estuvieran moviendo el cuchillo, intentando cortarme el cuello donde estaba el cáncer. Así me sentía. Se detuvo, pero seguía sin poder bajar los hombros; me dolía”. Dwayne experimentó este violento sueño como un intento de venganza contra su vida.

Cuando le contó a la enfermera que lo atendía sobre su pesadilla de apuñalamiento, esta le aseguró que probablemente no era nada, que "mucha gente habla en sueños". Pero Dwayne no lo aceptó. "No, esto fue real", insistió. La enfermera le preguntó si necesitaba algún medicamento, y él asintió, "porque esta pesadilla que acabo de tener me estaba lastimando el cuello de todos modos". Su descripción de los efectos reales de una herida infligida en un estado de sueño fue la desgarradora ilustración del concepto de "dolor total", (descrito por la doctora pionera de los hospital para enfermos terminales, Cicely Saunders), como uno que incluye no solo la agitación psicológica o emocional sino también el dolor físico. Las experiencias de final de vida tocan una fibra tan sensible en el paciente cercano a la muerte que la línea entre la realidad corporal y el mundo de los sueños se difumina en el proceso.

Al igual que con Eddie, los sueños y visiones recurrentes de Dwayne provocaron un cambio radical en su comportamiento y actitud al final de la vida. Esto se hizo más evidente cuando Dwayne fue filmado para el documental sobre experiencias de final de vida. Estaba ante la cámara, a punto de contarnos su sueño recurrente, cuando el hombre, cuyo contoneo y bromas eran legendarios en el hospital comenzó a sollozar desconsoladamente. Nada solía perturbar al Dwayne que conocíamos, —para él todo era motivo de risa—, pero allí estaba, un alma irreconociblemente vulnerable que lloraba desconsoladamente, temblando y estremeciéndose mientras hablaba en un torrente ininterrumpido de lágrimas y palabras que no podíamos interrumpir ni soportar. Si Eddie nos había impactado por el contenido de su sueño fue la angustia con la que Dwayne compartía su experiencia al final de la vida lo que nos abrumaba.

Dwayne, finalmente, se permitía confrontar en lugar de evadir. Ahora era un alma en busca de redención, hablando de su cáncer como karma y lamentando su vida de "arrasar y huir": "Lo que sí sé es que lastimé a mucha gente y me siento mal por hacerlo, ya sabes, muy mal, y solo espero y rezo para que me perdonen porque ven la influencia que tenía en ese momento cuando intentaba conspirar, estafar y ser asqueroso con ellos. Simplemente no quiero que se lleven eso a la tumba y digan: 'Este imbécil', disculpen mi francés. 'Ahora está hecho un desastre y cree que lo olvidamos, pero demostrémosle lo que puede pasar'". No te voy a mentir, he consumido drogas en el pasado, y eso no es bueno, amigo, no es bueno. No quiero volver a ese estilo de vida. No es bueno para ti, no es bueno para mí, podría ser bueno para alguien más, pero no para el señor Johnson, porque sé adónde me lleva. Y solo rezo a mi poder superior para que me mantenga alejado de eso con la ayuda de mis colegas, el hospital, ya sabes, no voy a decir amigos de la calle. No tenía amigos porque entre el 95 y el 98 por ciento de mis amigos hacían lo mismo que yo.

Dwayne estaba convencido de que se acercaba el día del juicio final. Continuó teniendo variaciones de su sueño recurrente, relatando que «el tipo me estaba echando ácido por el cuello, quemándomelo. Sentía que me caía encima. Podía imaginar a esta persona enferma. Intento evitar que me haga daño, que intente causarme más dolor. Es porque mi pasado se está volviendo en mi contra por haber hecho algo malo. Porque no voy a decir que soy un tipo perfecto cuando estoy ahí fuera, porque andaba destrozando y haciendo daño a personas que no debía». No cabía duda en la mente de Dwayne de que sus experiencias al final de su vida le estaban haciendo pagar por errores y fechorías del pasado, y estaba dispuesto a pagar, siempre que pudiera enmendar el daño a la persona que más quería, su hija Brittany.

A Dwayne le habían dado unas dos semanas de vida, y su último deseo era reunirse con su hija. No dejaba de preguntar por ella; necesitaba su perdón y su inquietud aumentó al descubrir que estaba en prisión. La incidencia del abuso de drogas entre los hijos de drogadictos es desproporcionadamente alta, y su hija no se había librado de esta tendencia. La idea de no poder ver a su hija sumió a Dwayne en profunda depresión.

La doctora de Dwayne, Megan Farrell, solicitó la liberación de Brittany de la prisión para que padre e hija pudieran pasar sus últimos días juntos, y afortunadamente la solicitud fue concedida. Decidimos mantener a Dwayne ajeno a nuestros planes por si acaso algo salía mal. A Brittany la dejaron salir de prisión esposada y llegó al hospital sin previo aviso. Dwayne ya había comenzado su lento pero constante paseo diario por las instalaciones. Iba arrastrando los pies, ligeramente inclinado hacia adelante, sobre el andador, ayudado por su enfermera y con aspecto abatido cuando llegó su hija. Brittany, quien solo le dijo: «Hola, viejo».

Al ori esto, Dwayne quedó paralizado al instante, levantó la vista y enderezó los hombros. Había reconocido la voz de su hija y una sonrisa iluminó su cara. Se dio la vuelta, apartó el andador, se apartó de la enfermera y se acercó a la hija con los brazos extendidos, radiante de felicidad. Fue como si una descarga eléctrica sublime lo recorriera de repente, movilizándolo con renovada fuerza y ​​energía. Padre e hija se abrazaron y lloraron abrazados largamente. Hablaban y reían entre lágrimas. No hubo un solo ojo que no llorara..

Dwayne se disculpó con su hija una y otra vez. De él brotaban años de culpa no reconocida que había reprimido para sobrevivir. Se vio impulsado a confrontar su pasado y enmendarlo: "Sí, sí te quité tus cosas. No quise hacerte daño", le repetía una y otra vez a la hija a la que tanto le había robado, incluso cupones de alimentos, para comprar drogas.

La respuesta de Brittany habría derretido hasta el corazón más duro: «Eso ni siquiera me importa; solo quiero que te mejores. Todo es material; no es nada que no pueda recuperar. No puedo recuperarte. No puedo recuperarte. Tú eres la razón por la que estoy fuera, y todo por ti».

Durante las siguientes cuatro semanas (porque, por supuesto, Dwayne presionó a la muerte para que le diera dos semanas más que el pronóstico inicial), Brittany lo visitó diariamente, durante horas y horas, Le llevaban globos, decoraba su habitación y le tomaban fotos. Repasaban los detalles del día, disfrutaban del momento, bromeaban sobre el pasado y jugaban. Y durante las siguientes cuatro semanas Dwayne enmendó sus errores pasados ​​y expresó su gratitud por las bendiciones presentes: Venir aquí, al hospital para enfermos terminales, me ha enseñado muchísimo; me ha enseñado a tratar a las personas como quieres que te traten. Soy lo suficientemente mayor y debería haberlo sabido. Estaba en un armario tan oscuro que no me importaba la otra persona, solo me importaba Dwayne Johnson y lo que Dwayne Johnson quería, y no se trata de eso en este mundo. No se trata de eso. No se trata solo de mí. Sé que en el fondo tengo corazón. Solo tenía que sacar eso de mí, el lado bueno que sé que tengo. Tenía que sacarlo. Si no lo saco, si sigo ocultándolo, no voy a crecer. Seguiré estancado en un lugar; me quedaré en un lugar pensando que estoy avanzando cuando en realidad no voy a ninguna parte. Así que me enseñó mucho sobre cómo quiero mi vida”. Quiero que todo cambie para bien, y para mí, ¿sabes? Quiero hacer todo lo posible por cambiar mi estilo de vida. Eso es todo lo que quiero hacer, y que me vean como si siguiera siendo Dwayne, pero en otra página de la vida. Sí, en otra página”.

A Dwayne solo le quedaban unas semanas de vida, y lo sabía, pero aun así se atrevió a hablar de crecimiento tan cerca del final. Decir que nos sentimos honrados no alcanza ni para empezar a describir el efecto que sus palabras, y la humanidad que dejó al descubierto, tuvieron en cada uno de nosotros.

Para Dwayne, conocer a su hija fue la culminación de un largo proceso de expiación iniciado por sus experiencias al final de su vida. Para Brittany, que desconocía sus angustiosos sueños, significó recuperar lo mejor de un padre al que había amado a pesar de todas sus debilidades. Podía sentir que él "se sentía más herido por lo que le había hecho a su hija que por la enfermedad”. Este reencuentro también fue lo que llevaría  a Brittany a cambiar de vida. Marcó el día en que decidió dejar el abuso de sustancias.

Para Dwayne, reencontrarse con su hija le dio el sentido, la protección y la misericordia que su madre, Joanne, le había negado. Joanne, aún adicta a los setenta y dos años, robaba los analgésicos de su hijo para uso recreativo cuando la enfermedad de éste estaba tan avanzada que Dwayne estaba postrado en cama. La persona que debería haberlo amado más era quien le causaba sufrimiento, tal como él había hecho con su hija, a quien también robaba. Este ciclo antinatural finalmente se rompió cuando clamó por perdón y lo recibió. Su hija lo amaba y lo veía como algo más grande que la suma de sus errores.

La redención es más que una noción o idea; también es acto. La transformación de Dwayne pudo haber sido provocada por sus experiencias al final de la vida, pero fue a través de Brittany que la salvación se hizo realidad. No solo necesitaba el perdón de Dios, sino también el de su hija. Ella se convirtió en el medio a través del cual alcanzó la paz y la resolución, y le brindó sensación de seguridad cuando estaba más confundido, asustado y adolorido. Sin ella, sus experiencias al final de la vida no se habrían traducido en amor manifiesto; sin ella habría tenido una muerte solitaria.

Al igual que Eddie, Dwayne necesitaba que su hija le mostrara compasión antes de poder soltarse. Eso también podría ser parte del ciclo de la vida: son las personas que traemos al mundo las que a menudo nos ayudan a dejarlo.

Para cuando nos dejó Dwayne ya tenía un buen club de fans en el hospital. La doctora Farrell, consciente de que no se le podía confiar la medicación a su madre adicta, su cuidadora, hizo arreglos para que permaneciera en nuestras instalaciones hasta el final. También pagó los gastos. Como la mayoría del personal, la doctora Farrell no solo se ocupaba de Dwayne; se preocupaba por él.

Más tarde me enteré de que otra clínica de Búffalo, de cuyos servicios Dwayne había dependido, Amigos de la Gente de la Noche, una organización benéfica que ayuda a los pobres, personas sin hogar e indigentes, tiene el retrato enmarcado de Dwayne colgado a su entrada. No me sorprendió. Dwayne Earl Johnson dejó huella allá donde fue. La doctora Farrell lo expresó a la perfección cuando lo describió como «una persona increíble, única e impactante. ¿Quién hubiera pensado que un hombre de su origen y circunstancias nos haría a todos, en nuestros  círculos, preguntarnos sobre él y cómo influyó en el mundo en el que vivió y en el que vivimos? Dos mundos tan separados, pero tan deseosos de entrelazarse».

La muerte se define mejor como el momento en que mundos que una vez estuvieron separados se unen. Dwayne pudo haber vivido como drogadicto pero murió siendo un hombre de conciencia y, como decía Farrell, hombre influyente. El estafador callejero que nunca recibió una factura a su nombre, sin casa, sin coche, ni siquiera permiso de conducir, el hombre que lo perdió todo, murió teniéndolo todo. Falleció restaurado en su mejor versión, padre amado y  ser humano admirado porque, como dijo su hija con perspicacia: «Las drogas pueden haberlo llevado a hacer cosas malas, pero nunca cambiaron quién era».

El final de la vida suele ser un momento en el que el bien y el mal se exponen y difuminan, mientras la vida se centra en su fin. El juicio se desvanece al reconocer la humanidad en todas sus magníficas formas y contradicciones. A medida que los órganos fallan y la vida se acaba, nos queda ver a la persona completa de nuevo, a plena vista.

Tanto Eddie como Dwayne, policía y criminal, tuvieron experiencias angustiosas al final de sus vidas que los llevaron a su día de ajuste de cuentas. Fue desde una perspectiva privilegiada, junto a la cama, que pude ver la diferencia entre sus mundos e identificar su humanidad en  común, (y la nuestra).

 

CAPÍTULO CINCO. Morimos como vivimos.

 

Hay una tierra de vivos y una tierra de muertos y el puente (entre ellas) es el amor, la única supervivencia, el único significado. —THORNTON WILDER,
EL PUENTE DE SAN LUIS REY.

Nuestros pacientes demuestran una y otra vez lo que realmente significa morir: la resurrección de nuestros vínculos más profundos y la reafirmación del amor, tanto dado como recibido. A través de sus experiencias al final de la vida, quienes mueren a menudo restablecen vínculos con quienes más les importaban. En estos momentos, incluso pacientes con vidas fragmentadas y rotas encuentran la manera de conectar y sentirse parte de la vida.

Por eso me quedé atónito al conocer a Doris,paciente de ochenta y tres años que, después de una vida plena con siete hermanos, tres matrimonios y seis hijos, tenía recurrentes dolores al final de la vida. Experiencias notablemente impersonales. Una vez más, se trataba de un paciente cuya historia no parecía encajar. Nuestra clasificación inicial de las experiencias al final de la vida, como reconfortantes o no, no había tenido en cuenta la complejidad que estábamos presenciando. Cada vez me daba más cuenta de que comprender a pacientes como Eddie, Dwayne y Doris significaba algo más que documentar sus historiales médicos o proporcionar una teoría que explicara el funcionamiento de las experiencias de final de vida de una vez por todas. Requería escuchar sus historias.

Así que sí, la mayoría de los sueños y visiones de nuestros pacientes antes de morir representaban reencuentros significativos con sus seres queridos fallecidos. Doris, sin embargo, parecía estar experimentando la liberación de esas ataduras. Soñaba con volar sobre multitudes y edificios, sin impedimentos ni miedo. Esta fue una de las sensaciones más emocionantes que jamás había experimentado. La hacía sentir tan poderosa que evocaba imágenes de un poder casi superhéroico: "Estoy volando; puedo simplemente impulsarme y despegar; así que dije a todos a mi alrededor: 'Solo tenéis que tener la fe del tamaño de un grano de mostaza y podréis ir también'. Pero yo era la única en el mundo que podía volar. En la cima de las montañas, en cualquier lugar, mirando a toda esa gente en esos edificios". Doris soñaba con sentirse ingrávida entre multitudes indiferenciadas, y este estado le resultaba tan gozoso que "no quería despertar de él". El sueño concluyó con ella presenciando un ángel alado volando a través de la vidriera de una iglesia, ante el asombro de la multitud de espectadores.

Como si la impersonalidad de su sueño no fuera ya suficientemente sorprendente, Doris también me miró fijamente a los ojos y afirmó no saber lo que era sentir amor. El sentimiento no solo le era ajeno sino que no le resonaba en absoluto. Nunca había sentido amor. Y no tuvo reparos en repetirlo una y otra vez, como si fuera lo más natural del mundo: «Amor, tengo un problema con eso. Hago lo que tengo que hacer; puedo decir las palabras, pero no las siento. Lo veo en la televisión todo el tiempo y pienso: '¿Cómo pasa eso? ¿Por qué cierran los ojos cuando se besan?'. Quizás no era para mí. Me pregunto qué es lo que hace que esas personas se enamoren». Estaba allí para hablar de sus sueños pero su contenido y sus declaraciones sobre el amor, o más bien la falta de él, me paralizaron. Se me ocurrió que así debió sentirse Jan Hoffman, la reportera del New York Times, cuando entrevistó a Eddie. Ella esperaba un paciente que iluminara la cualidad vital de los sueños previos a la muerte, y él había compartido historias de depravación moral. Yo esperaba una abuela cariñosa y me encontré con una extravagante inconformista que decía no sentir amor. Era fascinante y absolutamente atípico. Los pacientes tienen una forma de mantenernos alerta.

La forma de hablar algo brusca de Doris era algo que rara vez había visto en personas de su generación. Yo estaba acostumbrado a las formas sutiles, reservadas e incluso evasivas, en las que se suelen expresar las personas mayores, principalmente por consideración a los demás. No era así con Doris. Iba directa al grano, —es decir, al grano, grano—, y decía las cosas como eran. Si en palabras de Winston Churchill el tacto es «la capacidad de decirle a alguien que se vaya al infierno de tal manera que espere con ansias el viaje», Doris tenía la gracia de decir a la gente que se fuera allí, lo esperara con ansias o no. No usaba guante de seda. Recuerdo haberle contado sobre el estudio que realizábamos sobre los sueños de los pacientes y que me respondiera con un: «¿En qué clase de médico te convierte eso? ¿Qué tienen que ver mis sueños con mi respiración?». Sonreí. Sabía que necesitaría un libro para explicarlo.

Me recordaba a otra paciente, Patricia. Era igual de elocuente y directa, y tan vivaz y optimista que era fácil olvidar su fragilidad física. Igual que Doris, aquella tenía una enfermedad pulmonar que le producía  debilitante privación de oxígeno al más mínimo esfuerzo físico. Pero ahí terminaban las similitudes. De hecho, mientras Patricia se controlaba para ver si sus palabras podían impactar u ofender, Doris permanecía desinhibida. Su franqueza habría sonado dura de no haber sido tan genuina e ingeniosa.

Recuerdo cómo, sin que nadie se lo pidiera, Doris empezó a relatar los detalles de su extraordinaria vida. Pronto me di cuenta de que sus experiencias al final de la vida quizá fueran raras en cuanto a contenido, pero encajaban perfectamente con su forma de vida.

Su historia era tan original que partes de ella se documentaron en el libro The State Boys Rebellion, del autor ganador del Premio Pulitzer, Michael D'Antonio. El libro utilizó su vida como ejemplo de las creencias de una época, describiendo extensamente cómo el viaje de Doris se cruzó con la impactante adopción de los principios de la eugenesia estadounidense por parte de las escuelas públicas. La eugenesia es la supuesta ciencia de mejorar la población humana mediante la reproducción controlada y la ingeniería de características hereditarias deseables. A mediados del siglo XX Doris fue obligada a ingresar a una de las escuelas públicas estadounidenses que confinaban a los niños en nombre de la perfección biológica.

Allí estaba yo, de nuevo sobrecogido al escuchar a Doris describir con naturalidad los acontecimientos de su infancia que se entrecruzaban con un vergonzoso episodio histórico de nuestra nación. Así fue como finalmente llegué a comprender a mi desconcertante paciente y pude apreciar las trágicas circunstancias que llevarían a un ser humano a renunciar al amor. Para Doris el amor no era solo un sentimiento inasumible sino también un verdadero obstáculo en su lucha por la supervivencia.

Doris creció en Newburyport, Massachusetts, entre ocho hermanos pobres. Su padre, Thomas, era boxeador aficionado con antecedentes penales tan largos como su problema con la bebida. Abusaba de su madre, Ruth, mujer modesta a quien Doris describió como "demasiado asustada para defenderse". Doris recordaba despertarse en mitad de la noche con los sonidos de su padre golpeando y violando a su madre: "No sabíamos qué estaba pasando, pero sabíamos que la lastimaba y que ella lo odiaba". Doris guardaba silencio en la oscuridad, esperando a que terminara la violencia mientras abrazaba fuerte a sus hermanos. Piojos y pulgas campaban a sus anchas en la cama que compartía con sus hermanos. Vivían en la más absoluta miseria, con suciedad, ratas e incluso excrementos humanos que a veces cubrían el suelo durante días. Desde fuera, la casa de madera parecía abandonada.

Doris recordaba vívidamente el día en que las autoridades estatales las interceptaron mientras intentaban recoger carbón en el patio de una empresa. Ruth les había ordenado que se arrastraran bajo la cerca para recoger trozos de carbón para calentar su casa. Todos fueron arrestados, y Doris recordaría por mucho tiempo la mirada traumatizada de su madre cuando los funcionarios del tribunal la reprendieron por ser "descuidada" y "perezosa" y por no cuidar adecuadamente a sus hijos. Las lágrimas corrían por las mejillas de Ruth, y Doris aún podía ver las profundas marcas que dejaban en la piel manchada por la tierra incrustada que cubría el rostro de su madre. Quizás por eso la hija seguía condenando no a la madre, que no podía protegerla, sino al amor mismo, ese ser que veía elogiado hasta el infinito en la humanidad, relaciones reflejadas en televisión y películas, pero que no pudo mantenerla a salvo.

Días después, los trabajadores sociales estatales se presentaron en su casa en ausencia de sus padres. Con la promesa de helados gratis convencieron a los niños de irse. Posteriormente, Doris fue llevada a un hogar de acogida mientras que dos de sus hermanos, Albert y Robert, fueron escoltados a otro. Tenía ocho años. Nunca volvería a ver a su madre, y pasarían años antes de que pudiera reunirse con estos dos hermanos, los únicos con los que había reconectado.

Puede que el amor maternal fuera el primero en fallarle a Doris, pero los hogares de acogida donde el estado colocó a Doris y a sus hermanos no eran más seguros que el hogar del que los habían sacado. Doris y sus hermanos sufrieron años de abuso y negligencia a manos de completos desconocidos. Finalmente fueron transferidos a la Escuela Estatal Walter E. Fernald, la institución donde pasaría cuatro de sus años formativos, de los doce a los dieciséis años. Esta es también la escuela estatal que D'Antonio destaca en "La Rebelión de los Niños del Estado" al analizar los horrores de la eugenesia estadounidense, y a la que recurrí para encontrar pistas sobre las desconcertantes experiencias de Doris al final de su vida.

Descubrí que Fernald, como llegó a conocerse esa escuela, se había fundado en 1848 para ayudar a quienes se consideraban incapaces de aprender a adquirir, por si mismos, las habilidades necesarias para la vida. Pero para cuando Doris y sus hermanos llegaron allí, en la década de 1940, la escuela había dejado atrás su misión filantrópica para abrazar los objetivos y aspiraciones del movimiento eugenésico. Era una época en la que quienes se consideraban débiles intelectualmente ya no eran vistos como prueba de humanidad sino como una amenaza para ella. Los pseudocientíficos habían transpuesto los principios de la crianza selectiva que se extendieron de la ganadería hasta los seres humanos, de modo que las pruebas para detectar genes deficientes se convirtieron en una forma de dividir a los humanos entre los dignos y los otros. La inteligencia se consideraba hereditaria y tan fija como el color de los ojos. De hecho, palabras como imbécil, idiota e imbécil, se usaban como términos médicos.

Fue impactante leer sobre este capítulo de la historia estadounidense, cuando los expertos optaron por ignorar la abrumadora prueba que demostraba el papel que un entorno caótico y la falta de educación desempeñaban en el desarrollo infantil. Ese fue el caso de Doris y sus hermanos, cuya vida familiar se vio afectada por el alcoholismo, la violencia doméstica, el desempleo y la pobreza. A ella y a sus hermanos simplemente se les consideró "retardados".

Estar institucionalizada en una escuela como Fernald significaba estarrodeado de figuras de autoridad que no creían que pudieras mejorar, y mucho menos ser entrenado, reformado y reintegrado a la sociedad. Al llegar a Fernald, Doris fue sometida a una prueba de deficiencia mental, un resultado que era inevitable para los niños de su entorno. Describió vívidamente cómo a los doce años, fue evaluada por una psicólogo, "mujer que entró con un bastón, arrastrando la pierna", una experiencia aterradora. Recordaba temblar incontrolablemente mientras intentaba concentrarse en tareas que implicaban doblar papel y trabajar con bloques. Solo podía asumir que había suspendido la prueba porque luego la llevaron a una sala en el hogar de niñas. Allí descubrió a niñas que, como ella, eran en su mayoría adolescentes normales de entornos empobrecidos y con problemas. Sin embargo, también se las consideraba deficientes mentales.

Los niños con los que compartió este destino no fueron solo eEncarcelados, fueron intimidados, deshumanizados, maltratados físicamente y agredidos sexualmente por sus cuidadores y recluidos de mayor edad. Algunos fueron utilizados como sujetos de experimentos. El hermano de Doris, Albert, recordaría más tarde haber sido seleccionado para un "club de ciencias", cuyos jóvenes miembros, sin saberlo, eran alimentados con cereal caliente mezclado con calcio radiactivo. Esto formaba parte de un experimento patrocinado por la Universidad de Harvard, el MIT, la Comisión de Energía Atómica, y la compañía de alimentos Quaker Oats. Otras formas de intervenciones medicalizadas no consensuadas en estas instituciones incluían la lobotomía, la terapia de electroshock y la esterilización quirúrgica.

Al igual que otros niños con mayor capacidad funcional en la institución, Doris finalmente se inscribió en el grupo de trabajo de reclusos que se encargaron de la administración de las instalaciones como medida de ahorro. Tenía que limpiar y cuidar a los niños más pequeños y con discapacidades. La responsabilidad que encontraba más agotadora era cuidar a niños con mayor discapacidad en las instalaciones. Recordaba tener que alimentarlos con cuchara a través de los barrotes de las jaulas. Tenía demasiado miedo de abrir la puerta porque intentaban agarrarla. Algunos parecían tan deformes que olvidó que eran humanos, y le preocupaba que lo que justificara su confinamiento pudiera ser contagioso. No estaba segura de por qué los habían seleccionado para estar enjaulados. Estaba paralizada por el miedo, temerosa de ser la siguiente.

Tras vivir los horrores de Fernald durante cuatro años, Doris se vio obligada a elegir entre su familia y la supervivencia, la lealtad y la huida. Decidió huir para sobrevivir. Durante su siguiente visita a sus hermanos les contó que estaba planeando escapar. Prometió que algún día volvería por ellos, pero por ahora huiría.

La fecha quedaría grabada en su memoria. Era el primer domingo de julio de 1952 cuando regresó a su habitación y se cambió para su largo viaje como solo una adolescente haría, poniéndose pantalones cortos y una camiseta. Cuando no hubo moros en la costa se escabulló. Doris había estado trabajando como empleada doméstica en la casa del superintendente y estaba bajo una supervisión menos estricta. Caminó hasta la carretera principal y mostró el pulgar. Se subió al primer coche que se detuvo. El destino de la joven conductora era Búffalo, un pueblo del que nada sabía. No lo dudó. Cualquier lugar sería mejor que Fernald.

Al llegar a la ciudad fronteriza, el joven que la llevaba, un soldado que le había intentado insinuar algo pero que afortunadamente aceptó el no por respuesta, le explicó que iba a Canadá y que no podía llevarla con él. Ella no tenía papeles y él no estaba dispuesto a arriesgarse a meterse en problemas con las autoridades. La dejó en el Puente de la Paz, que conecta Búffalo con Fort Erie en Ontario, Canadá. Doris estaba sola y sin dinero en un lugar donde no conocía a nadie, pero por fin se sentía libre.

Tras la macabra historia que la precedió, el relato de la huida de Doris a Búffalo fue un alivio del que, de alguna manera, esperaba un final feliz para siempre, aunque fuera leve. Seguramente ya había sufrido suficiente dolor, pensó. Seguramente el destino, la vida o la casualidad finalmente le darían un respiro. Pero Doris parecía destinada a soportar más desgracias de las que le correspondían en la vida. A veces, cuando el trauma se agudiza, la vida parece menos creíble que la ficción.

El fatídico día de julio, cuando la dejaron en el centro de Búffalo, Doris estaba tan perdida que entró en la primera iglesia que vio. Era una iglesia católica, cuyo sacerdote  se las ingenió para encontrarle lugar en un hogar para niñas llamado la “Casa del Buen Pastor”. Allí, las monjas escucharon su historia y, al no encontrarla creíble organizaron que la examinaran en un hospital psiquiátrico local. Doris sintió que no tenía más remedio que obedecer. La consideraron cuerda. Los profesionales de la salud contactaron a las autoridades de Massachusetts para ver si debían devolverla. La respuesta fue afirmativa, pero afortunadamente Doris ya era mayor de edad en el estado de Nueva York y podía tomar sus propias decisiones. Decidió quedarse en Búffalo. Se hicieron arreglos para que se convirtiera en cuidadora interna de una anciana ciega, con cuyo hijo Doris se casaría cuando cumpliera dieciocho años. Él tenía treinta y cinco años.

Doris recordaba el trauma que le causó su noche de bodas: «No sabía nada [de sexo]. Nunca tuve una vida joven». Más tarde descubrió que su prometido era estéril, lo que finalmente justificaría la anulación del matrimonio. Posteriormente conoció a su segundo marido, James, un trabajador de la industria automotriz con quien tuvo seis hijos.

Trágicamente, el segundo matrimonio de Doris no fue más satisfactorio que el primero. James se negaba a darle dinero, ni siquiera para las tareas del hogar, así que decidió obtener la certificación estatal de cuidadora de personas con discapacidad mental, a quienes podía atender en su casa. No solo necesitaba los ingresos para llevar comida a la mesa sino que su esposo le había prohibido trabajar fuera de casa. El amor por el que se había vuelto a casar quedó una vez más al descubierto como mentira.

Durante veinte años soportó el abuso emocional de su esposo hasta que llegó a un punto sin retorno. Lo invitó a cenar langosta y, en la seguridad de estar en público en el restaurante, le contó que lo dejaba. Su hijo menor tenía doce años, la edad a la que Doris fue separada de su familia de acogida e internada. No miró atrás para pensar que estaba reescenificando el abandono que sufrió de niña. Eso le habría dado una sensación de poder y autoridad que nunca tuvo. Estaba, una vez más, en modo de supervivencia.

Varios años después, la relación posterior de Doris fue tan abusiva físicamente que un juez de familia que llevaba su caso la citó para recomendarle que comprara un arma y aprendiera a usarla si quería seguir con vida. La justicia solo se haría realidad cuando un cáncer virulento finalmente se llevó al tercer marido de Doris, apenas unas semanas después de su diagnóstico.

El pasado de Doris estuvo marcado por tragedias tan implacables que su incapacidad para amar, que al principio me pareció casi absurda, ahora parecía inevitable. La confianza, la base sobre la que se construye el amor, y la capacidad de sentirlo se había visto destrozada por una vida de traiciones. El abuso, el abandono y el confinamiento recurrentes que había sufrido habían sido infligidos por personas que decían amarla, y por cuidadores que, finalmente, le fallaron. Incluso sus vínculos familiares más estrechos, primero con su madre y hermanos, y luego con sus  hijos, la habían dejado con un profundo vacío. Doris confesó que su incapacidad para desarrollar apego emocional había definido incluso la relación con sus hijos. Como madre joven, siempre se había sentido como si estuviera cumpliendo con un deber; sin duda, había alimentado a sus hijos, cuidado y tratado bien, pero lo había hecho como una autómata. Sabía decir "Te quiero", pero no lo sentía. Era pura empresa. A su relación con sus pequeños le faltaba un ingrediente fundamental.

