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NOTA: Siguiendo la estela marcada por Raymond Moody en su libro “Vislumbres de etenidad” (que puedes leer en este ENLACE) aprovecho la ocasión para subir el presente trabajo de la médico Lola Aparicio publicado por la editorial Luciérnaga en el 2023. Si no lo puedes adquirir en papel aquí te brindo la ocasión para leerlo.
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Morir es un proceso que está finamente diseñado, en el que se repite un patrón en el cuerpo, las emociones y el espíritu. ¿En qué consiste ese patrón? ¿Por qué hay fenómenos que se repiten en el lecho de muerte? Aunque tú, al igual que todos, posiblemente hayas vivido la pérdida de un ser querido, es muy probable que te asuste hablar de ello y que te sientas solo. Tanto si perdemos a alguien, como si nos enfrentamos a una enfermedad terminal, el miedo a afrontarlo y a compartirlo, es lo habitual. Este libro te ayudará a conocer el proceso, a aceptar la muerte y a saber acompañar a las personas que están acercándose al final de su viaje.
Introducción
CAPÍTULO 1. El tránsito. El proceso de morir
Al proceso de morir del cuerpo lo llamamos agonía
.1. Vertiente emocional
.2. El tránsito
.3. Las fases del tránsito
CAPÍTULO 2. Fase de aviso. Premoniciones
El tren
El director de la residencia
El testamento
CAPÍTULO 3. La llamada
.1. La llamada activa. El moribundo llama
Adolfo y el hospital
El huérfano temprano
La trabajadora social
.2. La llamada pasiva
Mi hermano me está llamando
Esa gente me llama
Mi hijo me llama. Quiere que lo acompañe
Elementos recurrentes: el río, la puerta y la luz
Me llaman desde una luz
El silbido como llamada
La llamada en sueños
CAPÍTULO 4. Las visitas
.1. Los ausentes / No vienen
Manolo, ¿qué haces aquí?
La hija del abogado
.2. La espera
Antonio, el pipa
Anita, me esperan en un jardín
Ya llegó luis
.3. El pasillo
El niño hermoso
La sombra blanca
.4. Las esquinas
La esquina multicolor
No os la vais a llevar
.5. Los pies de la cama
Roque y los hombres de blanco
El padre de guillermina
No me quiero morir
.6. Los ciegos pueden ver
.7. Recogiendo los pasos. Las revisiones vitales
Juanito y sus amigos
.8. Visitas sin óbito inmediato. Acceso al tránsito sin traspasar el umbral
Ángel y los sanadores
Catalina y el heraldo
Cristina y la colonia ô de Lancôme
CAPÍTULO 5. Efecto aduana. Dificultades para pasar
Fernando y la puerta
El pastor y los perros
No puedo saltar
CAPÍTULO 6. Experiencias compartidas
La córdoba
El camino de luz
CAPÍTULO 7. Despedidas
Bilocación
Cuando un amigo se va
Mensaje a la familia
La sombra marrón
A través del espejo
El sentido del olfato
Proyección de la voz
Sensaciones táctiles. Zarandeos bruscos
Despedidas a través de los sueños
Me enseñó su muerte
El cupcake
APARATOS DE COMUNICACIÓN
Suena el teléfono
Fenómenos eléctricos y más
CONCLUSIONES
AGRADECIMIENTOS y SOBRE LA AUTORA
NOTAS
PRÓLOGO
Desde tiempos inmemoriales la humanidad ha tenido una gran curiosidad por saber qué ocurre después de la muerte. Todos hemos sentido alguna vez esa curiosidad y, aunque personalmente puedo afirmar y afirmo que la vida después del cambio que llamamos muerte existe, son muchas las personas que «necesitan» averiguarlo. También son muchas las personas que dicen no creer en ello, y otras que, movidas por la pérdida de un ser querido, buscan señales de la existencia de este en el más allá.
¿Qué ocurre con el proceso anterior a la muerte? ¿Qué pasa por la cabeza del doliente? ¿Y de la de sus familiares? ¿Cómo actúan y cómo deberían actuar todos ellos? ¿Existen algunas fases o etapas que debemos conocer al igual que en el proceso de duelo? A estas y a otras muchas cuestiones responde la doctora Aparicio en este libro.
Hoy en día existen numerosos casos recopilados de personas que han tenido una ECM (experiencia cercana a la muerte), médiums que aportan datos fehacientes de ese más allá e incluso la ciencia, de la mano de doctores como Sam Parnia, Pim van Lommel o Eben Alexander, nos indica que sí existe un más allá, que, en realidad, se trata del más acá, y nos explica cómo es. Sería hasta paradójico negar lo que ya sabemos, lo que desde milenios se lleva practicando por los antiguos o lo que ya en la era moderna nos indica la ciencia. Pese a todo, aún hay quienes niegan tanto la existencia del más allá, como la del alma o la consciencia después de la muerte.
No voy a entrar en si es correcto o no, quizás sea más importante para algunos seguir manteniendo una estructura que sustente su vida y las creencias y sistema de valores en los que se basa. Abrirse a otra realidad, a otras posibilidades, implicaría para muchos tener que cambiar su vida e, incluso, a cambiar uno mismo, y sabemos que no todo el mundo está dispuesto a ello. En ocasiones, algunas personas con necesidad imperiosa de buscar el más allá puede «caer» en manos de individuos sin escrúpulos que intenten aprovecharse.
Una parte muy importante relacionada con la muerte, y que, a menudo no la han tenido en cuenta ni expertos ni incluso, los propios usuarios, es la del proceso de duelo. Gracias al trabajo de Elizabeth Kübler-Ross, pionera en lo referente al duelo, al acompañamiento en el final de la vida y en su propuesta de la muerte digna, sabemos que existen diferentes fases en el duelo. Aunque obsoleto ya, fue un trabajo muy rompedor en su época, que arrojó luz, disciplina, estudio y aportó conocimiento en un área un tanto abandonada y mayormente desconocida. Además, ha servido como base para posteriores trabajos de muchos expertos, actualizando el ya iniciado por Kübler-Ross, como el de Bowlby, Payás o Camacho, por citar a algunos.
Por ende, cuando hablamos de duelo, del más allá o de otras muchas áreas relacionadas con la muerte, observamos que ya existe un consenso sobre las distintas etapas, cómo nos afectan, qué se puede hacer y, también, se incluyen indicaciones de terapia y protocolos de actuación.
La doctora Aparicio narra en este maravilloso libro una serie de experiencias que le han relatado personas que o bien han estado al borde de la muerte o bien explican testimonios de familiares o amigos. En esta obra, la autora nos acerca a la perspectiva de la persona que está a punto de fallecer, contándonos experiencias o testimonios que como médico ha podido vivir de primera mano. Nos explica las visiones, sensaciones y vivencias que los dolientes han tenido antes de dejar su cuerpo. Con este libro, la doctora Aparicio da voz a muchas personas que han acompañado a un ser querido en la muerte o de las que han vivido experiencias similares a las de los fallecidos. Ya en su obra Glimpses of Eternity: An Investigation Into Shared Death Experiences el doctor Raymond Moody, pionero en el estudio de experiencias cercanas a la muerte, narra experiencias de muerte compartida y experiencias cercanas a la muerte compartidas pero, en mi opinión, la doctora Aparicio da un paso más y explica, además, los procesos, las fases y los tiempos que las personas a punto de fallecer atraviesan.
Creo que Lola ha demostrado ser muy valiente escribiendo este libro, pues siendo una médico en activo, ha decidido arriesgarse y expresar lo que muchos ya gritan a los cuatro vientos: QUE NO MORIMOS. Si Kübler-Ross fue pionera en el duelo y en los procesos relacionados con el mismo, la doctora Aparicio, también con valentía y emprendimiento, nos muestra un proceso de fases parecido pero, en su caso, relacionado con el proceso anterior a la muerte.
¿A quién no le gustaría saber cómo morir? ¿Qué hacer cuando llegue tu hora? ¿Cómo saber si es tu hora? ¿Saber cómo será tu momento? Lola Aparicio aporta claves para responder a estas preguntas.
Estas páginas, no dejarán indiferente a nadie, pudiendo cambiar la visión de muchos sobre el proceso de perimuerte, además de servir de ayuda a los que acompañen a los dolientes en su partida.
Gracias Lola por dar voz a estas personas, pero, sobre todo, por darles dignidad y enjundia.
MIKEL LIZARRALDE
INTRODUCCIÓN
Crecí pensando que mi bisabuelo Miguel era un santo porque había muerto como tal. Cuando le preguntaba a mi madre, ella me contaba cómo habían sido sus últimos momentos.
Me describía lo primero a los allí presentes y el asombro que manifestaron al contemplar el tránsito de un hombre que adquirió la categoría de santo tras el mismo.
Mi bisabuelo, cuando estaba en su lecho de muerte, se despertó y, mirando hacia una esquina de la habitación, transformó su rostro en una sonrisa que iba más allá de la simple alegría, era la expresión del gozo, de una felicidad indescriptible, del éxtasis.
En su lecho de muerte, giraba su cabeza de derecha a izquierda fijando la mirada en puntos diferentes de la habitación, intentando abarcar todo un horizonte invisible para los que estaban junto a él. Su rostro se mantuvo con la expresión de gozo infinito, de inmensa felicidad, como si estuviera sumido en un trance místico, hasta que expiró dejando en los testigos la sensación de haber visto morir a un hombre santo. Ese tránsito tan bello ha trascendido durante varias generaciones.
«Cuando dicen de alguien que ha muerto en “olor de santidad” seguramente es a eso a lo que se refieren», decía mi madre al terminar de contarme esta historia que nunca me cansaba de escuchar.
Mi bisabuelo abandonó este mundo de una manera gozosa, feliz y mística. Los testigos creyeron que era el premio recibido por ser una buena persona y se consolaron pensando que el cielo era el lugar al que estaba indudablemente destinado, ya que se le había permitido su acceso a él antes de traspasar el umbral.
«¿Qué vería mi abuelo?», se preguntaba en voz alta mi madre. «Seguramente estaría viendo el cielo y todas las maravillas celestiales que allí se encuentran», se respondía a sí misma.
Yo la escuchaba imaginándomelo en pleno trance místico, viendo cosas bellas e inimaginables y dejando este mundo de tal manera, que hizo que su muerte pareciera uno de los momentos más gozosos de su vida.
Este recuerdo familiar permaneció dormido en mi memoria hasta que años más tarde leí una entrevista que le habían realizado a la hermana de Steve Jobs (fundador de Apple), Mona Simpson, en donde describía la agonía de su hermano.
Mona refería, entre otras cosas, que a su hermano Steve la muerte no le sucedió, sino que la trabajó en sus últimas semanas, no dejando ningún detalle sin su estricta supervisión, eligiendo hasta los enfermeros que lo acompañarían en su tránsito. Jobs —en sus últimos momentos, tras mirar a las personas que estaban allí acompañándolo— levantó la vista por encima de los hombros de los mismos y pronunció las que fueron sus últimas palabras «Oh, wow; oh, wow; oh, wow» y, tras estos tres «wow» (o «guau», como se escribiría en español), expiró. Como si, justo antes de morir, hubiera visto algo maravilloso que le causase el asombro necesario como para pronunciar dicha palabra por triplicado.
La entrevista me recordó el tránsito de mi bisabuelo, pero ¿qué tenía que ver mi bisabuelo con el fundador de Apple? Separados por la distancia, por la cultura, por la educación, por los años… Dos personas tan diferentes, ¿cómo podían morir de manera tan parecida inmersos en esa especie de visión mística?
Morir, como realidad humana, es independiente de factores como la raza, la edad, el género, la educación, la clase social e incluso la época, por lo que tal vez haya una manera natural de morir y que nos iguala a todos.
Estoy convencida de que existe un proceso para abandonar la vida, el proceso de morir, que tiene ciertos elementos comunes a todos los seres humanos y en el que se pueden distinguir varias fases. Si estoy en lo cierto y existe un patrón que se repite, estas fases pueden ser estudiadas y descritas, de tal manera que, me atrevo a afirmar que «morir» es un proceso que está estructurado en diferentes etapas.
Al parecer no se muere de manera caótica o de cualquier forma, sino que se siguen una serie de pasos, poco conocidos por la mayoría de la humanidad occidental en la actualidad, aunque sí lo eran cuando las personas morían en su casa rodeadas de familiares y amigos no hace tanto tiempo. La muerte era algo, en cierto sentido, público y tan natural como el nacimiento.
Hoy en día, en nuestra sociedad occidental, existe bastante desconocimiento sobre el proceso de morir. La mayoría de las personas, que viven demasiado ocupadas, con prisa y falta de tiempo, puede que ni siquiera sean conscientes de que un día van a morir y no tengan ni idea de lo que les pasará durante ese trance. Tal vez esto sea debido, entre otras cosas, a que, en muchas ocasiones, se muere solo en un hospital sin la compañía de familiares ni de amigos. No estamos acostumbrados a presenciar la muerte o estar en su presencia.
Hay autores que reducen las experiencias vividas en el tránsito a meros mecanismos de defensa puestos en marcha por el cerebro para reducir el estrés que produce la incertidumbre de la muerte. Dichos mecanismos estarían diseñados para sumir a la persona en una paz y tranquilidad inusitada en esos últimos momentos, incluso serían los responsables de provocar estados de gozo intenso como en los ejemplos anteriores.
Pero, si el cerebro tiene esta capacidad de proporcionar paz y tranquilidad extrema ante el estrés, ¿por qué no lo pone en marcha frente a las adversidades de la vida, algunas de ellas sumamente angustiosas y dolorosas? ¿Cómo es posible que solo se pongan en marcha ante la incertidumbre de la muerte? ¿Qué sentido evolutivo y de supervivencia tiene esta forma de reaccionar del cerebro cuando está próximo a su desaparición? ¿Acaso distingue entre las distintas circunstancias estresantes discriminando unas de otras y se reserva esa fórmula mágica solo para el último momento, un momento en el que ya no hay vuelta atrás y que no podremos evitar con ninguna acción?
El ser humano ha ido evolucionando desde la prehistoria en diferentes aspectos como la posición erguida, el tamaño del cerebro, mayores expectativas de vida, etcétera. Sería lógico pensar en términos evolutivos de supervivencia que si nuestro cerebro tuviera algún mecanismo para aliviar la angustia o la ansiedad de los problemas graves a los que todos nos enfrentamos alguna vez en la vida, la probabilidad de supervivencia aumentaría, al disminuir el estrés y la ansiedad que pueden llegar a ocasionar subidas de tensión, accidentes cerebrovasculares e incluso infartos. Hay numerosos estudios que prueban la relación existente entre el estrés y la aparición de diferentes enfermedades.
¿Cuál sería el valor de un mecanismo defensivo que se pone en marcha solo a la hora de pasar al otro lado? ¿No sería más eficiente tener un dispositivo on/off que nos desconectase de la existencia de manera inmediata, voluntaria o involuntariamente, cuando llegase nuestro momento y no tener que alargar innecesariamente una agonía?
La única verdad que ha sido universalmente revelada es la de que un día vamos a morir y, a pesar de que es algo inevitable y seguro desde que nacemos, la muerte se ha convertido en el gran tabú de nuestro tiempo; es incluso de mal gusto hablar de ella. En lo que a la muerte se refiere, hay un gran pacto de silencio.
Recuerdo haber ido a visitar con mis padres, cuando era pequeña, a vecinos, amigos o familiares que se encontraban enfermos. Si estaban muy enfermos, con más motivo se les visitaba. Los niños entrábamos con los adultos hasta el dormitorio donde estaba el paciente. A veces se encontraba agonizando y recuerdo el sonido de su respiración. Cuando años más tarde estudié la carrera de Medicina y se referían a los estertores en los pacientes a punto de fallecer, yo sabía lo que eran porque los había presenciado.
En la casa del enfermo solían encontrarse otras visitas. Era incluso un compromiso social acudir a visitar a los moribundos. Recuerdo jugar y corretear por la casa del enfermo con otros niños que también habían ido de visita con sus padres mientras que los adultos hablaban y, si los niños iban donde estaban los adultos, estos continuaban hablando, aunque el tema fuese la enfermedad y la muerte. Todo se desarrollaba de manera natural sin ocultar la gravedad de la situación. Los velatorios eran en la casa del fallecido y se velaba normalmente toda la noche. En esa noche, vecinos, amigos y familiares acudían a distintas horas para no dejar sola a la familia. Se llevaba comida. Recuerdo haber escuchado al final de unas fiestas navideñas, refiriéndose a los mantecados y polvorones sobrantes, que ya se daría buena cuenta de ellos en el primer velatorio que hubiese. Hubo años en los que nos los comimos en verano, porque no hubo antes ningún entierro. Aunque al velatorio solo acudían los adultos, recuerdo que mi madre y mi padre salían por turnos de casa cuando había uno para no dejarnos a los niños solos, y nunca ocultaron que algún vecino o familiar había fallecido.
Crecí en esa naturalidad y cercanía de la muerte. «Algún día nos llegará a todos» o «Nadie se queda en este mundo para contarlo» eran las típicas frases con las que he crecido.
Ahora a los niños y a los adolescentes no se les lleva al tanatorio, lugar frío e impersonal que ha sustituido a la intimidad del hogar. Tampoco suelen acudir a un funeral, ni siquiera al de sus propios abuelos. Rara vez se les encuentra en los cementerios acompañando a los adultos. Muchos padres consideran que puede ser traumático para la mente o para el desarrollo emocional de un niño o un adolescente, pero ¿por qué ocultarles la única certeza que tendrán en la vida que no es ni más ni menos que la muerte? Es posible que este primer engaño o, más bien, no decir la verdad, puede adaptar al cerebro para ser engañado, o tender a serlo, el resto de la vida. Si no aceptamos la única verdad, ¿cómo vamos a aceptar otras?
Desde la infancia se comienza a ocultar la muerte, con lo que se crece excluyendo esa faceta de la vida y, llegado el momento, no queda más remedio que afrontarla como se pueda.
En numerosas ocasiones se ha vivido tan de espaldas a este último trance que ni siquiera se ha pensado en él hasta que toca muy de cerca, bien por el diagnóstico de una enfermedad fatal o por la muerte de alguien muy próximo, ya sea un familiar o una amistad. Hasta puede resultar difícil pasar el duelo. Cuando era pequeña existía algo llamado luto. Al vestir con colores oscuros, mostrábamos al otro nuestra pena y tristeza por la pérdida. Era una costumbre que implicaba a la sociedad y al individuo. Sobre todo, a la mujer, aunque los hombres lo simbolizaban con una corbata negra o un brazalete negro cosido en la chaqueta. A nadie que llevase luto se le hubiese aconsejado salir a divertirse, a bailar o hacer un viaje de placer.
Hoy en día sería anacrónico volver a llevar ropas negras en señal de duelo, pero se debería dejar a las personas el espacio y el tiempo suficientes para que pudieran llevarlo en el corazón.
En la actualidad, el luto es interno y suele estar mal visto por la sociedad que dure más allá de un corto periodo de tiempo. Vivimos muy rápido y el dolor debe superarse también a gran velocidad.
En ocasiones acuden pacientes a mi consulta que han sufrido la pérdida reciente de un ser querido, como un padre, una madre, un hermano o hermana, quejándose de estados depresivos y, cuando les pregunto, me comentan que hace escasamente unas semanas que han sufrido su pérdida.