Ya no me preguntaba por qué era quien era, ni por qué sus experiencias al final de su vida eran tan impersonales. Según sus propias palabras, Doris «no podía devolver» lo que «no había recibido».

No era solo que el amor le hubiera fallado; quizás se sentía como si ella hubiera fallado al amor. A pesar de la promesa que había hecho a sus hermanos, Doris nunca pudo regresar por ellos. Tenía demasiado miedo de volver a Massachusetts. Para cuando se reunió con sus hermanos, mucho más tarde, ya era demasiado tarde. Eran más desconocidos que familia. De igual manera, renunciar a la custodia de sus hijos al dejar a su segundo marido la había distanciado de ellos posteriormente. Para cuando conocí a Doris, habían vuelto a estar en contacto, pero su comunicación le parecía forzada.

Volví a preguntar a Doris sobre sus sueños. Esperaba que tal vez hubiera tenido sueños nuevos y que repasarlos la ayudara a reconectar con lo que más apreciaba.

Los sueños y visiones premortales son mucho más selectivos de lo que sugiere el dicho "Morimos como vivimos". No se apropian de los acontecimientos pasados ​​al por mayor. Si bien evocan territorio familiar, eliminan los elementos angustiosos, realzan los empoderadores y brindan al moribundo las visiones y reviviscencias que más necesita para una transición pacífica. Pueden escenificar un trauma pero, generalmente, lo hacen de tal manera que trascienden los efectos debilitantes.

Fue entonces cuando Doris compartió su sueño más reciente, uno que respondía a la pregunta que me había estado preocupando: ¿Cómo se puede caminar por la vida sin sentir amor? Resulta que no se puede, y no se hace.

Sin que ella lo supiera, el primer sueño de Doris, el de volar, había abordado sus dos necesidades más urgentes pero también paradójicas: la necesidad de liberarse de todo lo que conocía y la necesidad de ser amada. Puede que la vida no le hubiera proporcionado ninguna vía para satisfacer estos dos impulsos contradictorios, pero sus experiencias al final de la vida sí lo hicieron, llegando incluso a invocar a un ángel como símbolo del amor que antes había abandonado.

Doris no quería morir antes de tiempo. «Sé con certeza que soy salva por la gracia. Quiero saber que estoy salvada antes de irme». Le pregunté cómo lo sabría. «Porque la Biblia lo dice», respondió con aplomo. Doris, cristiana renacida, creía que su primer sueño la estaba preparando de alguna manera. Dijo: “Es como una advertencia para asegurarme de que estoy lista», porque,  «he estado soñando desde que enfermé». Luego, con la expresión pícara con la que calificaba todas sus declaraciones más graves, añadió: «El diablo no me quiere, así que el Señor tiene que llevarme. Está atado a mí, ¿sabes?, y sé que me ama; sé que me ama». Doris pronunció estas palabras con pura emoción, agitando los brazos como si bailara al ritmo de sus palabras. En su exuberancia, finalmente pudo identificar una fuente de amor en su vida. Era una forma de amor abstracto, pero era amor al fin y al cabo, un amor que finalmente creía que merecía.

Le pregunté a Doris cómo interpretaba ese primer sueño. Mi pregunta fue inmediatamente rechazada: “No sé qué significa. ¿Quiénes son las otras personas? Desconocidos, nadie que conozca, gente que no conozco. Les dije que no tuvieran miedo, estoy aquí volando hacia allá”. Entonces consideró una posible interpretación: “Me mudé mucho en la vida, así que tal vez  estoy mudando de domicilio de nuevo. Nunca me quedé mucho tiempo en un mismo lugar. O sea, quiero mudarme de aquí. ¿Por qué siento que tengo que mudarme todo el tiempo? ¿Por qué no puedo sentirme en casa? ¿Asentarme? Como si fuera mi hogar, ¿sabes?”. Le pregunté cuándo había empezado a soñar con volar, y respondió: (“No hace mucho tiempo”), y qué edad tenía en su sueño. “Era más joven de lo que soy ahora. No lo sé con certeza pero sé que no era tan mayor como ahora”. Siempre estaba huyendo; quería ser libre. ¿Pero libre de qué? ¡Tenía seis hijos!”.

Doris parecía tan confundida como yo por el significado subyacente de lo que estaba experimentando. Descartó la idea de que su sueño pudiera haber sido sobre la libertad en un momento de su vida en el que no podía liberarse de sus responsabilidades maternales. Aun así, aunque el significado no le resultaba del todo inteligible, el impacto era palpable. De hecho, lo que le importaba no era el significado del sueño sino la sensación que evocaba. Cuando finalmente le pregunté si la visión se había sentido real, respondió: «En ese momento sí. Me habría gustado que lo fuera. Estaba aquí tumbada y pensé que era real».

Puede que no supiera exactamente qué significaba, pero sabía cómo se sentía. Se sentía más cómoda desapegada y libre de la cruel promesa de la conexión humana. Libre de las exigencias del amor mundano, moría como había vivido, escapando, solo que ahora lo hacía refugiándose en sus creencias religiosas.

Su segundo sueño recurrente fue aún más conmovedor. Soñaba con Richard, su última relación duradera, el único hombre que no la había maltratado física ni verbalmente.

Se habían juntado por capricho. Él era muy guapo y siempre se aseguraba de ir bien vestido. Ambos juraban que su relación se basaba únicamente en la atracción física.  Su deliberada falta de compromiso mantuvo la relación ligera y etérea, y antes de que ella se diera cuenta llevaban catorce años juntos, entre juegos y despreocupaciones, pero también en la salud y en la enfermedad. Entonces, un día, Richard sugirió que cambiaran radicalmente los términos de la relación. Le pidió la mano en matrimonio. Doris no solo se negó; hizo lo que siempre había hecho: huir. Esta vez, sin embargo, lo hizo diciendo a su pareja de más de una década que pronto se mudarían a una nueva casa, lo que él interpretó como el preludio de vida matrimonial. Ella lo instaló en «su» nuevo apartamento, en el pequeño pueblo de Batavia, Nueva York, a una hora de su casa, y desapareció sin dejar una dirección de contacto. Él intentó localizarla durante un tiempo, sin éxito.

Ahora, más de veinte años después de dejarlo, y cinco después de enterarse de su fallecimiento, Doris soñaba con Richard. El hombre que antes había descrito como excesivamente apegado a la moda, con el pelo arreglado y las cejas depiladas, la miraba ahora en sueños como nunca antes. Era amable y le sostenía la mirada con una expresión suplicante que la conmovió. Se acercó a ella con los brazos abiertos, dispuesto a recibirla en un abrazo sincero. Parecía «como si me deseara de verdad, como si me deseara con toda sinceridad», explicó en un tono que denotaba a la vez incredulidad y revelación. Podía oír su voz susurrar: «Te amo».

La persona que una vez había rechazado con desconfianza ahora reclamaba su amor. Sus experiencias al final de la vida dramatizaron y amplificaron el destello de amor que una vez recibió de este hombre, cuya contraparte en vida había demostrado tanto egocentrismo. Pero en sus sueños él se disculpaba; hablaban, reían, bailaban y reconectaban de maneras que no eran comunes en él. Despertó sintiendo un calor intenso, con el corazón latiendo con entusiasmo, y con la esperanza de poder volver a dormir para reanudar el romance reavivado.

Gracias a sus experiencias de final de vida, Doris tenía una segunda oportunidad, una última oportunidad de exponerse a la vulnerabilidad que el amor exige en última instancia. Puede que hubiera poco amor en la base de datos de la realidad de Doris, pero en su final de vida los sueños finalmente le brindaban lo que sus experiencias y relaciones le habían negado. Y en ese momento lo que importaba más que cualquier correspondencia exacta entre los sentimientos de Richard en vida y los que imaginaba ahora era su recién descubierta capacidad de sentir amor. Lo importante no era si el amor que conjuraba en sus sueños era fiel a lo que realmente había sucedido. Lo que importaba era que, finalmente, era capaz de atender su llamada y mostrar una receptividad al apego humano que antes no se había atrevido a arriesgar. Sus sueños y visiones previos a la muerte satisfacían las necesidades emocionales que su vida no había logrado satisfacer. Se liberó de apegos patológicos, restricciones y abusos en un sueño y, finalmente, pudo experimentar el amor en el otro.

Puede que Doris nunca haya superado la extrema dificultad que tenía para confiar o forjar relaciones en la vida, pero después de estos sueños se aventuró a decir: «Richard pudo haber sido la primera persona que me amó de verdad. Por mí». Por fin pudo recuperarse y verse digna del amor que su yo más joven había rechazado. Sabía lo suficiente sobre Doris para darme cuenta de que esto era lo más cerca que estaría de una declaración de amor. Después de todo, el amor recibido es el precursor inevitable del amor dado.

Más dramáticamente que nadie hubiera conocido, Doris logró al final de su vida recurrir a los fragmentos rotos de su insoportable pasado para recomponerse. Recreó el amor que sus experiencias vitales no le habían dado pero que, a pesar de su insistente negación, había sido capaz de sentir desde siempre. Sanó sus profundas heridas, sanó y creció más en los últimos meses de su vida de lo que jamás había podido en toda su larga existencia. Su viaje, al igual que el de Dwayne, sugiere que la huella de nuestra humanidad podría residir en un potencial extraordinario de transformación al final de la vida, una manifestación final para luchar contra la injusticia, sanar viejas heridas y restaurar un amor que una vez fue dañado o retenido.

Para mí, Doris también fue la paciente cuyos sueños demostraron más explícitamente la importancia de considerar las experiencias de final de vida como un proceso que se desarrolla en el contexto de las relaciones pasadas y presentes de la persona, y no de forma aislada. Los sueños y visiones premortales no son entidades singulares con significados únicos y fijos. No constituyen un ingrediente que pueda añadirse cerca de la muerte para producir un resultado predeterminado. De hecho, carecerían de sentido fuera de las relaciones y trayectorias que definen la vida de cada paciente. Sus significados y efectos son únicos para la vida vivida. Lo que para una persona es liberador puede ser insoportable para otra. Esto fue así, por ejemplo, para mi amiga Patty, cuyos sueños premortales de volar y mudarse le resultaban tan angustiosos como fueron liberadores para Doris.

No solo sus compañeros del Departamento de Policía de Búffalo quedaron desconsolados cuando la agente de policía, Patty Parete, recibió un disparo en acto de servicio. Afectó a toda la comunidad de Búffalo. El incidente ocurrió la noche del 5 de diciembre de 2006, cuando ella y su compañero, Carl Andolina, acudieron a una llamada de una pelea en una tienda de conveniencia. Al acercarse al lugar de los hechos recibieron disparos de un joven de dieciocho años que temía ser enviado a prisión ahora que ya era mayor de edad y no cumplía los requisitos para ser considerado delincuente juvenil. Patty recibió dos disparos a quemarropa. La primera bala impactó en el chaleco antibalas, pero la segunda le atravesó la barbilla, recorriendo el cuerpo y alojándose en la columna vertebral. Quedó paralizada de cuello para abajo. Tenía cuarenta y un años.

Tras el tiroteo, miembros del Departamento de Policía de Búffalo velaron su salud en el hospital, mientras la comunidad del norte del estado de Nueva York se movilizaba para recaudar más de medio millón de dólares para su atención. Patty se sometió a rehabilitación en el Instituto Kessler,n en West Orange, Nueva Jersey, pero tras nueve meses de fisioterapia, seguía sin poder mover brazos y piernas. En 2009, se le construyó una casa a medida y accesible para personas con discapacidad en el condado de Niágara, y la ciudad de Búffalo llegó a un acuerdo sin precedentes para pagar el salario y las prestaciones a su compañera de vida y cuidadora, Mary Ellen.

Para Mary Ellen convertirse en el cuidador a tiempo completo de Patty significaba dejar el trabajo que amaba como enfermera pediátrica de  Unidad de Cuidados Intensivos. Otros amigos se reunieron para proporcionar a la pareja la ayuda y los recursos que necesitaban. Después de salir del hospital, extraños, incluidas celebridades, a menudo pedían reunirse con ella para expresar aprecio y apoyo. No era que Patty no estuviera agradecida por estas efusiones de apoyo emocional y material, que lo estaba. El problema era que sus días buenos eran tan pocos y distantes entre si que se quería morir. O más bien, como dijo una y otra vez, no quería vivir, pero tenía demasiado miedo a morir.

Lo que más temía era menos la muerte que lo que sucedería si decidía no seguir viviendo. A pesar de que su fe había sido sacudida hasta el fondo por el horror que experimentaba se obsesionó con la vida futura. ¿Estaría destinada a condena eterna? ¿Sería atrapada su alma en el purgatorio? ¿Cómo podría Dios, si hubiera uno, no saber que su resistencia había alcanzado sus límites?

Fue debido a la gravedad de sus síntomas físicos que me pidieron que la asumiera como paciente. Su dolor, que rivalizaba con la profundidad de su sufrimiento psicológico, era insoportable. No tenía sensaciones por debajo del cuello pero experimentaba sensaciones fantasmas definidas médicamente como síndrome de dolor central, y se sentía "como  sumergida en aceite ardiente".

En sus mejores días era dura con los médicos, por lo que al principio, mi participación en su cuidado parecía ser la elección de una lista. Quiero decir esto de manera respetuosa y amorosa: era paciente extraordinariamente difícil y terca. No sería elegida por nadie, ni siquiera por el profesional médico de cuya experiencia dependiera su comodidad y vida. Al principio de nuestra relación comenzó a referirse a mí como "mi médico". La frase sonaba casi entrañable pero no pasó mucho tiempo antes de que comenzara a decirme qué hacer, qué no hacer y cómo hacerlo. Pronto me di cuenta de que la expresión "mi médico" era más una declaración de posesión que gesto entrañable. Me poseía y lo dejó claro. En cierto sentido me dio permiso para ser su médico. Y como para probarlo, una vez me despidió y luego me contrató, como por capricho, alegando sin rodeos que yo era "un guardián". Finalmente garabateé algunas líneas en un trozo de papel y sostuve nuestro nuevo "contrato" frente a ella. Decía: "Yo, tu médico, no te abandonaré, Patty Parete. Nunca". Patty mantuvo esa nota escrita a mano en el cajón de su mesita de noche e insistió en llevarla consigo cada vez que tenía que ir al hospital. Esos eran ahora los términos escritos, aunque tácitos, de nuestra relación, y ninguno de los dos sintió la necesidad de replantearlos.

Patty sufrió como ningún otro paciente que haya tenido, y como nadie debería sufrir jamás. Hice lo que pude para aliviar su sufrimiento, y ella hizo lo que pudo para acabar con él. Constantemente nos rogaba a mí, a sus enfermeras y a su pareja de toda la vida que la ayudáramos a morir.

El grado de dolor que tuvo que soportar, tanto físico como psicológico, fue tan extremo que provocó una rotación alta entre el personal contratado y sus médicos. El trauma secundario que experimentaron los cuidadores, ante la presencia de alguien con angustia grave e incesante, no puede subestimarse. Trágicamente, la negativa de Patty a involucrarse con la vida fuera de su habitación finalmente alejó a su pareja, Mary Ellen. Polly, una querida amiga de muchos años, se mudó para supervisar la difícil tarea de gestionar el cuidado de Patty.

Luchaba cada vez más con su creciente dependencia del respirador mecánico. Durante años, los sueños no le brindaron alivio. De hecho, eran una fuente de sufrimiento, y despertaba de ellos más perturbada y atormentada que antes. Soñar a menudo significaba verse como la persona sana y activa que nunca volvería a ser. Soñaba con hacer paracaidismo, con surcar los aires. Mientras desafiaba la gravedad. Podía sentir la ráfaga de viento frío que llenaba el avión justo antes de saltar, la piel de gallina que se le subía por los brazos y el cuello al ver el paisaje desplegarse bajo ella. Con más frecuencia soñaba con conducir su querida motocicleta. Sentía su potencia entre las piernas mientras aceleraba por caminos rurales abiertos. Podía oler los árboles, la hierba, el heno y el escape. Revivía el estado emocional hiperconsciente y cargado de adrenalina que acompañaba el viaje. Pero estos sueños también significaban que se veía obligada a despertar y enfrentar la realidad discordante de su lesión y sus horribles límites. Su angustia era intensa e implacable mientras revisaba una y otra vez la colisión entre lo que experimentaba con los ojos abiertos y cerrados.

Nunca se adaptó a las circunstancias. Consideraba sus limitaciones violación de su derecho a elegir, vivir, ser, e incluso respirar libremente. La aceptación no era una opción. Se negaba rotundamente a considerar, y mucho menos a aceptar, la idea de que su cuerpo era una discapacidad. No era que no tuviera la fortaleza mental para hacerlo, simplemente no tenía la voluntad ni la intención. Su lesión y la concesión forzada que la obligó a asumir eran una afrenta para ella y la antítesis de todo lo que representaba. Su vida había estado marcada por la pura fisicalidad,  competencia e independencia, y no estaba dispuesta a reimaginarla de otra manera.

Los animales la conmovían de una manera muy especial. Patty solo salió de casa tres veces en los últimos dos años de su vida, dos de ellas para venir a mi granja de caballos. En esas ocasiones la dejábamos sola en un establo con un caballo llamado Canciller. Él no se separaba de su lado y permanecía con la cabeza por encima de la de ella, casi sin moverse. Le poníamos heno en el regazo y Canciller agarraba con cuidado algunas hebras a la vez.

Como a muchos caballos, a Canciller le gustaba mojar el heno en agua antes de masticar. Así que, a propósito, colocábamos su cubo de agua junto a la silla de ruedas de Patty. Ella cerraba los ojos, echaba la cabeza hacia atrás y sentía las gotas de agua en su rostro mientras el magnífico y manso caballo comía a su lado. Permanecía en silencio.

Patty nunca se vio más en paz que en esos días que pasó en mi establo. Había hecho una conexión que tenía sentido para ella. Y para mí también. Canciller no era un caballo cualquiera. Era enorme, hermoso y nieto del mejor caballo de todos, Secretariat. Como todos los grandes caballos, Secretariat, «el caballo que Dios creó», sabía lo especial que era. Era físicamente imponente y valiente, y corría más rápido que cualquier caballo que hubiera existido jamás. Corría porque así era; se sentía bien, y simplemente era su naturaleza. Patty también era así. Valiente, inflexible, hermosa y más vivaz cuando estaba en su máximo esplendor.

Con el tiempo, la salud de Patty se deterioró. Dependía cada vez más del respirador, incluso durante el día. A medida que se acercaba a la realidad de la muerte, sus miedos —al abandono, al sufrimiento y al más allá—, se desvanecieron. Dejó de soñar con su vida antes de la lesión y de darle vueltas a su pérdida irreparable. Ya no despertaba con un terror inimaginable. En cambio, sus pensamientos se dirigieron a una renovada preocupación por los demás. Habló abiertamente de quienes habían sacrificado tanto por su cuidado a lo largo de los años, Mary Ellen y Polly, cuyo amor jamás podría corresponder. Su miedo a la muerte disminuyó, y en su lugar surgieron expresiones de amor que habían estado sepultadas en lo más profundo de su sufrimiento.

En sus sueños pre-muerte, Patty finalmente fue abrazada por quien la había amado primero y la amaría al final: su madre, Dorothea. Nunca dejó de lamentar la pérdida de su madre, expresando a menudo el anhelo de reencontrarse con la progenitora que había perdido tres años antes. Mientras que soñar con la recuperación de sus movimientos corporales antes le había causado dolor al despertar, la reconfortante sensación de ser abrazada y corresponder al abrazo la acompañó y se extendió a sus otras relaciones. Ahora podía reconocer la profunda lealtad y compromiso que sus amigos le habían demostrado. Veía su sacrificio no como un síntoma de la carga que sentía, sino como una muestra de su gracia y humanidad; podía expresar la profunda gratitud que sentía. Me recordó a la capellán Kerry Egan. Hermosas palabras: “La primera, y generalmente la última clase de amor es la familia”. Las experiencias de Patty al final de su vida la pusieron en contacto con el amor familiar que necesitaba para superar sus trágicas circunstancias y alcanzar finalmente una aceptación y un amor apacibles.

Puede que la enfermedad la hubiera vuelto introspectiva, pero a las puertas de la muerte, Patty, que había luchado con expresiones de ternura toda su vida, ahora veía el dolor de los demás, incluido el mío. Antes de morir me hizo un gesto para que me acercara, como siempre, con sutiles movimientos del rostro. Al acercarme para escucharla, me besó, a mí, su doctor, «mi doctor», y dijo: «Te quiero». No se estaba despidiendo sino que me estaba atendiendo el mayor gesto de empatía que he experimentado como médico. Patty falleció esa noche.

Desde el terrible día del tiroteo, Patty había estado rodeada de amor y actos de amistad incomparables. Tuve el privilegio de presenciar la notable bondad, devoción y gracia que despertó en sus seres queridos, quienes trabajaron desinteresadamente para aliviar su sufrimiento. Todos los días, le cepillaban el cabello con cariño, le besaban las mejillas y le sostenían la mano insensible. Nunca estuvo abandonada, nunca estuvo sola. Fue en esos momentos y en esos sencillos gestos que la bondad y el amor triunfaron sobre la tragedia. Lo que surgió de una pérdida inconcebible fueron lecciones de generosidad, empatía y un amor extraordinario que trascendió las limitaciones de su lesión y enfermedad. Aprendimos que las personas siguen teniendo valor incluso cuando ya no son las mismas que antes. Patty fue apreciada hasta el final. Este fue el significado del amor incondicional que sus amigos habían encarnado y que finalmente pudo reconocer. Verse reunida con su madre perdida fue su consuelo y la consumación de la justicia que otros habían buscado en venganza.

Cuando a Helen Keller le dijeron que la muerte no es más que pasar de una habitación a otra, ella dijo con señas: «Pero para mí hay una diferencia, ¿sabes?, porque en esa habitación debería poder ver». Mi esperanza es que Patty también haya encontrado «esa habitación», una en la que pudiera sentirse completa de nuevo.

Al final de la vida, las historias de las personas suelen salir a la luz de maneras sorprendentes. Presencié cómo Doris y Patty se liberaron del confinamiento antes de alcanzar el amor y la plenitud. Doris se liberó para sobrevolar un mundo doloroso y, al final, sintió la presencia del amor que le habían negado. Patty trascendió sus heridas al reconectar con un amor maternal familiar. Finalmente pudo sentir preocupación por algo más que sus propias circunstancias trágicas y agradecer la presencia de sus amigas. Ambas mujeres se liberaron de las severas limitaciones que habían condicionado su existencia, pero no sin una lucha insondable.

Si morir tiene algún logro ese es lo trascendental, pero no de forma reservada para lo espiritual y religioso. Creo que tanto Doris como Patty tuvieron una muerte espiritual, una que requirió trabajo duro y valentía. Ese podría ser nuestro único camino hacia la plenitud y la felicidad al final de la vida. Es un proceso del corazón, y a través de las experiencias de final de vida nos lleva más allá de nuestros límites conocidos, creando una apertura donde a veces no la había. Significa menos el final de la vida que su afirmación y aceptación.

CAPÍTULO SEIS. El amor no conoce límites.

El amor no conoce límites pues trasciende ardientemente todos. El amor no siente carga alguna, no tiene en cuenta el trabajo, intenta cosas que están más allá de sus fuerzas. —THOMAS DE KEMPIS.

Como sacerdote que escribía un texto devocional en el siglo XV, Tomás de Kempis quería definir la singularidad del amor de Cristo por la humanidad. De igual manera, para el influyente poeta persa del siglo XIII, Rumi, «amar es alcanzar a Dios». Lo que he encontrado junto a los pacientes moribundos es que la inmensidad que estos teólogos atribuyen al amor divino también define cómo mis pacientes expresan y experimentan el amor en sus sueños sobre el final de la vida. A veces el amor de los pacientes por su media naranja fallecida es un rasgo tan definitorio de su identidad que permanece como una experiencia vital tras el fallecimiento de la pareja. También se convierte en una constante en sueños y visiones al final de la vida. Esto suele ser cierto para quienes enfrentan la muerte juntos tras décadas de vida compartida. Es el tipo de amor ilimitado que sobrevive a la muerte de un ser querido de  manera tan inquebrantable que su historia se transmite de generación en generación a través de las tradiciones y relatos familiares, mitos, poemas, y libros como este.

Sin embargo, cuando pensamos en el amor romántico rara vez oímos hablar del amor que comparten las parejas mayores. El amor de la tercera edad, como la vejez, no es romántico o eso nos hacen creer. Esto se debe a que las relaciones que suelen considerarse la cumbre del romance tienen mucho que ver con la juventud, la vitalidad y la brevedad. Pensemos en Romeo y Julieta, amantes desventurados, iconos del amor romántico. Como comentó una vez mi paciente Patricia, aficionada a Shakespeare, Romeo y Julieta se conocieron a los dieciséis y trece años respectivamente, y se conocieron durante cuatro días antes de decidir pasar el resto de sus vidas juntos o morir en el intento. Las vidas de las parejas mayores, y mucho menos las de las parejas moribundas, rara vez son el tipo de historias que evocamos cuando pensamos en el amor romántico.

Sin embargo la personificación del amor se puede apreciar cuando parejas mayores que llevan más de cincuenta años casadas entran tomadas de la mano intercambiando miradas amorosas. Morir tiene una forma de resaltar la fuerza del amor de las personas, y pocas historias de amor son más románticas que las de dos almas viejas que ya no terminan las frases del otro porque no tienen que hacerlo. Lo reconozco: cuando les pido sus historias, y aunque aún no han inspirado un éxito de ventas, lo que recibo a cambio es un relato de amor verdadero, uno que perdura, impregna sus sueños al final de la vida y se filtra en su realidad consciente. Es en las experiencias de final de vida de los moribundos donde a menudo se puede reconocer la expresión más pura del amor.

“Mis recuerdos empiezan y terminan con él”. Estas palabras las pronunció la esposa de un paciente de cuidados paliativos que conocí hace unos quince años. Alizah tenía setenta y cuatro años y cuidaba de su esposo moribundo, su compañero de cincuenta y cuatro años. He visto muchos rostros de dolor en cuidados paliativos, pero su aspecto de dolor y conmoción desgarradores me paralizaba. “No he conocido la vida sin él”, susurró. Todavía recuerdo dónde estaba cuando pronunció esas palabras. Recuerdo su actitud mansa y sus ojos suplicantes, su mirada de absoluta desesperación.

Me quedé sin palabras cuando Alizah me contó sobre su encuentro con Nathan, una historia de amor que pertenecía tanto a los libros de historia como a narración personal.

Su historia comenzó el 21 de octubre de 1942 en Szczebrzeszyn, Polonia, el fatídico día de la Segunda Guerra Mundial en el que los alemanes acorralaron a los judíos. Alizah tenía trece años. Junto con sus vecinos y otros habitantes del pueblo fue expulsada de su hogar y obligada a reunirse en el mercado. Había cientos de hombres, mujeres y niños, atónitos y aterrorizados, todos formados en filas. En medio de gritos y frecuentes disparos, Alizah apenas podía asimilar los surrealistas acontecimientos que se desarrollanba ante sus ojos. Su amigo de la infancia, Nathan, un chico de quince años del barrio, estaba en un callejón, observando con horror cómo se llevaban a sus seres queridos.

Con el rabillo del ojo Alizah vio a Nathan correr hacia ella. La agarró de la mano y la apartó de la fila. Instintivamente supo que la estaba llevando a lugar seguro y, milagrosamente, pasaron desapercibidos en el caos del día. Era, según describió, como si ambos se movieran en un universo paralelo en el que el tiempo se hubiera detenido.

Alizah nunca volvería a ver a sus familiares, y pasaría algún tiempo antes de que se enterara de su espantoso final en el campo de exterminio de Belzec,  el destino del que Nathan la había salvado.

Los dos adolescentes sobrevivieron a la guerra escondidos y fueron adoptados por familias estadounidenses, reuniéndose años después. Finalmente se casarían y vivirían vidas plenas. Juntos, estos fragmentos de dos familias diezmadas reconstruyeron la sensación de plenitud que había sido destrozada por la genocida guerra.

Ahora, sentada junto a la cama de Nathan, sosteniéndole la mano, Alizah no podía imaginarse enfrentarse al mundo sin él. Para ella él era todo y todos a la vez, el lazo que la unía a un pasado que nadie más que él podía comprender. Él era su vida.

Todo lo que yo podía ofrecerles era mi presencia y el deseo de ser testigo, aun sabiendo perfectamente que incluso mostrar empatía resultaría superficial. La vida interior de Nathan albergaba profundidades de tragedia y fortaleza que escapaban a mi comprensión y alcance, un duro recordatorio de que algunas heridas, sobre todo las antiguas, nunca pueden sanar ni aliviarse. Alizah era la encarnación de su historia compartida, su inseparabilidad, y la experiencia de morir de Nathan ahora ella también la vivía.

Como médico mi ayuda a Nathan fue limitada pero me sentí obligado a consolar a Alizah. Verla interactuar con él me recordó que quienes han recibido y dado amor nunca mueren solos. En ningún momento me conmovió tanto la importancia de tratar a la persona en la cama cuidando a sus seres queridos. No podía llegar a él, pero sabía que ella sí. Después de todo, de niño él arriesgó su vida para rescatar a una niña de trece años de una muerte segura, y yo sabía que esa misma alma, ahora en un cuerpo viejo y moribundo, encontraría consuelo al saber que Alizah estaba consolada.

Tras presenciar la muerte como atrocidad, Alizah no podía imaginar la muerte como proceso pacífico si Nathan no le hubiera enseñado cómo. Él fue, una vez más, quien la guió a través de lo inconcebible. Le enseñó a soñar mientras se muere, taly  como una vez le enseñó a sobrevivir durante el duelo. A medida que la vida de Nathan se acercaba a su fin sus sueños no se dirigían al trauma de su juventud sino a los reconfortantes recuerdos de su familia perdida. Su pasado lejano regresó a él después de toda una vida de lucha por reprimir todo recuerdo. Sobrevivir al Holocausto había significado renunciar a mirar atrás o a todo duelo. Como único sobreviviente de su familia, había sentido que su vida era a la vez un regalo y una carga, un recordatorio de la ineludible responsabilidad de vivir por aquellos cuyas vidas habían sido arrebatadas. Si logró seguir adelante fue poniendo un pie delante del otro, paso a paso, con Alizah a su lado. Ahora, mientras yacía moribundo, su carga se había aliviado y su mente podía vagar con seguridad hacia los dulces rincones de su pasado, un tiempo de verdadera inocencia infantil anterior a las atrocidades. Sus familiares muertos regresaron con él, sanos y salvos. Y pudo compartir sus experiencias del final de su vida con Alizah, la única persona que realmente podía comprender el peso de semejante pasado. Nathan tuvo que morir para reencontrarse con su familia y con todo lo que una vez le fue familiar. Y Alizah tuvo que ver la paz y la serenidad con la que Nathan afrontó el final de su vida para recuperarse espiritualmente.

Según la antigua tradición china, existe un "hilo rojo del destino" que conecta a las personas destinadas a encontrarse sin importar el tiempo el lugar ni las circunstancias. Puede estirarse o enredarse, pero nunca se romperá . La vida y el bienestar de Alizah estaban tan entrelazados con los de Nathan, su conexión era tan palpable y fuerte, que no me habría sorprendido descubrir alrededor de sus tobillos el hilo de seda con el que, según se dice, el dios del amor en la mitología china, une a las parejas predestinadas.

Uno de los mayores privilegios de mi labor como médico ha sido presenciar la etapa de la vida que saca lo mejor de las personas, cualidades que a menudo desconocen: coraje, fuerza, gracia y altruismo ante la pérdida. Es como una prueba de esfuerzo que, en lugar de medir la función biológica del corazón, revela la inconmensurable profundidad de la capacidad para amar. Y es una prueba que no requiere electrodos para detectar y transmitir los ritmos y el alcance de un romance de toda la vida. Morir define y amalgama la profundidad de esos sentimientos con una intensidad que pocas historias ilustran mejor que las de mis pacientes. Esto se aplica a la extraordinaria historia de Alizah y Nathan, así como a la de los pacientes viudos cuya relación de toda la vida, aunque interrumpida por la muerte del ser querido, sigue siendo su mayor apoyo durante el proceso de morir. Estas son historias que revelan personas y momentos extraordinarios en vidas cotidianas. Puede que mis pacientes no sean jóvenes ni inquietos, pero para mí las historias de amor de Patricia y Chuck, Benny y Gloria, Joan y Sonny, y Beverly y Bill, a quienes conocerán a continuación, resuenan con la misma fuerza que cualquier romance joven e intenso. Estas parejas no son menos conmovedoras ni románticas que la de los amantes más emblemáticos de la historia.

Para las parejas de ancianos que he atendido en el hospital de pacientes terminales de Búffalo, la separación por la muerte, tras una vida juntos, simplemente no es una opción. Tras perder a su media naranja la pareja sobreviviente hará lo que sea necesario para mantenerse completa: mantener vivo a su ser querido, consciente o inconscientemente, a través de historias y recuerdos, y quizás de forma más vívida a través de sus sueños previos a la muerte, a diario e incansablemente.

Cuando Patricia recordaba o soñaba con su difunto esposo, Chuck, no lo hacía como paciente moribundo de noventa años con enfermedad terminal y movilidad reducida. Lo hacía con la exaltación de mente más joven y cuerpo sano, ingrávida y despreocupada, aún capaz de caminar y llena de ilusión por lo que le deparara el futuro: «Quisiera despertarme, acercarme a Chuck, tomarlo de la mano y caminar hacia el ocaso eterno».

Se conocieron cuando Patricia tenía solo quince años y él diecinueve, dos meses antes de irse a la guerra. «Sabía que me casaría con él, —sé que esto suena a cuento de hadas—, a las pocas semanas de conocerlo», explicó. «Lo amaba más que a la vida misma. Sabíamos, supimos entonces, que acabaríamos juntos y nunca consideramos a nadie más. Lo amo hasta el día de hoy más que a nada. Era maravilloso, divertido, inteligente y curioso, perfecto, y tan amable y dulce».

Cuando Patricia se acercaba al final de la vida el hombre de sus sueños se convirtió, apropiadamente en el hombre de sus sueños. Como la mayoría de experiencias al final de la vida, las de Patricia encapsularon la esencia de su relación, aunque se hablara muy poco. Eran un homenaje sencillo pero hermoso a sus vidas juntos. "Solía ​​ir a la piscina Cazenovia todos los días a nadar", relató, "y mi esposo daba un paseo por el jardín botánico de South Park. Llegaba primero a casa, y todos los días, cuando yo llegaba, tenía el té listo y el crucigrama. Siempre vestía camisetas blancas con mangas. Camisetas blancas relucientes. Estaba allí, de pie, y recuerdo haberle dicho: 'Dios mío, sigues siendo un chico guapo'. Recuerdo haber pensado eso, y él simplemente sonrió y me dijo: 'Hola'. Luego se disuelve. Estuve con él un par de minutos, y fue agradable. Son sueños muy felices. Me siento maravillosa. Vuelven a algo real. Es amor. Una cosita pequeña, pero amor".

Fue en el contexto de esa "pequeña cosita" llamada amor donde Patricia se sintió más apoyada. Así que no fue sorprendente que sus sueños previos a la muerte regresaran una y otra vez a la experiencia cotidiana de vivir con Chuck, como resolver crucigramas.

Charles leía los acertijos, yo le daba la solución y él escribía. Nunca pensé en eso. Él podía dar algunas respuestas y yo lo dejaba; yo no me encargaba tanto. Era un hombre inteligente y podría haber resuelto muchos pero le resultaba más fácil escribir que pensar. Qué farsante eras, Charles.

Me conmovió especialmente cuando Patricia hizo una pausa para dirigirse a su difunto esposo por su nombre. En ese momento no estaba confundida ni soñando. La declaración fue pronunciada como si estuviera hablando consigo misma. Todos nos hemos sorprendido diciendo cosas en voz alta que pensamos. El comentario de Patricia fue testimonio conmovedor de la intimidad que aún compartía con su esposo años después de su muerte. El amor que sentía no tenía límites temporales. Describió una tarde como "estar con él un minuto o dos". Morir es vivir en un mundo de sueños atemporal donde las visiones de los difuntos son más reales que la realidad que existe exteriormente. Es un mundo donde el amor no necesita encarnarse para sentirse, ni ser examinado para ser incondicional.

Los pacientes en duelo que se enfrentan a la muerte no la temen ni la adulan; simplemente la esperan.

Es cierto que casi todos habrán escuchado la historia de una pareja de ancianos que fallece con pocos días de diferencia. He conocido a muchas. Conocí a personas que siguieron a su pareja  muriendo sin causa médica clara. Todos sabíamos que se debía a un corazón roto, y que esto no era  ni metáfora ni evaluación idealizada. Ahora es hecho médico establecido que un corazón roto puede tener consecuencias cardíacas. El diagnóstico médico tiene un nombre: síndrome del corazón roto, o en jerga médica, miocardiopatía inducida por estrés, o miocardiopatía de Takotsubo. Suele ocurrir de forma discreta, subrepticia, sin más dilación.

El corazón roto describe a la perfección lo que le sucedió a Bernard, de noventa años, —Benny para sus seres queridos—, poco después del fallecimiento de su esposa, Gloria. Al momento de la muerte de Gloria, Benny gozaba de buena salud. A sus ochenta y siete años era activo, sociable e independiente, y visitaba a sus amigos y familiares de toda la vida. Le encantaba conducir y lo hacía a diario por Búffalo, la ciudad donde había vivido siempre. Tras el precipitado fallecimiento de Gloria, por una infección, quedó inconsolable. Deseaba una muerte temprana, implorando a Dios que le permitiera reunirse con su "Gloria".

Benny visitaba el cementerio a diario, a veces hasta tres veces al día. Allí se sentaba o se arrodillaba frente a la lápida de Gloria, rezando y hablando con ella, resucitándola en su memoria. Cuando su hija Maureen intentó disuadirlo de postrarse, su reprimenda fue inmediata. «Cada uno con lo suyo», respondió.

El día de San Valentín de 2016, exactamente dos meses después del fallecimiento de Gloria, Benny insistió en seguir con su rutina diaria a pesar de la temperatura bajo cero. Cuando Maureen llegó al cementerio no pudo evitar preguntarle: "¿Qué intentas hacer? ¿Suicidarte?". Benny no dudó ni un segundo: "Solo puedo desearlo". Este es el mismo hombre que se atrevió a decirle a su esposa moribunda que "ya podía dejarlo ir". Pero no era así, ni entonces, ni ahora, ni nunca.

Ese fatídico día, con temperaturas que caían a  menos 15 grados, Maureen encontró a su padre caminando alrededor de la lápida de Gloria. Parecía dar vueltas, decidido y con paso pesado, mientras se abría paso entre la nieve. Desde la distancia, al principio supuso que era el frío lo que lo mantenía en movimiento, pero pronto se dio cuenta de que caminaba con ritmo demasiado pausado y volvía sobre sus pasos. Al acercarse vio que había estado tallando un corazón en la nieve alrededor de su tumba.

Benny solía estar solemne y reflexivo después de sus visitas al cementerio. Las cosas eran diferentes esa noche. Parecía sin aliento e incómodo. Su estado empeoró durante los siguientes días. Cuarenta y ocho horas después, cuando lo llevaron a urgencias, se encontraba grave. Se le diagnosticó que sufría un ataque cardíaco que se había estado manifestando, de forma intermitente, durante los últimos días.  El corazón de Benny se rompió, literalmente, el día de San Valentín.

La falta de intervención médica inmediata le había provocado una afección cardíaca irreversible que requirió cuidados paliativos. En cuarenta y ocho horas Benny había pasado de ser completamente independiente a no poder valerse por sí mismo. Tuvo que mudarse con su hija. Ya no podía visitar la tumba de Gloria, así que comenzó a visitarla en sueños. O, como dijo su hija: «Ahora vive en sus sueños». Podía oírlo por las noches cantando a su amada Gloria en polaco, el idioma que compartían en su infancia. Este hombre, antes demasiado sociable, solo se despertaba brevemente para comer, prefiriendo volver a la cama para cerrar los ojos y volver a ver a su esposa.

Las parejas mayores tienen mucho que enseñarnos sobre el amor verdadero. Su vínculo no requiere grandes declaraciones, pruebas de lealtad ni finales dramáticos. Simplemente requiere tiempo. El amor desenreda e impregna cada fibra de su ser, tanto que no conciben vivir sin él. Y así lo hacen. Superan los obstáculos de la vida con la certeza de su existencia. Siguen sintiendo amor y creyendo en él incluso cuando la persona que lo originó los abandona. Para los pacientes mayores en particular, el amor por su pareja es su esencia. El trabajo, la ambición, las aficiones, la hipoteca y los planes han ido y venido. Lo que queda y lo que importa son las relaciones que han mantenido, apreciado y cuidado a lo largo de una vida de pequeños gestos y saludos, miradas cariñosas y palabras divertidas, historias compartidas y errores perdonados.

Quizás nuestras representaciones culturales del amor romántico estén completamente equivocadas. El amor en su máxima expresión, más profundo y más fuerte, no se trata de juventud, impulsividad, drama ni desesperación. Se trata de constancia, paciencia, confianza, perdón y aceptación constante. Se trata de dejar ir a los vivos y no a los muertos.

Tras cincuenta y siete años de matrimonio, el amor de Joan y Alfred tiñó todos los sueños y visiones que Joan tuvo durante los dos meses que precedieron a su encuentro en la muerte. Joan, y el hombre al que ella había apodado cariñosamente Sonny, también eran hijos de inmigrantes polacos de primera generación. Sus familias se establecieron, una frente a la otra, en un suburbio obrero de Búffalo donde crecieron juntas. Joan tenía solo once años cuando Sonny le regaló un anillo de la amistad de plástico que atesoraría como recuerdo entre sus posesiones más preciadas. Se deshizo de él solo cuando sintió que su nieta Allysyn, que atravesaba momentos difíciles en la adolescencia, necesitaba más los poderes especiales del anillo, que ella.

Esta era una pareja que, tras el fracaso de sus respectivos diagnósticos de cáncer, no dejaba de expresar su agradecimiento por haber pasado juntos por el final de la vida. Fue apropiado que ingresaran al programa de cuidados paliativos con pocos meses de diferencia y recibieran atención juntos en su hogar. Aceptaron que había llegado su momento y desarrollaron pequeños rituales de amor en torno al manejo de los síntomas de sus respectivas enfermedades. Se reunían después de medianoche en la cocina para tomar sus pastillas y compartir una galleta. Su hija, Lisa, a menudo los encontraba allí, en la mesa de la cocina, charlando y riendo como dos adolescentes enamorados. Dormían en sillones reclinables, uno al lado del otro, tomados de la mano. Cuando finalmente estuvieron postrados en cama, se dormían tomados de la mano sobre las barandillas de la cama de hospital que Lisa, enfermera, había encargado para su casa.

A pesar de la gravedad de la enfermedad, Sonny nunca se quejó del dolor del cáncer ni de la artritis reumatoide que lo incapacitaba. Solo mostraba preocupación por su alma gemela. Cuando el sufrimiento se volvió tan insoportable que tuvieron que suspender sus tratamientos, su único deseo fue morir primero, pues no podía imaginar la vida sin ella.

Finalmente Sonny sufrió síntomas que obligaron a su traslado de su casa a la Unidad de Cuidados Paliativos. Ambos estaban debilitados, pero eran interdependientes, y ninguno podía funcionar sin el otro por lo que Joan fue también trasladada a la unidad paliativos junto con él. Contrariamente al protocolo, ambos fueron ubicados en una habitación individual con camas contiguas, lo que les permitió seguir tomados de la mano.

El aniversario de Joan y Sonny era sagrado para ellos. La fecha se acercaba pocos días después del ingreso de Sonny en la Unidad de Pacientes Internos del hospital de terminales, y Joan ansiaba celebrarlo una última vez. Insistió especialmente en este deseo y, como siempre, Sonny la escuchó. En su aniversario, el 3 de junio de 2016, amigos y familiares se reunieron en el hospital de terminales para celebrarlo. El personal se unió a ellos.

Después de las celebraciones Joan pidió que la dejaran sola con su esposo. Cuando su hija regresó a la habitación Joan lloraba. Le confesó a Lisa que le había dicho a Sonny: «Ya puedes irte».

En veinticuatro horas Sonny murió en paz, cincuenta y siete años después de haber jurado honrar, amar y cuidar a su novia “hasta que la muerte nos separe”.

Pero la historia de Joan y Sonny no termina aquí. Tras el fallecimiento de Sonny la salud de Joan comenzó a deteriorarse rápidamente y sus posteriores experiencias y visiones al final de su vida la ayudaron, así como a su familia, a sobrellevar la profunda herida que dejó su pérdida. Cuando Joan regresó de la Unidad de Cuidados Paliativos, sus sueños mantuvieron vivo a Sonny. Durante muchas noches, Lisa y su familia podían oír a Joan llamar a su esposo: "¡Ven a buscarme! ¡Te extraño! ¡Sonny, ven a buscarme!". La fuerza de estos sueños pronto la llevaría del sueño a la vigilia, y Joan, plenamente lúcida, solía afirmar haber visto a Sonny en la habitación.

La historia de Joan y Sonny ejemplifica la singularidad e intensidad con la que se viven los sueños y visiones de final de vida como un espacio de unión. Joan vivió dos meses después de la muerte de Sonny, pero nunca sin él. Lo llamaba todas las noches y tenía visiones de él todos los días.

Al igual que Joan, Beverly, de ochenta y nueve años, experimentó sueños premortales que la llevaron de vuelta con su esposo, su "cómplice", de cuarenta y nueve años. Tenía veinte años cuando vio por primera vez al apuesto y elegante inmigrante escocés que la enamoraría perdidamente. Fue amor a primera vista, y Beverly y Bill se casaron menos de un año después. Su esposo tenía un gusto contagioso por la música y el baile, y pronto compartieron una pasión por el baile de salón que perduró durante el resto de su vida matrimonial. La hija de Beverly, Susan, recordaba con orgullo que sus padres eran una pareja tan cautivadora que la multitud en las competiciones de baile se apartaba para verlos bailar. A través del baile, sus padres recrearon, aunque con atuendos más llamativos, el mundo de estrecha colaboración y amorosa complicidad que definía su vida familiar.

Al final de su vida, los sueños de Beverly la llevarían de vuelta al espacio protegido de la pista de baile, donde Bill y ella habían brillado como equipo. Se vio abrazada a su alma gemela, moviéndose al ritmo cautivador de la música. Incluso el hecho de contar este sueño la hacía parecer dichosa. Todavía sonrío al pensar en la modesta madre y secretaria, de día, dueña de la estilizada y teatral forma de baile de salón, de noche. De eso están hechos los sueños, la clase de transformación y vida secreta que la gente busca en las películas.

Aun así, el significado completo de los sueños y visiones de Beverly se me habría escapado si Susan no hubiera compartido otro detalle pertinente sobre el pasado de su madre. La madre de Beverly había sido demasiado exigente y se había burlado de su hija por ser gorda y tener "dos pies izquierdos". A la luz de esta historia de humillación se hizo evidente que los sueños de Beverly de bailar también buscaban corregir este error. La niña, antes gordita y torpe, se había convertido en mujer elegante y segura de sí misma que, en sus propias palabras, "se sentía como una princesa en los brazos de Bill". El mundo de la danza no solo le hizo ver el amor que compartía con su pareja sino que, también, simbolizó la restauración del amor propio y la autoestima erosionados por los comentarios humillantes de su madre. Al igual que con las visiones de Patricia en los crucigramas, los sueños de Beverly de bailar trataban sobre un amor compartido que servía como catalizador de la confianza en uno mismo y la armonía. El amor alcanza su máximo esplendor cuando amar al otro facilita y se superpone con la capacidad de amar juntos. Las experiencias al final de la vida de Patricia y Beverly las pusieron en contacto nuevamente con ese tipo de amor verdadero, el que encarna lo mejor de todos los mundos.

El amado Bill de Beverly murió a la temprana edad de sesenta y ocho años. Durante el resto de su vida viuda Beverly se quejó de que se sentía «robada». Pero ahora, agonizante, el vacío que había sentido durante dos décadas finalmente se llenó de amor familiar. Sus sentimientos de soledad dieron paso a los de un reencuentro esperanzador. Sus sueños previos a la muerte la reconectaron con la fuente más fuerte de apego y apoyo que había conocido.

El efecto dominó de sus experiencias al final de la vida no se detuvo ahí. Mi vieja amiga Patricia acertadamente lo llamó: "la gota que se derrama en un estanque". A veces es un hijo, a veces un padre o madre cuyo amor nos anima a mirar más allá de nosotros mismos, hacia lo que importa y resuena para los demás. Las experiencias al final de la vida encarnan la conexión entre las vidas, y a través de ellas. El amor que los sueños y las visiones de nuestros pacientes hacen visible crece más allá de quienes lo originaron, y se extiende del mundo de los sueños a la realidad consciente, y viceversa.

El amor puede ser algo que surge inicialmente entre dos personas, pero nunca se queda ahí. Se transmite a otras vidas y generaciones, y no se detiene en los vivos. También se conquista a través de cientos de actos diarios de cuidado mutuo, gestos desinteresados ​​de afecto y palabras de preocupación, cuya fuerza acumulada nos define, a lo largo de los miles de días que conforman una vida compartida.

Para Susan, el amor que sentía por su madre les permitió cerrar el círculo a sus padres. Tras el diagnóstico terminal que Beverly había recibido un año antes, comenzó a recibir cuidados paliativos en casa de su hija, y la cercanía que compartirían durante esos últimos meses fue uno de los legados más evidentes de la historia de amor entre Beverly y Bill, uno que fue aún más significativo para ella porque la vital conexión madre-hija que compartían no era biológica.

Cuando Bill y Beverly descubrieron que no podían tener hijos, decidieron adoptar. Llegaron al orfanato de Caridades Católicas, en Cleveland, donde vivían por aquel entonces. Estaban llenos de una ilusión y alegría indescriptibles, pero también se preguntaban cómo elegir al niño que llevará esperanzas y deseos al futuro. Como es natural, los padres que esperaban se sintieron atraídos un infante de ojos brillantes y mejillas sonrosadas y llenas de vida, un bebé sano y activo. Fueron evaluados como pareja adoptiva, aprobados, y varias semanas después dejaron el orfanato con el bebé de mejillas regordetas y sonrisa que, al crecer, se convertiría en el hermano de Susan, Scott.

Beverly estaba emocionada ante la perspectiva de criar a este niño tan deseado, pero con el tiempo la atormentaban aquellos otros niños cuya mirada no la había atraído: los enfermos y los rechazados. Se sentía culpable por haber elegido basándose en rasgos sobre los que ningún niño tiene poder. Ella y Bill tenían espacio para uno más en sus vidas y corazones, y para cuando Scott cumplió tres años, regresaron al orfanato con un propósito diferente: elegir al bebé más enfermo de la sala, el niño que más necesitaba su amor. Esa era Susan.

Susan nació de una joven de diecisiete años, sobreviviente de una violación, que intentó inducirse un aborto dejando de comer. Como resultado, Susan nació prematuramente con una serie de problemas médicos que requirieron dos cirugías abdominales antes de cumplir nueve meses. Había estado en varios hogares de acogida pero nadie quería quedarse con la niña, cuya situación médica era compleja.

Susan recuerda hasta el día de hoy el relato de su madre moribunda sobre la adopción. También tuve el privilegio de estar presente cuando Beverly recordó haberle dicho a su esposo: "Llevémonos a la de atrás, la de la mirada vacía. Nos necesita". Luego hizo una pausa, y señalando a Susan añadió: «Y ahora, la necesito». Me conmovió la sencillez con la que reconoció la inversión de papeles en esta historia de interdependencia como si fuera lo más natural del mundo. Y lo era.

Susan procedió a sacar fotos de la familia, tomadas poco después de la adopción. En una particularmente reveladora, Beverly sostiene a Scott, un niño de tres años con aspecto travieso y sombrero de vaquero, y a una Susan indiferente, cuya mirada vacía contrasta con la calidez del abrazo de su madre. Mientras me mostraba la foto Susan comentó que había recibido tanto amor que desconocía las consecuencias negativas de su trauma y abandono tempranos. Siempre se había considerado "la hija más afortunada del mundo".

Mientras Susan describía el tortuoso camino que le permitió recibir el don de la familia evalué la forma arbitraria, pero también fortuita, en la que la vida puede dar el giro más trascendental. Fue el destino el que puso a Susan y a su hermano en el camino de Beverly y Bill en el momento y lugar adecuados. También fueron destino e historia los que desencadenaron los acontecimientos de 1942 que llevaron a un niño de la Polonia devastada por la guerra a tomar de la mano a una niña, y salvarla.

El círculo completo también definió la historia de Beverly: ella moriría bajo el cuidado amoroso de la niña enferma que un día adoptó. Su acto desinteresado le fue devuelto en el amor y el cuidado que recibió al final de su vida, y eso le dio el espacio protegido que necesitaba para experimentar plenamente sus sueños y visiones.

Las experiencias de final de vida ofrecen un modelo para el funcionamiento del amor que catalizaron, escenificaron y restauraron. Son paradigma de los vínculos que no se detienen ante vivos y muertos, para ser exactos. Es este proceso infinito de interconectividad humana el que cristaliza las experiencias de final de vida, la conciencia de que el alcance del amor nunca se limita a quienes lo sienten y lo practican, ni conoce fechas de caducidad.

Como comentó Lisa, la hija de Joan y Sonny, las experiencias de su madre al final de la vida mantuvieron vivo el amor de Sonny, tanto por ella como por su familia en duelo. De hecho, fue solo después de la muerte de Joan cuando Lisa finalmente lloró la pérdida de su padre. La sensación de pérdida de la hija no se desencadenó por la muerte de su padre sino por el fallecimiento de su madre, quien ya no estaba presente para mantener vivo su recuerdo. Aun así, mucho después de la muerte de Sonny y Joan fueron los persistentes efectos de las experiencias previas a la muerte de Joan los que ayudaron a la familia a superar el proceso de duelo. Saber que sus padres nunca habían estado realmente separados, ni en vida ni en muerte, ayudó a Lisa a sobrellevar los  sentimientos de pérdida.

***

Al igual que Lisa, Maureen, hija de Benny, conoce el amor compartido y acumulativo de nutrir, acompañar, cuidar y sobrellevar el duelo. Ella también fue cuidadora en serie durante varios años: de sus suegros, de su madre moribunda, Gloria, tres años antes y, finalmente, de su desconsolado padre.

Recuerdo haber visitado a Benny después de que se mudara a la casa de su hija y su yerno. "Benny está dormido", me dijo Maureen al abrir la puerta, como disculpándose. Me conmovió la calidez y la amabilidad del entorno. Obviamente se había reorganizado los muebles de la sala para adaptarlos a las necesidades de su padre. Ya lo había visto antes. Las salas de estar, o las salas familiares, a menudo se transforman por completo para el moribundo. La comodidad y facilidad de uso de los miembros de la familia, decoración y diseño, se sacrifican en aras de la funcionalidad. A veces los muebles se desplazan a los extremos de las habitaciones para facilitar el acceso en silla de ruedas. La sala de estar puede verse abarrotada de pertenencias favoritas o demasiados sofás desparejados. O, como en el caso de Joan y Sonny, una o dos camas de hospital aparecen en el centro de la sala, estratégicamente ubicadas respecto al televisor.

Para Maureen, reorganizar el espacio vital también significó esparcir por toda la habitación fotos de la vida anterior de Benny. Era una auténtica galería de recuerdos enmarcados de finales de los años cuarenta y cincuenta que adornaban cada superficie plana disponible. Las fotos eran principalmente de la esposa de Benny, Gloria, sonriendo en su Primera Comunión, su boda, el bautizo de su primer hijo, los retratos familiares habituales reproducidos en diversas poses a lo largo del tiempo. Estos eran recuerdos de Benny, no de Maureen. Su foto de boda colgaba en la pared, detrás de la silla de su padre, fuera de su campo de visión, y mostraba los colores vibrantes y atuendos modernos de una generación anterior.

Se produce la inversión de papeles al cuidar a padres ancianos que se vuelven más infantiles al final de la vida. El proceso exige que, como cuidadores, no solo adoptemos la postura del padre frente al familiar moribundo sino que también nos centremos en él. Maureen lo sabía mejor que nadie. Sabía que las capacidades cognitivas de su padre estaban comprometidas por la enfermedad y la fragilidad. Atrás quedaron los días en que podía formar nuevos recuerdos y tener nuevas experiencias en las que inspirarse. Lo que quedaba, en cambio, eran recuerdos de décadas atrás y experiencias de final de vida en las que se sentía vivo. Puede que no recordara lo que desayunó pero sí recordar el color del vestido que llevaba su esposa cuando se conocieron. Puede que no funcionara cognitivamente en el presente pero seguía vivo en el pasado, y su identidad se familiarizaba cada vez más con el entonces que con el ahora. Era una especie de cápsula del tiempo que lo situaba en una época con la que estaba más familiarizado y donde solo podía recordar recuerdos lejanos.

Por eso Maureen rodeó a su padre de fotos y muebles de su pasado. Eso le daba confianza y conexión. Al retrotraer el tiempo mediante las cosas pudo recrear la única realidad que aún lo centraba: la de su juventud y matrimonio. Le facilitaba el viaje en el tiempo no solo para contextualizar su entorno, sino también para permitirle revivir lo que aún le resultaba familiar. Supo que lo había hecho bien cuando un día lo vio tomar una fotografía de su madre y hablarle como si estuviera allí, lista para responder. Maureen había ayudado a su padre a regresar a un tiempo y lugar donde era más que un simple moribundo.

Para Maureen, el espacio protegido para cuidar también fue oportunidad para reencontrarse y centrarse. Agradecía haber conocido mejor a su padre, este hombre "que creía en dar muchas oportunidades, en amar la vida, trabajar duro y tratar a las personas con amabilidad". Pudo reencontrarse con su pasado, su reputación y su legendaria decencia. Al mismo tiempo, cuidar de Benny implicó reevaluar sus  valores. La afianzó en la certeza de la continuidad del amor, así como en la importancia de las tareas y rutinas diarias que había gestionado con tanta maestría para su cuidado. Compartió con orgullo que aunque los médicos le habían dado un máximo de seis meses de vida, la fecha ya había pasado. Eso fue hacía tres años.

Algunas personas están tan acostumbradas al tejido de amor que forma su familia que parecen ignorar la excepcional calidad de los lazos que forjan sus vidas. Se necesita la mirada de otro para revelar lo extraordinario en el corazón de lo cotidiano, y la calidez de un corazón tallado en la nieve. Las experiencias de final de vida también brindan la oportunidad de reconocer la posibilidad de la gracia cuando, como dijo Patricia, «el ahora se convierte en el fin», porque proporcionan contexto para eternas historias de amor que se extienden hasta la eternidad, y más allá.

En su máxima expresión, la vida se trata de esta "pequeña cosita" que sentimos por quienes amamos (madre, padre, hijo, cónyuge o mascota), y del amor que recibimos a cambio. Puede que hayan pasado ochenta o veinte años desde que expresamos ese amor, pero cómo nuestra madre nos despidió, o cómo nuestro padre nos esperó cada día después de la escuela, importa de maneras que rara vez registramos cuando ocurren estos sucesos . Las experiencias de final de vida resaltan los momentos de nuestro pasado que importaron pero que tal vez dimos por sentado, aquello que sucedió cuando estábamos demasiado ocupados haciendo otros planes. Ayudan a replantear la muerte de una manera que no se trata de las últimas palabras y el amor perdido, sino de un yo fortalecido y los vínculos inquebrantables entre las vidas y a través de ellas. Joan, Beverly, Patricia y Benny no eran solo ancianos viudos en el ocaso de la vida sino humanos realizados con vidas interiores llenas de amor, lealtad y conexión. Sus sueños previos a la muerte los llevaron más allá de la fragilidad física, a un lugar donde el amor es perenne e "intenta cosas más allá de sus fuerzas".

 

CAPÍTULO SIETE. El lenguaje de la muerte del niño.