Hace años el luto se llevaba por dentro y se enseñaba por fuera. Se vestía de negro durante un tiempo que estaba socialmente regulado. Desde dos años para un familiar cercano hasta tres meses para uno lejano. Si esto es claramente exagerado, no lo es menos que por la muerte de un hijo nos concedan en el trabajo tres días. Pero ¿cómo hemos pasado de una situación a otra?
Vivimos actualmente en una sociedad donde hasta la palabra moribundo puede llegar a resultar ofensiva, repulsiva, intolerable o peyorativa, y se buscará sin éxito alguna que la sustituya, como muriente —término que no existe en la RAE—, enfermo o paciente terminal; los sinónimos agonizante o desahuciado suenan incluso peor.
Los mecanismos de defensa que se utilizan con más frecuencia, hoy por hoy, frente a la muerte, son la negación y la evitación. Dos mecanismos bastante extendidos y que solemos utilizar cuando nos enfrentamos a otros conflictos que no necesariamente tienen que ver con la muerte.
Negamos la muerte cuando no acudimos al funeral o tanatorio para acompañar en el duelo a algún familiar o amigo aludiendo que no nos gustan las iglesias ni los funerales. Y la evitamos cuando, por ejemplo, no llamamos a un allegado que sabemos está muy enfermo para interesarnos por él.
Y es que la muerte nos causa un conflicto interior. Existe el miedo a la incertidumbre, a no saber exactamente qué nos espera, miedo a que después no exista nada y nos disolvamos, miedo a que exista algo parecido a un juicio que nos juzgue por nuestros actos, y seamos condenados y castigados.
Pero cuando nos enfrentamos con la muerte, nos enfrentamos a la vida, porque la muerte da valor a la vida. Si fuéramos conscientes de la brevedad del tiempo que estamos en la Tierra, la vida sería, sin duda, más valiosa, y puede que cambiásemos nuestro sistema de valores. Si fuéramos conscientes de que la vida tiene un final, podríamos reflexionar sobre nuestra trascendencia, haciéndonos preguntas sobre si hay algo más que la simple materia en el ser humano o si somos seres espirituales y nuestra consciencia sobrevive al cuerpo, si nos espera una nueva realidad o plano después de haber abandonado este. Por eso la muerte nos introduce al camino de la espiritualidad, bien para reflexionar sobre nuestra trascendencia o bien para negarla. Sea como sea, la espiritualidad está o estaría presente como concepto.
El cuerpo físico tiene fin, pero la esencia de lo que somos, la consciencia, espíritu o alma, no lo tiene y continúa su andadura. ¿Por dónde? Eso no lo sé. Mientras tanto, puedo vislumbrar lo que hay después de esta vida observando los momentos en los que el velo que separa la vida de la muerte se hace más fino para permitir un deslizamiento de la consciencia de un plano o estado al siguiente.
Todas las investigaciones en el lecho de muerte que conozco se basan en el estudio de casos, de testimonios a través de los cuales se ha obtenido la información proporcionada por los que van a morir, los moribundos.
A través de lo que nos cuentan, se observa que morir es un proceso en donde existen patrones con elementos comunes que se repiten. Como si tuviese un diseño que puede ser estudiado para llegar a saber cómo se muere.
Este es un libro de casos que me han llevado a observar una serie de patrones con elementos comunes que me han permitido clasificar el tránsito en fases o etapas.
He encontrado también que estos patrones se repiten en casos recogidos por otros autores, desde William Barrett —que fue el primero en recoger testimonios con su libro Visiones en el momento de la muerte (1926)— hasta Peter Fenwick[1], pasando por Raymond Moody[2].
El objetivo de este libro es describir el tránsito, la última etapa de la vida donde nos preparamos de manera interna, con los recursos psicológicos que tengamos y con la compañía de seres de este y del otro plano, para transferir nuestra consciencia al otro lado.
Las fases por las que se pasa durante el proceso de morir las he nombrado según mi experiencia y les he aplicado la siguiente nomenclatura: la fase de los avisos, la fase de las llamadas, la fase de las visitas, la fase del efecto aduana, las experiencias de muerte compartida y la fase de despedida, que ocurre justo en el momento de morir o en las inmediaciones. Estas fases han sido descritas por mí y son las que se desarrollan a lo largo del libro. Pueden darse por sí solas o ir apareciendo conforme va avanzando el tránsito. Las he podido describir al observar y analizar los casos.
Los casos recopilados en este libro son casos que me han contado pacientes, amigos y colegas. Quiero agradecer a todos los que me han confiado sus experiencias —como testigos o como protagonistas— que, incitando mi curiosidad, avivaron mi pasión por la última y gran aventura que se vive en este plano: cambiar de estado de consciencia, atravesar el velo que nos separa del otro lado y conocer, por fin, lo que quizás siempre hemos sabido, pero que fue necesario olvidar para experimentar plenamente y sin interferencias las circunstancias de una vida concreta.
La muerte es un momento mágico que debería vivirse con total plenitud y consciencia, saboreando los últimos recodos del camino, viviendo plenamente la última gran experiencia e incluso intentar obsequiar, como le ocurrió a Steve Jobs o a mi bisabuelo, ¿por qué no?, con un bello tránsito, a todos aquellos que en ese momento nos estén acompañando.
CAPÍTULO 1
EL TRÁNSITO. EL PROCESO DE MORIR
Todos vamos a morir y nadie se escapa a este final. Pero morir no es un proceso que ataña solo a la parte física; también afecta a la vertiente emocional y espiritual de la persona que va a fallecer.
Dentro de lo que llamamos parte física estaría incluido el cuerpo y las capacidades intelectuales de la persona a nivel cognitivo, de percepción y de abstracción, que estarían ubicadas en el cerebro. Cuando el cuerpo muere se queda en este plano, que es donde nace, donde permanece mientras vive y al que pertenece. El proceso físico de la muerte no será objeto de estudio en este libro y lo dejaremos en manos de los médicos y de la ciencia. Aunque cada vez son más los colegas que se interesan por las otras vertientes del proceso de morir, la vertiente emocional es muy conocida, la espiritual o tránsito, no lo es tanto, por el momento.
AL PROCESO DE MORIR DEL CUERPO LO LLAMAMOS AGONÍA
La vertiente emocional estaría relacionada con las emociones que despiertan la enfermedad y la muerte, tanto la propia como la de un ser allegado.
Creo que, además de cuerpo y emoción, tenemos una consciencia, espíritu, alma que sería la esencia de lo que somos, es decir, la parte que trasciende al mundo físico y no muere cuando el cuerpo físico con su vertiente emocional y mental lo hace.
Hay muchas maneras de nombrar a esa parte que trasciende según las diferentes culturas, religiones y hasta puede que cada uno de nosotros tenga una forma de llamarla.
Un compañero médico —a cuya consulta me llevó una pequeña dolencia—, al saber que me interesaban los temas relacionados con la perimuerte, me dijo que deseaba contarme algo «raro» que le había sucedido de pequeño. Era un suceso sobre el que había pensado mucho y deseaba obtener respuestas.
Resultó ser una experiencia cercana a la muerte (ECM). Mi colega no conocía ni siquiera ese concepto. Este es un error que cometo en ocasiones. Suelo creer que las personas que me rodean están familiarizadas con los temas relacionados con la perimuerte; desde los fenómenos en el lecho de muerte hasta las ECM, temas sobre los que he investigado bastante. En ocasiones es así, pero en otras muchas, como me ocurrió con este colega, no lo es y tuve que explicarle en qué consistía el fenómeno de la ECM.
Según me contó mi compañero, cuando tenía diez años, se electrocutó una tarde de verano mientras se bañaba. Sentado en un barreño en el patio de su casa, observó una bombilla cubierta de polvo y quiso limpiarla. Se incorporó y alargó su mano mojada hacia la bombilla. Comenzó a quitarle el polvo hasta que tocó el casquillo, que no estaba bien aislado. Esto hizo que la electricidad entrara en su cuerpo, que seguía dentro del barreño, y se electrocutó.
—Sentí un dolor muy intenso en mi mano durante unos segundos que me parecieron eternos. La electricidad entró por aquí: ¡mira! —dijo enseñándome una cicatriz en la base del pulgar—. Poco a poco el dolor cedió y desapareció al mismo tiempo que, no sé cómo llamarlo, lo llamaré como lo hice desde ese día «mi yo pensante» se dirigió atraído suavemente hacia el techo de la habitación. Observé como el techo se abría y yo lo atravesaba… —Se detuvo subiéndose las gafas con el dedo índice—. Le di ese nombre, «mi yo pensante» porque mi cuerpo quedó en el barreño, pero yo continuaba pensando, reflexionando, haciéndome preguntas y dándome cuenta de lo que me pasaba. Luego todo desapareció y me pregunté hacia dónde iba y cómo era que ascendía suavemente atraído por una fuerza invisible, mientras atravesaba una zona grisácea. En ese momento no me dolía nada y estaba tranquilo. De pronto comencé a pensar en el sufrimiento que le estaría causando a mi madre y me sentí muy culpable. No sé qué pasó, pero algo me hizo bajar y, de repente, estaba de nuevo en mi cuerpo. Lo supe porque comencé a sentir de nuevo un gran dolor en la mano que se irradiaba en todas direcciones, el brazo, el hombro hasta el cuello. Abrí los ojos y vi a mi madre. Yo estaba en sus brazos. Cuando se dio cuenta de que estaba vivo, comenzó a gritar: ¡Milagro, milagro! Dijo eso porque yo había estado muerto durante un tiempo y ya no contaban conmigo. Según me explicaron, tardaron un buen rato en despegarme de la bombilla o casquillo, ya que no fue fácil encontrar una solución para que otra persona no se electrocutase también al intentar salvarme. Fue mi padre, mi padre me salvó. Raro, ¿no? —me preguntó.
—Lo que tuviste se llama experiencia cercana a la muerte o ECM y hay millones de casos como el tuyo. Cada uno con sus peculiaridades únicas, pero también con elementos comunes como abandonar el cuerpo y observarlo desde fuera, sentirse atraído por algo que te eleva, ausencia de dolor, sensación de calma y finalmente la decisión de volver al cuerpo por algún motivo que se puede recordar o no. En tu caso, parece que fue el recuerdo de tu madre y el sentimiento de culpa que te invadió por el sufrimiento que le podías estar causando. Pero, en todo caso, en las ECM la consciencia no se pierde, se es consciente de todo lo que está sucediendo. Tanto de lo que ha pasado en este plano como de la entrada en el otro.
Le hablé sobre los autores más destacados, dentro del ámbito de la medicina y que se dedicaban al estudio de estos fenómenos, como Raymond Moody o Pim van Lommel[3], entre otros.
—Por fin alguien le pone palabras a lo que me sucedió y sabe de lo que estoy hablando —me dijo asintiendo aliviado.
—Y yo te agradezco que me lo hayas contado. Me resulta muy interesante que, para alguien que no ha escuchado hablar del tema, no solo hayas identificado la parte de nosotros que habita el cuerpo y que constituye la esencia de lo que somos, sino que le diste un nombre. Cuando tenías diez años casi mueres, pero fuiste consciente de ese «algo» que salió de tu cuerpo.
—Sí, «mi yo pensante». Es que yo seguía pensando y me hacía preguntas, era consciente de lo que me estaba sucediendo: estaba en el barreño, luego ya no me veía en él, sino que ascendía y todo desapareció, pero yo seguía pensando… Yo seguía siendo yo… —concluyó mi amigo y colega expresando así aquello que nos habita y que trasciende a la muerte física.
Al no estar mi compañero influenciado por ningún conocimiento adquirido con anterioridad, utilizó palabras propias para nombrar esa parte que se había desprendido de su cuerpo electrocutado. Nadie contaba con que se salvara; pero él fue consciente de que, «su yo pensante» no había muerto; de hecho, él se consideraba vivo.
.1. VERTIENTE EMOCIONAL
La doctora Elisabeth Kübler-Ross describió las fases por las que pasa una persona cuando se le informa que tiene una enfermedad grave y que posiblemente sea mortal.
Estas fases serían semejantes a las que sufre una persona en un periodo de duelo, ya que se aplican a cualquier pérdida. Perder la vida se considera la mayor pérdida que podemos tener. Cuando morimos perdemos todo lo material, las relaciones establecidas hasta ese momento y nuestros proyectos de vida. La muerte, por lo tanto, es la pérdida de todo lo relacionado con este plano, por eso, a nivel emocional, sobre todo si existe suficiente tiempo entre un diagnóstico fatal y el desenlace, se pueden identificar las fases del duelo.
Estas fases no son independientes y sucesivas, es decir, no tiene que terminar una para que comience la siguiente, sino que se pueden solapar e incluso no tienen por qué seguir el mismo orden, aunque la primera suele ser la negación y la última siempre será la aceptación, porque es la fase objetivo y meta de las demás.
La primera fase es la de negación. La negación suele ser la primera reacción que experimenta alguien a quien se le ha comunicado que sufre una enfermedad grave con un pronóstico sombrío. Reacciones típicas de la negación serían: «Esto no me puede estar pasando», «Se han equivocado en el diagnóstico», imaginar que estamos en una pesadilla y nos vamos a despertar, etcétera.
Se suele acudir a otros médicos para buscar segundas opiniones o se puede actuar como si no ocurriera nada intentando mantener la rutina diaria tal como la teníamos antes de la grave noticia.
Recuerdo a un paciente, que llamaré Eduardo, un encofrador de cincuenta y ocho años, al que le diagnosticaron ELA (esclerosis lateral amiotrófica), enfermedad neurológica muy grave que consiste en una parálisis progresiva. Suele ser mortal en un periodo corto de tiempo. Los músculos se van paralizando poco a poco hasta que se afectan los músculos vitales, como los respiratorios. Entonces suele ser fatal.
Cuando le pregunté a Eduardo por los antecedentes familiares, me refirió que su abuelo había muerto de una «parálisis», por lo que tenía una noción de lo que le esperaba a medida que la enfermedad avanzase.
Tras una fase de negación, en la que continuó haciendo su vida normal y no acudía a la consulta, llegó el momento en que necesitó asistencia sanitaria y la baja laboral. Ya no podía realizar actividades cotidianas como conducir, trabajar con herramientas, incluso vestirse o ducharse le costaba un gran esfuerzo… Los músculos de los brazos fueron los primeros en verse afectados hasta el punto de que no podía siquiera levantarlos.
La segunda fase es la de la ira. En esta fase predomina una gran irritabilidad. Cualquier cosa que se diga o haga molestará al paciente, que estará muy susceptible.
Eduardo comenzó a acudir con mucha frecuencia a las urgencias hospitalarias con el propósito de que lo dejasen ingresado, cosa que no fue muy difícil, ya que su estado de salud se fue agravando rápidamente.
Al mismo tiempo, comenzó a discutir con su mujer y sus dos hijos. No quería ver a ninguno. Ellos venían a mi consulta angustiados y tristes porque no sabían qué hacer, y sentían impotencia y culpabilidad; querían ayudarle, pero cuando iban a visitarlo al hospital, los echaba de manera brusca.
El conflicto había surgido cuando Eduardo consideró que debía quedarse en el hospital y la familia prefería que volviese a casa.
El paciente se encontraba seguro en el hospital, ya que estaba atendido por personal especializado de manera inmediata y, de ese modo, él controlaba mejor sus miedos. Pero su familia prefería que volviese al domicilio para cuidarlo y estar con él.
Tuve muchas conversaciones con los hijos y con la esposa. Les hablé de la fase por la que estaba pasando, la fase de la ira. También de las siguientes fases por las que iba a pasar, para que tuvieran paciencia con él. Todo el proceso era necesario para que lograra la aceptación de su enfermedad. Recuerdo que en aquel momento la familia no creía que su padre llegase a aceptar que estaba muy enfermo y que las posibilidades de sobrevivir eran muy escasas.
La tercera fase es la de negociación. Es una fase en la que, si se es creyente, se realizan promesas a los santos o a Dios. También se puede negociar con el médico: no volver a beber o a fumar, o eliminar otros hábitos dañinos a los que se culpa de la enfermedad, a cambio de la curación. Suele ser una fase de falsas esperanzas: «Si me curo no volveré a fumar, o a beber, o haré más ejercicio…».
La cuarta fase es la de la depresión. Una vez que se toma consciencia de la realidad, aparecen emociones de tristeza, pena y apatía. Aunque se sigue luchando, se hace de una forma pesimista.
Cuando la familia de Eduardo me dijo que estaba muy triste, ya estaban advertidos de que esta fase era el preludio de la aceptación. Estaban menos enfadados con su comportamiento, se habían dado cuenta de que no era algo personal contra ellos, sino que eran fases que tenía que pasar para llegar a la última.
La quinta y última fase es la de la aceptación. Es la fase final, donde se acepta la realidad sin resignación. La persona asume la enfermedad no por que no tenga más remedio que hacerlo, sino porque acepta que todo tiene su fin y que el final de su lucha ha llegado, y en ese dejar de luchar contra lo que es inevitable aparece la paz. El cese de la lucha y la resistencia trae tranquilidad y calma.
Llegada esta fase de aceptación, Eduardo comenzó a llamar uno por uno a los familiares más cercanos y a tener charlas con ellos. Fueron charlas de despedida en las que recordó con cada uno de ellos episodios de su vida a los que estaban ligados. A algunos les pidió perdón, con otros se divirtió recordando momentos felices y a todos les dejó un mensaje personal de despedida.
Un día, la esposa y los hijos vinieron a verme. Sonreían, pero era una sonrisa triste. Me dijeron que Eduardo había fallecido hacía dos semanas.
Creían que estaba preparado para irse, ya que lo hizo en paz, sin desasosiego ni intranquilidad. El que se marchara de manera tranquila hizo que la familia también lo estuviese y eso les ayudó a realizar su propio duelo.
Otros autores como Peter Fenwick consideran que las fases descritas por la doctora Kübler-Ross se podrían reducir a tres: la primera fase es la de ansiedad, que aparece cuando se recibe la noticia de una enfermedad grave; la segunda es la de lucha/negación, en la que el paciente se resiste a la realidad y lucha para cambiarla, y la tercera es la de aceptación, que surge cuando cesa la lucha y se abandona la batalla.
Sean cinco o sean tres las fases del duelo, lo cierto es que el enfermo debe atravesarlas para poder alcanzar la aceptación e irse en paz.
Pero, al morir, no todo se pierde; las experiencias y las lecciones derivadas de ellas nos las llevamos al siguiente plano, donde seguimos existiendo y aprendiendo.
Creo que en el plano físico se experimenta y en el siguiente se comprende con profundidad lo que se ha experimentado.
Si a experimentar lo llamamos vivir, cuantas más experiencias y más variadas, más intensamente se vive la vida y por lo tanto más lecciones tendrán la oportunidad de ser aprendidas.
.2. EL TRÁNSITO
En el tránsito se transfiere la consciencia, espíritu o esencia de lo que realmente somos desde este plano al siguiente. El estado de consciencia que adquirimos o en el que nos encontramos cuando estamos transfiriendo la misma, desde este plano al siguiente, es el denominado tránsito. Es un estado de consciencia intermedio entre este plano y el plano de luz o de no retorno.