 

La fe del niño es nueva, entera, como su principio, amplia, como el amanecer. Con ojos frescos, munca tuve ninguna duda. - Emily Dickinson.

Cuando conocí a Jessica tenía trece años, y no sabía cómo ayudar a morir a un niño. Y, a decir verdad, nunca quise aprenderlo. Era la horrible incongruencia de un niño en cuidados paliativos, el cruel absurdo de que la vida terminara al principio, además de mi fuerte aversión a la pediatría. Los niños en apuros siempre me habían desquiciado de una manera que me hacía sentir menos capaz como médico. Esta sensación se agravaba al ser padre de dos niñas pequeñas.

Así que cuando llegó el momento de conocer a Jessica en persona no pensé ser yo el más indicado para la ocasión, y mucho menos el médico adecuado. Jessica tenía sarcoma de Ewing, un tipo raro y maligno de cáncer óseo. Habían pasado tres años desde su diagnóstico y era mi primera "paciente de cuidados paliativos pediátricos". Esa es la frase que usan los médicos para mitigar la realidad de la muerte de un niño.

Sabía que mi reacción sería visceral, tanto que me preocupaba que cualquier experiencia médica que pudiera ofrecer no compensara mis miedos. Y tenía razón. No lo hizo. No lo necesitaba. Al entrar en su habitación, intentando ser el médico que creía que ella necesitaba que fuera, me di cuenta rápidamente de que ninguna experiencia médica podría compararse con su inocente sabiduría.

Preparado para una conversación insoportable en cambio me encontré con una jovencita alegre, ansiosa por charlar sobre su día, su madre, sus mascotas y sus sueños. Jessica no se detuvo a lamentar la vida que no podría vivir, ni a hablar de su futura carrera o hijos. No tenía remordimientos, ni pensamientos sobre lo que podría haber sido de no tener la enfermedad, ni hablaba de oportunidades perdidas, ni ninguna de las consideraciones que a menudo oscurecen la conciencia adulta. Estaba demasiado ocupada viviendo el presente, la niña vivaz y cariñosa que su madre siempre había conocido, a pesar de sus dolorosos síntomas y los efectos secundarios del tratamiento. Estaba demasiado encantada con el mundo celestial que veía en sus sueños, donde su perro Sombra recientemente fallecido vagaba libre y sano de nuevo. Estaba demasiado concentrada en llegar a noveno grado de estudios, su meta personal. Todavía quería ser  niña haciendo lo que hacen los niños. Si hablaba de la muerte era algo incidental.

Pero también fue más allá de eso.

Los niños tienen pocos puntos de referencia para la muerte; carecen de lenguaje para la mortalidad, y mucho menos para "luchar" contra ella. De hecho, la metáfora de la guerra, tan común para describir la vida con una enfermedad terminal, no podría ser menos apropiada en relación con la experiencia de morir de un niño. Los niños no luchan contra la muerte. Viven cada momento no como si fuera el último sino como si fuera a perdurar. La aceptación no es un estado que deban alcanzar con esfuerzo. Lo habitan y lo encarnan, todo al mismo tiempo.

Ni a Jess ni a su madre, Kristin, se les dio un pronóstico ni una tasa de supervivencia al momento del diagnóstico, y tampoco preguntaron. Jessica se estaba muriendo, —es decir, viviendo plenamente consciente de su inminente muerte—, pero nadie se lo había dicho explícitamente. Simplemente lo sabía. Los niños tienen capacidad intuitiva para comprender cuándo la muerte es inminente. La negación les resulta tan ajena como natural en los adultos. Así que, como la mayoría de los niños moribundos, Jessica comprendió más de lo que dijo, o de lo que le dijeron. Fue la exposición, no la narración, de sus sueños y visiones lo que la inspiró. Soñaba con tonos y texturas distintos, lo que no solo la hizo consciente de su muerte inminente, sino que también la afianzó en el amor.

Las experiencias de los niños al final de la vida, al igual que las de otros pacientes, se caracterizan por el regreso de seres queridos. Sin embargo, a diferencia de los adultos, los niños a menudo no conocen a alguien que ya haya fallecido. Por ello quienes más los han querido y finalmente regresan a su lado suelen ser sus queridas mascotas. Las visiones de su perro, Sombra, y de Mary, la amiga fallecida de su madre, poblaron los sueños y visiones de Jess a medida que se acercaba su hora.

A diferencia de los adultos, que piensan en los animales en términos de su menor esperanza de vida los niños ven a las mascotas como compañeros de por vida. A menudo, la mascota familiar llega antes del nacimiento del niño y, por lo tanto, es intrínseca a la familia y a su mundo. La distinción entre humanos y animales no resuena en su conciencia, ni siquiera en su inconsciente. Su relación con los animales domésticos es a menudo la forma en que aprenden a relacionarse con los demás, a cuidar y amar, y cómo se enfrentan a la mortalidad por primera vez. La descripción que Jessica hace de su perro ilustra mejor cómo, para ella, él era parte de la familia: "Estábamos muy unidos aunque la mitad del tiempo no me caía bien porque siempre estaba encima de mí, pero aún así lo quería". Sombra era un labrador negro mestizo de 32 kilos, indolente, mendigo y a menudo molesto, que había sido, junto con su madre, su apoyo.

Tengo grabado en la mente el recuerdo de esta chica serena y decidida, sentada con las piernas cruzadas en el sofá, con las manos en el regazo, respondiendo a mis preguntas con naturalidad. «Mis sueños ahora son buenos sueños», explicaba Jessica con cautivadora franqueza. Nunca se desvió de esta forma directa de expresión, ni siquiera cuando el equipo de cámaras aparecía para filmar la interacción para un documental. Para entonces, mis preguntas eran bastante predecibles: siempre preguntaba por la salud, sus rutinas diarias, sueño y estado de ánimo. Aun así, Jess se sentaba allí como una maestra zen, obsequiándome con toda su atención. Luego, articulaba sus respuestas cuidadosas y reflexivas a cada pregunta. «Sueño con mi viejo perro Sombra, que falleció. Está bien: corre, se divierte, pero luego se escapa y no lo vuelvo a ver. Siento que es su forma de despedirse. De vez en cuando viene a verme, y tengo la sensación de que está ahí para decirme que estoy bien, que estoy a salvo».

Jessica rápidamente comprendió el sentido del regreso de Sombra en su sueño como "significado del amor". Él era un explorador, no un portador del féretro, y había regresado para brindarle el amor y el apoyo que necesitaba para emprender su viaje al final de la vida. La difícil conversación sobre la muerte, que una vez temí, se había vuelto completamente irrelevante. De hecho, lo había estado viviendo consigo misma, en sus sueños al final de la vida, y estos ya le habían proporcionado todas las respuestas que buscaba o necesitaba.

Antes de Jessica, asumía que para que una niña comprendiera la muerte necesitaba pintarle una imagen. Recuerdo haber ideado estrategias para usar lenguaje e imágenes sencillas, así como referencias apropiadas para la edad. Pero mi suposición se debía a una condescendencia injustificada, no a la realidad de la experiencia de morir de una niña.

Me sorprendió descubrir que esta niña comprendía su mortalidad mejor de lo que jamás hubiera imaginado. Lo que los adultos experimentan al principio como duelo Jessica ya lo había transformado en imágenes sensoriales de alegría, color, calidez y seguridad. Lo que nosotros percibimos como separación ella lo experimentaba como un reencuentro amoroso bajo la guía de su perro Sombra. El regreso de su perro en sueños indicaba que el fin estaba cerca pero no le provocaba miedo a lo desconocido. En cambio le brindó el consuelo y la tranquilidad de saber que entraría en un territorio seguro, acogedor y familiar junto a un peludo amigo. La muerte de un niño puede ser inimaginable al adultos, pero para el niño es estímulo para su imaginación.

Como la mayoría de los niños moribundos, Jessica no distinguía claramente entre su mundo inmediato y el imaginario de los sueños. Más bien vivía los sueños recurrentes como si fueran visiones reales. De hecho no siempre podía distinguir cuál era cuál. "Normalmente simplemente me acuesto boca arriba e intento recrear ese sueño. Y pienso en lo que me acaba de despertar, pero me da miedo ver lo oscura que está mi habitación. Una noche había una cosa larga y negra allí y era Sombra, junto a mi cama. Bajé al suelo [para acariciarlo] y parecía que su cabeza subía, y luego desapareció”. Lo que vio le pareció tan real que estiró la mano para tocarlo.

Recuerdo intentar explicarle su experiencia con palabras. La describí como un sueño que se funde con tu realidad al abrir los ojos. Me miró perpleja, como si no estuviera convencida. Mi lenguaje aún implicaba una separación entre el sueño y la vigilia y, por tanto, no lograba conectar con la experiencia vívida de su sueño. Cuando le pregunté si Sombra le había hablado alguna vez puso los ojos en blanco, como una adolescente, y respondió: «Los perros no hablan». Para Jessica, la difuminación de la línea entre la realidad y su mundo onírico no implicaba un fallo en su lógica ni en su capacidad de razonamiento.

Con el tiempo aprendí la lección, que era decir menos. En cambio, me quedé asombrado mientras Jessica compartía percepciones y experiencias que contenían una comprensión de la progresión de una enfermedad para la que no tenía palabras.

Continuó soñando con Mary, la mejor amiga de su madre, que había fallecido a los treinta y cinco años, cuando Jessica tenía solo ocho: "Mary es una de las mejores amigas de mi mamá y falleció de leucemia. Creo que yo estaba muy cercana a ella, y ella lo estaba de mi mamá. Me caía bien. Era muy agradable. La vi en la habitación de mi mamá. Subiendo las escaleras, iba a mi habitación y me detuve cuando vi con el rabillo del ojo que alguien jugaba con las cortinas de mi mamá. Llevaba puesta su camisa favorita. Mi mamá me dijo que así era porque le conté que era una camisa de franela a cuadros grises y azules”. Me sorprendió un poco el estoicismo de su yo soñador ante la presencia de una persona muerta caminando. Le pregunté si su madre estaba allí. “Sí, estaba, pero Mary no me miró; ​​presentía que si la llamaba por su nombre me miraría, pero no quería asustar a mi madre. Jessica era hija única de madre soltera, lo que la dejó con una última incertidumbre una vez que se resolvió su preocupación por la muerte: “¿Qué haré sin mi madre?”. La visión de esta madre sustituta, la mejor amiga de su madre en la habitación materna le trajo una paz tremenda. Sintió “alivio y felicidad”. Continuó: “Mary era una persona muy fuerte, y sé que yo soy fuerte y mi madre me dice todo el tiempo que soy como ella”.

Kristin, que nunca se separaba de su hija, le recordó: “Me dijiste todo el tiempo: ‘Mamá, vi un ángel’, y luego pudiste dormir”.

—Sí, —asintió Jessica—. Pude dormir. Fue muy reconfortante y no me dio ningún miedo.

Al principio, Jessica se mostró reticente a compartir su visión de María con Kristin por miedo a inquietar o asustar a su madre. Esta notable abnegación en el momento de la muerte es un tema común entre los niños moribundos. Todavía no he conocido a muchos niños que dejen este mundo sin intentar proteger a quienes quedan atrás.

Los sueños de Jessica habían representado una obra en dos actos que encarnaba y resolvía el enigma de lo que suponía su muerte. Primero su perro, «regresó a mí y eso significa que estoy bien y que no estoy sola». Luego, al reconocer la muerte inminente, surgió una nueva preocupación: cómo iba a vivir sin su madre. Jessica desconocía un mundo y un yo que no incluyera a su madre. Su relación era verdaderamente simbiótica y la enfermedad la había intensificado. La dependencia de Jessica hacia su madre definía su identidad hasta el punto de que lo que más temía su alma era vivir sin ella. Esta era la fuente de una profunda ansiedad que no podía expresar con palabras pero que su segundo sueño con Mary abordó y resolvió de todos modos.

Como adultos, solemos asumir que aceptar el final de la vida implica aceptar la muerte. En consonancia, muchos piensan que mi trabajo como médico de cuidados paliativos es guiar a los moribundos hasta ese punto, ayudar a aceptar la idea de la finitud, pero no siempre es así. En los cuidados paliativos el conocimiento de la muerte nunca es el final de la conversación: es el comienzo. Nos hacemos preguntas del tipo: "¿Cómo te sientes?"; "¿Estas bien?"; "¿Estás en paz?", y no porque no importe las respuestas sino porque lo que importa es el proceso y los sueños de los pacientes sobre el final de la vida desempeñan un papel importante en esta evolución. No son el fin ni la meta. Son las herramientas que utilizamos porque no son de nuestra creación.

Hasta que conocí a Jessica no podía imaginar que los niños tuvieran acceso a sus propias herramientas durante el proceso de morir. Asumía que una mente joven no era apta para manejar una conversación sobre el fin de la vida, y no apreciaba las sofisticadas maneras en que podía ocurrir. Jessica tenía una comprensión de la muerte que superaba cualquier cosa que yo pudiera haber imaginado; creaba conexiones, abstracciones y conclusiones que yo no podría haberle dado, y no requerían palabras ni comentarios. Yo solo tenía que escuchar.

La inocencia de una niña es infinitamente más profunda que la ignorancia. Sin saberlo, las experiencias de Jessica al final de su vida enseñaban, tanto a ella como a sus cuidadores, a afrontar lo aparentemente inconcebible. Y lo más importante, a su madre Kristin le ayudaron a iniciar el proceso que no podría haber aceptado conscientemente: el de dejar ir. Pero Kristin no estaba dejando ir a su hija, —no podría hacerlo—, sino que dejaba la negación.

Madre e hija compartían un lenguaje tácito y un vínculo espiritual que perdura hasta el día de hoy. Seis años después de la muerte de su hija, Kristin aún siente la presencia de Jessica. Sigue decorando su casa para cada festividad porque "Jess no lo cambiaría por nada". Todavía cuida de Lulu, la gata naranja consentida y con sobrepeso de su pequeña, quien sigue usando el adorno gracioso que Jess una vez le puso en el collar. Aún recuerda lo que Jess llevaba puesto el lunes 13 de septiembre de 2010, el día en que recibieron el devastador diagnóstico. Y sonríe al recordar los preciosos dos años, seis meses y cuatro días que estuvo con su hija dese esa noticia.

Kristin puede haberla dejado ir, pero no ha seguido más allá de eso. No lo necesita. Ningún padre lo necesita. La aceptación no lo requiere ni lo justifica. No hay nada roto en la relación con nuestros hijos por lo que debamos distanciarnos de ellos por su muerte. No hay nada con qué reemplazarlo o suplantarlo. Para Kristin, no había forma de superar el legado de fortaleza y magnanimidad que Jess dejó atrás, solo quedaba seguir adelante con él. Años más tarde, cuando me reuní con Kristin para recordar a su formidable hijita, no pudo evitar sorprenderse de su inexplicable fuerza y capacidad para hablar en el funeral de su hija tan poco tiempo después de la muerte de la pequeña. «¿Qué madre hace eso?», exclamó. «La de Jess», respondí sin dudarlo. A menudo son nuestros hijos los que nos convierten en los padres que no sabíamos que podíamos ser.

Esto también se aplica a Michele, otra madre guerrera que desconocía su fuerza hasta que la llamaron las necesidades de su hija enferma. La metáfora de la guerra, por inapropiada que sea para quienes viven con una enfermedad terminal, tiene profunda resonancia cuando se trata de los padres de niños moribundos. He conocido padres que, en medio de un dolor inimaginable, encontraron en sí mismos el coraje para ayudar a su hijo a vivir una vida lo más plena posible en el espacio que separa la muerte de la agonía. Los he visto enfrentarse a un sistema médico que pierde el rumbo, pasando de si el paciente muere a cómo muere. He observado la persistencia de estos padres en una batalla cuesta abajo cuyos éxitos se miden en sonrisas y logros, no en victorias.

Cuando conocí a Virginia Rose aparentaba la mitad de su edad. El retraso en el crecimiento fue uno de los efectos secundarios de la radioterapia cerebral completa que había recibido diez años antes para tratar la leucemia. La otra consecuencia imprevista fue el tumor cerebral que se diagnosticó erróneamente como de crecimiento lento y bajo grado. Tenía catorce años y medio y su familia se preparaba para celebrar el décimo aniversario de la curación de la leucemia.

Con la valentía que siempre la había definido, Michele, madre de Virginia, se preparó para otra larga batalla contra el segundo diagnóstico de cáncer. En cuestión de meses se dio cuenta de que su hija estaba deteriorándose más rápido de lo esperado y no podía comprender qué sucedía. No tenía claro si el empeoramiento del estado neurológico de Virginia se debía la enfermedad o al tratamiento, y qué síntomas eran permanentes y cuáles reversibles. No sabía si así era como se suponía que debía ser la enfermedad, de nombre aparentemente impronunciable. Michele no sabía, —en realidad no quería saber—, si su hija se moría. Su instinto maternal casi se lo había dicho pero nadie le había aclarado las cosas. Seguía confundida sobre el cuándo y el cómo. Estaba perdida en un viaje sin mapa, afligida y confundida por la espiral de la medicina moderna que no le proporcionaba la comunicación abierta y directa que tanto necesitaba.

Finalmente, Michele llevó a su hija, que se estaba debilitando, al hospital y se plantó: «No me iré hasta que alguien me diga qué le pasa a mi hija». Fue una de las muchas madres que he conocido que, sufriendo el dolor de la incertidumbre, han llevado al hijo moribundo a urgencias en busca de respuestas en lugar de intervención. No es la realidad lo que estos padres no pueden afrontar, es la falta de orientación y dirección lo que les resulta insoportable.

El fatídico día en que Michele requirió, en nombre de su hija, información sobre la enfermedad que la debilitaba produjo resentimiento en el médico que cubría el servicio. Insegura por todas las implicaciones del diagnóstico presionó tanto que el exasperado doctor le arrojó tres documentos médicos en lugar de la conversación compasiva que ansiaba y merecía. Recogió los documentos y se abrió paso a tientas entre la jerga médica para descubrir la devastadora verdad que ningún padre debería tener que afrontar solo: Virginia tenía un tipo de tumor cerebral diferente al que los médicos le habían diagnosticado inicialmente: un glioblastoma, una forma incurable de cáncer cerebral. Aunque la patología puede ser confusa y hay muchas sutilezas en los diagnósticos, las implicaciones de esta segunda calificación fueron trascendentales. La nomenclatura puede ser irrelevante pero Michele había estado trabajando con la premisa de que su hija padecía una enfermedad potencialmente controlable cuando, en realidad, la dolencia era terminal.

La atención médica a menudo se asemeja a una cadena de montaje de intervenciones médicas altamente tecnológicas y especializadas, cuyo funcionamiento fragmentado puede dejar a las familias en duelo con incertidumbre. Como expresa el cirujano y escritor Atul Gawande, en su libro Being Mortal: “La ciencia médica ha dejado obsoletos siglos de experiencia, tradición y lenguaje sobre nuestra mortalidad, creando una nueva dificultad para la humanidad: cómo morir”. La atención sanitaria actual se dispensa en dosis que no conforman una historia humana.. Los órganos se tratan individualmente, mientras que la humanidad del paciente a menudo se ignora. Los mejores recursos de la medicina a menudo fallan al no tomar tiempo para ayudar a los padres a comprender qué le sucede a su hijo moribundo, cómo aliviar sus últimos momentos, o incluso cómo reconocer esos momentos.

En el tiempo que transcurrió entre los dos diagnósticos de Virginia, el esperanzador y el devastador, se sometió a varias cirugías cerebrales que le provocaron pérdida progresiva de función neurológica, incluyendo la parálisis completa del lado izquierdo del cuerpo. También desarrolló una infección posoperatoria en el cráneo, que no cicatrizaba. Debido a su sistema inmunitario debilitado, múltiples rondas de antibióticos no lograron detener la propagación de la infección al cuero cabelludo.

La Virginia que sufría estos síntomas extenuantes, sobre la que había leído en mis notas médicas, no era la que conocí. La que recordamos, su madre y yo con amor, no se definía por el cáncer y la infección que su cuerpo no podía combatir, ni por la silla de ruedas en la que se sentaba. La Virginia por la que aún sonreímos y lloramos era la joven que, a pesar de las complicaciones de la enfermedad, rostro decaído y herida infectada en la cabeza, conservaba la capacidad de asombro de una niña. Era la Virginia que se mantuvo, en palabras de Michele, "obstinada en querer aprender", a pesar de sus capacidades cognitivas deterioradas, otro efecto secundario de la radioterapia cerebral completa a la que fue sometida. Era la Virginia que, como cualquier adolescente de su edad, disfrutaba mantenerse al día con las canciones y artistas populares del momento, los ídolos adolescentes y las noticias del entretenimiento. Era la Virginia cuyos coloridos pañuelos en la cabeza transformaban la herida hinchada en una especie de declaración de moda, y la que cuando le preguntaban si había algo sobre la enfermedad que yo debería saber ofrecía su sonrisa más radiante antes de responder, simple y sin afectación, "Sí, soy hermosa".

Recuerdo la acogedora casa suburbana en la que Virginia vivía con su madre, padrastro y hermanos. Todo en su espacio vital describía a una típica adolescente estadounidense, excepto la cama de hospital, la bandeja metálica con sus medicamentos y el orinal portátil en la esquina de la habitación. Tenía un acuario con dos peces y todos los peluches marinos de la película de Disney Buscando a Nemo . Las paredes del dormitorio estaban cubiertas de pósters de la banda juvenil One Direction. Le encantaba cantar los éxitos de los ídolos adolescentes de su generación y tenía especial debilidad por Justin Bieber y Shawn Mendes. Bromeaba con su cariño por los canadienses. Yo sonreía porque sabía que yo también lo tenía.

Virginia me contó sobre las sombras que a veces veía. Revoloteaban a su alrededor al despertar por la noche. Solían asustarla, pero después de un sueño en particular empezó a encontrarle consuelo. El cambio ocurrió durante una resonancia magnética, cuando se quedó dormida dentro de la máquina de pulsaciones y tuvo la visión de su querida tía Mimi, que había fallecido recientemente. Al igual que Jessica, Virginia no tenía un vocabulario complejo para la muerte, así que imaginó una nueva realidad basándose en el lenguaje y las imágenes que tenía a mano. En su sueño vio a su tía en un castillo, "con un bebé en la ventana, y se puede ver el sol a través de ella". No podría haber evocado una metáfora más hermosa y necesaria para un renacimiento en un mundo libre de daño. Había calidez y luz, en una estructura que sugiere tanto fortificación como protección sin restricciones. Virginia describió el castillo como "un lugar seguro" para la tía Mimi, así como para la abuela Rose, quien también había fallecido hacía poco. Virginia podía sentir a Mimi abrazándola y susurrándole al oído: "Tienes que volver ahí abajo y luchar".

A Virginia le encantaba nadar cuando no tenía cáncer, así que su castillo también tenía piscina. Estableció el ambiente para la actividad que le había dado alegría cuando estaba sana. También llenó sus sueños con una colección de animales que había conocido, amado y perdido. Perros, gatos y pájaros se turnaban para aparecer, resucitados como versiones sanas de sí mismos. Cuando despertó después de la resonancia magnética estaba casi eufórica y le dijo a su madre: «Voy a estar bien; no estoy sola».

Tanto Virginia como Jess crearon mundos interiores que les brindaron lo que el mundo real no podía: la oportunidad de recuperar su plenitud. La presencia de animales muertos que volvían a la vida les servía de presagio de salud recuperada y les hacía sentir seguras, a gusto y queridas.

Al igual que Jess, ya sabía que abandonaría la realidad de los vivos para ir a un lugar habitado por muertos. Sus sueños se lo decían. A medida que la enfermedad avanzaba sus sueños se multiplicaban, al igual que los animales y mascotas fallecidos, que ahora disfrutaban de salud y libertad en "el castillo". En este mundo alternativo, la certeza de la muerte inminente se integraba con la certeza del amor de otra existencia, una libre de enfermedades, al igual que la visión de sus mascotas, cuyo amor y aceptación incondicional también estaba convocando. Virginia no necesitaba palabras adultas, aunque debía saber que nosotros sí porque nos las proporcionaba indirectamente a través de las canciones que amaba.

Cuando le preguntaba por su música favorita, Virginia mencionaba títulos de canciones y yo enseguida le revelaba mi ignorancia sobre los gustos musicales de su generación. Ella, con amabilidad, pasaba página. Un año y medio después de su fallecimiento me detuve a escuchar la letra de una de sus canciones favoritas, "Stitches" de Shawn Mendes, una canción sobre las heridas emocionales causadas por un amor no correspondido. Virginia se sabía la letra completa. A medida que mi mente comenzaba a procesar su verdadero significado me di cuenta de que para Virginia los términos físicos y médicos que usaba Mendes no podían tener nada de metafórico:

Pensé que me habían lastimado antes,

pero nadie me había dejado nunca tan dolorido...

Ahora necesito que alguien me devuelva la vida.

Tengo la sensación de que me estoy hundiendo...

Necesitaré puntos de sutura.

Tropiezo conmigo mismo

Dolorido, rogándote que vengas a ayudarme

 

El estribillo era aún más desgarrador:

 

Aguja e hilo

Tengo que sacarte de mi cabeza

Aguja e hilo

Terminaré muerto

 

Me quedé sin palabras. Una vez más, había hecho suposiciones sobre los rudimentos del proceso mental infantil para acabar dándome cuenta de mi limitada comprensión. A los dieciséis años Virginia se encontraba entre la infancia y la adultez así que el lenguaje con el que procesaba la mortalidad pertenecía a ambos mundos. Soñaba con castillos celestiales mientras cantaba sobre el dolor real. Aún anhelaba un tiempo en que los puntos de sutura bastaran para curar una herida.

Michele nunca había hablado con su hija sobre la muerte. No le hacía falta. Seis semanas antes de morir Virginia le envió un mensaje telefónico para decirle: «Quiero morir. Nunca voy a mejorar». Era plenamente consciente de lo que su madre se esforzaba por reprimir. También procesaba la verdad en más de un guion. A veces eran pantallas, canciones o sueños los que conspiraban para hacer digerible lo inimaginable, ya fuera para los adultos que no podían aceptarlo o para ella misma, que ya lo había hecho.

En los días previos a su muerte, Virginia llamaba a su madre cada quince minutos aproximadamente. Un día Michele acababa de regresar a la cocina, donde guardaba el transmisor del monitor de bebé que siempre estaba en la habitación de su hija. De repente, oyó a Virginia conversando animadamente. Regresó a la habitación de su hija para preguntarle con quién hablaba. "Hablaba con Dios. Es viejo, pero es bastante mono”. Algo sorprendente para una niña que no había sido criada con la religión ni ido a la iglesia. Añadió, como para tranquilizar a su madre: “No voy a enfermar, ya sabes, adonde voy, al castillo”.

Después de su encuentro con Dios, Virginia dejó de llamar repetidamente a su madre. Su fuente de consuelo se había trasladado a su rico mundo interior, un mundo cuyo contenido antes había compartido, pero que ya no necesitaba. Vi a Virginia al día siguiente y estaba tranquila y cómoda. Murió cuatro días después.

Pienso a menudo en Virginia pero en ningún momento su recuerdo me atormentó tanto como cuando conocí a Sandra, una chica siria de dieciséis años que se había mudado recientemente a Estados Unidos con su familia.

Se trataba de una niña cuyos padres habían solicitado el estatus de refugiado trece años antes. Ahora, menos de seis meses después de la llegada a su tan esperado nuevo hogar, su única hija se trasladada a la Unidad de Pacientes Internos, del hospital de terminales, con cáncer óseo con metástasis extensa. Marine y Hanna, los padres de Sandra, esperaban contra todo pronóstico que el mudarse a Estados Unidos ayudaría a salvar a su pequeña. Profundamente religiosos, habían visto el momento de su emigración al país con la medicina más avanzada del mundo como una respuesta a sus oraciones.

Sandra fue enviada a el hospital de pacientes terminales de Búffalo desde el Centro Oncológico Integral “Roswell Park” para el manejo de su dolor persistente. Su sufrimiento físico, así como la enfermedad subyacente, se habían agravado abruptamente y, dado su grave nivel de angustia, la atención domiciliaria no habría sido apropiada.

En el hospital, Sandra, desesperada por alivio, seguía pidiendo más medicina contra el dolor. Me sorprendió el estado avanzado de la enfermedad y la ineficacia del tratamiento previo para el dolor algo que, por desgracia, veo con demasiada frecuencia en cuidados paliativos sobre todo en niños que se resisten más a la medicación.

Como muchos pacientes que experimentan sufrimiento intenso, Sandra quedó traumatizada por el dolor, de manera similar a lo que ocurre en el trastorno de estrés post traumático, o TEPT. En estado de miedo intenso, ahora anticipaba el dolor con cualquier movimiento que hiciera. Comprensiblemente, había perdido la confianza en la obligación de la medicina de aliviar el sufrimiento. Aun así, Sandra solo expresaba gratitud por la atención que recibía en esta tierra extranjera que nunca podría llamar hogar.

Aprovechando que su familia no podía escucharla Sandra solicitó sedación completa. Confesó que quería evitar a sus padres que vieran su sufrimiento, así que pidió medicamentos "para poder dormir". Estaba agotada por la enfermedad y le costaba mantenerse alerta y concentrada; sin embargo, aliviar el sufrimiento de los demás era más importante que el dejar ir sus últimos momentos de vigilia.

Desarrollamos un plan para controlar el dolor de Sandra. La medicación administrada fue efectiva y la hizo sentir cómoda. Pasó de pedir que la dejaran inconsciente a pedir quedarse en el hospital: "No quiero ir a casa".

A diferencia de sus padres, Sandra hablaba inglés con fluidez. Dado lo mucho que había sufrido su prioridad era quedarse donde encontraba consuelo. Su hogar era donde estaba el dolor, donde era insuperable, donde había sufrido más de lo que podía amar.

Así fue como me di cuenta por primera vez de que ella lo sabía.

Ella lo sabía, aunque sus padres hacían todo lo posible por ocultarle la verdad. No querían que pensara que se estaba muriendo. A pesar de su profundo catolicismo, rechazaron la oferta de un capellán que estuviera presente junto a su cama. Eso podía dar, sin querer, una pista sobre la enfermedad. No habría conversación, consejo espiritual ni reconciliación para su pequeña. Querían que su vibrante hija siguiera creyendo en tratamientos, en la posibilidad de una cura, en milagros. Intuitivamente comprendí de dónde provenía esta insistencia. Sandra era una luchadora, una fuerza de la naturaleza, y verla resignada a su trágico destino habría significado perderla dos veces. No podían privarla de esperanza sin renunciar a la suya. Era demasiado pedir a unos padres que lo habían sacrificado todo para darle a su hija una vida mejor que nunca tendría.