El tiempo empleado para realizarlo dependerá del que cada uno necesite para el proceso de morir. En la muerte súbita, aquella que ocurre en un brevísimo instante de tiempo, sea provocada o no, el tránsito se reduciría también en el tiempo. Un ejemplo de tránsito comprimido o breve serían las ECM, en las que la persona tiene una serie de experiencias tras un episodio de muerte real o en grave peligro de estarlo. En este tránsito comprimido aparece un patrón con una serie de elementos comunes a tránsitos más dilatados en el tiempo, como puede ser la revisión vital, y la visión de familiares ya fallecidos o de guías espirituales.
Cada tránsito es distinto, como lo es cada persona. Lo que sí parece claro es que cada uno tendrá el adecuado y adaptado a sus necesidades.
Durante este periodo se deberían resolver los asuntos pendientes que todavía se tengan para emprender la marcha sin sentirnos juzgados ni por otros ni por nosotros mismos y aceptando que hemos llegado al final de esta vida.
Se distribuyen, si no se ha hecho antes, los bienes que tengamos, adjudicándolos a las personas que hayamos elegido.
Soltando lazos afectivos, tanto positivos como negativos, nos preparamos para dejar a las personas que amamos, pero también a las que odiamos. El perdón es una fórmula para desapegarse de este plano a nivel emocional.
Durante el proceso de morir, la consciencia se va dilatando poco a poco para acceder al siguiente plano y es entonces cuando aparecen todos los fenómenos que se describen en este libro.
Si durante el tránsito la persona que va a partir sufre intranquilidad o desasosiego podría ser debido tanto a miedos como a apegos. Ambos podrían alargar el periodo del tránsito dando la oportunidad de poder ser resueltos.
Uno de los miedos principales sería el temor a un juicio donde se revisarían algunos episodios de nuestra vida en los que, bien por acción o por omisión, se hubiera actuado de manera incorrecta. Es el miedo al castigo nacido de un sentimiento de culpa, de tal manera que cuanto más arraigado esté ese sentimiento de culpa, por la educación recibida o por determinadas creencias religiosas, más intenso podría ser el castigo.
También puede aparecer el miedo o temor a encontrarnos en el otro lado con personas ya fallecidas a las que tratamos mal, con crueldad, injusticia, deslealtad, etcétera, y presuponer que ellos nos estarían esperando para ajustar cuentas y hacernos pagar por nuestras malas acciones.
.3. LAS FASES DEL TRÁNSITO
En mi opinión, la salida de la vida está diseñada, al igual que lo está la entrada a la misma, y se atraviesan o se pueden atravesar una serie de fases.
La fase inicial sería la fase de aviso. En ella, mediante premoniciones, a través de sueños o de intuiciones intensas, se avisa de que el desenlace está cerca.
En la fase de «la llamada» la persona comienza a llamar o a pedir que algún ser querido acuda a su lado. Esta fase puede aparecer con semanas de antelación al fallecimiento.
En la fase de las visitas, el enfermo comienza a tener visiones de seres queridos, amigos, allegados o simplemente conocidos, todos ellos fallecidos. También puede recibir visitas de desconocidos de diversa índole, desde guías espirituales, niños o personas a las que no conoce. Esta fase es la que aparece con mayor frecuencia, por lo que le dedicaré un capítulo más amplio.
En la fase del efecto aduana, el tránsito se puede ver obstaculizado. El enfermo comienza a referir estas dificultades e incluso a solicitar ayuda a los del otro lado.
En las experiencias de muerte compartidas, los acompañantes del enfermo, sean familiares o no, pueden llegar a ver lo mismo que está viendo el que está a punto de partir.
En las experiencias de despedida, el espíritu del que está partiendo puede visitar a seres queridos para informarles de que acaba de partir o está en trance de hacerlo. Estas despedidas pueden efectuarse de diversas maneras. A través de una aparición o a través de un sueño, con sensaciones táctiles más o menos sutiles, como zarandeos bruscos que pueden llegar a despertar a la persona visitada o la sensación de estar siendo acariciado, sensaciones olfatorias e incluso sonoras.
CAPÍTULO 2
FASE DE AVISO. PREMONICIONES
La premonición forma parte de la fase de aviso y consiste en la facultad de recibir información acerca de su propia muerte advirtiendo del paso de un plano al otro de una forma más o menos inminente.
Puede darse a través de sueños o de intuiciones agudizadas (intuición muy intensa): son sentimientos que presagian hechos futuros.
La RAE[4] define la palabra premonición como «presentimiento o presagio». Si buscamos presagio en el DRAE[5], encontramos: «Especie de adivinación o conocimiento de las cosas futuras por medio de señales que se han visto o de intuiciones y sensaciones».
Así, podemos definir premonición como la facultad de conocer algo antes de que suceda sin que se pueda deducir o inducir.
Por supuesto, circunscribo la premonición a aquellas personas que no están enfermas previamente y que, por tanto, no van a deducir un próximo y fatal desenlace, lo que no sería premonición, sino toma de consciencia de la realidad y su aceptación.
A pesar de que pudiera parecer una situación angustiosa para el que las tiene, según mi experiencia, no lo es, y la persona suele afrontar la premonición poniendo en orden asuntos de diversa índole. Por ejemplo: asuntos materiales como herencias o temas personales, como hacer las paces con los que había tomado distancia. De este modo, la premonición dará la oportunidad al que la tiene de despedirse de los seres queridos, poner en orden sus asuntos e incluso dar unos últimos consejos antes de partir.
EL TREN
Hace unos años realicé un viaje por Andalucía con un grupo de personas venidas desde distintos puntos de España. Con algunas de ellas mantuve una relación más especial, como sucedió con Luisa (nombre ficticio por deseo suyo). Quizás por coincidir en edad y algunas aficiones como el senderismo, tuve la oportunidad de mantener conversaciones más largas y estrechas con ella. Una tarde, mientras descansábamos de la intensa jornada y esperábamos la cena, surgió en la conversación mi interés por los temas relacionados con lo que sucede en la perimuerte a raíz de un libro que estaba leyendo en ese momento, Destellos de eternidad, de Raymond Moody.
—No sé por qué te interesan esos temas —dijo Luisa tomando un sorbo de su cerveza recién servida—, a mí siempre me han dado grima.
—Yo tampoco sé muy bien por qué me resultan interesantes. Tal vez porque todo lo que encierra un misterio estimula mi curiosidad…
—¿Te gusta el misterio? Yo tengo una experiencia misteriosa, que a día de hoy me sigue causando intriga y multitud de preguntas. Pero también enfado, porque no pude hacer nada. Aunque no sé si hubiera podido hacer algo —durante un segundo se quedó callada, dubitativa y continuó como si hablara para ella misma—, pero entonces ¿porque recibí esa información?, ¿para quedarme de brazos cruzados sin poder evitar el futuro?
Luisa miraba hacia un punto indefinido por encima de mi hombro y vi como su mandíbula se tensaba y apretaba los dientes, con lo que su última frase fue casi ininteligible.
—¿Información? ¿Qué fue lo que te sucedió?
—Es algo que pasó un mes antes de que falleciese mi madre.
—¿Algo que te pasó a ti?
—No, le pasó a mi madre —dijo Luisa hablando lento—. Un mes antes de que ella falleciera, fuimos a comer juntas como todos los domingos y, al final de la comida, cuando nos estábamos tomando el café, mi madre me dijo que tenía algo que contarme y que le costaba trabajo hacerme esa confidencia. Tras dar algún rodeo, me dijo: «Luisa, sé que me voy a morir pronto y que mi muerte va a ser trágica, violenta y súbita. Nadie lo va a esperar. Por eso te lo digo, para que estés sobre aviso». Yo me quedé sin palabras después de esta confesión de mi madre. Creo que abrí mucho los ojos y comencé a negar con la cabeza, pero no pude contestarle. ¿Qué se le contesta a una madre que te dice que va a morir pronto y de manera trágica?
—Tuviste que quedar en shock —le dije asintiendo—. ¿Presentaba signos de depresión? ¿Estaba teniendo ideas raras? ¿En algún momento pensó en hacerse daño ella misma? —pregunté como una posibilidad ante la afirmación de la madre de que su muerte sería «trágica, violenta y súbita».
—No, no. —Luisa negó varias veces con la cabeza—. Mi madre se encontraba bien de salud. No era nada de eso ni estaba deprimida. Me confirmó que se encontraba bien. Yo también le pregunté por su salud. Me dijo que esa intuición que había tenido había sido tan intensa que no dudaba de ella y que me lo quería contar para que no me cogiera por sorpresa cuando ocurriera, e intentar que el trauma y el dolor fueran menores. Como para que me hiciese el cuerpo… —Y dejó las palabras en suspenso, como colgadas del aire.
—¿Y qué le contestaste?
—Le pregunté si estaba segura de lo que me decía y me dijo que sí. Entonces yo pensé que a veces tenemos pensamientos un poco lúgubres o pesimistas, tal vez porque ese día nos hemos levantado con un ánimo más bajo, pero que, con el paso de los días, van perdiendo fuerza. No quise darle mayor importancia y comenzamos a charlar de otras cosas. A lo mejor no era nada y acababa por olvidarse todo.
—A veces es lo mejor, esperar y ver cómo evolucionan este tipo de pensamientos. ¿Viste a tu madre ansiosa por lo que te acababa de decir? Porque no debió de ser fácil para ella contarte su premonición.
—No, estaba tranquila. No la vi nerviosa. Eso también me tranquilizó y ayudó a que no hiciese más preguntas.
—Pero tu madre falleció, ¿no es así?
Luisa me hizo una señal con las manos para que tuviese paciencia.
—Al cabo de dos semanas, en el almuerzo dominical, me entregó una serie de documentos para que estuvieran en mi poder. Eran su testamento, las escrituras de la casa, las cuentas del banco que tenía y otros documentos relacionados con el dinero que poseía en bonos y acciones: «Creo que está todo en orden. Lo he hecho todo como me ha aconsejado don Fernando, mi abogado, tú sabes quién es. Cuando me marche de este mundo llámalo. Él también está sobre aviso. Al ser hija única no vas a tener muchos problemas. Pero quería que lo supieses todo por mí antes de que falte». En ese instante no supe qué decir. El domingo anterior no me había dicho nada. Yo lo había obviado o lo había echado en el saco del olvido para no tenerlo presente, no sé. Pero enseguida reaccioné enfadándome muchísimo con mi madre. Le dije que si había tenido esa intuición quizás era para que evitase su muerte, no para que comenzase a hacer preparativos para la misma. Ella me insistió en que me tranquilizara porque le iba a ocurrir pronto y no quería que nos enfadáramos. Volvió a decirme que su marcha sería trágica, violenta y súbita. Insistía en que esa intuición era tan clara e intensa que había puesto sus asuntos en orden para no dejar nada pendiente.
—¿Por qué te enfadaste con ella? A lo mejor pensó que tendría que dejar todo ese tipo de cosas terminadas. Ya sabes, el testamento y los papeles, cosas a las que vamos dando largas, pero que hay que dejar en orden para evitar problemas a los que se quedan aquí. Tal vez por eso pensó que se iba a morir, porque tuvo la necesidad de arreglar sus papeles —dije tratando de explicar el comportamiento de su madre.
—Lo que más me dolía era lo de la muerte «trágica, violenta y súbita» —dijo Luisa frunciendo el ceño y negando con la cabeza.
—¿Crees posible que se estuviese sugestionando y acabó teniendo un accidente? ¿Como si lanzara una profecía e hiciera todo lo posible para que se cumpliera? Eso ocurre con las profecías autocumplidas —divagué en voz alta.
—Eso mismo pensé yo; le dije que ella misma podría provocarse un accidente. Que inconscientemente se estaba sugestionando para que le ocurriese algo malo. Pero mi madre me sonreía, era como si supiese que yo estaba equivocada y que no la iba a entender en ese momento. Me trató de modo comprensivo y no entró al trapo de la discusión.
—¿Y qué sucedió?
Luisa me miró unos instantes a los ojos, se inclinó hacia delante apoyando los brazos en la mesa y, entornando los ojos, me dijo:
—El miércoles 24 de julio de 2013, el tren que hacía el recorrido de Madrid a Ferrol descarriló en la curva A Grandeira de Angróis, a unos tres kilómetros de la estación de Santiago de Compostela. Viajaban 224 personas, 144 resultaron heridas y 80 fallecieron. Una de las víctimas mortales fue mi madre. Murió en el acto, dentro del tren. —Y respirando hondo se echó hacia atrás.
Ese trágico accidente continúa estando en el recuerdo de todos los que pudimos ver por televisión la terrible secuencia. Un tren entraba en una curva a demasiada velocidad y, ante la impotencia del espectador, abandonaba las vías de manera brusca arrastrando todos los vagones incluida la máquina que, en ese vídeo repetido cien veces, se abalanzaba veloz hacia el que lo estaba mirando.
—Tu madre dijo que su muerte iba a ser «trágica, violenta y súbita». ¿Cómo pudo describirla de manera tan precisa? ¿Cómo supo lo que le iba a pasar? —comencé a decir, cuando miré a Luisa. Los ojos le brillaban. Estaban algo acuosos, pero seguía manteniendo la rabia que le había producido oír de boca de su madre que iba a morir de esa manera.
—La pregunta que a mí me atormenta es por qué mi madre recibió esa información. ¿Qué sentido tuvo su intuición o su premonición si no pudo evitar ese destino? ¿De qué le sirvió saberlo? De nada. No le sirvió de nada si no pudo salvar su vida —terminó de decir con la boca curvada hacia abajo, los puños cerrados sobre la mesa y negando fuertemente con la cabeza.
¿Para qué se reciben estos mensajes o premoniciones? ¿Para poder evitar el destino? ¿Para dejar los asuntos resueltos? Todos tendremos un final, pero ¿podríamos tener acceso a la información de cuándo va a suceder ese final si nos tomásemos el tiempo de reflexionar o de meditar? ¿Esa información solo es revelada en algunas ocasiones?
Puede que algunas de nuestras experiencias de vida ya estén previstas y diseñadas antes de nacer por nosotros mismos, como cuándo vamos a pasar al otro lado, y tal vez la premonición sirva para recordarlo.
EL DIRECTOR DE LA RESIDENCIA
Cerca del centro de salud donde trabajo, hay una residencia de ancianos. Su director lleva quince años ejerciendo allí y, por tanto, suele estar en contacto con la muerte con bastante frecuencia.
En una de las conversaciones que tuvimos acerca del proceso de morir, me expresó que, por su experiencia, unas cuarenta y ocho horas antes de fallecer, más o menos, la persona ya sabe que va a cruzar al otro lado. Lo nota por el cambio de actitud del que está a punto de partir.
A veces, la persona se encuentra en un periodo de agonía y se recupera por un corto periodo de tiempo para decir unas últimas palabras que pueden ser de agradecimiento, de despedida o para expresar unas últimas voluntades que a veces podrían parecernos banales, como dejar un anillo para una nieta o cosas así, pero que, sin duda, para ellos tienen un significado especial. Y tras ese periodo lúcido vuelven a caer en el estado de estupor agónico.
Otras veces no se espera que el desenlace sea tan inminente y, sin embargo, aparecen señales que así lo indican, como comenzar a llamar a sus seres queridos, despedirse por teléfono de algunos de ellos o pedirles que vayan a verlos. Es lo que él denomina «la ronda de despedidas y consejos». No solo el que se va a marchar se despide, sino que, en ocasiones, aconsejan sobre distintas materias, por ejemplo, cómo y qué hacer con los bienes materiales o incluso seguir dando algunos consejos en áreas más personales.
¿Recibimos información a través de la intuición de cuándo vamos a partir para tener la oportunidad de dejar asuntos pendientes arreglados y dar unos últimos consejos para poder irnos en paz? ¿Es una manera de arreglar circunstancias que nos estarían apegando con preocupación a este plano?
¿No será el tránsito y las cosas que en él ocurren la preparación necesaria para dejar este mundo?
EL TESTAMENTO
Hace unos años me invitaron a dar una conferencia en una ciudad del norte de España. Allí me encontré a Asunción, una amiga que hacía tiempo que no veía. Nos fuimos a una cafetería para ponernos al día de nuestras vidas y le dije que había ido para dar una charla sobre los fenómenos en el lecho de muerte y, aunque no parecía que le interesase especialmente el tema, me dijo que vendría a escucharme.
Cuando comencé mi conferencia, la vi en la última fila. No recuerdo en qué momento dejé de verla, pero abandonó la sala antes de que yo terminara.
Una vez acabada la conferencia, fuera de la sala, volví a encontrarme con ella.
—¿No te ha gustado la charla? —le pregunté sonriente—. Sé que es un tema que puede causar desasosiego y nerviosismo a muchas personas.
Su rostro no me devolvió la sonrisa y tomándome del brazo me acercó a uno de los bancos que estaban situados a escasos metros. Cuando estuvimos sentadas me dijo:
—¿Tú sabes que mi marido murió hace unos años? —asentí recordando la triste noticia—. Pero lo que no sabes, porque hasta hoy no le había dado mayor importancia, es que unos seis meses antes de morir, se empeñó en hacer testamento. Mi marido no estaba enfermo. Era muy fumador y posiblemente eso le provocó un infarto fulminante. Pero cuando te he escuchado, me he puesto a pensar…
—Cuando he hablado de que en ocasiones existen fuertes intuiciones o premoniciones acerca de nuestra marcha y de cómo, a veces, la persona no lo comunica verbalmente, sino mediante sus actos, como, por ejemplo, dejar sus asuntos resueltos. —Asunción asentía.
—Sí, a eso me refiero. Mi marido, seis meses antes de morir, comenzó a decir que deseaba hacer testamento. Él era un hombre joven, murió con cincuenta y cuatro años, y nadie podía prever su prematura muerte. Cuando comenzó con lo del testamento, yo no le hice el menor caso. Es más, le quitaba la idea de la cabeza restándole importancia, pero tenía con el tema una tozudez impropia de su carácter —inclinó hacia abajo la cabeza, me miró y, bajando la voz, dijo—: ¿Tú crees que él intuía algo de lo que le iba a suceder?
—No lo sé, Asunción —dije encogiéndome levemente de hombros—, quizás solo tenía un presentimiento vago e impreciso. Si hubiera tenido una premonición o una intuición más elaborada, ¿te lo hubiera dicho?
—No lo sé —me contestó muy despacio, como si estuviese repasando mentalmente algunas de las conversaciones mantenidas con él. Me miró con los ojos brillantes por las incipientes lágrimas y continuó—. Lo que sí te puedo decir es que no le hice caso y casi me burlaba de él por lo del testamento. ¿Podríamos haber vivido esos últimos seis meses de otra forma si hubiera sabido que eran los últimos? ¿Podría haber hecho algo más? Lo cierto es que no aprecié esa información y, de haberlo hecho, ¿hubiera cambiado algo si se hubiese hecho un chequeo? Esas ideas han sido las que me han hecho levantarme e irme de tu conferencia. Me he empezado a agobiar pensando que si le hubiese dado importancia tal vez hubiera hecho algo y mi marido estaría vivo.
¿Podemos cambiar la fecha de nuestra marcha o es algo que está predeterminado, como dice el refrán que escuchaba de pequeña: «Nacimiento, casamiento y mortaja, del cielo bajan»?
Pero también me hizo recordar lo que Michael de Montaigne decía: «No sabemos dónde nos espera la muerte: así pues, esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo».