Mamá y papá se turnaban junto a la cama de Sandra, mientras que Tony y Remi, amigos de la familia, acudían siempre que podían para servir de intérpretes. Tony y Remi eran los amigos que habían proporcionado un hogar a la familia Haddad a su llegada a Estados Unidos, y Sandra era como una hija para ellos. Hablaban de ella con tanto orgullo como si fueran sus padres. Y sus hermanos coincidían, con cariño, en que era más inteligente que ellos dos juntos.

Nunca me sentí cómodo con mi incapacidad para comunicarme directamente con la familia, pero agradecí su disposición a interpretarme. También sabía que no todo requería interpretación. Lo que no necesitaba traducción, por ejemplo, era la tragedia de esta joven y su familia, o el amor que emanaba de padre a hija, de hermano a hermana, y que, a pesar de su debilidad, Sandra reflejaba en cada uno de ellos.

A medida que Sandra se aliviaba de su dolor, volvía a parecerse más a la joven despreocupada que amigos y familiares habían conocido y cuya vitalidad y altruismo eran tan intensos que el mundo se oscureció notablemente al perderla. Esta era la Sandra que, atrapada entre dos culturas y dos idiomas, había bailado y rezado para acceder a ambos; la Sandra que me contó las fiestas a las que había ido en Siria, y fotos de las cuales aún podía acceder a través de las redes sociales; la Sandra que aprendió inglés por su cuenta preparándose para su emigración y que, al aterrizar en un hospital oncológico, comenzó a enseñar a sus enfermeras todos los pasos de baile árabe que conocía. Esta era también la chica que, al regresar de su tratamiento un día, se ponía de pie en el descapotable de Tony, extendía los brazos y gritaba con tanta alegría que él también se transportaba a una época en la que el abandono temerario triunfaba sobre las legalidades. La muchacha que, cuando estaba postrada en cama, llamaba a Remi, la esposa de Tony, para que fuera a jugar a las cartas con ella: “Remi, tomé morfina, podemos jugar”. La Sandra cuyos videos documentan esta notable paradoja: la de bailar en cada suceso, con cualquier canción, en bancos, en pasillos, a la vista de la multitud así como en la privacidad de su casa, a pesar de su brazo discapacitado, a pesar del pañuelo y su inconfundible palidez.

Al igual que Jess y Virginia, Sandra era suficientemente mayor para saber, pero demasiado joven para morir. Y al igual que ellas, fueron sus sueños recurrentes los que revelaron la verdad que nos habían ordenado ocultar. Sandra soñó una y otra vez que escalaba la ladera de una montaña mientras la gente al pie del monte intentaba arrastrarla hacia abajo e impedirle alcanzar a los ángeles de arriba. Pudo ver una cruz en la cima de la montaña que, cuando finalmente la alcanzó, la liberó del dolor. Esta era una secuencia recurrente de sueños que compartía a menudo y con muchas personas. Era impactantemente vívida, tanto que se sentía nerviosa al contarla. Lo que la ataba a la tierra le traía un dolor inmenso y su sueño, al liberarse de ello, escenificó la promesa de una vida revivida sin sufrimiento. La ayudó a forjar su  camino más allá de la atención médica y la guía espiritual por las que estaba agradecida, pero que no podían recomponerla. A través de sus experiencias de final de vida creó un mundo que la ayudó a sentirse libre y sin cargas, libre de dudas y daños físicos.

Sandra provenía de una cultura profundamente devota, por lo que tenía sentido que sus sueños y visiones de final de vida se contextualizaran en el simbolismo de la fe. Sin embargo, el final de la historia siguió siendo el mismo que el de Jess y Virginia, a pesar de las diferentes imágenes o referencias. Era una historia similar de promesa, salud y calidez, tan inspiradora que la hizo sentir reconciliada con la "voluntad de Dios".

Esta fue una historia cuyo significado no requirió explicación para la mayoría de quienes estábamos junto a su cama. Al escucharla, Tony, el amigo de la familia, reconoció de inmediato lo que los padres de Sandra no podían afrontar. De hecho, estaba tan convencido de la inminencia de su muerte que se sintió impulsado a tomar las riendas, por el bien de sus padres: los preparativos del funeral.

Sin que su familia lo supiera, Sandra se había despedido en Facebook una semana antes de morir. Anunció a sus amigos sirios que esta sería su última publicación "por un tiempo". Pero lo que dejó en su muro de Facebook fue nada menos que una elegía cuyo significado no se perderá en la traducción: "Es cierto que todavía soy demasiado joven para hablar de mi experiencia de vida pero a través de mi enfermedad tengo la sensación de que gané mucho en términos de madurez. Aprendí que todos debemos hacer nuestro mejor esfuerzo para compartir la alegría incluso si sufrimos o somos infelices. No pienses, planees ni trabajes para el más allá. Vive el día a día. Vive el momento. Porque estos momentos no volverán y porque el plan de Dios para ti se cumplirá de todos modos”. Sandra hizo lo que la mayoría de nosotros no podríamos hacer. Se despidió, y lo hizo en sus  términos, en su  idioma y en el medio de su tiempo. Al hacerlo, compartió la sabiduría que había acumulado en su corta vida, y a través de su enfermedad: la importancia de la fe, la gratitud por cada momento vivido y la responsabilidad de compartir la alegría.

Es precisamente porque la idea de un niño moribundo es tan inconcebible que la aparente serenidad que tienen ante la muerte resulta tan sorprendente. Sin embargo es tan cierto para ellos, como para los adultos, que los sueños y experiencias de final de vida están llenos de los sucesos, personas y mascotas que necesitan para afrontar la muerte con dignidad y paz.

Quienes tuvimos el privilegio de conocer a Jessica, Virginia y Sandra nos vimos obligados a lidiar con una sensación de pérdida sin sentido cuando fallecieron. La muerte en la infancia es como una promesa incumplida, y siempre es una tragedia. Sin embargo, los niños moribundos siguen adelante sin las dudas y los arrepentimientos que los adultos albergamos. Los niños no comparten nuestra desesperación y el dolor del mundo. En pocas palabras, nuestros miedos no son los suyos. No hablan del fin de su vida como experiencia truncada. Donde nosotros vemos pérdida, ellos ven castillos, ángeles y animales leales; sienten calor y se reencuentran con viejos amigos; escuchan música. Los niños encuentran su  lenguaje que nosotros no podemos comprender: una aceptación de la mortalidad, un lugar donde residen diferentes formas de esperanza y liberación, y donde el amor incondicional es un hecho.

A las puertas de la muerte los niños nos dejan lecciones de resistencia y gracia. Sin embargo, para quienes nos quedamos atrás, vacíos y con dolor, la muerte del niño permanece más allá de nuestra capacidad de comprensión. En estos momentos haríamos bien en recordar que los niños, a diferencia de los adultos, experimentan el final de la vida sin sumirse en una búsqueda interminable de significado o perdón. Como escribió tan bellamente Emily Dickinson: «La fe del niño es nueva», y viven sus últimos días como si «nunca hubieran tenido dudas». Ven «los arcoíris, como algo común». Así que quizás sea mejor dejar que nuestra sensación de falta de sentido se atempere con reverencia y asombro por tres niñas que encontraron en sus sueños lo que nuestra realidad compartida no pudo proporcionarles: paz final.

 

CAPÍTULO OCHO. De mentes diferentes.

 

Más allá de las ideas malas y buenas acciones hay un terreno. Nos vemos allí. —Rumi.

Las páginas de este libro están llenas de variedad de voces, desde niños y padres hasta cónyuges y hermanos, policías y delincuentes, incluso olvidados y desamparados. Cada una revela a su manera cómo, independientemente de vidas y experiencias vividas, los momentos finales de la humanidad no consisten simplemente en una desintegración pasiva de la carne. En cambio, el final de la vida se trata de procesos internos activos y afirmativos, a menudo con importantes beneficios psicológicos y espirituales para los moribundos. Pero ¿qué pasa con las personas cuyas mentes funcionan de manera diferente? ¿Aquellos con discapacidades cognitivas o perceptivas, aquellos categorizados o etiquetados como enfermos mentales, dementes, discapacitados o "neuroatípicos", cuyas voces e historias a menudo se ocultan y marginan en la vida? ¿Acaso las etiquetas y preconcepciones que tan a menudo los limitan en la vida también lo hacen al final de ella impidiéndoles participar de la compleja transformación espiritual que este libro identifica en otros?

Las experiencias de morir y las oportunidades de enriquecimiento y plenitud que ofrecen son un aspecto de nuestra humanidad que se descuida aún más cuando se trata de personas con trastornos cognitivos y del desarrollo. Esto es así tanto si el deterioro es leve, como en el caso de Maggie, como si es más grave, como en el caso de la demencia avanzada.

A Maggie le diagnosticaron parálisis cerebral en su primera infancia. La parálisis cerebral es un trastorno neurológico causado por daño cerebral ocurrido durante la estancia en el útero, o en el parto. No tiene cura pero los síntomas no suelen empeorar con la edad, y Maggie tuvo una vida larga y plena con la certeza de ser diferente y de ser querida. A los setenta y cinco años ingresó en nuestra Unidad de Cuidados Paliativos tras optar por suspender la quimioterapia para el cáncer de mama, una decisión que su esposo, con quien llevaba cincuenta años casado, le reprochó. Él quería que siguiera luchando y ella quería seguir viviendo, sin las complicaciones de un tratamiento médico que consideraba inútil. Así que tomó la decisión como siempre: sin pensarlo dos veces. En cambio, mientras estaba en el hospital de terminales, comenzó a revivir sus recuerdos de infancia, la felicidad familiar y la educación que había disfrutado al crecer en un barrio obrero de Búffalo.

Maggie era hija de Dorothy y George, inmigrantes polacos de primera generación, y creció rodeada de amor, música, tradición, alegría y risas. Su historia era inseparable de la de su comunidad inmigrante de condición de obrera, en una época en la que la falta de opciones profesionales y medios económicos conducía a la interdependencia y al apoyo mutuo.

Maggie creció sin el beneficio de la Ley de Estadounidenses con Discapacidades, sin los servicios enriquecidos ni el reconocimiento generalizado de que las personas con discapacidad constituyen una población marginada. Pero esta falta de políticas, prácticas oficiales y procedimientos también significó que no existía una clasificación o codificación que la separara de los demás. Así que creció sintiéndose valorada por quien era en lugar de ser definida por lo que no era; se le dio una identidad y un sentido de autoestima. Su vida incluyó desafíos, como un impedimento del habla y cierta discapacidad de aprendizaje, pero no se vio limitada por ellos. Independientemente de sus habilidades lingüísticas, o su forma de expresarse, su voz era apreciada. Su diferencia formaba parte del rico entramado que la unía a su comunidad solidaria. Por eso también la historia de Maggie fue predominantemente de felicidad, no solo dentro de los confines de su hogar, sino cada vez que caminaba por su calle. Su "pueblo" no la redujo a una etiqueta, y reconoció su humanidad en toda su complejidad.

Siempre me han conmovido quienes, nacidos con dificultades y en ausencia de oportunidades, encarnan la felicidad. Allí estaba Maggie, moribunda, pero con una sonrisa radiante, aún juguetona, generosa y alegre; era un misterio y un milagro a la vez. Había triunfado en la vida con toda la justa medida del éxito, gracias al amor dado y recibido, y lo sabía.

Tuve que preguntar: "¿Cómo fue para ti crecer con parálisis cerebral?". Sin dudarlo, Maggie me habló del "quesobús", que era como se llamaba popularmente a los pequeños autobuses de color amarillo que transportaba a niños con discapacidad. Maggie tenía doce años cuando se negó por primera vez a subirse al quesobús. Optó por caminar cuarenta y cinco minutos para ir y volver de la escuela, bajo la lluvia, el aguanieve y la nieve. Había crecido con un sentido de pertenencia incompatible con cualquier cosa que la marcara como indeleblemente diferente; el quesobús nunca fue una opción. Caminar era el precio que estaba dispuesta a pagar por su dignidad, y cada paso del camino valía la pena para ella.

Maggie no necesitaba ni quería ser igual a los demás. Solo quería preservar el don que había recibido en la infancia: un sentido de identidad arraigado en la diferencia, no en la deficiencia. A los doce años, estaba contribuyendo a crear un mundo donde las diferencias fueran motivo de celebración, y donde la independencia no excluya la interdependencia.

Como era de esperar, las experiencias de Maggie al final de su vida también evitaron el quesobús. Había abordado ese espinoso asunto de niña. En cambio, en sus sueños, revivió uno de los momentos más felices de su infancia: el día, de octavo grado, en que sus compañeros le hicieron señas para que se acercara a la ventana del aula. Allí, a lo lejos, vio a su abuelo tocando el acordeón y entreteniendo a un gran público. La gente aplaudía y bailaba, y otros se unían al público. Para la joven, que nunca había ganado un premio, esta fue la mayor victoria de todas: era la nieta del amable y talentoso anciano que entretenía a multitudes, de cerca y de lejos. Esta era "su gente", y sentía un orgullo inmenso. Esta escena era la que revivía con más frecuencia en sus sueños, siempre obteniendo placer y una sensación de plenitud, un recordatorio de que siempre había pertenecido, y seguía importando.

Las experiencias de Maggie antes de morir no solo reflejaban cómo ella había vivido rodeada de su familia y comunidad sino, también, la ligereza y alegría con las que se desenvolvía en la vida. Ya casada, Maggie se había hecho conocida en su barrio como la abuela Mumu, sobre todo por su amor por las vacas. Sin embargo, esta vez aceptó el nuevo nombre. Su hija, Bernice, recordaba cómo todos los niños del barrio corrían hacia la abuela Mumu en cuanto la veían, queriendo que los abrazara. Maggie siempre les guardaba paletas heladas en el refrigerador y disfrutaba siendo una madre para todos los vecinos.

La alegría que definía la vida de Maggie se reflejaba en el humor con el que relataba el contenido de su otro sueño. Recuerdo cuando empezó a describir sus recurrentes visiones de una manta que se movía por la habitación. Finalmente la manta se enganchó, dejando ver a sus padres, fallecidos que estaban debajo. Por mucho que Maggie compartiera este sueño, siempre lo hacía con puro regocijo. Su reacción se debía en parte a la expresión de sorpresa de su padre. Se llevaba el dedo índice a la boca y murmuraba: «No deberías vernos», mientras le aseguraba que volverían a buscarla «cuando llegara el momento». Maggie pensó que esta visión era un descontrol. Puede que el contenido fuera incongruente, pero eso no afectó su positivismo ni su serenidad. Permaneció tan segura del amor y del sentido de la vida al final, como al principio.

Los fallecidos padres de Maggie, así como su querida hermana Beth, acudieron a ella en las primeras etapas de su enfermedad, semanas, no días, antes de su fallecimiento. En el mundo de sus sueños previos a la muerte sus seres queridos sirvieron de guía brindándole la dirección y seguridad que el mundo exterior no podía. Le informaron: «Aún no es tu hora», y dijeron: «Volveremos por ti». Sorprendentemente, el hecho de que estuvieran fallecidos le parecía irrelevante. Lo que importaba era que su amor y apoyo aún resonaban en ella. Para Maggie, estos sentimientos eran innegablemente reales.

A diferencia de pacientes como Patricia, Maggie no habló de sus experiencias al final de la vida con objetividad. No las evaluó críticamente. Para ella estos sucesos se vivían y atesoraban desde dentro. Si bien su mente pudo haber estado aletargada, su corazón no; se llenó de furia. La viveza y la intensidad con la que experimentó sus sueños y visiones al final de la vida se hicieron particularmente visibles durante una entrevista grabada.

Cuando Maggie empezó a describir el sueño sobre el regreso de su hermana fallecida, Beth, su alegría se desvaneció y la emoción la embargó. Literalmente dijo: «Estaba en la cama cuando mi hermana, la que murió, vino a verme». Mientras continuaba describiendo los sucesos del sueño, Maggie parecía angustiada y su respiración se llenó de emoción. Como les sucede a tantos otros que describen su experiencia en el mundo interior, la línea entre el mundo imaginario y su realidad se desdibujó al narrarlo. En su sueño, Maggie suplicaba a su hermana: «Quédate conmigo, no me dejes». Beth respondió: «No puedo; no puedo quedarme contigo». Incluso mientras repetía estas palabras Maggie empezó a llorar luchando por encontrar la voz. Recordó haberle suplicado de nuevo a su hermana: «Beth, ¿vas a quedarte conmigo? Estoy sola, quédate conmigo».

Mientras Maggie revivía la escena, el tiempo y la distancia volvieron a ser irrelevantes. Y justo cuando sus padres la habían tranquilizado con dulzura, su hermana respondió: «No puedo. Ahora no. Pronto estaremos juntas». El sueño terminó con la súplica tranquilizadora de Beth de que su hermana moribunda «simplemente se acostara». Mientras Maggie repetía las últimas palabras de su hermana recuperó la compostura y dejó de llorar. Ya no estaba triste.

Lo que me impresionó, tanto entonces como ahora, es que la experiencia de Maggie al final de su vida no solo desafía sino que invierte nuestras suposiciones sobre la muerte. Desde nuestra perspectiva, la mayoría nos identificamos fácilmente con la exhortación del poeta Dylan Thomas de no «entrar dócilmente en esa buena noche. Rabia, rabia contra la muerte de la luz». El sentimiento del poeta es tan hermoso como lírico, pero quizá no describe la muerte con precisión. Mientras que Thomas solo podía imaginar la muerte, Maggie la experimentaba de verdad. Para ella morir no tenía absolutamente nada que ver con la rabia. No luchaba «contra la muerte de la luz»; su lucha era regresar a su hogar de la infancia en Búffalo.

Para Maggie la muerte era inseparable del lugar donde creció, vivió, enfermó y moriría, todo dentro de la misma red emocional estrechamente tejida por su amorosa familia. Nunca estuvo sola, ni en la muerte ni en la vida. Sus experiencias del final de vida no solo disminuyeron su miedo a la muerte sino que también restauraron su sentido de conexión y pertenencia.

Mahatma Gandhi describió una vez la felicidad como un estado en el que «lo que piensas, dices y haces está en armonía». Esta afirmación no podía describir mejor a la extraordinaria mujer que era Maggie. Mientras que el mundo exterior percibía mayormente una discordancia entre quién era y quién debería ser, su vida interior y sus sueños al final de su vida demostraban lo en sintonía que estaba, tanto consigo como con los demás.

Desafortunadamente, muchos pacientes cuyo deterioro cognitivo es más severo llegan al final de la vida sin el tipo de alineación de su yo interior y exterior que definió la vida de Maggie. Estos pacientes se sienten distanciados de su yo interior. La pérdida de la función cognitiva, a menudo denominada demencia de Alzheimer, es un ejemplo extremo de esta enfermedad. La enfermedad nos separa irremediablemente de nosotros mismos, o de lo que el neurólogo Oliver Sacks denominó el "estado interior". A diferencia de otras afecciones, la demencia de Alzheimer crea un mundo donde la cognición se desmorona, pero las emociones y los sentidos permanecen intactos.

Las personas con demencia suelen ser excluidas de los estudios de investigación formales, que dependen de que el paciente tenga la cognición intacta para otorgar su consentimiento informado. Pero si queremos hacer justicia a la totalidad de la experiencia humana de final de vida, debemos incluir a los pacientes con demencia. Y, por supuesto, desentrañar el mundo de quienes padecen demencia también implica considerar al cuidador del que dependen para navegar en un mundo irreconocible.

El deterioro cognitivo suele conducir a una atención clínica desproporcionada en relación con las conductas desafiantes del paciente y el manejo de su persona, en detrimento de los estados psicológicos ocultos. El mundo clínico también puede, inadvertidamente, oscurecer el mundo subjetivo de quienes padecen demencia al considerar únicamente la pérdida de capacidades cognitivas mensurables. Esto se debe a que los profesionales clínicos a menudo se centran únicamente en las conductas observables y la prueba de deficiencias. La nomenclatura clínica del déficit se convierte en la moneda con la que hablamos de los pacientes, ya que nos volvemos excesivamente dependientes de la evaluación de la incapacidad de las personas para repetir números o recordar nombres de expresidentes de la nación. Al hacerlo, ignoramos la perspectiva interna, la riqueza de los estados subjetivos de la demencia. No consideramos las experiencias vividas de las personas con demencia porque permitimos que nuestra conciencia de su enfermedad oscurezca su personalidad.

Si bien es cierto que detalles y hechos de gran parte de sus vidas pueden perderse la riqueza emocional que define el haber vivido a menudo persiste en el mundo interior de quienes padecen trastornos cerebrales. No es raro que un paciente con Alzheimer recuerde el nombre del perro de su infancia y no el día de la semana. Esto se debe a que la demencia afecta la capacidad de formar nuevos recuerdos. La enfermedad es cruel para personas como mi amigo, Juan Tangeman, cuya madre sufrió una infancia traumática se vio condenada a revivir un pasado doloroso en lugar de un presente más esperanzador y comprensivo.

Gerd Vaagen nació en 1925 en Ålesund, Noruega, hija de capitán de barco y  ama de casa. Tuvo una infancia idílica que incluyó en invierno esquí alpino en una magnífica cordillera y deportes acuáticos y vela en los fiordos locales durante el verano. Gerd cursaba el primer año de secundaria cuando los nazis invadieron Noruega el 9 de abril de 1940. Vio cómo su país se convertía en la nación más fuertemente fortificada durante la guerra, con una proporción de un soldado alemán por cada ocho noruegos.

Lo que siguió fue la ocupación de cinco años, por parte de la Wehrmacht, que condujo a escasez de alimentos impuesta por Alemania, amplia censura de la prensa y propaganda nazi descaradamente obscena que intentó, por ejemplo, cambiar el nombre del saludo, "heil", por el de una antigua tradición noruega que se remontaba a los vikingos.

Gerd presenció horrores que la perseguirían el resto de su vida. Vio cómo el director de su escuela fue ejecutado sumariamente cuando lo atraparon con un transmisor de radio. Perdió a numerosos amigos que se habían involucrado en el movimiento de resistencia. Su familia sufrió una situación que rozaba la hambruna. Su padre incluso le enyesó el brazo, durante un año, por una deformidad inexistente para que su hija fuera considerada defectuosa y no formara parte del proyecto Lebensborn de eugenesia nazi que consistía en que los alemanes ocupantes embarazaran a mujeres sanas, rubias y de ojos azules para «purificar» la raza aria.

Tras la guerra, la vida de Gerd quedó trágicamente marcada por continuos traumas y pérdidas. Acababa de terminar una maestría en biblioteconomía en Oxford cuando su novio y esposo, que conocía desde del instituto, fallecía en un accidente náutico. Él apenas tenía veintitantos años. En 1954, en un esfuerzo por dejar atrás el pasado, Gerd dejó familia y amigos para viajar a Estados Unidos. donde se volvió a casar y se estableció en Búffalo, teniendo dos hijos, el menor de los cuales, Thomas, falleció de leucemia a los tres años. Cuando Gerd tenía cincuenta y dos años su segundo marido fallecía inesperadamente y la familia, de cuatro miembros, se convirtió en dos.

Mi colega Juan, el segundo hijo de Gerd, recuerda hasta el día de hoy el dolor de toda la vida de su madre, así como su ira y amargura hacia la guerra y a quienes la libraron. Las reuniones familiares solían comenzar con súplicas para que no se revivieran las atrocidades nazis. El trauma de la guerra consumió gran parte de su identidad y solo empeoró con la pérdida de su esposo, el padre de Juan. Al principio de la demencia, Gerd se obsesionó cada vez más con los recuerdos de la guerra, tanto que creía que Hitler era el culpable directo de cualquier frustración que le ocurriera durante el día, desde una comida fría hasta la pérdida del control del mando a distancia del televisor.

La demencia es particularmente difícil para los familiares cercanos, quienes pierden progresivamente a la persona que una vez apreciaron y ya no reconocen. Observan con impotencia cómo el familiar se convierte gradualmente en un cascarón de lo que fue. Juan no pudo evitar sentir la sensación de abandono en presencia de su madre. Se sintió despojado de su relación con ella, tanto que comenzó a lamentar la pérdida de su madre mucho antes de su muerte.

Con el paso de los años, y la proximidad de la muerte, se produjo una transformación inusual que gradualmente borró la amargura y la ira que tanto habían dominado la vida de Gerd. Las malas acciones de Hitler se olvidaron, y los terrores de la guerra dieron paso a una extraordinaria serenidad. Gerd también se volvió extrañamente amable y cariñosa con quienes la cuidaban. En lugar de vivir encerrada en la angustia del pasado ahora pasaba tiempo contemplando con cariño el retrato de su difunto hijo, Thomas. Juna a menudo encontraba a su madre lanzando besos al retrato de su hermano, recordando los buenos años y profesándole su amor eterno. Gerd estaba recuperando a su hijo fallecido hacía mucho tiempo.

A medida que la demencia avanzaba la carga de los recuerdos de su vida se alivió y parecía ser la misma persona que era antes de que los recuerdos del trauma la dominaran. Su transformación fue tan completa que se asustaba de su imagen en el espejo, a la que se refería como la "loca". Juan finalmente tuvo que cubrir el espejo con un paño para protegerla de sus sentimientos. Ahora estaba tan anclada en un pasado lejano que ya no podía reconocer su  reflejo de ochenta y cinco años, o tal vez estaba rechazando lo que veía como representación de su alma dañada.

Gerd falleció en paz varias semanas después. Puede que viviera con una noción distorsionada de la realidad, pero en sus últimos momentos regresó al único recuerdo que la había acercado a una identidad menos dañada y la había liberado de su angustia.

Para pacientes que sufren de Alzheimer y otras demencias la línea entre las experiencias de final de vida durante el sueño y la vigilia es aún más difusa que la realidad que ya no pueden compartir. Y dado que las personas con demencia viven en un mundo no compartido, sus experiencias oníricas en última instancia son un secreto. Sin embargo, estos pacientes también experimentan con frecuencia cambios internos como parte del proceso de morir. Puede que estén sanando viejas heridas, explorando lo perdido o recuperando un amor lejano. Quizás no podamos reunir pruebas que lo demuestren, —al menos no de las que resistirían el escrutinio científico—, pero he visto cómo el proceso se desmorona una y otra vez. He presenciado a pacientes con pérdida cognitiva grave experimentar, paradójicamente una vida interior vibrante y rejuvenecedora durante el proceso de morir.

Médicos como Oliver Sacks han observado que las personas con demencia poseen una inteligencia emocional que puede liberarse con la clave adecuada, como la música, por ejemplo. Este énfasis en las artes creativas subraya el error que se comete comúnmente al evaluar a los pacientes basándose en su capacidad de razonar en lugar de la de sentir. Puede que no conozcamos sus mentes, pero aún resuenan en su interior. No pueden separarse de su corazón y capacidad de amar.

El síndrome de Down también es una de las afecciones que a menudo genera ideas erróneas sobre cómo los afectados procesan los significados más amplios de muerte y morir. Se hacen suposiciones sobre cómo podrían responder a un diagnóstico terminal y qué información debería compartirse. No pretendo tener respuestas a estas preguntas pero he presenciado en estos pacientes notable capacidad para encontrar sentido a su enfermedad.

Las experiencias de final de vida tienen el potencial de ayudar a los moribundos a alcanzar emociones que de otro modo no serían accesibles. Este fue el caso de una paciente llamada Sammy, que atendí durante sus últimos meses de vida. Sammy tenía síndrome de Down y le diagnosticaron cáncer de ovario metastásico a los treinta y seis años. Ella y yo hablábamos con frecuencia de su enfermedad y la necesidad de tratar los síntomas. La enfermedad le había provocado protrusión abdominal debido a la ascitis, nombre médico para la gran acumulación de líquido en el abdomen. Intentaba abordar su enfermedad y ella me corregía de inmediato: «Es porque estoy embarazada». Sammy había superado la cruda realidad de su diagnóstico terminal al reasignar el origen de su malestar físico. Cuando le pregunté sobre la gravedad de las náuseas, el dolor de estómago y la fatiga que acompañaban la enfermedad, sonrió e insistió: «Lo sé. Es porque estoy embarazada». A medida que la enfermedad avanzaba sus molestias aumentaban, al igual que el tamaño del abdomen, lo que reforzaba su alegría ante la expectativa de la maternidad. Y cuando dormía, sus sueños solo confirmaban esa realidad alternativa.

Empecé a preocuparme por cómo otros podrían reaccionar o redefinir la interpretación que Sammy tenía de su enfermedad. Vivía en una residencia para personas con discapacidad a quienes solo podía describir como su familia. La residencia no era lujosa pero sí limpia, de confianza, y segura. Durante los últimos años yo había ido a esa residencia varias veces para ver cómo estaban los pacientes. Reconocí a muchos miembros del personal y pronto me di cuenta de que mi preocupación por Sammy era infundada. Quienes se dedican a la atención directa suelen desarrollar una perspicacia y juicio clínicos extraordinarios. El personal de la residencia de Sammy sobresalía en su papel híbrido: brindar presencia familiar y tranquilizadora a la vez que guia con delicadeza a los residentes en las actividades cotidianas.

Sammy rara vez recibía visitas externas pero se había integrado a la "familia" a la que se había unido casi una década antes. Hasta hacía poco se encargaba sola de la mayoría de las actividades diarias y disfrutaba de las salidas organizadas al centro comercial, así como de la capacitación en habilidades para la vida que se impartía regularmente a los residentes. A medida que mis visitas se multiplicaban me contaba con detalle los consejos de cocina y administración del dinero que había recibido en algún taller. Probablemente esa información la utilicé más de lo que ella creía.

Ante la ausencia de familiares consanguíneos Sammy había creado un escenario imaginado. Su discapacidad le había negado la maternidad pero no el instinto maternal. Había sostenido y cargado muñecas toda su vida, y el personal a menudo la consolaba proporcionándole réplicas de un bebé. El último tenía un cuerpo de tela tierno, con brazos y piernas regordetes, hecho de un material del color de la piel. Pero a punto de morir, Sammy ya no estaba dispuesta a conformarse con sustitutos. A pesar de la medicación, las imágenes, los análisis de laboratorio y las visitas al hospital, había convertido los síntomas de su enfermedad en prueba de la presencia de un bebé: "Estoy embarazada". Punto final. Y quizás más importante, era su historia, y se aferraba a ella.

Sammy había reescrito la muerte, o pérdida de la vida, como el dar vida. Era lo que siempre había deseado, la solución a la necesidad insatisfecha que había cargado durante décadas junto a su muñeca.

Recuerdo haber hablado sobre los detalles del manejo de su dolor unos días antes de morir y encontrarme con su sonrisa y su repetido mantra: «No pasa nada, doctor Kerr. Es solo el bebé que se está portando mal». Le devolví la sonrisa, sosteniendo su mirada, agradecido por el mágico proceso mediante el cual nuestro mundo interior prevalece para satisfacer nuestros deseos más profundos. Sammy, como Maggie, fue un verdadero milagro para mí.

Cuidarla también significó reconsiderar la hipótesis con la que inicié este capítulo: la noción de que las experiencias de final de vida son universales, independientemente del estado cognitivo o del neurodesarrollo. Había reproducido el sesgo inconsciente que a veces aplicamos a las personas diferentes. Buscaba la uniformidad, una comparación inútil y limitante entre «ellos» y «nosotros». Sammy me mostró hasta qué punto la uniformidad es irrelevante. Sus experiencias de final de vida fueron tan únicas como ella, y la brecha entre su percepción y la de los demás no equivalía a una experiencia menor. De hecho, las experiencias de final de vida de Sammy fueron posiblemente más impactantes debido a la continuidad que mantenían con su imagen y al hecho de que eran tan reales para ella, tanto despierta como dormida.

Mientras Sammy me ayudaba a esbozar la imagen más precisa de cómo la experiencia cognitivamente diferente de morir se experimenta, André, un hombre con autismo, la completó. Fue otro poderoso recordatorio de que las conclusiones y conjeturas sobre el final de la vida solo pueden ser precisas si se basan en el testimonio de los pacientes.

Como autista con alto desempeño, André trabajó recogiendo bolsas en un supermercado local la mayor parte de su vida. Tras la muerte de sus padres, fue cuidado por los de su prima Lisa, y años después, cuando ella tuvo tres hijos, se integró a esta familia. Incluso de adulto, André dependía de otros en cierta medida, pero su cuidado, al igual que el de Maggie, siempre se había traducido en pertenencia, no en una carga. André enriqueció a las tres generaciones de la familia brindando tanto amor como recibía.

Su pureza de corazón y alegría fundamentaron su fuerte y fácil identificación con los niños. El hijo de Lisa, Hazen, tenía tres años cuando André se mudó con ellos, y los dos conectaron al instante. Se hicieron inseparables, los mejores amigos, jugando con pistolas de pega por la casa, comunicándose con walkie-talkies desde diferentes habitaciones, disfrazándose para Halloween, tallando calabazas y escondiéndose bajo montones de hojas en el jardín. A André le encantaban los viajes familiares y la búsqueda de huevos de Pascua. Su familia lo describía como "infantil", pero también respetaba su fuerte sentido de independencia. Podía preparar el desayuno, prepararse su  almuerzo para ir al trabajo y comprar cosas en la tienda, con poca o ninguna ayuda. André viviría con la familia de Lisa durante los siguientes trece años, hasta su muerte a los setenta y cinco.

Cuando Lisa recuerda el lugar que André ocupó en sus corazones y vidas lo hace con una emoción inmensa y agradecida. Explicará que, con André, sus hijos aprendieron lecciones valiosas de empatía. Tenerlo en sus jóvenes vidas significó saber intuitivamente cuándo intervenir y ayudar, y él, a su vez, les brindó amor y risas incondicionales.

En mayo de 2017 a André, que entonces tenía setenta y cuatro años, le diagnosticaron insuficiencia cardíaca congestiva y cáncer de vejiga. Le recomendaron cuidados paliativos. Los médicos estimaron que sería su corazón, no el cáncer, lo que finalmente causaría su muerte. André no supo nada de esto y vivió feliz y sin preocupaciones hasta su derrame cerebral el 1 de diciembre de 2017.

Lisa y su esposo, Merle, se enfocaron en ayudar a André a vivir cada día al máximo. En ese entonces usaba un andador y tenía una bolsa de catéter las 24 horas, pero siempre sonreía y afrontaba cada día con asombro. Vivía sin ser plenamente consciente de su estado terminal. Por eso fue tan conmovedor para Lisa cuando, un mes antes de morir comenzó a ver a quienes ella luego identificó como familiares fallecidos. Siempre era durante el día y ella se daba cuenta de cuándo ocurría porque él miraba fijamente la ventana con los ojos muy abiertos. En esos momentos Merle notó que André parecía despertar  a una curiosidad excitante que inmediatamente quería compartir.

La primera vez vio a un hombre con sombrero André no lo reconoció, pero era una presencia amable que lo saludó con la mano. La siguiente vez eran un hombre y una mujer y pensó que la mujer le parecía vagamente familiar, tal vez como una abuela. Las "visitas" eran casi a diario. Una vez vio a otro hombre tomando fotos, que también era el pasatiempo favorito de André.

En otra ocasión vio a la madre fallecida de Lisa en la habitación y la señaló mientras hablaba con su primo segundo. «Estaba sentada sobre su maleta», exclamó André riendo. Como dos tercios de nuestros pacientes, sus experiencias al final de la vida incluyeron temas relacionados con la preparación para partir, ya sea viajando o haciendo las maletas.

Para Lisa la visión más conmovedora de André fue la que tuvo de su sobrino, Lucas, de niño. Era apropiado que las experiencias de André al final de su vida reflejaran su cariño por los niños. Lucas había fallecido a los seis años por una forma agresiva de leucemia. Tenía la misma edad que la hija de Lisa, Gabrielle, con quien había crecido. Los dos niños eran inseparables y su pasatiempo favorito era atrapar mariposas. La visión de André incluía a un niño persiguiendo mariposas, pero era mucho más que la instantánea de un apego pasado. También contenía un mensaje que le comunicó con naturalidad a Lisa: «Me dijo que había muerto». Así fue como las experiencias al final de su vida le familiarizaron, de manera efectiva, con la inminencia de la muerte, haciéndola tan concebible e inofensiva como perseguir mariposas.

André vivió estas experiencias previas a la muerte como si fueran extensiones naturales de la vida cotidiana. Nunca se detuvo a preguntarse si soñaba, o por qué. No preguntó quiénes eran esas personas. No le preocupaba su posible significado. Simplemente sabía intuitivamente que eran experiencias positivas que lo hacían sentir bien. Se sentía seguro, rodeado, amado. Y reía.

Para Lisa y su esposo Merle. poder compartir las experiencias de André al final de su vida, a veces a través de álbumes de fotos e imágenes en las que reconocía un rostro, fue un momento inolvidable de convivencia. Su hija Gabrielle se sintió igualmente conmovida; los recuerdos le permitieron revivir los felices recuerdos de su preadolescencia sin tener que revivir la trágica pérdida de su querido primo Lucas. Toda la familia encontró consuelo al saber que André tuvo la suerte de vivir experiencias al final de su vida que lo ayudaron a transitar con lo que más apreciaba: el sentido de pertenencia. Las últimas experiencias de André al final de la vida no solo le fueron reconfortantes sino también, en palabras de Lisa, "bienvenidas". Lisa comentó que, si bien "muchos toman medicamentos para el dolor al final, André no". De hecho, estuvo "completamente despierto" hasta dos días antes de morir.

Mientras que la mayoría de nosotros vivimos con límites claramente definidos entre lo que percibimos como realidad y lo que nos dice nuestra vida interior e inconsciente, André se movía con fluidez entre ambos mundos. Para él, al igual que para Sammy, los sueños pre-muerte no eran tanto una nueva consciencia emergente que debía reconciliarse con su entorno como una extensión de la claridad emocional que siempre había definido su vida y relaciones. Así como el instinto maternal de Sammy nunca flaqueó, las experiencias de André al final representaron un reflejo continuo de quién era. Su personalidad nunca varió con las circunstancias, y su disposición se mantuvo tan hermosa como auténtica. A diferencia de quienes recordamos el final de nuestra vida con procesos psicológicos y emocionales que nos obligan a encontrar nuestro camino, la experiencia de André fue un viaje directo a través de la gracia.

No tengo acceso especial a las perspectivas de quienes identificamos como discapacitados, como tampoco a las experiencias al final de la vida de cualquier otro paciente que no pueda compartirlas. Pero sería falso decir que este proceso no deja huella. En el mejor de los casos, los cuidados paliativos se basan en estar plenamente presentes mientras somos testigos de la esencia única de la luz de cada persona, sin importar cuán tenue o diferente sea. De hecho, lo que ocurre en lo más profundo del corazón y la mente al final de la vida puede que nunca sea completamente accesible para los demás, sin importar cuán capaz o discapacitada se considere la persona.

En las proféticas palabras del novelista Franz Kafka: «Es perfectamente concebible que el esplendor de la vida aceche a cada uno de nosotros en toda su plenitud, pero velado a nuestro punto de vista, en lo profundo, muy lejos. Ésta es la esencia de la magia: no crea, convoca".

 

CAPÍTULO NUEVE. A los que se quedaron atrás.

 

No moriste, / solo cambiaste de forma, / te volviste invisible / a simple vista, /  Te convertiste en este dolor, / su intensidad, / más real / que tu presencia / antes de que te separaras de mí, / completo en ti mismo, / ahora eres / parte de mí  / estás dentro de mí.  —Donall Dempsey.

 En el libro, When Breath Becomes Air , conmovedor recuerdo de Paul Kalanithi sobre su lucha contra el cáncer de pulmón, concluye con el conmovedor homenaje que escribió su esposa tras su muerte prematura. Lucy Kalanithi describe cómo, dos días antes del fallecimiento de su esposo, «Mi corazón se llenó de alegría mientras me preparaba, anticipando su sufrimiento, preocupada porque solo le quedaban unas semanas. No sabía que Paul moriría en cuestión de días». Y al evaluar la gravedad de la enfermedad y abrumada por el dolor, escribe: «Ya lo extrañaba».

La experiencia de duelo de Lucy contradice la comprensión del duelo como lo que sucede tras la pérdida de un ser querido. Para ella, el duelo no implicaba un inicio claro, ni el fin, de sus sentimientos de pérdida, ningún momento identificable que separara la vida de la muerte, la presencia de la ausencia, el antes del después.

La experiencia del duelo humano es multidimensional, flexible y personal. Los familiares y cuidadores en duelo aprenden a adaptarse a un mundo sin el ser querido, de maneras que no se ajustan perfectamente a nuestros marcadores temporales habituales. Sin embargo, lo que permanece constante es el mayor nivel de aceptación que alcanzan los dolientes cuando el moribundo está en paz. Nos reconforta saber que nuestros familiares se sintieron tranquilos en sus últimos momentos. Esto es lo que sucede, por ejemplo, cuando los dolientes presencian los efectos vitales de las experiencias de final de vida en sus familiares moribundos. Cuanto más positivas perciban esas experiencias de final de vida del moribundo más les ayuda a superar el dolor del duelo. En palabras de la hermana mayor de uno de nuestros pacientes: «Cuando me dijo que vio a su hermana favorita, [fallecida], extenderle las manos me sentí reconfortada porque sabía que eso también le reconfortaba. Él la quería mucho, y ella lo adoraba». Los cuidadores pueden usar repetidamente palabras que denotan satisfacción en lugar de duelo como, por ejemplo: «Encontró consuelo hablando y viendo a las personas que fallecieron antes que él. No tenía miedo ni temor; así me lo dijo», o, «Aún recuerdo [esos sueños] y disfruto de los recuerdos».

A veces, los sueños premortales ayudan a los supervivientes al revelar aspectos del pasado del paciente que habían permanecido ocultos durante mucho tiempo. Gracias a sus experiencias de final de vida la familia de John Stinson pudo conocer al hombre que nunca habían conocido, el soldado de veinte años que un día se convertiría en su padre. A los ochenta y siete años John había luchado toda la vida por reprimir su experiencia de guerra. Nunca contó a la familia los horrores que presenció durante su misión de rescate en las costas de Normandía, y sufrió en silencio hasta sus últimos días cuando los recuerdos lejanos pugnaban por aflorar.

“Aprendí más sobre mi padre en las últimas dos semanas que durante toda su vida”, explicó el hijo de John mientras recordaba el final de su vida. Su hermana corroboró el sentimiento: “Mi hermano, al igual que el resto de nosotros, sabíamos muy poco sobre la experiencia de mi padre en la guerra. Rara vez hablaba de esa época. Algunas de las cosas que aprendimos en esas últimas semanas nunca las habíamos escuchado antes. ¡Simplemente nunca habló de ello!”. Puede que desconocieran los detalles del pasado que su padre estaba reviviendo, pero no el desenlace positivo de lo ocurrido en su lecho de muerte. Varios años después del fallecimiento el relato de su pacífica transición aún les llenaba los ojos de lágrimas de gratitud.

Para la familia de Sierra, joven de veintiocho años, el duelo comenzó de forma aturdida en el poco tiempo que tuvieron para adaptarse a la inminencia de su muerte. Las molestias abdominales de Sierra se diagnosticaron, inicialmente erróneamente, como apendicitis. Cuando se realizaron más pruebas se reveló el diagnóstico de cáncer de colon con amplia metástasis. Su madre, Tammy, todavía recuerda la incomprensible calma con la que su hija Sierra recibió la terrible noticia, y su agonía como madre se vio agravada por la percepción de que Sierra parecía negar la gravedad de su enfermedad.

En el Hospital del Cáncer, donde se sometió a quimioterapia, Sierra comenzó a planificar la boda con la que siempre había soñado, con el padre de su hijo de cuatro años. Finalmente, el oncólogo llevó a su madre a parte para sugerir que no esperan los dos meses que Sierra pensaba necesitar para hacer los arreglos. Incapaz de consolar a su hija, Tammy se encontró rogando al prometido de Sierra que asumiera la fecha de una boda que había sugerido pero que realmente no quería. No podía ser. Menos de dos meses transcurrieron entre el trauma del diagnóstico y la admisión de Sierra al hospital para enfermos terminales de Búffalo a donde fue trasladada desde el Hospital del Cáncer con el pronóstico de solo unos días de vida. Literalmente no había habido tiempo para procesar las implicaciones de la transición del tratamiento hospitalario común al de cuidados paliativos, y mucho menos el tiempo necesario desde la boda hasta la muerte. Aun así, dijo insistentemente a médicos y enfermeras del hospital de pacientes terminales: "Voy a vencer esto".

El dolor de Sierra era implacable y su enfermedad se deterioró rápidamente. El manejo de los síntomas se priorizó pero también era urgente ayudar a ella y a su familia a comprender que su tiempo era limitado para que pudieran alcanzar algún nivel de aceptación y encontrar palabras de despedida final. Aunque sabíamos que los sueños y visiones al final de la vida ayudan a los pacientes a aceptar la muerte, en el caso de Sierra, asumimos que su negación significaba la ausencia de tales experiencias.

El equipo médico de Sierra, incluido el médico de cuidados paliativos, la doctora Megan Farrell, el capellán, las enfermeras y el trabajador social, decidió organizar una especie de intervención. Se reunieron por primera vez con los hermanos de Tammy y Sierra, que tenían edades comprendidas entre ocho y veintiséis años. El padrastro de Sierra también estuvo presente. La conmoción de la familia al escuchar a un médico verbalizar la realidad de la muerte que se acercaba a Sierra era palpable, pero también se suavizó por los testimonios amorosos sobre su vida que pronto llenaron la habitación. Hacia el final de la reunión Farrell preguntó a uno de los hermanos mayores cómo Sierra percibía lo que le estaba sucediendo. La respuesta llegó en una ráfaga de lágrimas: "Realmente cree que va a vencer esto. No cree que esté muriendo".

El primer paso en el camino hacia la paz, tanto en el duelo como en la muerte, es la aceptación. Sierra luchaba por reconciliar las diferentes realidades que la rodeaban. Necesitaba claridad sobre su enfermedad para poder reconocer lo inevitable. Esto era algo que la ciencia médica por sí sola no podía aportar. También fue el proceso de comprender que, sin que sus cuidadores lo supieran, las experiencias de final de vida de Sierra ya habían comenzado. Al obviar por completo el lenguaje esas experiencias la preparaban para la realidad que sus seres queridos se resistían a expresar con palabras.

Al día siguiente, padres y cuidadores de Sierra se reunieron alrededor de su cama para la temida charla. La doctora Farrell habló primero. Expresó su pesar personal: «A pesar de mis mejores esfuerzos, y los de los otros médicos, no hemos podido solucionar el problema de fondo ni librarte de la enfermedad que tanto te afecta». Sierra admitió que se sentía más débil pero se mantuvo firme en su desafío ante la muerte inminente: «Voy a superar esto», susurró débilmente. Su madre, Tammy, contenía los sollozos.

La doctora Farrell se acercó a la paciente. Reconoció lo mucho que Sierra luchaba por su madre, su hijo y su familia. Reafirmó el amor y el cariño inmensos que impregnaban la habitación. Luego, con dulzura, preguntó: «Sierra, ¿piensas en el futuro?». La respuesta llegó, sin palabras, en forma de gruesas lágrimas que comenzaron a correr por las mejillas de Sierra. Tammy contuvo el impulso maternal de enjugárselas.

La doctora preguntó a Sierra si había tenido algún sueño. «Sí, sueños extraños», respondió la joven, «y no siempre tienen sentido. A veces no los recuerdo muy bien». Volvió a preguntar: «Sierra, ¿has estado soñando con alguien en particular que se te aparezca en sueños?».

Siguió una larga pausa. Con los ojos entreabiertos, Sierra miró por encima del hombro de la médico, sonrió y susurró: "¡Hola, abuelo!".

Tammy rompió a llorar. No era la primera vez que Sierra soñaba con su abuelo Howard, veterano condecorado del ejército y devoto hombre de familia que había estado especialmente cercano a su querida nieta. El abuelo Howard se había aparecido en los sueños de Sierra en el centro oncológico, pero ahora, en la quietud de su habitación de cuidados paliativos, rodeada de seres queridos en ese momento de incómoda verdad, la visión que Sierra tenía de él representaba mucho más que un simple sueño recurrente. Era la manifestación de un estado que aportaba claridad y hacía irrelevantes palabras como “enfermedad terminal y muerte” . Era lo que hacía que todos entendiéramos un idioma que conocíamos pero no hablábamos, uno en el que sentimiento y conocimiento se fundían en uno. También era lo que ayudaría a Tammy a liberar la carga de su roto corazón.

Todos quedaron sin palabras. Tammy rompió el silencio: «Sierra, ¿qué dice el abuelo?».

"Dice que está orgulloso de la joven madre en que me he convertido", respondió Sierra lenta, pero claramente. Perdía la consciencia a ratos. "No quiere que sufra". Esas fueron las palabras susurradas que hicieron saber a Tammy que necesitaba dar permiso a su hija para que se soltara. "Cuando el abuelo venga por ti te vas con él, pequeña. No te preocupes por nosotros", le dijo con firme abnegación y fuerza que desconocía.

Esta impactante escena fue inolvidable para todos los presentes. Habían entrado en la sala con años de experiencia en diversas disciplinas, desde la espiritualidad hasta la medicina, con la esperanza de ayudar a Sierra a aceptar su muerte inminente. En cambio, el paciente había afirmado la comprensión de la mortalidad. Habían venido para organizar una intervención pero ellos habían pasado por una, recordatorio de que las mejores lecciones a menudo se presencian, no se enseñan.

Sierra falleció cuatro días después rodeada de su amorosa familia y amigos. Exhaló su último aliento en brazos de su madre después de que ésta subiera al lecho de muerte de su hija para abrazarla un poco más. A veces hay que aferrarse con fuerza para soltar. Para la madre afligida fue, a la vez "profundo y surrealista" saber que, de alguna manera, había cerrado el círculo con su hija menor: "Estuve presente cuando respiró por primera vez y también cuando exhaló por última vez. Pocos padres pueden decir eso".

Si bien es lógico que las experiencias de final de vida, al ayudar al paciente a encontrar consuelo también benefician a sus seres queridos, el impacto de los sueños en el duelo ha pasado prácticamente desapercibido. No solo se han realizado pocas investigaciones desde la perspectiva del paciente sino que, hasta hace poco, solo se había realizado un estudio, en Japón, ha examinado el efecto de los sueños de final de vida en la familia en duelo. Esta laguna puede ser uno de los legados más preocupantes de un enfoque científico que descarta cualquier dimensión subjetiva como sospechosa, ya sea la del paciente o la del cuidador.

En un estudio reciente sobre el duelo realizado en el hospital de pacientes terminales de Búffalo, más de la mitad de los participantes, (54 por ciento), cuyos seres queridos habían experimentado sueños y visiones antes de la muerte confirmaron que este conocimiento en general influyó en su proceso de duelo. Un cuidador familiar compartió lo siguiente: “Ambos creímos, desde el principio, que él estaría en un lugar mejor; que nuestro amor perduró en todo momento. La visión de su 'tumba' lo complació, le dio consuelo. Visualizó el lugar de transición, estaba en paz. No siento que se haya ido. Cambiado, sí, pero siempre presente ahí, de alguna manera”. Otros expresaron resultados positivos similares al compartir sueños y encontrar consuelo en ellos como en esta frase: “La visión de mi madre fue feliz y pacífica. Estaba contenta, daba la bienvenida a la persona con la que interactuaba. Sabía que nos dejaba y estaba feliz de irse. Sus visiones fueron muy reconfortantes tanto para ella como para nosotros”. Las experiencias de final de vida de seres queridos ayudaron a los dolientes a aceptar la realidad de la pérdida porque “su aceptación hizo todo más fácil”. De hecho, cuanto más reconfortantes creen los cuidadores que son los sueños y visiones previos a la muerte para sus familiares moribundos, más aliviados se sienten con su pérdida, tanto a corto como a largo plazo. El consuelo para los moribundos se traduce constantemente en consuelo y paz para los cuidadores. El duelo puede no ser un proceso sencillo, ya que se desarrolla junto con el proceso de morir, pero no tiene por qué estar completamente desprovisto de luz. Es importante reconocer y honrar cómo las experiencias del ser querido moribundo al final de la vida contribuyen al proceso de duelo que atraviesa la familia del paciente.

Puede que Sierra haya llamado a un abuelo cariñoso para ayudar a la familia a aceptar la realidad, pero los guías finales que evocan sueños y visiones premortales no siempre son parientes mayores ni más sabios. A veces el acompañante de la muerte es tan joven como un bebé. La moneda de cambio de la vida no es la edad ni la experiencia, sino el amor dado y el recibido.

Cuando su esposa ingresó en cuidados paliativos, Robert, de ochenta y un años, me contó en varias ocasiones que deseaba ser el primero en irse. No podía afrontar la pérdida de Bárbara, su compañera durante sesenta años, y lo embargaban sentimientos de culpa, pérdida, desesperación y también fe. Aparentaba valentía en presencia de Bárbara, pero se desmoronaba en cuanto se separaba de su cama. Un día, sin embargo, ella tuvo la visión del bebé que habían perdido décadas atrás. Al igual que Mary, cuyo gesto similar me había sobresaltado en una ocasión, Bárbara extendía la mano hacia su hijo y sonreía felizmente durante un breve sueño lúcido. Fue un momento de pura plenitud y gracia, uno que Robert no tuvo problema en reconocer como tal. La escena marcó un verdadero punto de inflexión en su proceso de duelo. Observar a su esposa soñando le proporcionó a Robert una sensación de afirmación de la vida en medio de su irreparable pérdida. De hecho, tanto esposo como esposa se transformaron tras el suceso, sintiéndose más tranquilos y pudiendo disfrutar del resto del tiempo que compartieron juntos. Era evidente que Bárbara experimentaba su inminente partida como un momento de amor recuperado, y verla consolada trajo paz a Robert.

Los dolientes suelen sentirse abrumados por una simple pregunta: ¿estará bien su ser querido moribundo? Paul, esposo de una paciente, también se sintió muy reconfortado al saber que los sueños de su moribunda esposa, Joyce, ayudaron a revivir el amor de quien más la sostuvo en la infancia: su padre. Él se dio cuenta entonces de que por fin estaba en paz y pudo dejarla ir.

Años después, cuando Paul, a su vez, se convirtió en paciente de nuestro programa de cuidados paliativos a domicilio, esa certeza aún resonaba en él, ayudándolo a afrontar su muerte con serenidad. Se sentía tranquilo incluso antes de empezar a tener visiones de su difunta esposa. Su sueño más recurrente era el de Joyce, con su vestido azul favorito, saludándolo. Me contó que ella le había hecho «el pequeño saludo de los concursos de belleza» para hacerle saber que estaba bien y que él también lo estaría.

A Paul le gustaba compartir sus experiencias y su hija, Diane, una enfermera, se sentía alentada al oírlo hablar de sus sueños sobre el final de su vida. Ella compartió que él “obtendría mucho de ello. Él eligió recordar los sueños positivos que tuvo, así que todos disfrutábamos escuchar siempre los sueños de papá. Siempre podía inspirarme en papá. Si papá se sentía reconfortado por esos sueños, eso era lo que yo buscaba. Los últimos días de mi padre en la Tierra fueron el último regalo que nos dio como padre. Debido a circunstancias del pasado, tan pronto como papá sufrió un derrame cerebral, cuatro días y medio antes de morir, todos corrieron para llegar allí. Dos de mis hermanos no pudieron estar con nosotros cuando murió mi madre y era importante para los siete estar aquí ahora. Y pasamos cuatro días en la casa de nuestra infancia, cuidando a mi padre, gente entrando y saliendo, cocinando para los demás, cuidando a papá, visitándolo, sacerdotes iban y venían, familiares iban y venían, amigos y vecinos iban y venían, y recibimos el mayor regalo de saber que todos íbamos a estar juntos, que papá podría no estar allí, pero nos reunió a todos una vez más y nos llevamos eso con nosotros; eso fue un regalo tremendo. No podía hablar, pero podía sonreír, y había luz en sus ojos. Estuvo con nosotros hasta las últimas horas, antes de morir.

El mayor temor que enfrenta la familia de un paciente moribundo suele ser similar al del  paciente. Ellos también desean saber si su ser querido está en paz. ¿Adónde se desvían sus mentes y corazones cuando no pueden hablar y han cerrado los ojos? Las experiencias de Paul antes de morir ayudaron a responder estas preguntas. y más. Recuperó el amor.

Los sueños y visiones previos a la muerte ayudan a los seres queridos en su camino hacia la aceptación, que es la clave para procesar la pérdida. Ayudan a llenar el vacío que pueden crear la ausencia, la duda o el miedo. Cuando el paciente moribundo se absorbe y se siente reconfortado por sus experiencias al final de la vida, el contexto de la muerte cambia de soledad a conexión que afirma la vida. Y esto es tan significativo para quienes están en duelo como para el moribundo.

Los familiares en duelo a veces se benefician del alivio años después de las experiencias que experimenta al final de la vida su familiar moribundo. En el umbral de la muerte, Dwayne, adicto de toda la vida que se había distanciado de su hija Brittany, experimentó una transformación que se extendió a la vida de su hija. Fue el reencuentro en su lecho de muerte, y el perdón que surgió de su amor, lo que ayudó a Brittany a forjar el compromiso de transformar su vida.

Esta reconciliación emanó de la persona que pagó el precio más alto por la vida de adicción de Dwayne: su adorada hija. Para Brittany, la enfermedad de su padre significó crecer con padre ausente y terminar en el sistema de hogares de acogida, donde sufrió años de abuso. Significó huir a los catorce años, pasó tres años en un centro de detención juvenil. Esto significó depender de la única fuente de consuelo que su padre había conocido y modelado: las drogas y la dependencia. Dwayne no se creía merecedor de perdón, ni Brittany se creía necesariamente capaz de ello. Pero cuando padre e hija se reencontraron, tuvo sueños de ajuste de cuentas que cambiaron por completo su perspectiva. Deseaba desesperadamente enmendar el daño y fue sincero en su anhelo de reconciliación. Y para Brittany eso marcó la diferencia.

El hombre que emergió de experimentar los sueños más desgarradores sobre el final de su vida fue el padre que Brittany eligió recordar, no aquel que había abandonado a sus hijos: “Todas mis hermanas, todas tenemos padres diferentes excepto las dos últimas; cada una de nosotras lo llamábamos papá. Fue un padre para todas nosotras. A pesar de todos sus contratiempos no me arrepiento de que haya sido mi padre. Si me preguntas, nunca sucedió. Nunca sucedió porque él no era ese tipo de persona. No tengo ni una mala palabra que decir de él”. La única faceta de Dwayne que ahora le importaba era el padre que le decía cómo amarse a sí misma y le decía: “Eres mi bebé”. Continuó: “No sigas en las calles; no hay nada en ellas. Sé siempre una mujer que se respeta a sí misma, ama siempre a tu familia, nunca antepongas nada a algo que amas y de lo que puedes beneficiarte”.

El propio Dwayne atribuyó a sus sueños apocalípticos la transformación que sufrió al final de su vida y el consiguiente impacto en su hija. Brittany también lo hizo: «Creo que tener esos sueños fue una señal. [Sin los sueños] se habría estresado por su salud en lugar de preocuparse por las personas a las que había hecho daño. Quizás necesitaba tener esos sueños».

Las experiencias de Dwayne al final de su vida realmente tuvieron un efecto dominó cuyo impacto perduró mucho después de su muerte. Y en honor al padre que cambió el rumbo de su vida, aunque fuera en el último momento, Brittany se propuso hacer lo mismo.

Nos reencontramos con Brittany dos años después del fallecimiento de su padre en el contexto de la entrevista para el documental sobre los sueños al final de la vida. Ahora, con veintisiete años, seguía teniendo la misma personalidad despreocupada y carismática que transmitía alegría. Tenía un trabajo estable, amigos leales y un propósito. Extrovertida de verdad, se hizo cargo de la entrevista enseguida y fue quien tranquilizó a todos cuando los recuerdos de su difunto padre la llenaron de lágrimas. Brittany agradeció que nos tomáramos el tiempo de "ver qué clase de persona era realmente mi padre cuando no lo conocíamos ni de lejos". Nadie, salvo su abuela y su hermano, lo mencionaba ya, así que vernos tan comprometidos con su recuerdo la conmovió hasta las lágrimas. "A la mayoría de la gente no le importaba", añadió. "Solo hablaban de lo que veían y oían. No me importa lo que digan de mi padre, nadie puede contarme nada sobre mi padre. No me importa lo que hizo". Pero sí le importaba. A ella le importaba que el criminal al que una vez se había referido como su padre finalmente se había convertido en el hombre que merecía ser llamado Papá.