La realidad de la muerte hace que cobre sentido la vida al comprender que esta tiene un final y, al tomar consciencia de que tenemos un tiempo limitado para desarrollar nuestras experiencias, tal vez no estaríamos esperando a que sucedan las cosas e iríamos al encuentro de ellas. Si fuésemos conscientes de que disponemos de un tiempo breve, ¿nuestro día a día sería distinto? Tal vez apuraríamos la vida hasta el fondo y tal vez no le temeríamos a nada al haberle perdido el miedo a la muerte por haberla asumido como parte de la vida. Entonces, creo que seríamos más libres, como dice Montaigne.
Yo no supe qué contestarle, tal vez nadie sepa dar una respuesta porque quizás corresponda a cada uno dársela a sí mismo, reflexionando sobre la finitud de su propia existencia.
Cuando Asunción se vuelva a encontrar con su marido, puede que le pregunte las dudas que me planteó ese día o puede que para entonces este tipo de cosas ya hayan dejado de ser importantes o, tal vez, cuando crucemos, sepamos las respuestas.
CAPÍTULO 3
LA LLAMADA
Esta fase puede aparecer semanas, días o incluso horas antes de que se produzca el fallecimiento, y es uno de los fenómenos más frecuentes de la perimuerte, junto con las visitas. Muchas veces puede ser el único que aparezca.
La llamada puede hacer sospechar a la persona que lo experimenta, y a los allegados, que está entrando en el periodo de tránsito y su consciencia comienza la preparación necesaria para pasar al otro lado. Esa llamada puede ser activa o pasiva.
En la llamada activa es el paciente el que comienza a llamar o a preguntar por un ser querido fallecido. El paciente es la parte activa, la que toma la iniciativa, y llama o pregunta por aquellos a los que desea ver e incluso se extraña de que aún no hayan acudido.
En la llamada pasiva es el paciente el que está siendo llamado por un ser querido fallecido o por seres que no conoce, como ancianos, niños, adultos e incluso puede ser llamado desde una luz especial que aparece en algún lugar de la habitación donde se encuentre.
.1. LA LLAMADA ACTIVA. EL MORIBUNDO LLAMA
En esta fase, el moribundo comienza a llamar o a preguntar por un ser querido ya fallecido, bien diciendo su nombre de manera repetida o bien preguntando a los que le rodean (familiares, cuidadores, personal sanitario, etcétera) dónde está ese familiar fallecido, por qué aún no ha llegado o, incluso, se extraña de su ausencia.
Ese familiar al que llaman suele ser alguien muy querido, como su madre, su padre, sus abuelos, etcétera; en otras ocasiones, puede ser alguien que ha hecho las veces de padre o de madre sin serlo y, a veces, llaman a familiares con los que no han tenido mucho contacto, y es la familia o los allegados del moribundo los que se extrañan y se preguntan por qué lo llama si casi no lo conocía o si apenas tenían relación.
La familia también se puede extrañar de lo contrario, de que no llamen a las personas que creían que estaban muy unidas al paciente que se marcha, como los cónyuges. Según mi experiencia, los cónyuges ocupan un lugar muy secundario en cuanto a frecuencia de aparición en el tránsito en general y en la llamada en particular.
Las frases típicas que diría una persona que está atravesando esta fase del tránsito podrían ser:
«Mamá/papá/ser querido, ¿dónde estás?».
«Mamá/papá/ser querido, ¿por qué no vienes?».
«¿Ha llegado ya mi… (el parentesco del ser querido fallecido)?».
«¡Qué raro que no esté!, ¡si me dijo que vendría!».
Incluso puede ser una combinación de varias de ellas, por ejemplo:
«¿Has visto a mi madre? ¡Qué raro que no esté aquí! Si me dijo que iba a venir…».
La persona que está realizando el tránsito se extraña de su ausencia porque está segura de que le dijo que iba a acudir. No se sabe cuándo, esa persona fallecida por la que está preguntando le dio la información de que acudiría, pero el paciente manifiesta su extrañeza de que aún no haya cumplido con lo que le dijo. Y esto puede llegar a ser un comportamiento repetitivo durante el proceso.
Y, por último, otro aspecto de la llamada consistiría en que el moribundo nombre a alguien repetidamente, sin decir más que su nombre, sin preguntas ni extrañezas de su ausencia, solo el nombre una y otra vez.
ADOLFO Y EL HOSPITAL
Todos los que han trabajado en hospitales, en residencias o han tenido la oportunidad de asistir a pacientes graves y terminales, como en cuidados paliativos, saben que, cuando el paciente comienza a llamar a un ser querido, la situación puede ser grave, aunque no presente síntomas alarmantes en el momento de la llamada.
Cuando era estudiante de cuarto de Medicina acudía al hospital Carlos Haya de Málaga para realizar las prácticas. Esa fue la primera vez que tuve conocimiento de este fenómeno.
Recuerdo que estaba en la sala de estar del personal, en el descanso del desayuno, cuando entró una auxiliar de enfermería y dijo: «¡El paciente de la 411, Bernardo, está llamando a su madre!».
En aquellos tiempos de estudiante observaba, escuchaba y reflexionaba. Me pregunté qué tendría de extraño que un paciente llamase a su madre, o qué tendría de especial ese hecho cuando la auxiliar había acudido para comunicar esa novedad.
El equipo reunido frente al café del desayuno guardó silencio unos instantes. No pregunté y opté por esperar a mi tutor y preguntarle a él.
Cuando llegó comenzamos a pasar planta y a ver pacientes, aunque no se me iba de la cabeza lo que había sucedido con la auxiliar.
En un descanso, en el despacho donde se realizaban los informes diarios, vi la oportunidad de preguntar. Adolfo, mi tutor, era un médico reflexivo y humano al que le gustaba enseñar la profesión con una visión cercana y cálida. Nunca podré olvidarlo y le agradezco su sabiduría al enseñarme, no solo cuestiones relacionadas con la medicina, sino también con la parte humana de los pacientes, y a relacionarme con ellos con compasión y empatía. Decía cosas como: «Si te pones en el lugar de los pacientes y en el de sus familiares, entenderás mejor la situación y tu actuación será más acertada».
Cuando le comenté lo que había sucedido con la auxiliar, curvó los labios hacia abajo y, quitándose las gafas para limpiarlas con un pañuelo de tela que solía llevar en el bolsillo, dijo:
—Eso no es bueno, nada bueno, Lola.
—¿Por qué no es bueno? —pregunté.
—A ese paciente le íbamos a dar el alta mañana. Ahora tendremos que esperar —dijo frunciendo el ceño y entornando los ojos tras los cristales de sus gafas.
—¿Esperar a que venga su madre? —le dije sin acordarme de quién era el paciente de la 411.
Le pareció graciosa mi pregunta y sonrió aliviando el estrés.
—No mujer, si el paciente tiene ochenta y cuatro años, hoy todavía no hemos ido a verlo. Su madre falleció hace mucho tiempo, de una cardiopatía —me contestó algo más distendido, pero borrando la sonrisa de su rostro.
—Entonces, es que está delirando, claro. ¿Vas a llamar al psiquiatra para que lo valore? —dije desde mi inexperiencia.
Pensé que el estar delirando era un síntoma de empeoramiento y que por eso no se le podía dar el alta.
—Pues no —me contestó mientras se incorporaba de su sillón y salía disparado del despacho.
—¿Qué vas a hacer? ¿Adónde vamos ahora? —le dije mientras avanzaba a buen paso por el pasillo.
No tuvo que contestar, entramos en la habitación 411 y nos situamos frente a la cama donde se encontraba recostado Bernardo, un anciano bastante delgado con arrugas profundas en su rostro muy tostado por el sol. Cuando nos vio entrar se incorporó hasta quedar casi sentado en la cama. Adolfo se interesó por cómo había pasado la noche y otras cuestiones relacionadas con su evolución. Cuando nos íbamos, y como de pasada, le preguntó:
—Bernardo, me han dicho que está preguntando por su madre.
—¿Quién le ha dicho eso, doctor? —preguntó.
Me pareció que se sonrojaba y bajó la vista al embozo.
—Me lo ha dicho Mari Jose, la auxiliar —le contestó Adolfo despreocupado.
—Ah, sí, una chica estupenda. Verá doctor, es que me extraña que mi madre no haya venido. Me dijo que estaría y aún no ha llegado. Por eso la llamaba.
Bernardo guardó silencio mirándonos a los ojos alternativamente como si en ellos pudiera encontrar una respuesta.
Pero yo miraba a Adolfo en espera de una réplica contundente, algo así como: «¡No diga tonterías, hombre!» o «¡¿Cómo va a ser eso?! ¿No sabe que su madre ha fallecido?». Pero no dijo nada. Solo se acercó al paciente y, tomándole el brazo, le dijo con una leve sonrisa:
—Bernardo, le vamos a dejar aquí unos días más y vamos a comprobar que todo está bien antes de darle el alta.
El paciente asintió conforme y no preguntó por qué no se iba a su casa, como estaba previsto desde el día anterior.
Eso me extrañó, ya que los pacientes suelen estar deseando recibir el alta y volver a la normalidad. Ya en el pasillo le pregunté:
—¿Le vas a pedir un TAC cerebral? —le dije orgullosa porque seguro que había acertado, y esperé inútilmente su aprobación.
—Por ahora no vamos a pedir un TAC cerebral —me contestó mientras caminaba—. Ya le he dicho al paciente lo que vamos a hacer. Vamos a esperar.
Me callé y seguí caminando junto a él mirando hacia abajo, no sabía qué pensar. Mis conocimientos de cuarto de Medicina no daban para más y entonces Adolfo, intuyendo que deseaba respuestas, se detuvo en mitad del pasillo y me preguntó:
—¿Has visto al paciente confuso? ¿Lo has visto desorientado como no sabiendo dónde está? ¿Has encontrado algo incoherente en su discurso?
—No, la verdad es que lo he visto como siempre —le contesté después de hacer memoria.
Llevaba ingresado quince días en medicina interna aquejado de varios problemas relacionados con su diabetes y había evolucionado muy bien.
—Esperaremos a ver qué pasa —me dijo, y cogiéndose las manos detrás de la espalda caminamos a ritmo acelerado hacia su despacho para cursar toda una batería de analíticas.
Cuando tuvimos un rato libre, cosa que solía ser sobre las dos y media de la tarde, me explicó que cuando los pacientes comenzaban a llamar a algún ser querido, la cosa no pintaba bien, aunque el paciente estuviese estable y no diera muestra de tener en ese momento un estado de gravedad. Según su experiencia, en esos momentos había que estar muy pendiente de la evolución.
Era viernes y me marché a casa pensando que un paciente que tenía todas las analíticas bien y no tenía síntomas o estaban controlados era poco probable que muriese. Y dejé de pensar en Bernardo. ¡Cuánto tenía que aprender!
El lunes al llegar al hospital encontré a la enfermera informando a Adolfo que Bernardo había fallecido de madrugada.
Cuando me incorporé a la conversación, Adolfo le estaba preguntando si se le habían corregido los iones (el sodio, el potasio, el bicarbonato) y la enfermera le dijo:
—Todo daba normal en la última analítica. Se ha marchado con todos los iones en su sitio.
Y finalizando la conversación de las incidencias, la enfermera se despidió para continuar con su ardua tarea.
Adolfo apretó los labios, bajó la cabeza y, agarrándose las manos detrás, gesto típico de él, comenzó a caminar, ahora despacio, pero con largos pasos, mientras decía como en un susurro:
—Esto es lo que hay, Lola, esto es lo que hay.
Esa madrugada Bernardo había sufrido un infarto masivo y, aunque habían acudido el personal de guardia y el de urgencias, tratando de reanimarlo durante más de 45 minutos, no se pudo hacer nada. En mi memoria quedó este suceso, porque encerraba un misterio. El misterio de la llamada y su relación con la proximidad de la muerte.
EL HUÉRFANO TEMPRANO
Alonso es un paciente que vive en el campo. Cuando acude a consulta debe organizar ese día con antelación, con lo que las visitas son muy espaciadas.
El día que le pregunté por las enfermedades que habían padecido en su familia, lo que los médicos llamamos antecedentes familiares, terminó contándome el tránsito de su padre.
—Mi padre tenía muy buena salud; aunque su infancia fue muy dura al quedarse huérfano de padre y madre a muy corta edad, tenía mucha fortaleza, llegó a los noventa y tres años.
—Eran tiempos muy difíciles y sobrevivían los más fuertes —le dije asintiendo—. ¿De qué falleció?
—Murió de neumonía, en mi casa —me respondió Alonso—. Vivía conmigo y con mi mujer desde que mi madre falleció. No le gustaban los hospitales y no había quien lo sacara del campo.
—¿Y tuvo un tránsito tranquilo? ¿Cómo se marchó?
Desde que me interesan los temas de la perimuerte he comenzado a preguntar a mis pacientes por los últimos días de sus seres queridos. Ellos me cuentan cosas, cosas que quizás nunca hubiera llegado a saber si no hubiera preguntado por estas experiencias.
Cuando hago estas preguntas, mi interlocutor suele saber a qué me refiero con solo mencionar la palabra tránsito y me suelen contar experiencias ligadas a la perimuerte.
—¿Te refieres a si comenzó a ver a familiares que ya han fallecido y esas cosas que cuenta la gente?
—Sí, a eso me refiero.
—Pues no recuerdo que dijese que veía gente, pero lo que sí recuerdo es que unos días antes de fallecer empezó a preguntar por sus padres.
—¿Por sus padres? ¿Cómo? —pregunté.
—Comenzó a llamar a sus padres; más que llamar era preguntar por qué no habían llegado. «¿Por qué no venís?», «¿cuándo vais a venir?» o «¿por qué no estáis ya aquí?», era lo que más repetía. Lo raro es que nunca le había oído hablar de mis abuelos porque apenas los había conocido, entonces ¿por qué preguntaba por ellos en sus últimos días?
En la llamada, los pacientes suelen llamar a sus padres, abuelos o a personas que han hecho las veces de padres, en este caso los llaman por su nombre si es que no tuvieron parentesco.
—No sé, Alonso, por qué llaman o preguntan por unos y no llaman a otros. No sé por qué tu padre preguntaba por sus padres y no por aquellos que lo criaron.
—Unos dos días antes de fallecer —continuó asintiendo— dejó de preguntar y de llamarlos. Estuvo muy calmado, dormía casi todo el tiempo. Se marchó dormido. Yo creo que dejó de llamarlos porque sus padres vinieron a por él y se quedó tranquilo, porque mis abuelos habían llegado. —Me miró un breve instante y bajó la mirada hacia sus manos apoyadas en la mesa—. Puede parecer una tontería, pero yo lo creo así.
La creencia de que familiares ya fallecidos han venido a acompañar o a recoger a los que se están marchando suele causar tranquilidad a los que se quedan, al creer que los que parten no han estado solos en el último trance, que se fueron en buena compañía y, por lo tanto, con cierto grado de felicidad y alegría por el reencuentro, y por la ayuda que les hayan podido prestar los que ya tienen experiencia en el tránsito.
LA TRABAJADORA SOCIAL
Ana acababa de llegar al centro de salud como trabajadora social. En mi centro todos saben de mi afición y estudio acerca de los fenómenos próximos a la muerte, pero la nueva compañera no lo sabía. Alguien me hizo un comentario sobre estos temas en la hora del desayuno y, al contestarle, hice referencia a la fase de la llamada con sus frases típicas. No me di cuenta de que Ana había permanecido callada y pensativa durante toda la conversación, hasta que, a punto de marcharnos del bar, me miró y me dijo:
—Me gustaría contarte algo. —El resto de los compañeros la miraron expectantes—. Cuando tengas un momento tranquilo, ¿podría subir a tu consulta?
—Claro —le dije mientras nos levantábamos para continuar la jornada. Estos temas, aunque puedan asustar, también suelen provocar curiosidad.
Al final de la mañana, casi a la hora de terminar la consulta, Ana vino a verme.
—He escuchado lo que has dicho en el bar sobre la llamada y me he quedado preocupada —dijo al sentarse—. Mis padres viven en Madrid y voy a verlos de vez en cuando. Mi hermano es el que está más al tanto porque vive cerca de ellos.
—Hay que estar muy pendientes de nuestros mayores —le dije.
—Es verdad —asintió—. El fin de semana pasado estuve visitándolos y mi padre, que ya tiene sus achaques, pero no está mal del todo, me preguntó: «Oye, hija, ¿tú sabes dónde está mi madre?». Yo me quedé paralizada, no esperaba esa pregunta porque mi padre no tiene demencia ni nada de eso. Le contesté que su madre lleva muerta casi treinta años y me dijo algo impaciente, como si yo no lo entendiera: «Sí, sí, pero ¿a que es raro? Me dijo que iba a venir, ¿no sabes dónde está?». Después de oír esto fui a hablar con mi madre y me dijo que llevaba una semana con lo mismo, preguntando por su madre, por si alguien la había visto, por si sabíamos cuándo iba a llegar y, aunque le decían que ya estaba muerta, él seguía como si no entendiese que era imposible que su madre viniese a verlo. —Ana me miró bajando la cabeza y titubeó antes de preguntar—. ¿Qué crees que le pasa a mi padre? ¿Crees que está en la fase de la llamada? ¿Lo que le pasa quiere decir que se va a morir pronto?
—Ana —le dije lentamente—, lo cierto es que nuestros padres no van a estar ahí siempre y, cuanto más mayores, más tiempo deberíamos pasar con ellos porque se vuelven frágiles y necesitan sentirse cerca de los suyos.
—Sí, creo que voy a ir a Madrid más a menudo —dijo pensativa—, y se lo voy a comentar a mi hermano.
Esta conversación la tuvimos a finales de mayo; el padre de Ana murió a mitad de julio.
A los fenómenos ligados al tránsito, como el de la llamada, se les ha dado un valor de pronóstico, es decir, cuando aparecen anuncian, en un alto porcentaje, la proximidad del fallecimiento.
Cuando volvimos a vernos tras el óbito de su padre, Ana, recordando nuestra conversación, me dio las gracias.
Lo que hablamos en mi consulta se lo había explicado a su hermano y estuvieron de acuerdo en mantener una relación más estrecha con su padre, lo que les ayudó a estar más tiempo con él en sus últimas semanas.
El haber identificado esta fase de llamada como un aviso del inicio del tránsito le dio la oportunidad de prepararse para el desenlace y disfrutar de la compañía paterna de manera más asidua de lo que lo hubiera hecho si no le hubiese dado importancia a este fenómeno.
Saber de estas experiencias o fenómenos nos ayuda a comprender lo que está sucediendo y a ponernos sobre aviso y así actuar en consecuencia.
La familia que es consciente de estos fenómenos suele cohesionarse y unirse más, como le pasó a Ana con su hermano, porque, al ser conscientes de que podrían estar viviendo los últimos tiempos de su padre, decidieron pasar más tiempo junto a él.
.2. LA LLAMADA PASIVA
Del mismo modo que la llamada activa puede ocurrir semanas o incluso meses antes del fallecimiento, la llamada pasiva comienza en un punto más cercano a la muerte.
Esta llamada la pueden realizar familiares o conocidos del que está en tránsito, pero también pueden ser llamados por personas desconocidas; entre ellas podríamos encontrar ancianos o niños que suelen vestir de blanco y que parecen desprender una luz clara. En algunos casos, la llamada puede provenir de alguien situado en una luz especial e incluso pueden sentir como si el origen de esa llamada fuera esa misma luz o estuviera dentro de ella.
Los sueños y las visiones pueden ser vías utilizadas para la llamada pasiva, y se puede recibir de diferentes formas: una voz que oye el enfermo y que suele repetir su nombre; por medio de gestos con las manos para que se acerquen o de figuras que les tienden los brazos, e, incluso, describiré un caso en el que la llamada se realizó mediante silbidos.
Las frases típicas, pronunciadas por el que está partiendo en esta fase, pueden ser:
«Mi madre o padre u otro familiar fallecido, dice que ha venido a por mí».
«Me está/n diciendo que los acompañe».
«Me está llamando por mi nombre» o «está diciendo mi nombre».
«Hay gente que me llama» es la frase que el enfermo suele utilizar cuando la llamada proviene de un grupo de desconocidos.
Si la llamada pasiva se realiza mediante gestos, los enfermos suelen emplear frases como: «Me está tendiendo los brazos o me hace(n) gestos con la mano para que vaya con ellos o con él».
El gesto de tender los brazos llamando al paciente suele hacerlo un único personaje, conocido o desconocido. Sin embargo, las señales con las manos, para llamar al paciente, pueden realizarlas una o varias figuras, conocidas o no.
A veces, la llamada pasiva no es aceptada por el que la recibe, tal vez intuye que lo llaman para cruzar al otro plano y no esté conforme con que su tiempo en esta vida se está acabando.
Una de las funciones del tránsito es aceptar la partida. Si aún no se está preparado para ello, el paciente puede manifestar rechazo, inquietud o miedo hacia esa llamada.
MI HERMANO ME ESTÁ LLAMANDO
En este caso que voy a relatar, aunque la visión era de un familiar muy cercano, a la paciente le causaba un gran temor. Josefa era una paciente de ochenta y cinco años con múltiples patologías. Solía acudir a la consulta con una de sus hijas porque tenía grandes dificultades para caminar.
Algo que he aprendido con la práctica es que, en numerosas ocasiones, los pacientes suelen dejar el tema que realmente les preocupa para el final de la consulta, precisamente por el temor que les causa.
Parecía que la consulta había terminado cuando la hija se volvió hacia su madre y le dijo:
—¿Se lo vas a contar o se lo cuento yo?
Miré a Josefa, tenía el entrecejo contraído, y los labios apretados y curvados hacia abajo.
—Bueno, pues usted dirá, doña Josefa —le dije lo más amablemente que pude—. Cuénteme, si quiere, lo que le sucede.
Apretó los labios un poco más y comprendí que iba a ser una conversación difícil.
—Es algo que le lleva pasando unas semanas —comenzó a decir la hija.
—Sí, pero no muchas —contestó la anciana moviéndose inquieta.
Pensé que quizás era la conversación lo que le estaba resultando incómodo y no insistí. Pero la hija tomó de nuevo la palabra.
—Lo que le pasa a mi madre es que lleva unas pocas semanas que, cuando se acuesta, ve a su hermano a los pies de su cama. Su hermano murió hace unos años.
—¿Y lo ve todas las noches? —pregunté mirando a Josefa.
—Casi todas las noches —respondió la hija mientras yo miraba de reojo a Josefa.
—Pero mi hermano no está solo —dijo Josefa levantando la cabeza—. Hay tres mujeres con él.
—¿Sabe quiénes son esas mujeres? ¿Las conoce también?
—No —comenzó a negar con la cabeza—. No sé quiénes son. No las había visto nunca, pero son siempre las mismas.
—Ve a ese grupo, su hermano con las tres mujeres a los pies de la cama —dije para hacer un resumen y comprobar que estaba entendiendo la situación y, mientras Josefa asentía, yo continué—. ¿Y qué sucede? ¿Están allí parados o hacen o dicen algo?
—Las mujeres están allí sin hacer nada, pero mi hermano me hace señas con la mano para que vaya con él.
—¿No le habla? ¿Solo le hace señas?
—No, él no me habla, solo me hace señas con la mano. —Se detuvo bruscamente, se irguió un poco en la silla y, mirándome me dijo con un tono de voz algo más elevado—. ¡Pero no me vaya a mandar nada para la noche porque no me lo pienso tomar! —Y, volviendo a apretar los labios, negó con la cabeza.
—Deja a la doctora que decida lo que te tiene que mandar —dijo la hija mirando a su madre—. Nos tiene desesperadas a la chica que la cuida y a mí. No duerme por la noche. Podría mandarte algo para que duermas —dijo dirigiéndose a su madre— y a ver si así podemos dormir todos. Quiere que la chica que la cuida esté toda la noche con ella, pero a la chica le da miedo y, cuando ve que mi madre se ha dormido, se marcha a su habitación. Lo malo es que en el momento en el que mi madre se despierta por algún motivo, comienza a ver a su hermano de nuevo y a dar gritos para que se vaya. Entonces nos despertamos todos.
—¿La chica también ha visto a su hermano? —le pregunté a Josefa.
—No, ella no ha visto nada —me contestó—. Mi hermano no viene si hay alguien más en la habitación —dijo bajando la cabeza—. Yo estaría más tranquila si Belén, la chica que me cuida, durmiera conmigo.
—Pero a Belén le da miedo —intervino la hija de Josefa mirándome—, dice que en esa habitación está el fantasma del hermano de mi madre y quién sabe que otros fantasmas más y se niega a dormir con ella. Duerme en su cuarto con las puertas abiertas para escuchar a mi madre por si le pasa algo o la llama para cualquier cosa, pero no quiere ni oír hablar de dormir juntas.
En ese momento observé a Josefa. Su mirada estaba centrada en un punto de la mesa, el entrecejo contraído, los labios apretados y sus manos agarraban con fuerza la empuñadura de su bastón. Su rostro y su cuerpo tensos hicieron que me preguntara si había algo más que miedo.
—¿Cómo era la relación con su hermano, Josefa? —le pregunté.
—Muy mala —contestó la hija tras observar a su madre que, mirando hacia la empuñadura de su bastón, apretó los labios un poco más—. Hacía años que no se hablaban. Mi tío llamaba de vez en cuando y preguntaba por mi madre, pero ella no quería ponerse al teléfono. Cuando mi tío enfermó dejó de llamar. Mi madre no lo llamó nunca para interesarse por su salud, ni lo visitó cuando estuvo en el hospital. Tampoco acudió a su funeral. Cosas de familia…
—¿Por qué cree que está viendo ahora a su hermano?
—No lo sé —contestó de mala gana Josefa—, pero no quiero verlo. No quiero que venga a molestarme.
—Si lo está viendo en su dormitorio, ¿por qué no le habla para saber lo que quiere? A lo mejor podría tener una conversación con su hermano.
—No voy a hablar con él —dijo Josefa, y apretó los dientes un segundo—. No tengo nada que decirle. No sé por qué me hace señas y me llama, pero yo no le voy a hacer caso. No quiero nada con él —negó con rotundidad—. Nada.
—Quizás si le habla y le pregunta por qué está allí, deje de tenerle miedo y tal vez él deje de visitarla —le dije de manera suave para que comprendiera las ventajas.
—No me importa tener miedo. Dormiré con la luz encendida si hace falta. Y si lo veo, haré como que no está allí, pero no pienso hablar con él. —Y girando la cabeza, miró fijamente a su hija.
La hija se levantó, tomó del codo a su madre y la ayudó a levantarse. En silencio, ambas mujeres se dirigieron hacia la puerta. La hija me miró y dibujó una leve sonrisa mientras que Josefa, sin volverse, me dijo: «Buenos días».
No la volví a ver. Supe que falleció pocas semanas después a causa de una neumonía.
Desconozco cómo se marchó Josefa, si lo hizo tranquila o lo hizo resistiéndose, si continuó viendo a su hermano, si finalmente habló con él o si dejó de recibir sus visitas.
Este caso resulta interesante porque, al ser un familiar muy cercano el que acude, en lugar de manifestar asombro y luego alegría, que es lo habitual cuando las visitas son de familiares, le produce temor y desasosiego.
En mi opinión, que su hermano le hiciera gestos para que acudiese hacia donde estaba era un aviso del próximo cambio de plano. Aunque también es posible que le estuviera ofreciendo una ocasión para conversar, reconciliarse y pasar al otro lado con ese asunto resuelto. Quizás el elegido para llamarla fuese precisamente su hermano porque cumplía con esta doble misión: ayudarla en el tránsito y zanjar un asunto pendiente. Creo que cada persona tiene el tránsito que necesita y Josefa necesitaba solucionar la situación con su hermano antes de acceder al plano de luz.
No sé qué es lo que pasó entre ambos, ni si el miedo que Josefa manifestaba ante la visión de su hermano se debía al rechazo y enfado que sentía por él, porque temía las represalias de su hermano por su mal comportamiento o era porque intuía que la llamada implicaba que su final estaba cerca y le asustaba la muerte. ¿Ese temor provenía de su hermano o de la cercanía de la muerte? Tal vez fuese de ambos.
No es lo mismo pasar al otro lado en un estado de armonía y serenidad que en un estado de miedo, terror o enfado. Todos hemos sentido estas emociones y no suelen ser agradables.
¿Y si continuamos con esa negatividad en el otro lado y no descansamos en paz? ¿Cruzar al otro lado nos hace ser sabios y tener la solución a los conflictos que no hayamos resuelto en esta vida? ¿O tendremos el mismo nivel de consciencia con el que abandonamos este plano y seguiremos padeciendo emociones negativas como odio, rabia, celos, venganza o envidia? Y si es así, ¿se podría pasar con ellas al plano de luz? O, antes de hacerlo, ¿habría que solucionar todas esas emociones, tras entenderlas y elaborarlas? Tal vez haya que purgar o limpiar los sentimientos negativos que arrastremos al otro lado antes de pasar al plano de luz y a eso es a lo que se le ha llamado purgatorio.
Cuando las circunstancias particulares del que se va a marchar no suponen un bloqueo para el tránsito y se recibe la llamada, es frecuente que el destinatario tarde unos días en asimilar la visión e integrarla en su consciencia antes de contar lo que ve o sueña, aunque a veces lo comunican de inmediato. Si la llamada se produce por parte de familiares o allegados queridos, el paciente puede sentir una sorpresa inicial, pero, posteriormente, la tranquilidad y el sosiego acaban invadiéndolo, lo que se podría traducir en una disminución o pérdida de temor a cruzar al otro lado.
ESA GENTE ME LLAMA
Lourdes es una paciente que vive con su marido y sus hijos en una granja en el campo. Cuando su padre enfermó, decidió llevarlo a vivir con ella y su familia y, al cabo de unos pocos meses, el enfermo murió.
Un mañana Lourdes acudió a mi consulta acompañada de su marido y, antes de empezar la consulta, él me comentó:
—Te hemos visto en la tele con Iker (refiriéndose a Iker Jiménez y a su programa Cuarto Milenio) hablando de los sueños de los moribundos. Al padre de mi mujer —dijo mirando hacia ella— le ocurrió algo los últimos días de su vida. Murió en nuestra casa. Cuéntale a la doctora —animó a Lourdes con un movimiento de cabeza, mirándola primero a ella y luego a mí.
—Claro, Lourdes, cuéntame lo que le pasó a tu padre, si quieres.
—No fue algo muy agradable —dijo Lourdes negando con la cabeza y mirando ligeramente hacia abajo—, pasamos unos días muy malos. Mi padre tenía mucho miedo cuando se estaba muriendo. La verdad es que todos estábamos un poco asustados. —Miró a su marido, que asintió.
—¿Por qué?, ¿qué fue lo que pasó? —le pregunté a Lourdes.
—Una semana antes de fallecer —dijo bajando algo la voz—, comenzó a decir que en su dormitorio veía gente. Decía que eran personas desconocidas que lo estaban llamando. Eso le asustaba mucho y le aterrorizaba acostarse por la noche. De madrugada nos despertaban los gritos que les profería para echarlos de su cuarto. Cuando acudíamos para ver lo que pasaba, nos decía: «Esa gente —y señalaba la misma zona del dormitorio— me están llamando para que vaya con ellos. Quiero que se vayan y que no vengan más». Tenía pánico a quedarse a oscuras. Decía que cuando estaba a oscuras esa gente venía. Nosotros también empezamos a tener miedo. Estábamos en mitad del campo, a esas horas de la noche, los gritos de mi padre a unas personas que solo él veía y que lo estaban llamando… No sabíamos qué hacer. Me dan miedo los fantasmas «¿serán fantasmas lo que ve mi padre?», me preguntaba cada noche. Al final encontramos una solución a medias.
—¿Qué hicisteis?
—Le compramos una linterna —continuó Lourdes—, no podíamos dejar una vela encendida en su dormitorio porque necesitaba oxígeno todo el día y dormía con las gafas[6] nasales. Me daba miedo dejar una vela encendida por el peligro de explosión. Pero con la linterna tendría luz y quizás no acudieran esas personas que él veía.
Este caso es interesante porque una de las teorías llamadas científicas que tratan de explicar por qué aparecen estas visiones plantea que es por la hipoxia cerebral o falta de oxígeno en el cerebro, pero este paciente recibía oxígeno todo el día, precisamente para evitar su falta, por lo que la hipoxia no podría ser la causante de sus visiones.
—¿Y dio resultado?
—Pues no del todo. Cuando se acostaba mantenía la linterna en la mano derecha y la movía de arriba abajo con el fin de ahuyentar a «esa gente». Algunas veces lo lograba, pero otras, a pesar de la linterna, lo escuchábamos gritar echándolos de su dormitorio.
—Pero luego se calmó —intervino el marido.
—Sí, doctora —continuó Lourdes mirándome un momento—. Dos o tres días antes de fallecer se tranquilizó mucho. Ya solo quería estar acostado. La linterna la tuvo al lado, pero no la tocaba. Pienso que tal vez dejó de ver a «esa gente». Lo que me preocupaba era que ya no quería comer ni beber y cada día estaba más débil.
—Es lógica tu preocupación por darle algo de comer o de beber. Pero las personas, cuando se están marchando de este mundo, se van recluyendo poco a poco en sí mismas, se aíslan y van soltando todo lo referente al cuerpo, por eso muchas veces se deja de comer y de beber.
—Sí, así es como se fue mi padre, apagándose poco a poco —dijo tomándole la mano a su marido.
Tal vez ver a personas desconocidas fue lo que le causó terror, porque cuando los pacientes ven a familiares o amigos suelen mostrarse más tranquilos. Están viendo a un ser querido o, por lo menos, conocido. Lo reconocen como alguien cercano y bueno que lo puede acompañar y ayudar. Cuando la visión aparece por primera vez, puede producir sorpresa o inquietud, pero suele dejar paso a la tranquilidad.
El hecho de que perdiera el miedo y dejase de necesitar la linterna podría deberse a que ya no tuviese la visión que le causaba miedo, que esta se tornase menos amenazante para él, o que se rindiera y abandonase la lucha. Abandonar la lucha frente a lo inevitable es una de las fuentes de paz y sosiego que facilitan el tránsito.
No sé exactamente qué ocurrió para que se serenase, pero este cambio de actitud muchas veces comienza unas 48 horas antes del óbito, tal vez porque ya se ha tomado la decisión de entregar el cuerpo. Se ha aceptado el fin de esta existencia y quizás, para ello, se haya obtenido ayuda del otro lado. Al fin y al cabo, una de las funciones del tránsito es aceptar lo inevitable para cambiar de plano con la mayor serenidad.
MI HIJO ME LLAMA. QUIERE QUE LO ACOMPAÑE
Mariluz fue mi paciente durante muchos años hasta que, por motivos de trabajo, tuvo que trasladarse a las Baleares. La última vez que acudió a mi consulta fue para preguntarme acerca del estado de salud de su padre con motivo del próximo traslado, ya que se encontraba bastante enfermo. Y fue entonces cuando me contó el tránsito de su madre, que había muerto cuando ella era muy joven.
—Ya sé que está muy enfermo doctora, lo que deseo es que nos vaya bien y, llegado el momento, tenga una «horita corta» como la tuvo mi madre.
Yo asentí y sonreí pensando que a la persona que está muy enferma se le desea lo mismo que a la mujer que va a dar a luz: una «horita corta». En ambos casos se cambia de estado de consciencia; mientras que en uno se entra en este plano de la mano de los asistentes al parto y con la figura imprescindible de una madre (a través de la madre), en el caso del tránsito se abandona el mismo, tal vez también asistidos y acompañados por los del otro lado que pueden estar esperando nuestra llegada allá, al igual que los de este plano estuvieron esperando nuestra llegada aquí.
El deseo de que el cambio de plano se haga lo menos traumático y con el menor sufrimiento o dolor posible es común en ambos casos.
—¿Tu madre tuvo un buen tránsito? —le pregunté.
En ocasiones, no se presenta ninguno de los fenómenos que describo en este libro, pero en otras muchas, más de las que me pude imaginar al principio, sí que suceden y parece que los testigos están a la espera de encontrar a un interlocutor válido que los escuche.
—El tránsito de mi madre fue increíble —dijo sonriendo levemente y mirándome un instante—. No parecía que estuviese muy enferma, pero unos dos o tres días antes de morir nos dijo, a mi padre y a mí, que mi hermano mayor había ido a verla. Nosotros le dijimos que no era posible porque había fallecido hacía años, pero ella insistía en que hacía varios días que iba a visitarla.
—¿Y no os había dicho nada? —la interrumpí.
Pensé en cuántas ocasiones los pacientes que están en tránsito no expresan verbalmente lo que están viendo; era algo que me intrigaba. Tal vez fuera por ser una experiencia íntima y personal que solo va dirigida a ellos; puede que por encerrar el mensaje de que es hora de partir y necesitan tiempo para asimilarlo; quizás porque piensan que no van a sentirse comprendidos o que no los van a creer o incluso porque saben que su partida va a causar un profundo dolor en los que los rodean. De este modo, cuando se deciden a contar lo que están viendo, puede que su deseo sea, una vez que ellos mismos aceptan su marcha, avisar y preparar a la familia de su pronta partida y decirles que no se van a ir solos, que alguien los espera para cambiar de plano.
—No, no nos dijo nada hasta ese momento. Tengo que decirte que mi madre estaba bien de la cabeza —dijo Mariluz acomodándose en la silla—, por eso me creí lo que decía. Mi padre le preguntó el porqué de la visita de mi hermano fallecido y nos dijo que la estaba llamando para que fuera hacia donde él estaba. Nosotros nos sorprendimos y nos asustamos, pero mi madre nos tranquilizó diciendo que todo estaría bien.
—Y falleció pocos días después.
—Sí —asintió brevemente—. Se fue apagando poco a poco. Las últimas horas no fueron dolorosas para ella, al menos no se quejaba de nada. Estaba como en un sueño y, cuando expiró, su rostro presentaba un semblante tranquilo —dijo mirando algo hacia abajo con una sonrisa—. ¿Crees que a mi padre le pasará lo mismo? ¿Se irá tranquilo y sin sufrir como lo hizo mi madre?