Brittany no necesitó ninguna prueba tangible para saber que su padre, débil y moribundo como estaba, había cambiado de forma profunda e irrevocable y esto, a su vez, la sostuvo sabiendo que su partida sería serena. Estaba tan orgullosa de él que se burló de nuestra oferta de cambiarle el nombre para el libro y el documental. "No somos falsos", respondió con la cabeza bien alta. Le expliqué que podría haber muy legítimas razones para proteger su identidad y que eso no implicaba vergüenza o hipocresía, pero insistió. "Es Dwayne Earl Johnson. Dwayne. Earl. Johnson", repitió con una voz que nos envolvió con su calidez y dignidad. Esperaba que señalara su tatuaje de "Papá", con sus fechas de nacimiento y muerte, y "RIP" en el antebrazo, pero nunca lo hizo. No necesitaba demostrar su amor; simplemente era parte de ella.

Los sueños y visiones de final de vida pueden ser experiencias limitadas a la vida interior, sin efectos materiales visibles, pero su impacto no es menos potente por ser invisibles. Hay momentos en que incluso trascienden generaciones para satisfacer necesidades espirituales y emocionales no atendidas, aquellas que unen a un padre con un hijo y que restauran vínculos que una vez se perdieron. Y luego hay momentos en que tales experiencias no influyen tanto en la realidad del doliente, sino que la reemplazan. Esto sucede a menudo con parejas de ancianos que, tras una vida juntos, no pueden adaptarse a vivir sin su pareja. Y por eso no lo hacen. En cambio, mantienen su vínculo inquebrantable a través de las experiencias de final de vida. La atención se dirige al mundo interior, donde continúan coexistiendo con sus parejas fallecidas y pueden sentirse completos de nuevo. Es entonces cuando el duelo no implica un antes y un después, solo un vínculo diferente y, en cierto modo, más profundo.

Lisa, hija y cuidadora de Sonny y Joan, no se dio cuenta del tremendo impacto de las experiencias de final de vida de su madre hasta que sus dos padres fallecieron.

Tras la muerte de Sonny, Joan mantuvo con vida a su esposo mediante visiones previas a su muerte, tanto en sueños como despierta. Por ello, solo al morir, su hija finalmente reflexionó sobre su doble pérdida. El final de la vida de Joan las experiencias habían mantenido a Sonny presente no solo como esposo sino también como padre para su hija en duelo. Y cuando llegó el momento de que Joan y Sonny se reunieran, saber que su extraordinaria historia de amor había sobrevivido a la muerte ayudó a Lisa a sobrellevar su dolor y tristeza. Su duelo se vio facilitado por el reconocimiento de que el vínculo entre sus padres se había mantenido intacto en gran parte gracias a las experiencias de su madre al final de la vida.

Los sentimientos de duelo son como los sentimientos de amor: no conocen límites de tiempo ni espacio y se extienden a áreas de nuestra vida de las que quizá no somos conscientes. No se refieren solo a la pérdida de un ser querido, sino también a uno mismo, ya sea en presencia del ser querido, o después de su partida. Y aunque el duelo no sigue un camino predecible ni sencillo, no está necesariamente exento de luz. Es importante honrar el proceso de duelo que atraviesa la familia del paciente reconociendo cómo las experiencias del ser querido moribundo al final de la vida ayudan.

El poder de los sueños y las visiones para facilitar el duelo es especialmente significativo en el caso de los padres de un niño pequeño. Tanto Kristin como Michele, madres de Jess y Virginia, estaban angustiadas al pensar que la muerte sería el único camino que sus hijas emprenderían solas. No había nada que estas madres no hubieran hecho por sus hijas, pero estas madres guerreras ahora enfrentaban la insoportable realidad de que no podían hacer nada.

No hay palabras que puedan describir adecuadamente el alivio en el rostro de un padre que ve a su hijo moribundo pasar del miedo a lo desconocido a la aceptación. Para Michelle, fue el último sueño de Virginia lo que le hizo comprender que, aunque el final estaba cerca, sería una experiencia pacífica. De hecho, tras su sueño sobre Dios antes de morir, Virginia dejó de llamar a Michele cada quince minutos y comenzó a dormir profundamente. Fue también tras ese sueño que Michele se sintió inexplicablemente tranquila y serena, tanto que finalmente encontró la fuerza para preguntar por los preparativos del funeral. Fiel a su espíritu guerrero quiso ocuparse de todos los detalles restantes para que el legado de su hija pudiera ser honrado como correspondía.

Muchos familiares en duelo dan sentido a los sueños y visiones de su familiar moribundo al final de su vida basándose en la creencia en Dios, ángeles, el más allá, y el cielo. Eso es lo que hizo la agnóstica Michele tras la última conversación de su hija con Dios. Cuestionó su  sistema de creencias, o la falta de él, adoptando el mismo lenguaje con el que su hija había dado sentido a su experiencia de morir: "¿Quién sabe?", dijo, sonriendo y alzando las manos en señal de rendición. "Quizás haya un castillo. Ya no sé qué creer". Ella, como muchos, recurrió a la religión para explicar la experiencia de Virginia al final de su vida, incluso a pesar de su falta de creencias religiosas claras. Otros recurren a lo sobrenatural simplemente en busca de una explicación "de otro mundo". La forma en que cada familia elija entender el significado de los sueños y visiones de sus seres queridos al final de su vida importa poco. Lo notable es cómo, independientemente de nuestro marco interpretativo, el testimonio de estas experiencias ayuda a los dolientes a superar el dolor de la pérdida y a aceptar la realidad de la separación.

A lo largo de la muerte y el duelo existe una constante: el deseo de conexión. La cualidad terapéutica de las experiencias de final de vida se extiende a los dolientes de maneras que nunca se pueden explicar por completo. Tanto para los cuidadores como para los moribundos la posibilidad de reencontrarse les permite adaptarse a la vida sin sus seres queridos manteniendo un vínculo continuo. Que su impacto sea medible, o no, no influye en su innegable poder.

Kristin y Michele reaccionaron a la muerte de su hija con la misma notable indiferencia, ya que causó una especie de separación. Hasta el día de hoy hablan de sus hijas, y con ellas, a diario. Siguen decorando sus casas para las fiestas por el bien de sus pequeñas. Lo hacen porque «Virginia lo espera», y «Jess se enojaría conmigo si alguna vez me saltara un año».

Tres años después del fallecimiento de su hija, Kristin aún sonríe al señalar el adorno que su hija le puso al collar del gato en lo que resultó ser su última Nochebuena juntas. Este inofensivo recuerdo simboliza una conexión continua con su hija fallecida, que la muerte no puede romper, la mantiene con los pies en la tierra y le permite aceptar su pérdida. Al igual que Michele, Kristin encuentra el consuelo que necesita en la última experiencia de su hija. En particular, la visión que Jess tuvo de su difunta amiga Mary, a quien identificó como "un ángel", es lo que da a Kristin la seguridad de que la transición de su pequeña mitigó su impacto físico y emocional.

Al igual que Kristin, Michele aún está superando el dolor del duelo. Ella también se sintió maravillada y reconfortada por el rico mundo interior de su hija y por la extraordinariamente reconfortante calidad de sus experiencias al final de la vida. "Siempre me enseña algo", dijo Michele dos días antes del fallecimiento de Virginia. Ella también sigue conmovida por las fotos, los recuerdos y los animales de juguete que rememoran la presencia de su hija. Un arcoíris aparece y la hace sonreír. Ve corazones en las nubes, rocas, incluso en gotas de agua. Ver una mofeta evoca el olor de la medicación de Virginia y la pone melancólica. Se oye el nombre de una camarera: "¡Virginia!", y eso la sobresalta.

Michele a menudo se refugia en la habitación de Virginia, que ha dejado intacta. Los coches de la familia están adornados en sus parachoques con pegatinas con el nombre completo de Virginia, Virginia Rose, y las fechas de su nacimiento y muerte. La madre lleva su dolor consigo a donde quiera que vaya, sobre todo porque no ha tenido que reprimirlo ni desplazarlo. No oculta sus desafíos. El duelo se ha convertido en un compañero constante y tierno, una extensión de la naturaleza terapéutica de las experiencias de Virginia al final de la vida. Saber que su hija se sintió reconfortada y en paz al final ha permitido a Michele afrontar el dolor y, con el tiempo, también ha ayudado a transformar la conmoción en tristeza, y el trauma en duelo.

En medio de la inmensa tragedia, Michele ha encontrado consuelo y significado en las pequeñas cosas, en los recuerdos dispersos y en el vínculo inquebrantable que compartía con su hija. El suyo es un amor que mantiene la esperanza y que trasciende las olas de desesperación que la asaltan a intervalos irregulares. Es el mismo amor que impregnó las experiencias de final de vida de su hija y cuya influencia, en cascada, sostendrá a una madre desconsolada hasta el día en que ella también encuentre el camino al castillo de Virginia.

Como la mayoría de las emociones importantes, el duelo no es algo que simplemente superemos; no es algo que podamos atravesar por etapas, y no hay un orden preestablecido para manejarlo. Es algo que atravesamos, vivimos y afrontamos, a veces en etapas, a veces en repentinos estallidos de emoción, en prolongados flujos y reflujos, en la desesperación, pero también en paz.

Nuestras vidas e historias son compartidas, por lo que no es sorprendente que las experiencias previas a la muerte encarnen esta realidad común. El final de la vida hace visible la luz que significa introspección y reflexión, luz que sigue brillando en la oscuridad, incluso después de que el duelo haya pasado de ser un suceso aislado a un viaje que dura toda la vida. Es una luz que irradia a lo largo y ancho y se siente cuando nos fallan las palabras.

 

CAPÍTULO DIEZ. Más allá de la interpretación de los sueños.

 

La vida no es un problema por resolver sino un misterio por vivir. —Thomas Merton.

Geraldine, de setenta y tres años,  era funcionaria jubilada de institución penitenciaria con enfermedad pulmonar terminal. Cuando la conocí se autodenominaba "exmorista". Mostraba poco interés en descubrir el significado subyacente a sus sueños premortales incluso cuando visitantes bienintencionados como yo la incitaban a hacerlo. No se detenía a reflexionar sobre los "podría", o, "debería", de su existencia. En cambio, describía sueños y visiones premortales con la divertida indiferencia de observadora desinteresada. En cuanto empezó a hablarme de su pasado entendí por qué. Había vivido tantas cosas que ya nada la sorprendía.

Geraldine reveló detalles desgarradores sobre abuso sexual infantil, años de negligencia, abandono y múltiples matrimonios fallidos marcados por la violencia doméstica y el abandono de niños, algunos maltratados, otros distanciados. Sucesos que helarían la sangre a cualquiera hacían reír a Geraldine. Había convertido los traumas de su vida en anécdotas entretenidas, historias para compartir y reír en lugar de procesarlas y superarlas.

El trauma había dejado huella pero Geraldine había luchado transformándolo en algo previsible, cómico, incluso banal. Quizás representar la banalidad del trauma era la única manera que conocía de distanciarse del dolor, o quizás se debía a su incapacidad para procesarlo. En cualquier caso, Geraldine era, como mínimo, una superviviente. Había preguntas que no podía permitirse hacer y respuestas que no quería oír. Tras una vida de heridas emocionales desatendidas, y de significados que era mejor no explorar, necesitaba sentir amor más que atar cabos.

La larga vida de Geraldine tuvo un amor inconfundible, incondicional, bondadoso y recordado: el de su madre. Así que sus sueños antes de morir se dirigieron a la única fuente inmaculada de afecto que había conocido, la «única que se preocupó» y que «estará ahí cuando muera».

En su libro, Dreaming Beyond Death: A Guide to Pre-Death Dreams and Visions., (Soñando más allá de la muerte: una guía para los sueños y visiones previos a la muerte), Kelly Bulkeley y Patricia Bulkley sugieren que no siempre es imperativo interpretar los sueños previos a la muerte: a veces es mejor sentarse y dejar que hagan su trabajo. Esto fue ciertamente así para Geraldine. Como cuidadores de moribundos sabemos que a veces la mejor ayuda que podemos ofrecer es no interferir sino simplemente estar presentes. Sabemos que validar sus sueños no significa necesariamente interpretarlos. Al final de su vida, Geraldine no necesitó intervención ni explicación, ni que se le diera sentido a los traumas que había experimentado: necesitaba registrar el único amor que podía revivir de forma auténtica y sin afectación. Se sentía apoyada, aliviada, incluso alegre, al soñar con su madre, y eso era todo lo que importaba.

Cuando se abordan las experiencias de final de vida en la literatura, generalmente se hace desde la perspectiva del análisis de los sueños, ya sea desde el psicoanálisis, (Freud), o la psicología analítica, (Carl Jung). Por ello, rara vez se distinguen de los sueños cotidianos y se interpretan como proyecciones de ansiedades y deseos latentes, o como mecanismos de defensa. Se consideran un enigma en torno a la vida interior del paciente cuya clave reside en la interpretación del sueño. Estos enfoques los presentan como el inicio de una pregunta que requiere respuesta.

En contraste, las experiencias de los pacientes al final de la vida brindan respuestas a preguntas que ya no es necesario plantear. Representan un punto culminante más que una puerta de entrada. A menudo son modelos para una reescenificación pacífica, visionaria y ciertamente revisionista de la vida, cuyo fin inminente es solo incidental ante una sensación generalizada de amor. Estas experiencias no se tratan tanto de pensar como de recordar, sentir, percibir, respirar y sonreír. Se tratan de comunicación y conectividad, y se desenvuelven en un ámbito que mejor se llama trascendental. De hecho, en consonancia con el significado de trascendencia como "ir más allá", tienen lugar en un plano radicalmente diferente de todo lo que define nuestras experiencias ordinarias, cotidianas y, en última instancia, finitas de vivir y soñar. Y aunque hablamos de ellos como sueños, ya que es el punto de referencia más cercano que tenemos para describir lo que ocurre en las últimas horas de vida, cuanto más tiempo trabajo con personas moribundas menos cómodo me siento al clasificarlos como tales. La frase: «experiencias de final de vida» es realmente la representación más precisa de un proceso que no debe confundirse con los sueños que se experimentan en estado de buena salud, ni con su interpretación, por cierto.

Lo cierto es que rara vez me encuentro con pacientes que necesiten un enfoque interpretativo de sus sueños premortales. El final de la vida no es momento para intervenciones terapéuticas ni para buscar la traducción. El viaje ha terminado; estamos tras las cortinas, a punto de caer el telón, y vale la pena preguntarse si el análisis de los sueños está satisfaciendo las necesidades del clínico en lugar de las del paciente.

Sesenta y siete años de introspección de un veterano de guerra como John Stinson no lograron lo que su sueño de final de vida logró en una noche. Cualquier distancia crítica entre el soñador y la experiencia onírica se desvanece al borde de la muerte. En cambio, lo que los pacientes nos dicen alto y claro es que sus experiencias de final de vida difieren de cualquier sueño que hayan tenido. Son más sensoriales. Se sienten y viven profundamente. Se sienten "más reales que la realidad". Cuando Geraldine describió la visión de los brazos de su madre extendiéndose sobre su cama fue una experiencia vivida, no imaginada.

Incluso cuando los pacientes buscan una explicación, la interpretación de sus experiencias de final de vida no es el objetivo. La atención se centra en cómo se sienten, qué ven y cómo son transportados mágicamente a un lugar de amor y apoyo incomparables. El contenido importa menos que las relaciones que se recuperan y las necesidades únicas que se atienden. Esto puede ser la distinción más importante entre sueño normal o común, y sueño previo a la muerte, y señala las limitaciones de un modelo psicoanalítico cuando se trata de comprender el impacto de las experiencias de final de vida.

Debido a que los sueños premortales son atípicos, son menos susceptibles a la interpretación que se aplica a los sueños comunes. Hay menos simbolismo, menos abstracción, menos significados ocultos o subyacentes. Se dice muy poco entre el soñador y las personas en el sueño, mientras que mucho se siente y se comprende inherentemente. Las palabras parecen menos relevantes y el lenguaje de cualquier tipo a menudo es innecesario, ya que se intuye el significado más amplio. En sus sueños, no fueron las dos palabras que Patricia pronunció a los nueve años las que transmitieron la profundidad del significado que compartió con su madre moribunda en el impersonal entorno hospitalario donde la vio por última vez. Y como me recordó Jessica, el que su perro Sombra no pudiera hablar —«¡No diga tonterías, doctor Kerr!»—, ni siquiera ladrar, no le impidió cumplir su papel de guía de confianza.

Esto no significa que exista un único camino hacia el consuelo. En lugar de protegerse de las respuestas, Rosemary se esforzó por encontrarlas. Donde Geraldine intentaba evadir la búsqueda de significado, Rosemary lo anhelaba. Para ella, los sueños previos a la muerte eran algo que había que desmantelar, analizar, explicar y comprender. Se acostó intrigada, ansiosa por que la noche se desarrollara y revelara más verdades sobre el final de su vida.

Rosemary era una mujer de setenta años, de Búffalo, que se había casado con su novio de la secundaria y vivido y enseñado en la misma comunidad toda su vida. Cuando le presentamos nuestro proyecto de estudio se emocionó al poder representar la sabiduría inherente a la muerte. Lo hizo apoyándose en el arte que había perfeccionado a lo largo de su vida profesional: la escritura. Con la muerte acercándose, Rosemary se propuso analizar sus experiencias de final de vida llenando diligentemente un diario tras otro con el relato de sus sueños y reflexiones. Fiel a su compromiso de toda la vida con el conocimiento, mantuvo la curiosidad hasta el final. Sus escritos dejaban claro que se había preguntado por los significados más profundos de sus sueños y quería interpretarlos para nosotros. Por ejemplo, cuando soñó que estaba parada afuera de una multitud se le saltaron las lágrimas y explicó: "No estoy segura de qué significa eso exactamente. Creo que solo que me voy de este mundo y todas estas otras personas seguirán allí". Cuando se vio dentro de una funeraria, sola, hizo una pausa y dijo: "No sé por qué estaba allí, ni a quién estaría visitando". Ella describió conmovedoramente cómo entró a la funeraria llena de enormes y hermosas flores cuyos colores “magníficos y espléndidos” asoció con las espléndidas y coloridas bufandas de seda que su hija Beth hizo y tiñó ella misma.

Los sueños de Rosemary le parecían tan reales que le brindaron "mucha alegría y felicidad, y parte de ello fue que todo giraba en torno a mi hija". Dijo que la ayudaron a no tener miedo. Al crear significado y reforzar sus valores, también le ayudaron a superar la transición del terror a la aceptación, y de la aceptación al amor y el consuelo. Tras su fallecimiento nos conmovió descubrir que había legado sus diarios a un miembro de nuestro equipo de investigación.

Tanto Rosemary como Geraldine murieron como vivieron, razón por la cual experimentaron e interpretaron sus sueños y visiones premortales de maneras diametralmente opuestas. A menudo hablamos de la muerte como el gran igualador, pero confundimos igualdad con semejanza cuando es debido a nuestras diferencias que la igualdad importa. Incluso la categorización de las personas como pacientes presupone una semejanza cuando, de hecho, lo único que tienen en común los pacientes es la enfermedad misma. Morir es más que el punto final de la enfermedad: es el cierre de una vida en la que no hay dos iguales. Mientras que Rosemary se esforzaba por reconectar con su yo interior, Geraldine quería escapar de él. La interacción de la primera con las experiencias de final de vida era analítica, mientras que la de la segunda era más intuitiva. Sin embargo, ambas se reencontraron con lo perdido. Experimentaron una transformación espiritual similar cuyo resultado se mantuvo constante. Ya fuera la madre que ve a la hija, o la hija que ve a la madre, para ambas el tema era el amor. Y cada una sabía a qué aferrarse para poner la muerte en perspectiva o, en palabras de Rosemary, para "seguir adelante" con sus vidas.

Los sueños y visiones sobre el final de la vida ofrecen un camino hacia la paz, independientemente de cómo se interpreten o incluso si se interpretan. Lo importante es vivirlos, no examinarlos. Representan la resistencia con la que el espíritu humano asume el proceso de morir y lo hace suyo, independientemente de cómo se desarrolle. Rosemary y Geraldine fueron dos madres con sus propias dificultades pero, a pesar de sus diferencias, cada una demostró una sensatez y fortaleza notables ante la adversidad. Y cada una compartió una historia de vida que trascendió los límites de la experiencia, el análisis, la validación y, a veces, la comprensión.

En su ensayo de 1966 titulado, “Contra la interpretación”, la crítica social y cultural Susan Sontag planteó el mismo punto sobre otro ámbito que moviliza la capacidad de imaginación y transformación de la humanidad, es decir, el arte. Es famosa su oposición a los enfoques que subordinan el poder espiritual del arte al intelectual. Abstracciones, o, como ella expresó, «la venganza del intelecto contra el arte». Ciertamente, morir es similar en la medida en que ningún observador puede hacerle justicia. Representar sus procesos es prerrogativa de quienes lo experimentan. Por lo tanto, los sueños y experiencias de final de vida no pueden comprenderse únicamente mediante la perspicacia y el juicio críticos, y, en ausencia de perspectiva subjetiva de muerte, pueden reconocerse mejor por sus efectos que por sus mecanismos. Como obras de arte.

Mientras que los sueños generalmente implican que estamos inmersos en ellos, las experiencias de final de vida nos transportan a una nueva realidad, a menudo de vigilia. El poeta místico persa del siglo XIII, Rumi, lo expresó mejor cuando afirmó, en un poema irónicamente titulado: "El sueño que debe ser interpretado", que, "Aunque parezca que dormimos, hay una vigilia interior que guía el sueño y, con el tiempo, nos devuelve de golpe a la verdad de quiénes somos. Aunque sigo sosteniendo, en contra de Rumi, que los sueños previos a la muerte no necesitan ser interpretados para ser importantes, su poesía representa bellamente el momento de reconocimiento cuando morir y vivir se funden en uno. Es entonces cuando nuestros sueños se hacen realidad y las experiencias de final de vida parecen más auténticas que el mundo material que nos rodea.

Algunos pacientes se retraen y su lenguaje es mínimo. Otros conservan una vitalidad intelectual y desean interactuar con los demás y expresarse hasta el final, incluso cuando la enfermedad ha avanzado hasta el punto de anhelar la muerte. Pero la mayoría se benefician, claramente, de la importancia terapéutica de sus sueños y visiones premortales. Lo que debería importar, entonces, es legitimar los sueños en lugar de explorar su origen ontológico, (por ejemplo, el subconsciente freudiano o junguiano, manifestación de un mundo divino, etc.). Para los pacientes, las familias y los profesionales de la salud el valor terapéutico, existencial y experiencial de estos fenómenos siempre es lo primero.

Este valor está imbuido de trascendencia ya que apunta a una existencia o experiencia más allá de lo físico. Por tanto, es un estado que a menudo se asocia con el más allá. Para mí, las experiencias de final de vida representan lo que sucede antes, no después, de la muerte. Dejaré a otros la tarea de debatir sus repercusiones post mortem. En cambio, quiero reconocer el poder de esta transformación espiritual y trascendencia en la vida de mis pacientes antes de su fallecimiento, y mostrar la enorme diferencia que supone en su cuidado. Quiero mostrar las importantes implicaciones clínicas y por qué debemos tenerlas en cuenta para comprender mejor el tema de la muerte.

Dicho esto, es importante reconocer que el proceso de morir brinda una forma de consuelo espiritual y emocional que puede tener sus raíces en experiencias concretas y vividas pero que, aun así, conlleva una forma de trascendencia. Cerca de la muerte las fronteras entre lo experiencial y lo espiritual, el cuerpo y la mente, el presente y el pasado, impulsos conscientes e inconscientes, parecen disolverse para brindar una sensación de trascender a un lugar de dichosa comodidad y serenidad.

Todos sufrimos heridas, o nos lesionamos, por haber vivido. Sin embargo, las experiencias de final de vida parecen devolvernos la plenitud a través del perdón, el amor y el regreso de quienes hemos perdido. Viejas heridas sanan a medida que el tiempo y la distancia se desvanecen y la duración de la vida se reduce a lo que importa. Parece haber una especie de justicia final, ya que el final de la vida excluye a quienes nos han causado daño y acoge a quienes más nos han cuidado y amado. Quizás sea apropiado que el círculo que se completa sea el de restauración y retorno a lo mejor de haber vivido.

Solía ​​esforzarme por ser el mejor médico posible, al mismo tiempo que honraba la calidad espiritual de las experiencias de mis pacientes al final de la vida. Ahora sé que ser el mejor médico posible se trata precisamente de reconocer, facilitar y validar la naturaleza profundamente espiritual de tales experiencias al final de la vida. Morir es mucho más que un suceso físico. Y morir con dignidad, al igual que vivir con dignidad, es mucho más un proceso espiritual que biomédico. No hay nada nuevo en esta observación. El poeta alemán Rainer Maria Rilke capturó mejor la importancia de la expresión de significado de cada individuo en los momentos finales de la vida cuando afirmó: "No quiero la muerte del médico. Quiero mi libertad". Una "buena" muerte siempre se ha tratado de morir como uno quiere y no como quiere la destreza de la intervención médica.

Es en la hora de la muerte cuando las personas pueden liberarse de viejos miedos y reencontrar un renovado sentido de identidad. Este es el yo completo con el que perdemos contacto tras años de estrés acumulado, expectativas, contratiempos y emociones negativas, pero también es el yo que resurge con toda su fuerza al final de la vida. Durante la profunda resolución que facilita el proceso de morir, los pacientes reconectan con aquellos a quienes han amado y perdido, a quienes han llorado pero no olvidado. Reviven la naturaleza incondicional de la familia y los vínculos familiares. Encuentran una alternativa a un mundo exterior cuyas exigencias arbitrarias antes intentaban satisfacer en vano.

La obsesión de la cultura occidental por las últimas palabras de los moribundos puede surgir de estas demandas, pero no es fiel a la realidad de morir. Últimas palabras famosas, últimas palabras literarias, últimas palabras ficticias. Las representaciones populares muestran una conciencia intuitiva de que se dicen cosas importantes, e incluso se experimentan al final de la vida, pero parecen incapaces de representarlo sin hipérbole. Nos llevan a esperar que las últimas palabras de las personas solo importen si son conmovedoras y memorables, la culminación del significado de una vida o de la comprensión que una persona tiene de ellas.

Pero no hay que sensacionalizar las últimas etapas del viaje de la vida. Las experiencias de final de vida rara vez son de profunda naturaleza filosófica o incluso religiosa. No implican preguntas existenciales, pronunciamientos exaltados, epifanías basadas en la fe, reflexiones ni frases ingeniosas. A menudo consisten simplemente en sueños o visiones sobre sucesos cotidianos, la familia, el amor e incluso las mascotas.

Es a través de estas relaciones reconstituidas que los moribundos se recomponen y recuperan la sensación de plenitud. Es precisamente una renovada sensación de identidad lo que nuestro último viaje en la Tierra hace posible. En sueños, los pacientes a menudo se ven más jóvenes, sanos y rejuvenecidos, mientras que, paradójicamente se sienten más auténticos que nunca. La teóloga y psicoterapeuta Monika Renz se refiere a esta experiencia espiritual de conectividad como  "conexión eléctrica débil" entre uno mismo y el otro. Es un fenómeno que ocurre, explica, en la región limítrofe, o, "espacio liminal", que se abre entre el cuerpo y la mente, la consciencia y la inconsciencia, en el momento de la muerte. Ya sea con el yo reprimido o con otros, es precisamente este acto de conexión o reconexión lo que muchos pacientes testifican experimentar al describir los efectos de sus sueños y visiones al final de la vida.

El sentimiento de un vínculo restaurado entre, y a través de las vidas, es lo que definió a Mary abrazando y meciendo a su bebé, fallecido hacía mucho tiempo, en su lecho de muerte, o a la madre de Sierra, acurrucándose en la cama de su hija para abrazarla por última vez. Fue lo que ayudó a Sandra, la joven de dieciséis años cuyos padres afligidos querían evitarle el conocimiento de su muerte inminente. Para ella, la religión se convirtió en la lente a través de la cual soñó con escalar arduamente una montaña para alcanzar a ángeles cuyo abrazo finalmente le proporcionó el alivio del sufrimiento que necesitaba. Si bien el viaje simbolizaba claramente la muerte, su resultado evocaba unión, luz y vida.

Estos ejemplos demuestran la importancia de replantear la religión al final de la vida para que no signifique un rechazo, sino una comprensión más amplia de sus principios. En el hospital de pacientes terminales de Búffalo el equipo médico sabe que la estrecha colaboración con nuestros capellanes y representantes religiosos es fundamental para el bienestar y felicidad de nuestros pacientes. Ahora es universalmente sabido que el cuerpo y la mente se influyen mutuamente de maneras que el enfoque exclusivo de la medicina en los síntomas físicos de los pacientes oscurece innecesariamente. Al final de la vida, esta visión compartimentada de la salud es simplemente insostenible, independientemente de si los médicos intentan mantenerla o no. Lo espiritual y lo físico van de la mano, especialmente cuando buscamos facilitar la transición de nuestros pacientes a su hogar definitivo.

A pesar de la naturaleza inseparable de los aspectos espirituales y físicos de la muerte, paradójicamente los pacientes rara vez reportan contenido religioso en sus experiencias de final de vida. Este libro contiene varios relatos de pacientes que sueñan con temas religiosos pero la tendencia es desproporcionada en comparación con la totalidad de nuestros datos. Otros investigadores han demostrado de manera similar una casi ausencia de referencias religiosas en sueños y visiones de los moribundos. Aun así, aunque la paradoja es notable tampoco es el punto clave. Después de todo la familia es nuestra primera iglesia, y los principios de la fe son el amor y el perdón, los mismos temas de sueños y visiones premortales.