—No lo sé, Mariluz, cada persona es distinta y su tránsito también puede ser diferente, aunque existan elementos parecidos. —Me acerqué hacia ella y bajé la voz como si fuera una confidencia—. Creo que abandonamos este mundo, igual que llegamos a él, a través de un proceso que parece estar diseñado. Si el nacimiento lo está, ¿por qué el fallecimiento no lo iba a estar también? Hasta que llegue ese momento lo mejor es no dejar asuntos pendientes, ni materiales ni emocionales. Cruzar al otro lado lo más desapegados de este hará que el tránsito sea más liviano.
—Habrá que esperar a ver lo que pasa con mi padre. ¿Puedo hacer algo por él? —dijo Mariluz asintiendo.
—Sí, claro que sí. Ayúdalo a cerrar ciclos en todo aquello que te pida que hagas, sin intentar disuadirlo con la «buena» intención de que no piense en su marcha. No ayuda al paciente y bloquea el tránsito.
Si el paciente pide, por ejemplo, que se busque un determinado anillo y se entregue a una sobrina o que se llame al hijo que vive en Alemania para que venga u otra petición que —a pesar de que le pueda causar gran esfuerzo por su debilidad— nos está haciendo, habría que escucharla y atenderla en la medida de lo posible, porque, sin duda, le dará más tranquilidad que decirle alguna frase que niegue la extrema gravedad de la situación pensando que le estamos haciendo un bien al darle esperanzas. Al final de nuestros días se acepta muy mal la falsedad y considero justo respetar la voluntad de la persona, como he dicho antes, en la medida de lo posible. A mí me gustaría que me respetasen mis últimas voluntades, poder compartirlas y expresarlas sin tapujos con mis seres queridos que en ese momento me acompañen. Creo que mi mayor consuelo estará en que ellos me acompañen y marcharme en paz.
De esto hace ya diez años; no la volví a ver. Espero que le haya ido bien en su nuevo destino y que su padre tuviese esa hora corta que ella le deseaba.
ELEMENTOS RECURRENTES: EL RÍO, LA PUERTA Y LA LUZ
Durante el periodo del tránsito, tanto en las visiones como en los sueños pueden aparecer, con relativa frecuencia, algunos elementos como parte del escenario en donde se sitúan los protagonistas de los mismos (familiares fallecidos, seres queridos, desconocidos, niños…). Entre estos elementos recurrentes, nos encontramos con la visión de un río, una puerta o un arco; también suele ser frecuente la visión de un jardín con hermosas flores o de una luz que suele describirse como especial. Puede que el motivo por el que se repiten con frecuencia es porque son arquetipos, imágenes o esquemas que forman parte del inconsciente colectivo y que tienen un valor simbólico o metafórico.
Macarena era una paciente que tenía miedo a morir de cáncer de páncreas como su padre. Solía acudir por diversos motivos que no tenían mayor importancia para su salud, para acabar hablando de la prematura muerte de su padre.
—Este tipo de cáncer no se hereda, ya lo sabes. Tal vez tu miedo tenga que ver con dejar a tus hijos pequeños solos en el caso de que tuvieses una grave enfermedad, cosa que, por ahora, no es probable, y tus hijos van a tener madre para rato.
—Eso espero, doctora.
—¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?
—Acababa de cumplir diecisiete —me dijo bajando algo la cabeza—, pero es como si hubiese sido ayer. Lo tengo grabado todo en mi cabeza. Los últimos días en el hospital, tan delgado como se quedó —comenzó a negar con la cabeza—. No, no los puedo olvidar.
—¿Y cómo se marchó?, ¿lo hizo tranquilo? Imagino que lo sedarían.
Ser testigo de la muerte de un ser querido es duro, pero si además hay dolor, intranquilidad y desasosiego en el que se está marchando, puede ser muy traumático para los acompañantes, sobre todo para una hija adolescente. Presenciar un tránsito luchando contra el mismo, en donde el paciente tiene visiones terroríficas, con gritos de pánico, puede provocar, en aquellos que lo presencian, temor a la muerte, al creer que a ellos les puede ocurrir lo mismo, y que cruzar el umbral es algo verdaderamente difícil y aterrador. Afortunadamente, este tipo de tránsito no es lo frecuente.
—No lo sedaron, no le dolía nada. Era consciente de todo y se daba cuenta de que se estaba muriendo. Era yo la que no se daba cuenta de que se moría. Mis padres prefirieron no hablarme de la gravedad de la situación, hasta que él dijo una cosa y entonces comprendí que mi padre se iba —bajó la voz y se detuvo apretando algo los labios hacia abajo.
—¿Y qué fue lo que dijo? ¿Te dijo que se moría?
—No, no fue así —negó varias veces con la cabeza y se detuvo un instante para mirarme a los ojos con brevedad.
—¿Entonces? ¿Quieres contarme lo que pasó?
—El día antes de fallecer, estábamos mi madre y yo con él y nos dijo que había niños en la habitación.
—Niños —repetí.
—Sí, decía que eran varios niños muy hermosos. Luego nos dijo, señalando la pared de enfrente, a los pies de la cama, que estaba viendo un río brillante, como si fuera de plata, y que al otro lado del río había una puerta muy alta y que desde allí lo llamaban.
—¿Quién lo llamaba?
—No lo sé. Solo decía que, desde esa puerta, al otro lado del río, lo estaban llamando. Cuando mi padre dijo eso, que lo estaban llamando, fue cuando pensé que iba a morir. Y al día siguiente falleció. En cierta manera no me sorprendió su muerte. Pensé que estaba viendo su próximo destino y que se marchaba a algún lugar situado al otro lado de ese río brillante —se detuvo un instante y me miró asintiendo—; eso me tranquilizó.
A Macarena le consoló saber que su padre pudiese estar viendo su próximo destino, porque al menos existía un destino donde ir después de esta vida.
¿Pudo la visión disminuir la incertidumbre, tanto del protagonista como de la testigo, de no saber si vamos a algún sitio cuando morimos? Y si es un mecanismo de defensa psicológico para amortiguar la ansiedad provocada por esta incertidumbre en la cercanía de la muerte, ¿por qué existen elementos que se repiten en tantas personas? ¿Acaso tienen una base real?, ¿o es todo una pura fantasía consensuada por el inconsciente colectivo?
ME LLAMAN DESDE UNA LUZ
Otro elemento que se repite en la perimuerte es la visión de una luz especial. La suelen describir como hermosa, brillante y que no deslumbra. Imagino que es la misma luz a la que hacen referencia las personas que han tenido una ECM y que, tras abandonar el cuerpo físico y pasar por la experiencia del túnel, la ven al fondo o al final de este. Aunque hay veces en las ECM que no existe la visión de un túnel y solo ven la luz.
Fui a visitar a un paciente anciano, con dificultad respiratoria y, tras explorarlo, lo derivé al hospital por la gravedad del cuadro que presentaba. Al cabo de un tiempo vino su hijo, Antonio, a la consulta.
—Doctora, hace cuatro días que mi padre falleció —me informó tras un breve saludo mientras tomaba asiento—. Cuando llegamos al hospital nos dijeron que estaba muy enfermo, con neumonía. Lo dejaron ingresado, pero cuando comenzaron a fallarle los riñones, no se pudo hacer nada.
—Lo siento mucho. Ha sido muy rápido.
—Sí doctora, nos ha cogido desprevenidos. No se cuidaba mucho, pero tampoco se quejaba de nada. Ha estado bien, como quien dice, hasta el final.
—Es verdad. ¿Se marchó tranquilo? —le pregunté.
—La cabeza nunca la perdió, si es a eso a lo que te refieres, estaba lúcido y hablando con nosotros casi hasta última hora. Aunque comenzó a decir algunas cosas raras —dijo dando un suspiro, como si fuera a sacarse un peso de encima.
—¿Qué cosas raras comenzó a decir? Si quieres contarme lo que le pasó te puedo dar mi opinión.
—Cuando lo ingresaron, le pusieron tratamiento y parecía que estaba mejor. Pero recayó y, un día antes de morir, nos dijo que veía una luz en la esquina izquierda de la habitación del hospital. Y señalaba la zona con la mano. Yo miraba por si fuera un reflejo de la luz del pasillo o de otra cosa, pero no veía nada anormal. Mi padre decía que dentro de esa luz había alguien que no lograba ver bien, pero que lo estaba llamando.
—¿Lo llamaba? ¿Decía su nombre?
—Estaba tan sorprendido por lo que mi padre me contaba que no le pregunté. —Antonio entrecerró algo los ojos y frunció el ceño—. Nos lo dijo a mi madre y a mí un par de veces. Al poco comenzó a estar somnoliento y ya no hubo forma de despertarlo. En su cara no había dolor; más bien una expresión relajada. Allí, en la habitación del hospital, al lado de mi padre, empecé a pensar que tal vez le había hecho caso a ese «alguien» que lo llamaba dentro de la luz y se estaba yendo acompañado. —Antonio se detuvo un instante y me miró—. ¿Crees que vino alguien desde esa luz a llamarlo y le pedía que lo siguiera? ¿Averiguaría mi padre quién estaba dentro de esa luz? A lo mejor eran su madre o su padre, a los que él quería mucho.
—No lo sé —le dije negando con la cabeza—, no sabemos exactamente lo que ocurrió. Al menos sí que sabes que se fue tranquilo. Quizás acompañado por ese alguien que comenzó a vislumbrar y, tal vez, al final, pudiera verlo con claridad. Y que, al hacerlo, lo siguiera. Lo cierto es que para esas preguntas no tengo respuesta, por el momento. Pero fuera lo que fuera lo que viese tu padre le pudo ayudar a marcharse con esa tranquilidad con la que lo hizo.
Tal vez estar en presencia de la muerte, aunque no sea la propia, tiene algo que pueda abrir una puerta a un plano superior y por eso Antonio comenzó a hacerse preguntas y, a través de estas preguntas, se podría expandir la consciencia al despertar el deseo de conocer.
EL SILBIDO COMO LLAMADA
La llamada se puede recibir de diversas maneras, utilizando cualquier vía de comunicación que pueda ser reconocible por el destinatario.
Los silbidos son usados en distintas partes del mundo para comunicarse, y ocupan diferentes funciones en la sociedad. Por ejemplo, el silbo gomero es un lenguaje silbado que sirve para comunicarse a través de barrancos (en La Gomera, Canarias). Con el silbido se puede reclamar la atención y con un toque determinado se puede llamar o establecer una conversación con alguien.
Angelines es una paciente que vive sola con su madre desde que su tía murió. Un día vino a consultarme sobre la tristeza que sentía su madre y que ella creía que podía ser una depresión.
—Mi madre echa mucho de menos a su hermana. Está muy triste desde que se murió, y eso que ya hace tiempo.
—Estaban muy unidas —afirmé, y Angelines asintió.
—Sí, y es la única que queda viva de los hermanos. Eran tres, mi tío Roberto, mi tía Victoria y mi madre. Primero murió mi tío y, cuando murió mi tía, que vivía con nosotras, fue muy duro para ella y no se ha repuesto de su pérdida —se detuvo un momento y mirándome me preguntó—: ¿tú crees que cuando estamos muy enfermos nuestros familiares que ya han fallecido pueden venir a por nosotros?
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque te he visto en un vídeo de YouTube donde hablas de estas cosas, de cómo son y qué ocurre en los últimos días de las personas, y me gustaría comentarte una cosa que le ocurrió a mi tía.
—Sí que me interesan estas cosas, como dices, y tengo la suerte de que las personas que han sido testigos de ellas me cuentan sus experiencias, porque saben que las voy a escuchar con interés, y luego, si ellas me dan permiso, las comparto en seminarios o conferencias —le dije sonriendo.
Angelines asintió y, tras tomarse unos instantes, continuó.
—Te voy a contar lo que me ocurrió con mi tía y, si quieres, puedes usar mi caso. Mi tía Victoria, unos días antes de morir, ya estaba muy enferma y comenzó a decir: «Abridle la puerta a Roberto, que me está llamando». Esto nos lo dijo en varias ocasiones. Le decíamos que eso no podía ser porque había fallecido y no podía estar en la puerta, aunque mi madre le preguntó:
«¿Cómo sabes que es Roberto el que te está llamando si como dices está en la puerta?». Entonces mi tía respondió que Roberto le estaba silbando, que era su silbido, que había venido a por ella porque quería que lo acompañase.
—¿Y qué pensabais tu madre y tú?
—Mi madre me decía que su hermano Roberto había sido cazador y silbaba para anunciar que estaba llegando a casa los días que salía de cacería. Por lo visto tenía un silbido particular que la familia reconocía. Por algún motivo, mi madre la creyó y comenzó a pensar que Roberto estaba llamando a su hermana para que la acompañara al otro lado. —Se detuvo un momento inclinándose hacia delante—. ¿Tú crees que pudo ser así? ¿Que su hermano vino a por mi tía como piensa mi madre?
—Creo que para las personas que están en tránsito lo que ven y escuchan es real. Hay ocasiones en las que saben que los demás no pueden ver lo que ellos ven ni oír lo que ellos oyen. Otras veces refieren que lo que están viendo y oyendo es más real que la realidad que les rodea. Lo que tenemos es su testimonio y la reacción que en ellos provoca.
—Mi tía se murió a los pocos días y lo hizo muy tranquila —dijo Angelines respirando hondo—, tal vez fuera porque se fue acompañada de su hermano. Eso me da también tranquilidad a mí.
El pensar que nuestros seres queridos se han ido acompañados por otros seres queridos consuela a la familia, que siente que sus familiares fallecidos se han reunido de nuevo. De este modo, se podría abrir la esperanza de que algún día volvamos a ver a aquellos que se han marchado y la muerte sería solo una separación transitoria, justo el tiempo que nos quedase de vida.
LA LLAMADA EN SUEÑOS
Una mañana me avisaron por teléfono para que fuera a visitar a una paciente que no se podía desplazar al centro de salud. Recogí el aviso en admisión. Se trataba de María, una paciente enferma de cáncer de hígado en estado muy avanzado.
Al llegar a su domicilio, su hija Carmen me informó que desde hacía varios días su madre se negaba a comer.
—Dice que no le encuentra gusto a las comidas, que no le saben a nada. Yo cocino como siempre y sé lo que le gusta a ella, pero no hay manera. Tampoco se quiere levantar de la cama. Lleva así varios días, ¿no hay nada para que le abra el apetito? —me preguntó mirándome y negando levemente con la cabeza.
—Voy a ver a tu madre y ya te digo qué podemos hacer —le dije antes de darle ninguna respuesta.
Pasamos a la habitación en donde María estaba recostada que, al verme, se incorporó con lentitud hasta quedar sentada apoyando la espalda en el cabecero donde su hija le colocó algunos cojines para que estuviese cómoda. Me senté en una silla que Carmen me puso al lado de la cama. Se oyó el timbre de la puerta y Carmen salió a abrir dejándome sola con su madre. Observé sus ojos hundidos, su boca retraída y curvada algo hacia abajo; la observaba cuando tomó mi mano por sorpresa.
—No le hagas caso a mi hija. Está muy preocupada, pero yo estoy bien.
—Dice que no estás comiendo y si no comes estarás cada día más débil —dije mientras le acariciaba su mano palmeando sobre ella—. ¿No tienes hambre o no le encuentras sabor a la comida?
Cuando los enfermos dejan de encontrarle sabor a la comida, puede que también hayan perdido el gusto por la vida. Uno de los síntomas de la depresión es precisamente no desear comer porque la comida no tiene sabor. Recordé las fases del proceso emocional de morir. La fase de depresión precede a la de aceptación.
María parecía estar en esa fase, en la fase depresiva y, de ser así, el proceso de morir estaba muy avanzado, con lo que el final no estaría muy lejos.
Pero ¿cómo de avanzado estaría el proceso del tránsito? Y fue cuando le pregunté.
—María, ¿te ha sucedido en estos últimos días, algo que puedas definir como raro, inusual o extraño?
—No sé lo que quieres decir —contestó moviendo la espalda sobre los cojines.
—Quiero decir si estás viendo en tu habitación a personas que solo tú puedes ver —le contesté inclinando la cabeza hacia delante y bajando algo la voz.
—Eso no me ha pasado —dijo retirando la mano de entre las mías y poniéndola sobre la otra mano, pero tras unos instantes continuó—. Lo que he tenido ha sido un sueño con mi madre.
—¿Con tu madre? ¿Me lo quieres contar?
Tardó unos segundos en los que bajó algo la cabeza y entrelazó sus manos.
—Hace una semana que soñé con ella. En el sueño, mi madre estaba joven y sana, al otro lado de un río acompañada por otras mujeres que yo no conocía. Al darme cuenta de que era mi madre, sonreí de alegría. Ella me vio y empezó a sonreír también, y a hacerme gestos con la mano. Quería que fuera adonde ella estaba, al otro lado del río. —Se detuvo mirando hacia el embozo.
—¿Qué significa el sueño para ti? María respiró hondo y me miró.
—Creo que mi madre me estaba llamando porque me espera. Desde que tuve ese sueño he pensado mucho. —Sus ojos tenían un brillo acuoso mientras miraban de nuevo hacia abajo—. Quiero mucho a mi hija y sé que lo va a pasar muy mal cuando me vaya.
Para María, que su hija pudiera sufrir con su marcha era un tema doloroso y uno de los escollos emocionales que la seguían apegando a este plano. Tuvo que comprender que el dolor por una pérdida está dentro de la naturaleza de la vida. Ella misma, cuando perdió a su madre, sintió un inmenso dolor, pero ahora la veía joven y sana en su sueño. La consolaba pensar que se reencontraría con ella, que nunca la perdió del todo y que ahora volverían a estar juntas.
El dolor de la pérdida de un ser querido se supera mejor si hay otros intereses afectivos, otros seres queridos que siguen estando en nuestras vidas y que son los que nos acompañan en el dolor, a la vez que nos motivan para seguir teniendo ilusión.
—Tu hija estará acompañada por su marido y tus nietas, y será normal que sufra. Así es el ciclo de la vida. Lo importante ahora es que tú estés bien. Haz las cosas que te apetezcan y di todo lo que desees decir a aquellos a los que quieras hacerlo. Termina lo que empezaste y no dejes nada por hacer.
María asentía, mirando sus manos que reposaban en el embozo y luego a mí, de forma alternativa.
Nos despedimos y volví al centro de salud pensando que tal vez ese sueño fuese un aviso de la proximidad de su partida y, si era así, ¿quién la estaba avisando?, ¿su propio inconsciente que, a través del sueño con su madre le anunciaba que pronto cruzaría el río como metáfora de un final cercano? ¿O era el espíritu de su madre el que la estaba llamando a través del sueño y la informaba, además, que estaría con ella? El aspecto joven de la madre podría denotar que, en el otro lado, el tiempo se revierte hasta ese momento en el que se está en pleno esplendor, como si la energía se renovase hasta dejarnos con nuestro mejor aspecto.
Al día siguiente, Carmen acudió a informarme acerca de su madre. Le había llamado la atención que, poco después de marcharme, María decidiera levantarse y sentarse con el resto de la familia. Por la tarde quiso visitar a su vecina y amiga, con la que estuvo un buen rato.
—Desde que la visitaste ayer, mi madre está más animada. No sé lo que pasó, pero la veo mejor.
Concluyó dándome las gracias antes de abandonar la consulta. Pensaba que su madre estaba mejorando de su enfermedad, cuando lo que estaba haciendo era aceptar el hecho de que estaba en tránsito y eso le aportó tranquilidad. Soñar con su madre le calmó la incertidumbre de la partida, pero el dolor que le iba a causar a su hija con su marcha la tenía bloqueada y recluida en la cama, junto a la debilidad a la que la estaba llevando su enfermedad. Integrar el sueño que tuvo con su madre hizo que diera un paso hacia la aceptación de su partida, no solo porque pensó que su madre la acompañaría, sino porque entendió que, del mismo modo que ella superó la pérdida de su madre, ahora le correspondía a su hija realizar el mismo trabajo de duelo. Así era la vida.
Quizás eso fue lo que hizo que María pudiese disfrutar de su familia y visitar a su vecina al estar más animada. Murió a los pocos días, rodeada de su familia. No la llevaron al hospital respetando su voluntad. Y, aunque la hija y las nietas la lloraron, también saben que su abuela formará parte de sus vidas para siempre.
CAPÍTULO 4
LAS VISITAS
Las visiones y las visitas en el dormitorio son las experiencias más frecuentes en la perimuerte. Por este motivo, me voy a extender en este capítulo, ya que me gustaría presentar un mayor número de casos referidos a las visitas.
¿Quiénes visitan desde el otro lado?
Los protagonistas por excelencia de las visiones son los seres queridos fallecidos, aunque también acuden seres desconocidos. En menor medida, las visiones incluyen paisajes evocadores, reales o metafóricos, eso no lo sé, del más allá.
Alrededor del 10 % de los pacientes están conscientes en este tramo final de la vida y, de este porcentaje, entre un 50 y un 70 % refiere haber tenido algún tipo de visión[7].
Este tipo de fenómenos de la perimuerte ocurren sin distinción de clase social, educación, creencia religiosa o lugar de nacimiento.
El doctor Tatsuya Morita, del hospital general de Mikatahara en Shizouka, Japón, es un estudioso de estos fenómenos. Este médico investiga y nos informa acerca del significado del término omukae[8] (las visitas de seres queridos ya fallecidos a moribundos para acompañarlos a su próximo viaje).
A cualquier lector occidental le puede sorprender que en Japón tengan una palabra para las visitas de la perimuerte y el motivo por el que estas acuden, probablemente por la frecuencia en la que lo hacen, por el grado de observación de las mismas y por la importancia que se le ha dado en este país, quizás por su tradición funeraria desde hace milenios.
Peter Fenwick[9] y el doctor Tatsuya Morita han llegado a conclusiones parecidas. En el estudio del doctor Morita, el 20 % de los casos estudiados refieren «deathbed visions», es decir, visiones en el lecho de muerte.
Para Fenwick[10] el porcentaje de las visitas en donde aparecen seres desconocidos rondaría un 17 %, e igual porcentaje para seres espirituales, ángeles o guías. Mientras que entre un 24-28 % los protagonistas serían los padres, pero, sobre todo, la madre.
Este dato es interesante porque existe una teoría psicológica que trata de explicar las visiones en la última etapa de la vida especulando con que la psique utilizaría un mecanismo de defensa llamado regresión.
La regresión se pondría en marcha cuando el presente que se vive tiene una gran carga de ansiedad difícil de aceptar. El mecanismo de defensa de la regresión consiste en el retroceso del yo a un estadio anterior del desarrollo y serviría en la perimuerte para evadirse de la realidad de la enfermedad y del inminente desenlace. Cuando se utiliza, el comportamiento de la persona se torna infantil. Un ejemplo de regresión sería el de un niño que, habiendo aprendido a controlar esfínteres, comenzara a orinarse en la cama tras el nacimiento de un hermano o a raíz de una mudanza a un lugar nuevo, etcétera. En el caso del enfermo que intuye que el final puede estar próximo, un comportamiento regresivo le podría hacer sentir arropado y protegido por sus progenitores, llamándolos o viéndolos en un intento de aproximarse a la primera época de la vida para escapar de la última. Un deseo de que todo volviese a empezar y, como niños, sentir la seguridad de la madre o la protección del padre.
Como hemos visto, los padres ocupan un porcentaje alto de las visitas, pero no son la mayoría. El resto de los familiares (hermanos, abuelos, hijos, suegros, etcétera) y conocidos (amigos, vecinos, compañeros de trabajo, etcétera) también pueden formar parte de estas visitas, por lo que el mecanismo de defensa de la regresión no daría una explicación válida y global al fenómeno de las visiones en el lecho de la muerte.
Como dato curioso, la visita de los cónyuges no es de las más frecuentes, como tampoco la visita de amigos, vecinos y conocidos.
En el caso de los esposos, me he encontrado con testigos, sobre todo los hijos del matrimonio, que se extrañan de que su madre o su padre, estando muy enfermos, vieran a una tía, a un hermano o a otro familiar y no al esposo o a la esposa, cuando en vida habían estado muy unidos. Si no han estado unidos no suelen extrañarse de que no aparezcan en la visión.
Existen referencias sobre la aparición de mascotas en las visiones en el lecho de muerte, aunque en un porcentaje muy bajo.
.1. LOS AUSENTES/ELLOS NO VIENEN
En las visiones de dormitorio no suelen aparecer personas vivas, yo no he encontrado ningún caso, ni he leído ninguno que se haya reportado, aunque el paciente manifieste su deseo de verlas o de estar cerca de ellas. No parece que el deseo consciente del moribundo de estar con alguna persona sea la causa por la que se produzcan estas visiones.
Una de las características más curiosas de las visitas es cuando la persona enferma refiere estar viendo a personas que supone vivas, pero que han fallecido sin que el paciente lo supiese.
MANOLO, ¿QUÉ HACES AQUÍ?
A veces me he encontrado con este tipo de casos; el paciente recibe la visita de un familiar que ha fallecido recientemente, pero él no lo sabe; la noticia le ha sido ocultada para no añadir más sufrimiento a su agonía.
Una tarde de finales de junio, ya con bastante calor, acudió a la consulta Isabel, una psicóloga de cuarenta y pocos años.
—Hola Isabel —la saludé mientras se sentaba.
Tras solventar su consulta médica, me preguntó señalando con la cabeza hacia un libro que estaba sobre la mesa.
—¿Qué libro estás leyendo? Miré hacia mi izquierda.
—Es un libro de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, ¿la conoces? —le pregunté.
—No, nunca he oído hablar de ella.
—Era una psiquiatra afincada en Estados Unidos que estudiaba lo que les ocurre a los pacientes en los últimos tramos de su vida. —Tomé el libro y se lo alargué.
—La muerte, un amanecer —leyó en voz alta con interés—. ¿Te gustan estos temas? —dijo sonriente mientras me lo devolvía.
—Me gustan muchísimo, Isabel. Muchos de mis pacientes no desean oír hablar de la muerte, pero, por mi profesión, estoy en contacto permanente con enfermos terminales y deseo acercarme a ellos de la mejor manera posible. Además, siento curiosidad por lo que sucede en esa última etapa, por saber si existe un plano al que vayamos después de este. Si el final es otro principio.
—Es muy interesante lo que dices. Yo solo he visto morir a una persona.
—¿Y a quién has visto morir?
—A mi suegra. El que peor lo pasó fue mi marido.
—Claro, era su madre —le contesté asintiendo, y permanecí callada. Tras una breve pausa Isabel me miró fugazmente.
—¿Has escuchado hablar eso de que ven a familiares muertos cuando ya están muy enfermos?
—Muchas veces —le dije—, estoy interesada en esos casos y tengo recogidos bastantes. Las visiones de seres fallecidos son los fenómenos más frecuentes en la última etapa de la vida. Son las llamadas «visitas de dormitorio» o «visitas en el lecho de muerte».
Isabel se iba acomodando en la silla y una tímida sonrisa apareció cuando comenzó a hablar.
—No es habitual encontrar médicos como tú que se tomen esas visiones en serio y les pongan nombre. —Apoyó sobre la mesa los antebrazos y se inclinó hacia mí—. Hace un año que murió mi suegra. Estuve con ella la última semana. Ya no salía de su dormitorio.
—¿Estaba en tu casa?
—No, no —contestó moviendo la cabeza ligeramente—, estaba en casa de mi cuñado. Íbamos a verla todos los días. El hermano pequeño de mi suegra se llamaba Manolo. Estaba muy enferma cuando a su hermano lo atropelló un coche al cruzar por un paso de cebra y murió casi en el momento.
—¡Qué mala suerte! —le dije.
—No le dijimos nada a mi suegra. La pobre, era lo que le faltaba, saber que su hermano había muerto.
—Es difícil saber qué hacer en esa situación. —Me detuve asintiendo.
—No, no es fácil. —Desvió sus ojos hacia el libro y, uniendo los dedos de las manos, continuó—. Unos días antes de fallecer, mi suegra decía que acudía «gente» a su habitación y los iba nombrando; algunos eran familiares, otros eran amigos, pero todos fallecidos. Cuando ella decía que veía a esas personas, me daba miedo y ahora que lo cuento se me pone la piel de gallina. —Me mostró el brazo mientras se lo frotaba.
—Puede dar repelús hablar de estos temas —le dije para darle un poco de tiempo.
—Sí —dijo asintiendo—. Todas esas personas fallecidas iban y venían, según contaba ella. Pero, de repente, mi suegra se incorporó algo en la cama y dijo alterada: «Manolo, ¿eres tú? ¿Qué haces aquí?». Lo dijo con extrañeza. Era como si supiera que a su hermano no le correspondía estar allí.
—¿Qué quieres decir? ¿Como si tu suegra supiera que a su hermano Manolo no le correspondía estar formando parte de la comitiva de los fallecidos?
—Sí, me dio esa impresión. —Se encogió brevemente de hombros—. Nadie le había dicho que su hermano Manolo había fallecido. Él iba a verla todos los días hasta que lo atropellaron. Mi suegra estaba tan enferma la pobre mujer que ni preguntó por él. Pero ahora se extrañaba de verlo. —Me miró abriendo los ojos—. ¿Crees que sabía que había fallecido? ¿Acaso veía a las visitas del otro lado de una manera distinta a como veía a los que todavía estábamos vivos? Es como si lo viera diferente a nosotros porque, si lo hubiese visto igual que siempre, como nos veía a nosotros, no tendría por qué haberse extrañado, ¿no? —Hizo una pausa frunciendo el ceño—. Lo que pienso es que a los del otro lado los veía de otro modo y por eso se extrañó de ver a su hermano, porque lo creía vivo.
Isabel estaba apuntando a la posibilidad de que su suegra pudiese distinguir entre las dos realidades. El enfermo se suele extrañar de que en su visión aparezca esa persona que aún cree viva. Esta extrañeza que le causa dicha visión, ¿podía ser debida a la capacidad de diferenciar las dos realidades: la realidad de los que están en este plano y la realidad de los que están en el otro? Y si fuera así, ¿cómo y en qué se diferencian estas realidades o planos? ¿Cómo perciben los enfermos a las personas del otro plano?
LA HIJA DEL ABOGADO
Una compañera, hija de un abogado, me contó el caso de su abuela en el que mi colega tuvo una intuición premonitoria y su abuela una visita inesperada. Quedamos en una terraza a tomar café.
—Mi abuela falleció de un tipo de cáncer genital muy agresivo. Antes las mujeres no acudían al ginecólogo tan asiduamente como ahora y, cuando le detectaron la enfermedad, ya estaba muy avanzada. Falleció a los dos meses del diagnóstico.
—Es verdad, hoy la mujer está más informada y sabe que hay que realizarse chequeos ginecológicos, sobre todo, a partir de cierta edad. Antes ni siquiera existían estos chequeos y, además, el sexo era el gran tabú de nuestras abuelas.
A veces me pregunto si el tabú actual hacia los temas de la muerte no ha sustituido al tabú que hace unos años existía con respecto a los temas del sexo.
Hasta la época de nuestros abuelos, la muerte estaba integrada en la vida cotidiana. Como si nos moviésemos entre el Eros y el Tánatos y cuanto más nos acercamos a uno más nos alejamos del otro.
—Era la madre de mi padre —dijo asintiendo, y entrecerró algo los ojos cuando me miró—. Me acabo de acordar ahora de que me pasó una cosa muy extraña.
—¿Una cosa? ¿Qué cosa?
—Como un mes antes de que muriera mi abuela, ya sabíamos que estaba muy enferma y que el pronóstico era muy malo. Un día iba a visitarla y pensé por el camino: «Mi padre se va a morir antes que ella». No sé por qué pensé aquello y yo misma me extrañé de haber tenido ese pensamiento. Mi padre no padecía de nada. Fumaba mucho, eso sí, pero no estaba enfermo.
—¿Y tu padre murió antes que tu abuela? ¿Tu premonición o corazonada se cumplió?
—Sí —dijo mirándome con una sonrisa triste—. Unas dos semanas antes de morir mi abuela, mi padre sufrió un infarto fulminante mientras caminaba. Cayó desplomado al suelo y, aunque se acercaron algunas personas y llamaron enseguida a urgencias, mi padre falleció antes de que llegara la ambulancia.
—Vaya impacto tuviste que sufrir cuando te comunicaron la noticia —dije imaginando el shock emocional.
—No te imaginas, fue tremendo —dijo negando varias veces con la cabeza, luego inhaló profundo por la nariz y continuó—. Al cabo de unos días, me acordé de que había tenido esa corazonada: que mi padre se iba a morir antes que mi abuela. —Se detuvo y encendió un cigarrillo—. La familia decidió no decirle a mi abuela que mi padre había fallecido. Estaba muy débil y pensamos que una noticia así podía acelerar el proceso de su enfermedad; además, ¿para qué proporcionarle ese sufrimiento? ¡Qué podía hacer ya la pobre! ¿Acaso no estaba sufriendo bastante?
—Es verdad, tal vez cuando ya no se puede hacer nada, hay que sopesar el grado de sufrimiento que conlleva una noticia de este tipo con el beneficio que pueda proporcionar —asentí pensativa, y mi colega continuó.
—Una semana antes de fallecer, mi abuela comenzó a decir que mi padre había ido a visitarla: «Hoy ha estado aquí mi hijo Juan», nos dijo tan tranquila. La primera vez que lo dijo, nos quedamos de piedra. Todos callados, imagínate, se podía cortar la tensión en el ambiente, pero nadie dijo nada y ella continuó con lo mismo durante varios días.
—¿Y nadie en ningún momento le informó que tu padre había fallecido?
—Nadie. Mi abuela ya pasaba todo el tiempo en su dormitorio. Al final ni siquiera la sentaban en la butaca, sino que la incorporaban en la cama con almohadones para darle de comer y para que no estuviera siempre con la misma postura. No la sentaban en el salón, por lo que no escuchaba las conversaciones de unos y de otros. Cuando se entraba a su dormitorio estábamos pendientes de no decirle nada.
—¿Y siguió viendo a tu padre?
—Casi todos los días decía que iba a visitarla, pero unos dos o tres días antes de fallecer comenzó a decir: «Viene mi hijo Juan, pero ahora está como en un agujero negro. Hay un agujero negro y él está dentro y desde ahí me habla. Yo le pregunto “¿Qué haces ahí Juan?” y me contesta que está allí porque se va de viaje». Luego, mi abuela nos miraba y nos preguntaba:
«¿Vosotros sabéis adónde se va de viaje mi hijo? No me lo ha dicho…».
—Y la familia qué decía —pregunté con asombro.
—Nada, nos asustábamos pensando que el espíritu de mi padre estaba rondando por allí para llevarse a mi abuela a ese «viaje». Hasta yo misma miraba alrededor por si acaso lo veía y me llevaba también con él. Es como si alguien del más allá viniese a llevarse a la gente y, ya que estaba por este lado, podría llevarse a alguien más. Suena a locura, pero eran las cosas que se me pasaban por la cabeza. Tenía miedo cuando iba a ver a mi abuela, y me decía a mí misma: «Tú verás, tú verás, ¿y si me ve mi padre a mí también y quiere que me vaya de “viaje” con él?». —Volvió a encender un cigarrillo y, echando la cabeza hacia atrás, inhaló profundamente—. Ahora me río de esos pensamientos o tonterías que se me pasaban por la cabeza, pero creo que todos estábamos asustados. Todos menos mi abuela, que hablaba de las visitas de mi padre con total normalidad. Aunque, cuando lo empezó a ver como en un agujero negro, estaba extrañada y tenía mucha curiosidad por saber adónde se iba su hijo de viaje.
—Da que pensar cómo se presentó tu padre anunciándole que se iba de viaje.
—Pues imagínate cuando comenzó a decirnos, unas horas antes de morir: «Dice mi hijo Juan que me arregle y me prepare porque quiere que me vaya de viaje con él. ¿Sabéis vosotros adónde vamos? Es que él no me lo quiere decir». Todos estábamos asombrados. Cuando dijo eso ya sabíamos que le quedaba poco.
Horas después, la abuela se fue quedando dormida y cruzó al otro lado. El agujero negro en el que veía a su hijo puede que fuera el famoso túnel del que hablan los que han tenido una ECM o experiencia cercana a la muerte.
Tal vez la abuela no quería reconocer que su hijo ya estaba en el otro lado por el dolor que supondría aceptar su muerte. O puede que fuera su hijo el que la protegiera de dicho dolor y por eso no le mostró ni le facilitó la información del destino adonde viajarían. Parece que su hijo Juan, primero visitándola todos los días, luego informando de que se iba de viaje y finalmente invitándola a irse con él, la fue preparando y, aunque ella le preguntaba acerca del viaje, su hijo no se precipitó en darle la información:
«No me lo quiere decir —decía la abuela al preguntar a la familia por el destino del viaje—, ¿vosotros lo sabéis?». Pero la familia tampoco le decía nada. Así, poco a poco, imagino que la abuela llegaría a sus propias conclusiones, a su ritmo, conforme ella iba siendo consciente de su situación y que finalmente también lo fue de la de su hijo, que la estuvo acompañando en el último trayecto.
Lo que sí se aprecia en este caso es un dinamismo —la dinámica del tránsito— y cómo se avanza cada día, poco a poco, hacia el final del destino.
En otras ocasiones, es el propio enfermo el que parece que está esperando a que llegue un determinado ser querido desde el otro lado y, cuando acude, se lo comunica a los familiares con alivio.
.2. LA ESPERA
Las visitas que recibe el enfermo suelen comunicarle, de manera verbal o telepática, el motivo por el que han ido a visitarlo. Uno de los motivos más frecuentes por los que se pueden presentar mediante visiones o sueños es para comunicarle o informarle que lo están esperando, imagino que para que pase o cruce al otro lado. De este modo, podemos considerar la espera como una fase del tránsito y un motivo de la visita.
Recordemos que el tránsito es ese estado de consciencia intermedio que existe entre la vida y la muerte, al que accedemos en la perimuerte.
Las frases típicas que el enfermo refiere en la fase de la espera son:
«Ha venido (el familiar o el amigo, la visita que se le presenta) porque me está esperando».
«Está/n aguardando/esperando a que me vaya con él/ella/ellos».
«Me está/n diciendo que me esperan».
Cuando son seres desconocidos los que esperan al paciente, utiliza las mismas frases, pero haciendo alusión a que es «gente que no conozco», «hombres de blanco» u otro/otros.
El paciente suele contar a sus cuidadores o familiares de manera espontánea que lo están esperando, o responde así si le preguntan el motivo por el que esa visita ha acudido a él.