Esta es una perspectiva que se ejemplifica en los escritos de Kerry Egan, capellán de hospital para enfermos terminales en Massachusetts. En su breve, pero conmovedor texto titulado, "Mi fe: De qué habla la gente antes de morir", la Egan explica que con frecuencia la llaman a la cabecera de pacientes moribundos que desean hablar no sobre Dios o grandes cuestiones espirituales sino sobre sus familias y "el amor que sintieron, el amor que dieron o no recibieron, el amor que no supieron ofrecer, el amor que negaron o que tal vez nunca sintieron por quienes debieron haber amado incondicionalmente. La gente habla con el capellán sobre sus familias porque así es como hablamos con Dios. Así es como hablamos del sentido de nuestras vidas. Vivimos nuestras vidas en nuestras familias: las familias en las que nacemos, las que creamos, las que hacemos a través de las personas que elegimos como amigos”. En un mundo donde el éxito de las personas a menudo se mide por la cantidad de relaciones que sacrifican en el camino, los sueños de los moribundos nos ayudan a visualizar un mundo donde las relaciones humanas definen nuestro propósito y nuestro verdadero logro.

Para Egan, no mencionar a Dios directamente no crea conflicto entre su función como capellán de hospital de terminales y su fe religiosa ya que reconoce a Dios y las enseñanzas de su religión en el amor que se intercambian los familiares al morir: «Si Dios es amor, y creemos que es cierto, entonces aprendemos sobre Dios cuando aprendemos sobre el amor. La primera, y generalmente la última clase de amor, es la familia».

Es cierto que incluso pacientes como Patricia, que trabajaron duro para negar la religión encuentran la paz a pesar de todo. Aunque no creía en el más allá ni en la existencia de algo, sus sueños premortales provocaron la misma profunda transformación de percepción que la de las personas de fe. «Así que los sueños no han cambiado mi fe», afirmó, «pero me han reconfortado». En una de mis últimas visitas me citó: «Mencionaste una palabra», dijo, «y ahora me viene bien. Es paz. Me siento realmente en paz». ¿Acaso la paz no es la gracia con otro nombre?

Los escritos de Monika Renz dan testimonio de la profunda naturaleza espiritual de los sueños premortales, independientemente de la afiliación religiosa de sus pacientes. Musulmanes, judíos, hindúes, cristianos o budistas, ateos o agnósticos, las personas se definen por la misma capacidad humana de plenitud al final de la vida, que Renz describe como una experiencia vívida que "trasciende el ego". Con esto quiere decir que se traslada a un contexto superior del yo, que no se limita a las convenciones del mundo ni a las identidades predefinidas.

Junto a la cama he presenciado, una y otra vez, el tranquilo proceso de entrega pacífica y bienestar, la versión de gracia y espiritualidad que lleva a mis pacientes a superar el umbral del dolor y el sufrimiento. Pero si los sueños al final de la vida son espirituales no lo son tanto en contenido como en experiencia. Son espirituales en la forma en que alteran la percepción y en la sensación de bienestar que brindan. Son espirituales por el profundo proceso personal de renovación que desencadenan en los rincones más recónditos del ser. Son espirituales en la medida en que nos liberan del miedo y el dolor y nos conectan entre nosotros.

No es posible separar al ser humano de la realidad biológica de la muerte. Se requiere gran coraje y resistencia para afrontarla la muerte, o la mirada de otros sobre la enfermedad. Los sueños y visiones de mis pacientes antes de morir son una manifestación visible de esta fuerza interior. Ayudan a los moribundos a reencontrarse con un sentido más auténtico de sí mismos, con las personas que han amado y perdido, con quienes los protegieron y con quienes les brindaron consuelo y paz. Sus necesidades son atendidas, ya sea para ser guiados, tranquilizados, perdonados o simplemente amados. Muchos asisten a la iglesia para conectar con este tipo de reconciliación y consciencia interior. Otros no lo necesitan.

En la hora de nuestra muerte la transformación espiritual ya no es externa a uno mismo. Sucede en lo más profundo de nuestro ser. A medida que avanzamos hacia la aceptación, la enfermedad y la muerte nos colocan en un camino espiritual que, en última instancia, afirma quiénes somos. En palabras de la capellán Egan: «No tenemos que usar palabras teológicas para hablar de Dios; las personas que están cerca de la muerte casi nunca lo hacen. Debemos aprender de los moribundos que la mejor manera de enseñar a nuestros hijos acerca de Dios es amándonos plenamente y perdonándonos mutuamente, así como cada uno de nosotros anhela ser amado y perdonado por nuestras madres y padres, hijos e hijas."

 

Epílogo.

 

Dondequiera que se ame el arte de la medicina, también hay amor a la humanidad. —HIPÓCRATES.

Uno de los momentos de mayor orgullo de mi vida fue el día en que finalmente pude ponerme una bata blanca y entrar en la habitación de un paciente como médico recién graduado. Anticipando este acontecimiento trascendental, había gastado el poco dinero que tenía en un traje nuevo, corbata y zapatos relucientes. Ahora estaba educado, capacitado, legitimado y listo. Con todo el orgullo y profesionalismo que pude reunir, entré en la habitación de mi primer paciente, me presenté y declaré con palabras contundentes: «Soy su médico». El paciente levantó la vista y dijo: «¿En serio? ¡Te pareces a mi maldito corredor de apuestas!».

Lo que aprendí entonces, y muchas más veces desde entonces, es que el único punto de vista que importa es el del paciente. De eso se trata este libro: de la idea de que los pacientes que se cree que guardan silencio pueden ser, de hecho, los únicos a quienes vale la pena escuchar.

La suposición de que nada valioso puede surgir de los pacientes en las últimas semanas y días de vida refleja una visión limitada en la totalidad de la experiencia de morir. En muchos sentidos, el viaje al final de la vida es la culminación de un proceso integrador que destila la vida hasta sus mejores momentos. Se trata de revisar y reescribir los guiones de vida que nos han sido entregados, ya sea por casualidad o por diseño. La cercanía a la muerte es el momento en que este proceso de revisión se acelera a través de una perspectiva distinta que antes no estaba disponible. Todos heredamos guiones a través del nacimiento, la familia, la cultura y la historia que nos llevan por caminos que no necesariamente elegimos. Algunos los seguimos. Otros necesitamos reescribirlos, a veces incluso días antes de morir.

Mi historia, como la de muchos de mis pacientes, es un intento de reescribir un guion en el que no tuve voz ni voto. A los doce años ni esperaba ni aceptaba la muerte de mi padre. La afronté con pura rabia. Había perdido una parte de mí, el sentido de propósito y dirección que él me proporcionaba, y la imagen del hombre en el que quería convertirme. No lo lamenté. Me enojé.

Hoy, mi reacción enojada y juvenil sin duda se diagnosticaría como trastorno negativista desafiante, pero en la década de 1970 simplemente me etiquetaron como "gravemente problemático". Me expulsaron de una escuela en séptimo grado y suspendí el curso de octavo en otra. Me volví tan ingobernable que mi madre no tuvo más remedio que enviarme a un internado de estilo militar. Ese era, en muchos sentidos, el lugar ideal para jóvenes inadaptados: imagínense El señor de las moscas, con uniforme. Pero aquel lugar no era sustituto de la familia y el hogar. Estuve matriculado durante cinco años y pasé los veranos viviendo y trabajando en una granja. Aun así, después de perder a mi padre, todo castigo era relativo. Perdí las lecciones de vida.

Mi improbable camino hacia la facultad de medicina dio un giro aún más extraño después de empezar a trabajar en el hospital de pacientes terminales de Búffalo. Allí estaba enfrentándome a lo que había intentado olvidar desde la infancia: la imagen de pacientes moribundos con los brazos extendidos, llamando a sus madres, padres e hijos, muchos de los cuales no habían sido vistos, tocados ni escuchados en décadas. Había cerrado el círculo, pero esta vez no podía apartar la mirada porque no se trataba de mí.

Con el tiempo, fueron estos mismos pacientes quienes me ayudaron a reescribir el final de la historia de mi padre. Donde antes solo veía tristeza y pérdida ellos me ayudaron a reconocer algo más poderoso y vital.

Aun así, cuando doy una conferencia sobre el tema hoy, hay un punto en el que siempre quedo en silencio. Algún miembro del público inevitablemente me pregunta: "¿Y qué crees que significa todo esto?". La pregunta me detiene siempre. Podría hablar durante días sobre la perspectiva del paciente, pero no sobre la mía. Puedo dar fe de cómo las experiencias de final de vida afectan el proceso de morir, cómo funcionan y cómo impactan mi enfoque como médico, pero me siento incómodo, incluso evasivo, cuando me preguntan qué significan en el contexto general. A veces intento alejarme del podio con un rápido "Gracias y adiós" antes de que la inevitable pregunta me deje perplejo.

Recuerdo un día en particular cuando un señor mayor y brusco, al frente de la sala, interrumpió mi escape con una versión más dramática de la temida pregunta: "¿Y por qué todo este alboroto sobre la muerte?". Hice una pausa y finalmente admití mi incapacidad para responder.

La verdad es que no me correspondía, ni corresponde, decirlo. No puedo ni empezar a especular sobre la otra vida ni sobre el plan más amplio de Dios, que es de lo que mucha gente realmente quiere que hable. Comprender lo que experimentan los pacientes antes de morir no me habilita para comentar sobre lo que sucede después. De hecho, escribí este libro precisamente porque hay algo que decir sobre el proceso de morir más allá de su relación con estas preguntas existenciales. Morir es un misterio en sí mismo, no solo un presagio de lo que vendrá. No releguemos su valor al de un mero preludio del más allá. No lo dejemos palidecer en comparación.

Las voces y experiencias de los pacientes moribundos importan. Mi voz e interpretación nunca pretendieron diluir las suyas. De hecho, son sus experiencias las que han influido e inspirado las mías.

Así que, para el brusco caballero de la primera fila, aquí hay una respuesta parcial a la pregunta de "¿por qué tanto alboroto?". Morir es más que el sufrimiento que observamos o experimentamos. Dentro de la evidente tragedia de morir, hay procesos invisibles que encierran significado. Morir es un momento de transición que desencadena una transformación de perspectiva y percepción. Si quienes están muriendo tienen dificultades para encontrar palabras que plasmen sus experiencias internas no es porque les falle el lenguaje sino porque no alcanza la sensación de asombro y maravilla que los embarga. Experimentan una creciente sensación de conexión y pertenencia. Empiezan a ver no con los ojos sino con el alma liberada.

Para mí todo esto significa que lo mejor de la vida nunca se pierde del todo. Lo recuerdo cuando los pacientes mayores experimentan el regreso de la madre o el padre que perdieron en la infancia; cuando los soldados hablan de batallas espeluznantes; cuando los niños hablan de animales muertos que regresan para consolarlos; y cuando las mujeres acunan a bebés que perdieron hace mucho tiempo. Es entonces cuando la cautela se desvanece y prevalece el coraje.

Me doy cuenta entonces de que lo que importa no es tanto lo que se ve sino lo que se siente.

Como nos han recordado poetas y escritores a lo largo de la historia, el amor perdura. Cuando se acerca el fin, el tiempo, la edad y la debilidad se desvanecen para dar paso a una increíble afirmación de la vida. Morir es una experiencia que nos fusiona al unirnos a quienes nos amaron desde el principio, a quienes perdimos en el camino y a quienes regresan a nosotros al final. En palabras de Thomas Jefferson: «Descubro que, a medida que envejezco, amo más a quienes amé primero». Los moribundos suelen embarcarse en un viaje esperanzador en el que son abrazados una vez más por quienes una vez dieron sentido a sus vidas, mientras que quienes los lastimaron se alejan. La muerte es también una forma de justicia final, una en la que la balanza se equilibra mediante el amor y el perdón.

Habiendo presenciado tantas muertes, no puedo decir que acepte plenamente la idea de una "buena" muerte. No existe una buena muerte, solo buenas personas. La muerte y el morir son meras extensiones de lo anterior; morimos como vivimos. Esto no siempre puede reconciliarse con la felicidad o la bondad, sobre todo si el resto de la vida tuvo poco que ver con alguna de las dos. Aunque a menudo me entristece la tragedia y el trauma que tantas personas han padecido sigo asombrado por la fuerza del espíritu humano en su incesante búsqueda por sanar lo dañado o roto. Para quienes se ven privados de la plenitud y la felicidad en la vida quizás en esa lucha residan la esperanza y la gracia.

Antes de terminar este libro necesito recordar cómo empezó todo. Es simple. Cuando contacté con las personas ningún paciente ni familia se negó a participar. Es difícil expresar mi profunda gratitud pero aunque es costumbre hacerlo, mi agradecimiento en realidad no será lo principal. Esos pacientes y familias no participaron porque se lo pidiera, lo hicieron porque querían contribuir. No importaba cuán enferma estuviera la persona, esa necesidad de contribuir es inherente a la lucha por mantenerse conectado y humano. Incluso quienes quedaron atrás, los de luto, lucharon entre lágrimas por contribuir, con la esperanza de brindar consuelo y comprensión a los demás.

Morir puede ser aislador e incluso solitario pero los pacientes a menudo encuentran consuelo en espacios donde pueden seguir expresándose, conectar con los demás y seguir importando. Mucho después de perder la batalla para superar la enfermedad los moribundos siguen luchando, pero no luchan contra la enfermedad sino por ella, y hacia ella. Luchan por tener relevancia, por encontrar sentido hasta su último aliento. ¿Por qué si no las personas, postradas en cama y agonizantes encontrarían el coraje para compartir sus historias? No las versiones embellecidas que solemos contar, sino la esencia de haber vivido y sido importante: desde dolores profundos, secretos hondos y pérdidas lejanas hasta el amor perdurable y la sabiduría recuperada. Estos momentos, medidos en días y horas, no están motivados por la posibilidad de un beneficio futuro. Constituyen un final deseado y autogenerado.

La enfermedad y la tragedia exigen naturalmente que miremos hacia dentro, fruto de nuestra lucha por la supervivencia y nuestra resistencia innata a la mortalidad. A medida que la enfermedad empieza a superar el impulso de vivir se produce un cambio. Los moribundos siguen apreciando la vida pero no para sí sino para los demás. Expresan preocupación por los seres queridos con gestos de bondad y esperanza, incluso al despedirse. En sus historias se esconde el mismo mensaje sobrecogedor, repetido una y otra vez.

Este libro surgió a partir de esas despedidas finales mientras se transmitían historias de esperanza y gracia. Por eso con reverencia, no solo gratitud, reconozco a los pacientes y familias que contribuyeron a la escritura de estas historias. Estas son personas que tuvieron fe en que sus voces, suavizadas o a veces silenciadas, importaban. Y que seguirían siendo escuchadas.

 

EXPRESIONES DE GRATITUD.

 

Este libro surgió de las consultas de pacientes cuyas palabras me impresionaron, inspiraron e iluminaron.

Las experiencias de los pacientes terminales merecían ser más que una simple curiosidad clínica o descripción anecdótica. Debían ser contadas por pacientes y validadas mediante un enfoque basado pruebas. Este libro se basa en estudios realizados por un talentoso grupo de investigadores del hospital de pacientes terminales de Búffalo. Este equipo incluye un bioquímico, médicos clínicos y científicos sociales. Mi más sincero agradecimiento a Rachel Depner, Kate Levy, Dave Byrwa y los doctores Scott Wright, Debra Luczkiewicz, James Donnelly y Sarah Kuszczak. Este esfuerzo ha sido liderado por el doctor Pei Grant, mi amigo y el mago tras las cortinas.

Gracias también a mi amigo Jon Hand, quien filmó a tantos de nuestros pacientes y familias. Jon sintió más de lo que jamás podría capturar en una película y a menudo levantaba la vista de la cámara para enjugarse las lágrimas. Falleció mientras escribía este libro. Descansa en paz, amigo.

Mi viaje desde la cama del paciente a la investigación, y luego al libro, requirió de un pueblo, un pueblo realmente grande.

Conmigo, en cada paso del camino, estuvieron mis colegas del hospital para enfermos terminales cuyos esfuerzos han sido incansables, dedicación admirable y compasión inquebrantable. Nuestra atención alcanza su máximo esplendor cuando incluye diversas disciplinas, desde consejeros espirituales hasta musicoterapeutas. Dependemos de todos para brindar atención en los lugares tranquilos donde las vidas, y no solo las enfermedades, necesitan atención.

Mi gratitud también comienza con mi amigo, compañero médico y mentor, doctor Robert Milch, una excepcional y digna combinación de cirujano y luchador por la justicia social. Probablemente debería pedirle perdón por descarrilar una y otra vez, pero en cambio aplaudo su sabiduría al saber cuándo era mejor simplemente cambiar de rumbo. Gracias a Abby Unger, cuyo amor y apoyo me convencieron de que tenía una historia que compartir y en la que yo tenía un papel que desempeñar. Este trabajo necesitaba su toque. Un agradecimiento especial también a los doctores Megan Farrell y John Tangeman por su amistad y por compartir su infinita sabiduría clínica.

En 2010 le dije a una joven becaria de cuidados paliativos, la doctora Anne Banas, que no deberíamos realizar el estudio sobre las experiencias de los moribundos porque «a nadie le interesaría». Me respondió: «Estás loco». Decir que me equivoqué no lo explica del todo, así que solo puedo agradecerle su visión de futuro y la pasión que siempre ha puesto en este trabajo.

No me desperté un día y decidí escribir este libro. Por suerte, mi querida amiga y agente, Bonnie Solow, sí lo hizo. Habiendo pasado mi carrera al margen de la medicina nunca supuse que las palabras de nuestros pacientes llegarían a un público receptivo. Sin embargo, Bonnie buscó este proyecto y lo guió con ingenio hacia estas páginas. Los pacientes y las familias cuyas palabras componen este libro merecían un defensor digno, y ella respondió con creces a la llamada.

Fue la camaradería del caballo lo que me unió con mi coautora, Carine Mardorossian, profesora de inglés en la Universidad de Búffalo, quien guarda su caballo en mi establo. Mientras limpiábamos los establos solíamos hablar sobre la investigación y el tema del libro, y a lo largo de varios años esa conversación nos llevó a escribir este libro en colaboración, un viaje de aprendizaje, conexión, humildad e infinita gratitud. El resultado es también un poderoso testimonio de la centralidad de las humanidades en otros campos del conocimiento, en este caso la medicina. Agradezco a Carine su amistad y su don para descubrir el arte dentro de la ciencia de la medicina.

Este libro fue moldeado y guiado por mis primeros lectores: varios amigos de diversos orígenes y voces, desde entrenadores de caballos hasta pintores abstractos y especialistas en ética médica: Bárbara Groh-Wahlstrom, Lynne Kerr, Lonny Morse, el doctor Paul y Noreen Johnson, Tracey Rees, Christy Feightner, Patrick Flynn, Kelley Clem, Sally Green, Shirley Kerr, Jeanne Marohn y Jane Karol. Gracias por todo lo que compartieron y aportaron. Una de las alegrías de escribir este libro ha sido llegar a casa y encontrar a mi madre corriendo para cruzar la habitación con su andador, aferrada a las páginas de las ediciones. Su pasión ha sido inspiradora.

Afortunadamente este libro encontró su legítimo hogar en Penguin Random House. Deseo agradecer y reconocer a Caroline Sutton, Hannah Steigmeyer, Marie Finamore, Farin Schlussel, Anne Kosmoski, Sara Johnson y Emily Fisher.

Por último, a mis amigos y familiares, en especial a mis hijas Madison y Bobbie, cuyo apoyo, comprensión e incluso perdón han sido una constante reconfortante en una carrera que a menudo les ha privado de tiempo y presencia, aunque nunca de amor..

NOTAS

Es más que lo negativo” : Mitch Albom, Tuesdays with Morrie (Nueva York: Doubleday, 2000).

Miedo al ridículo : M. Barbato, C. Blunden, K. Reid, H. Irwin y P. Rodriguez, “Fenómenos parapsicológicos cerca del momento de la muerte”, Journal of Palliative Care 15, no. 2 (1999): 30–7; S. Brayne, C. Farnham y P. Fenwick, “Fenómenos del lecho de muerte y su efecto en un equipo de cuidados paliativos: un estudio piloto”, American Journal of Hospice and Palliative Care 23, no. 1 (2006): 17–24; Peter Fenwick y Sue Brayne, “Experiencias al final de la vida: buscando compasión, comunicación y conexión: significado de las visiones y coincidencias en el lecho de muerte”, American Journal of Hospice and Palliative Care 28, no. 1 (2011): 7–15; S. Brayne, H. Lovelace y P. Fenwick, “Experiencias al final de la vida y el proceso de morir en un hogar de ancianos de Gloucestershire según lo informado por enfermeras y asistentes de cuidado”, American Journal of Hospice and Palliative Care 25, no. 3 (2008): 195–206.

Esta falta de atención generalizada aísla aún más a los moribundos : Clara Granda-Cameron y Arlene Houldin, “Análisis del concepto de buena muerte en pacientes terminales”, American Journal of Hospice and Palliative Care 29, no. 8 (2012): 632–9; LC Kaldjian, AE Curtis, LA Shinkunas y KT Cannon, “Objetivos del cuidado hacia el final de la vida: una revisión bibliográfica estructurada”, American Journal of Hospice and Palliative Care 25, no. 6 (2008): 501–11; William Barrett, Deathbed Visions (Guildford, Reino Unido: White Crow Books, 2011).

Mujer que murió en el parto : Barrett, Deathbed Visions .

Ser mortal comienza : Atul Gawande, Ser mortal: Medicina y lo que importa al final (Nueva York: Macmillan, 2014).

Cuando la respiración se convierte en aire : Paul Kalanithi, Cuando la respiración se convierte en aire (Nueva York: Random House, 2016).

“Para sacar el ‘yo’ de la experiencia” : Alan Watts, La sabiduría de la inseguridad: Un mensaje para una era de ansiedad (Nueva York: Vintage Books, 1951).

“No diré que se deba amar la muerte” : Rainer Maria Rilke, “Carta a la condesa Margot Sizzo, 6 de enero de 1923”, en Cartas de Rainer Maria Rilke, vol. 2, 1910-1926, trad. de Jane Bannard Greene y MD Herter Norton (Nueva York: W. W. Norton, 1947), 316.

La mitad de todos los pacientes moribundos visitan : A. Smith, E. McCarthy, E. Weber, IS Cenzer, J. Boscardin, J. Fisher y K. Covinsky, “La mitad de los estadounidenses mayores atendidos en el departamento de emergencias en el último mes de vida; la mayoría ingresa en el hospital y muchos mueren allí”, Health Affairs 31, no. 6 (2012): 1277–85.

“Hoy en día, la curación es sustituida por el tratamiento” : Bernard Lown, El arte perdido de curar: practicando la compasión en la medicina (Nueva York: Ballantine, 1999).

“El secreto para cuidar al paciente” : Francis Peabody, “El cuidado del paciente”, Journal of the American Medical Association 88, no. 12 (1927): 877–82.

Artículos clínicos sobre el tema : Karlis Osis, Observaciones en el lecho de muerte por médicos y enfermeras (Nueva York: Parapsychology Foundations, 1961); Karlis Osis y Erlendur Haraldsson, A la hora de la muerte (Norwalk, CT: Hastings House, 1997); P. Fenwick, H. Lovelace y S. Brayne, “Consuelo para los moribundos: Estudios retrospectivos de cinco años y prospectivos de un año sobre el final de la vida”Experiencias”, Archivos de Gerontología y Geriatría 51, no. 2 (2010): 173–9; A. Kellehear, V. Pogonet, R. Mindruta-Stratan y V. Gorelco, “Visiones en el lecho de muerte de la República de Moldavia: Un análisis de contenido de las observaciones familiares”, Omega 64, no. 4 (2011–2012): 303–17; Brayne, Lovelace y Fenwick, “Experiencias al final de la vida y el proceso de morir”; M. Lawrence y E. Repede, “La incidencia de las comunicaciones en el lecho de muerte y su impacto en el proceso de morir”, American Journal of Hospice and Palliative Care 30, no. 7 (2012): 632–9; Brayne, Farnham y Fenwick, “Fenómenos en el lecho de muerte y su efecto en un equipo de cuidados paliativos”.

Pacientes con delirio : Asociación Estadounidense de Psiquiatría, Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales , quinta edición (Washington, DC: Asociación Estadounidense de Psiquiatría, 2013).

Estas experiencias difieren más de las alucinaciones o el delirio : Brayne, Lovelace y Fenwick, “Experiencias al final de la vida y el proceso de morir”; James Houran y Rense Lange, “Alucinaciones que reconfortan: mediación contextual de las visiones en el lecho de muerte”, Perceptual and Motor Skills 84, no. 3, pt. 2 (1997): 1491–504; April Mazzarino-Willett, “Fenómenos en el lecho de muerte: su papel en la muerte en paz y la inquietud terminal”, American Journal of Hospice and Palliative Care 27, no. 2 (2010): 127–33; Fenwick y Brayne, “Experiencias al final de la vida”.

Análisis a gran escala de las vivencias de los pacientes moribundos : Osis y Haraldsson, En la hora de la muerte .

También utilizaron encuestas y análisis de casos : Peter Fenwick y Elizabeth Fenwick, The Art of Dying: A Journey to Elsewhere (Londres: Bloomsbury, 2008).

Para documentar las experiencias de final de vida relatadas por los pacientes : C. Kerr, JP Donnelly, ST Wright, SM Kuszczak, A. Banas, PC Grant,y DL Luczkiewicz, “Sueños y visiones al final de la vida: un estudio longitudinal de las experiencias de los pacientes de cuidados paliativos”, Journal of Palliative Medicine 17, no. 3 (2014): 296–303.

En otro estudio, identificamos categorías temáticas distintas : C. Nosek, CW Kerr, J. Woodworth, ST Wright, PC Grant, SM Kuszczak, A. Banas, DL Luczkiewicz y RM Depner, “Sueños y visiones al final de la vida: una perspectiva cualitativa de los pacientes de cuidados paliativos”, American Journal of Hospice and Palliative Care 32, no. 3 (2015): 269–74.

Confirmado el papel que los sueños y visiones previos a la muerte juegan en el crecimiento postraumático : K. Levy, PC Grant, RM Depner, DJ Byrwa, DL Luczkiewicz y CW Kerr, “Sueños y visiones al final de la vida y crecimiento postraumático: un estudio comparativo”, Journal of Palliative Medicine (próximamente).

El 18 por ciento de los sueños al final de la vida entre los pacientes de nuestro estudio fueron de naturaleza angustiante : Levy et al., “Sueños y visiones al final de la vida y crecimiento postraumático”.

Con una descripción de sueños tanto reconfortantes como perturbadores : Jan Hoffman, “Una nueva visión para los sueños de los moribundos”, New York Times , 2 de febrero de 2016.

La impactante adopción de los principios de la eugenesia estadounidense por parte de las escuelas estatales : Michael D'Antonio, The State Boys Rebellion (Nueva York: Simon & Schuster, 2005).

La ciencia médica ha dejado obsoletos siglos de experiencia” : Gawande, Ser mortal .

Ésta es la esencia de la magia” : Franz Kafka, Los diarios de Franz Kafka, 1910-1923 (Nueva York: Knopf Doubleday, 1988).

El conmovedor homenaje que escribió su esposa : Kalanithi, Cuando la respiración se convierte en aire , epílogo.

Efecto de los sueños sobre el final de la vida en la familia en duelo : T. Morita, AS Naito, M. Aoyama, A. Ogawa, I. Aizawa, R. Morooka, M. Kawahara, et al., “Encuesta nacional japonesa sobre visiones en el lecho de muerte: 'Mi madre fallecida me llevó al cielo'”, Journal of Pain and Symptom Management 52, no. 5 (2016): 646–54.

Influyeron en su proceso de duelo en general : PC Grant, RM Depner, K. Levy, SM LaFever, K. Tenzek, ST Wright y CW Kerr, “La perspectiva del cuidador familiar sobre los sueños y visiones al final de la vida durante el duelo: un enfoque de métodos mixtos”, Journal of Palliative Medicine (próximamente).

Sugieren que no siempre es imperativo que los pacientes interpreten sus sueños previos a la muerte : Kelly Bulkeley y Patricia Bulkley, Dreaming Beyond Death: A Guide to Pre-Death Dreams and Visions (Boston: Beacon Press, 2005).

Moviliza la capacidad de la humanidad para la imaginación y la transformación : Susan Sontag, Against Interpretation (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1966).

Aunque parecemos estar durmiendo” : Jalāl al-Dīn Rūmī, The Essential Rumi , trad. de Coleman Barks (San Francisco: Harper, 1995).

Experiencia espiritual de la conectividad como una “conexión eléctrica suelta” : Monika Renz, Hope and Grace (Londres: Jessica Kingsley, 2016).

Vivimos nuestras vidas en nuestras familias” : Kerry Egan, “Mi fe: de qué habla la gente antes de morir”, Belief (blog), CNN.com, 28 de enero de 2012, http://religion.blogs.cnn.com/2012/01/28/my-faith-what-people-talk-about-before-they-el .

SOBRE EL AUTOR

Christopher Kerr

Christopher Kerr es director ejecutivo y director médico del hospital de pacientes terminales de Búffalo. Nacido y criado en Toronto, Kerr obtuvo su doctorado en medicina y neurobiología y completó su residencia en medicina interna en la Universidad de Rochester. Su investigación ha recibido reconocimiento internacional y ha aparecido en The New York Times , Atlantic Monthly y la BBC. Vive en una granja de caballos en la pequeña ciudad de East Aurora, Nueva York.



1 comentario:

  1. Me llamo Charlotte Parker. ¡¡¡He vuelto a la vida!!! Después de dos años de matrimonio roto, mi esposo me dejó con dos hijos. Sentí ganas de acabar con todo. Casi me suicido porque nos dejó cuando nuestra vida empezaba a tener sentido. Estuve deprimida todo este tiempo. Gracias a un hechicero llamado Dr. Ogaga Kunta que conocí en línea. Un día, mientras navegaba por internet, encontré varios testimonios sobre este hechicero. Algunos testificaron que había devuelto a su expareja, otros que podía lanzar hechizos para detener el divorcio y también para conseguir un buen trabajo, etc. También puedes contactarlo a través de su correo electrónico (ogagakunta@gmail.com). Es increíble. También encontré un testimonio en particular sobre una mujer llamada Vera. Ella testificó sobre cómo había devuelto a su expareja en menos de dos días, y al final de su testimonio, dejó su correo electrónico. Después de leerlos, decidí intentarlo. Lo contacté por correo electrónico y le expliqué mi problema. Una semana después, mi esposo regresó. Resolvimos nuestros problemas y estamos más felices que nunca. Dr. Ogaga Kunta, es un hombre talentoso y no dejaré de publicar sus escritos porque es maravilloso. Si tiene algún problema y busca un hechicero auténtico y genuino, consúltelo cuando quiera; él es la solución a sus problemas. Su correo electrónico es (ogagakunta@gmail.com).

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