Podríamos decir que es un acto pasivo al ser los del otro lado los que toman la iniciativa y se acercan al enfermo para comunicarle que lo esperan.
¿Qué es lo que espera esa visita? ¿A qué están esperando?
Aunque no es frecuente, los que esperan pueden ser conocidos fallecidos con los que no hemos tenido grandes lazos.
Algunos de mis amigos y colegas no compartieron conmigo sus experiencias hasta que supieron de mi interés por estos temas, bien porque asistieron a algunas de mis conferencias o las vieron en YouTube, o porque me vieron en algún programa de televisión. Esto me ha hecho reflexionar sobre por qué no me las contaron antes. Son experiencias que se guardan en la memoria y no se olvidan; permanecen en algún lugar en «modo hibernación» hasta que aparece un interlocutor válido. Un interlocutor válido es aquel que sabe escuchar sin juzgar, sin etiquetar ni diagnosticar inmediatamente lo que le están contando como alucinación o delirio, conoce estos fenómenos de la perimuerte y deja la mente abierta a la posibilidad de que existan otras explicaciones, ya que sigue habiendo muchos interrogantes sobre lo que sucede en la consciencia en el estado del tránsito y muchísimos sobre lo que nos encontraremos en el otro lado.
Es muy frecuente que, cuando se recuerdan y se comparten las experiencias vividas relacionadas con el tránsito de familiares, amigos o allegados, aparezcan de nuevo las emociones que se ligaron a ellas: tristeza, impotencia, dolor, miedo o asombro.
Suelen ser experiencias para las que no se tiene explicación racional, y por ello se quieren respuestas. Sobre todo, se tiene el deseo de ser escuchado y comprendido desde una perspectiva distinta a la científica ortodoxa o a la paranormal, porque puede que no se ajuste a la primera y tampoco se obtenga una explicación satisfactoria desde la segunda.
ANTONIO, EL PIPA
A Marisa la conocí cuando ella trabajaba de visitadora médica para un importante laboratorio farmacéutico y yo empezaba mi carrera profesional. Cuando venía a verme, le gustaba invitarme a un café y charlábamos de trabajo, pero también de temas personales, de familia, de hobbies, de viajes, etcétera. Fuimos congeniando hasta que nos hicimos amigas.
Hace unos años, una mañana desayunando, le comenté que estaba muy ocupada preparando una conferencia y le hablé someramente del tema:
«Las visiones de los que están en trance de morir».
Marisa comenzó a reír y a tocarse el pelo retirándoselo detrás de la oreja. Sabía que cuando algo la ponía nerviosa siempre hacía lo mismo y esperé un momento para preguntarle.
—¿Te dan miedo estos temas? —le dije sonriendo—. A mucha gente se lo da.
En ocasiones, el miedo a todo lo que rodea a la muerte es tan intenso que, si continúo hablando, siento que puedo estar forzando una conversación no deseada.
—No, Lola, no es que me dé miedo, es que me estoy acordando de lo que pasó con mi padre.
Había dejado de reír, estaba concentrada buscando en su bolso un cigarrillo que encendió con gesto serio.
Comencé a recordar a su padre, al que conocí cuando ya estaba jubilado. Había sido director de banco y un pintor de cierto éxito. Seguía siendo un hombre alto y apuesto al que le gustaba ir bien vestido, pero, sobre todo, era un buen conversador.
—Sabes que mi padre tenía una gran energía. Salía a pasear todos los días y conocía a muchísima gente, no solo del banco, sino a los vecinos del barrio en donde llevaba viviendo desde que se casó con mi madre. Toda una vida. —Marisa se movía de vez en cuando, irguiendo o relajando el cuerpo sobre la incómoda silla metálica del bar—. Con algunos hizo amistad, mientras que otros no pasaron de ser conocidos. A él le gustaba hablar con todo el mundo, iba por la calle saludando y muchas veces parándose a preguntar para interesarse por algo o simplemente para charlar.
—Es verdad, tu padre era muy conocido, y siempre tenía una palabra o una sonrisa para cualquiera que se lo encontrara —le dije asintiendo.
—Las últimas semanas de mi padre fueron difíciles para él y para la familia. —Frunció el ceño y una curva descendente apareció en su boca—. Estuvo acostado la mayor parte del tiempo. Ya no quería levantarse.
Los ojos de Marisa se humedecían mientras fumaba inhalando intensamente el humo. Sabía que había querido mucho a su padre y que se había sentido respaldada por él en numerosas ocasiones; como cuando, a los doce años, decidió no ponerse ortodoncia porque sus dientes mal alineados formaban parte de su personalidad. Su padre la apoyó frente a las protestas tanto de su madre como del resto de la familia.
—Tranquila, Marisa —le dije acariciando suavemente su brazo—, no hace falta que me cuentes nada ahora. Solo cuando quieras, si es que te apetece.
—Me cuesta mucho hablar de él —dijo mientras se pasaba con cuidado un pañuelo por los ojos para no estropearse el maquillaje.
La miraba entristecida observando cómo el humo difuminaba su delgado rostro. Luego, echándose hacia atrás en la silla, esbozó una leve sonrisa y, tras unos segundos, continuó.
—Pasaba la mayor parte del tiempo recostado en su cama. Solía sentarme junto a él y hablábamos hasta que sus ojos comenzaban a cerrarse por el cansancio que todo le provocaba ya.
—Lo recuerdo como un hombre con mucha energía.
—Pero la iba perdiendo cada día, poco a poco. —Se detuvo, y respirando hondo levantó algo la cabeza—. Una tarde le noté más animado. Me cogió del brazo y me atrajo hacia él sonriente y, bajando mucho la voz, casi en un susurro, me dijo: «Te tengo que contar una cosa».
Marisa tomó un sorbo del café antes de inhalar de nuevo su humo con nicotina.
—¿Una cosa? ¿Qué fue lo que te contó?
Mi amiga se acercó a la mesa apoyando los brazos e, inclinándose hacia delante, continuó.
—Mi padre hizo un gesto con la cabeza hacia el pasillo y, levantando un brazo dijo señalando: «Ahí, ahí está». Giré de forma brusca la cabeza hacia donde él señalaba. La única que estaba en la casa era mi madre y estaba cocinando.
—¿Y qué viste? —le dije abriendo los ojos—. ¿Había alguien allí?
Marisa me observó con una mirada algo divertida y, negando con la cabeza, envuelta en humo me respondió:
—Allí lo que había era la puerta del dormitorio. Como estaba abierta, se podía ver el pasillo y las dos sillas que están en él. No vi nada ni a nadie.
Todo estaba igual que siempre.
—¿Entonces? —contesté invitándola a continuar.
—Le dije a mi padre que estábamos solos. Él me miró y, negando con la cabeza, me señaló de nuevo el lugar: «Allí, en el pasillo, en la silla de la derecha, allí está sentado Antonio, el Pipa».
—¿Y quién es Antonio, el Pipa? —pregunté algo sorprendida.
—Antonio, el Pipa era un señor que vivía en nuestro barrio. Le llamaban así porque fumaba en pipa. Mi padre, si se lo encontraba en la calle de vez en cuando, lo saludaba; quizás alguna vez hablaron un rato, pero no les unía nada, que yo sepa. Había muerto unos pocos meses antes. Ni siquiera fuimos al funeral.
—¿Entonces? ¿Por qué crees que lo veía? ¿Tal vez tuviesen una relación más estrecha y no lo sabías? —le pregunté.
Las teorías organicistas sostienen que todo lo que ocurre en la perimuerte está elaborado por el cerebro. Según ellas, es el cerebro el que fabrica visiones con familiares fallecidos para reconfortarse y buscar un apoyo cuando se está próximo a la muerte. Entre los defensores de estas teorías podemos encontrar a Tory Nielsen[11], que indica en un reportaje para el New York Times[12] que estas visiones serían una especie de sueños que provienen del miedo y la incertidumbre. Los soñadores se estarían ayudando a sí mismos a salir de una situación prescindible. Más complicado sería explicar por qué resultan tan vívidas, aunque dice que puede deberse a que esas visiones o sueños son percibidos en un estado de delirio inducido por cambios en la química corporal de los pacientes terminales al sufrir una hipoxia cuando el cerebro recibe menos oxígeno de lo normal.
Las visiones serían un mecanismo de defensa puesto en marcha por el cerebro del enfermo para aliviar la ansiedad que le produce la proximidad de la muerte.
Pero existen situaciones como esta en las que no acude un familiar para consolar y aliviar el estado de ansiedad del enfermo, sino que lo visita un conocido con el que el trato que había tenido en vida no hubiera hecho imaginar que le pudiera proporcionar consuelo en la perimuerte.
Y no es el único caso que conozco, como ya veremos más adelante.
Si fuese solo un producto de la mente, ¿no buscaría el enfermo apoyarse en alguien de su confianza que le transmitiera la paz, el consuelo y el valor para atravesar al otro lado en vez de alguien con quien apenas ha tenido relación?
—No creo que tuviesen ningún tipo de amistad, nunca habló de él en ese sentido. Como te he dicho, ni siquiera fuimos a su funeral. —Marisa entrecerró los ojos—. Mi padre decía que Antonio, el Pipa venía a visitarlo todas las tardes. Que se quedaba en el pasillo sentado en la misma silla y que al rato se iba.
—¿Tu padre veía a Antonio, el Pipa todas las tardes? —pregunté para asegurarme.
Aunque me lo cuenten muchas veces, me sigo sorprendiendo de lo parecidas que son las visiones y de los patrones tan similares que parecen seguir.
En numerosas ocasiones, las visitas suelen presentarse más o menos a la misma hora todos los días y parecen estar ocupando siempre el mismo espacio. En este caso la silla del pasillo. El pasillo, junto a los pies de la cama o al lado de la misma, son algunos de los sitios preferidos en donde se sitúan. Tras un corto periodo de tiempo, se marchan. Aunque cuando se aproxima el momento de la muerte, pueden acudir en más ocasiones y permanecer más tiempo a su lado.
—Eso decía mi padre. Cuando lo volvía a ver comentaba: «Mira, ahí está otra vez Antonio, el Pipa. Allí, sentado en la silla», y señalaba con la cabeza o con la mano en dirección a la silla del pasillo. Cuando lo decía, yo miraba hacia el pasillo en un reflejo instintivo, aunque sabía que no iba a ver a nadie.
—¿Y le preguntaste a tu padre qué estaba haciendo allí Antonio, el Pipa? Los familiares suelen asustarse cuando el enfermo dice que está viendo a personas fallecidas. Piensan que la casa se puede llenar de espíritus o fantasmas, y que van a suceder cosas raras (ruidos, golpes en las puertas o las paredes, objetos que se mueven solos…) y eso da miedo. También han oído que las personas muy enfermas comienzan a ver a otras personas que ya han cruzado y es un aviso de que la muerte está muy cerca, por lo que la actitud que muchas veces tienen con los enfermos, cuando estos comienzan a manifestar lo que están viendo, es negar la visión aludiendo a la imposibilidad de ver a nadie que haya fallecido, y les aconsejan que dejen de decir tonterías para hacerles entrar en razón. Con esto solo se consigue que los enfermos dejen de hablar o que se enfrenten a la familia, lo que les supone un gran gasto de energía. Al estar tan enfermos les queda poca, por lo que suelen preferir la primera opción y dejan de hablar acerca de lo que les está pasando y lo que están viendo.
Otras veces comprenden que solo ellos pueden verlos. «Ha venido mi padre y está a los pies de la cama, aunque tú no puedas verlo», le decía un paciente a su esposa dos días antes de fallecer ante la sorpresa de esta, que pensaba que estaba delirando.
En este caso la familia preguntó.
—Lola, le preguntamos a mi padre varias veces el motivo por el que Antonio, el Pipa se quedaba sentado en la puerta de la habitación.
—Preguntarle abiertamente —dije asintiendo— ayuda al paciente, porque puede seguir comunicándose con su familia sin ser juzgado, y también es bueno para la familia, ya que, en lugar de discutir por la veracidad de las visiones, se pueden obtener respuestas que, si bien siguen siendo sorprendentes, también pueden tener cierta lógica.
—Siempre nos contestaba lo mismo y algunas veces sin que le preguntásemos nos decía: «Mira, ahí está otra vez sentado Antonio, el Pipa. Ahí está, esperándome». Y, aunque le recordábamos que Antonio, el Pipa había fallecido, él respondía: «Ya, ya; pero ahí está, esperándome».
—¿Y qué hacíais? —pregunté.
—Nada, nos llegamos a acostumbrar a la visita. —Se acomodó en la silla y me sonrió—. Cuando Antonio, el Pipa estaba sentado esperando, era cuando de mejor humor estaba mi padre y por eso creo que le ayudó. Y a nosotros también porque pensábamos que mi padre no estaba solo en ese trance y ese conocido que acababa de pasar por lo mismo acudía fiel a la cita que parecía tener cada tarde con él. Podría ser que nuestras relaciones tengan más influencia en nosotros de lo que imaginamos —me dijo Marisa respirando profundamente.
—A lo mejor tu padre tenía alguna razón para que viniese Antonio, el Pipa a visitarlo y no lo sabemos —dije asintiendo.
Deberíamos cuidar todas las relaciones que mantenemos como únicas y preciosas. Aunque sean breves y esporádicas, aunque pensemos que son superficiales y creamos que no nos van a aportar nada; tal vez nos aporten algo, aunque no lo sepamos reconocer en el momento.
Nos despedimos tras darnos un largo abrazo de los que me gustan, de los que se aprietan los corazones, se entrelazan las cabezas y te abandonas a los brazos del otro estrechando la relación.
Marisa me recordó la necesidad de cuidar las relaciones con aquellos con los que nos encontramos a lo largo de nuestra vida. Cultivar la sinceridad y la calidez, la tolerancia y la autoestima dentro de una relación pueden ser tareas de difícil ejecución, aunque creo que merece la pena cualquier esfuerzo que invirtamos en ello.
No sabemos quién estará esperándonos en el pasillo o a los pies de la cama cuando llegue nuestro momento, pero creo que desearemos que sea alguien que nos traiga paz y serenidad.
ANITA, ME ESPERAN EN UN JARDÍN
Anita emigró y trabajó muchos años en Alemania. Cuando se jubiló, vendió todo lo que tenía en aquel país y adquirió una vivienda al lado de sus padres, a los que cuidó hasta que fallecieron.
Acudía regularmente para el tratamiento de sus achaques. Cuando le pregunté acerca de las enfermedades y la causa de la muerte de sus padres, me habló de ellos. El padre había fallecido repentinamente de una hemorragia cerebral y la madre falleció siete años después, de cáncer de colon.
—No pude despedirme de mi padre. Se levantó de la mesa una noche después de cenar y cayó al suelo delante de mí y de mi madre. Cuando acudimos a él ya estaba inconsciente. Llamamos a la ambulancia, pero no pudieron hacer nada. Falleció al día siguiente en el hospital sin haber recuperado la consciencia en ningún momento.
—Y de tu madre, ¿te pudiste despedir? —le dije pensando en lo importante que es despedirse de los seres queridos.
—Sí —bajó ligeramente la cabeza—, y de una forma bastante especial. Estaba muy unida a mi madre y, aunque hace años que falleció, no hay día en el que no la eche en falta.
—¿Qué quieres decir con «de una forma especial»?
—Primero tengo que contarte lo que pasó unos días antes de fallecer mi madre. Estábamos en el comedor cuando me dijo: «Anita, no te asustes, pero estoy viendo a tu padre y a mi madre. Están en un bello jardín con flores maravillosas de colores tan intensos como nunca había visto».
—¿Tu madre tomaba alguna medicación tranquilizante o para dormir?
—La interrumpí para descartar que tuviese alguna alucinación como efecto secundario de ciertos ansiolíticos o hipnóticos usados en ancianos. De ser así, la experiencia que me estaba contando tendría un valor distinto, ya que podía ser un efecto secundario de la medicación.
—No tomaba nada para eso —me dijo Anita moviendo la cabeza— y dormía estupendamente. Siempre tuvo la cabeza bien. Fíjate si la tenía bien que cuando le dije que cómo era posible que estuviera viendo a mi padre y a mi abuela si estaban muertos, ella me respondió: «Por eso te he dicho que no te asustases».
—Entonces tu madre distinguía una realidad de otra —dije mientras veía cómo asentía Anita—. ¿Qué más cosas decía tu madre?
—Decía que los veía cuando se acostaba. Miraba ese bello jardín en el que estaban mi padre y su madre y le decían que estaban esperándola. Yo me asusté cuando me dijo eso, y pensé que tal vez le quedaba poco tiempo de vida. En aquel momento su salud era frágil, seguía teniendo cáncer y llevaba unos días que decía no tener ganas de comer —dijo Anita bajando la cabeza y negando con ella al recordarlo.
—Solo pudiste cuidar a tu madre y estar con ella —le dije.
A veces los cuidadores tienden a juzgarse y a tener la sensación de no haber hecho lo suficiente. Anita me miró con una leve sonrisa y, apoyando los brazos en la mesa, continuó.
—Tuve un sueño justo la noche antes de que muriera. Un sueño con mi madre. No sé cómo explicarlo, pero no era igual a otros sueños.
—¿En qué era distinto?
—Era distinto porque parecía muy real. En el sueño yo estaba en la orilla de un río y había una barca que lo cruzaba hacia la otra orilla. Cuando me fijé, vi que mi madre estaba en esa barca. Iba sola y se puso en pie cuando me vio. Estaba, no sé cómo expresarlo, radiante, como si tuviera un halo de luz alrededor. No sabría decirte si era que vestía de blanco o que la luz que la envolvía hacía parecer que vestía de ese color. Después comenzó a despedirse moviendo la mano. —Anita comenzó a realizar dicho movimiento con el brazo—. Yo la observaba desde la orilla. Todo en el sueño era cálido y las aguas del río estaban tranquilas. Yo seguía viendo a mi madre que se iba alejando hasta que alcanzó la otra orilla. A la mañana siguiente no podía despertarla. Avisé a las urgencias, que me dijeron que estaba muy mal. Estaba agonizando. Decidí que no se la llevaran al hospital como ocurrió con mi padre. Le pusieron un tratamiento para que estuviese lo más tranquila posible, y a las pocas horas falleció. —Me miró y frunció algo los labios, y al cabo de un momento me dijo—: Creo que mi madre se despidió en el sueño. Ella sabía que no me pude despedir de mi padre y que eso me preocupaba. Quiso despedirse con ese sueño en donde me decía adiós con la mano. ¿Acaso sabía ella que no se iba a despertar? —Bajó la cabeza—. Yo creo que se despidió en ese bello sueño, en donde todo estaba bien y tranquilo. En los días siguientes a su muerte, cuando me encontraba mal, me acordaba del sueño y me tranquilizaba porque veía a mi madre en esa barca, sonriente y radiante. Me ayudó mucho sentir que mi madre estaba bien.
Las visiones producen tranquilidad al enfermo, pero también al testigo, sobre todo, si tiene una experiencia onírica tan intensa y reveladora como la de Anita.
¿Puede una persona que está realizando su tránsito introducirse en el sueño de otra y despedirse de ella? ¿Acaso Anita intuía que su madre se moría y tuvo ese sueño para poder despedirse y que no le sucediese como con su padre? Eso no podemos saberlo con certeza, pero en el sueño aparecieron elementos comunes a las visiones: la barca, las dos orillas y el río. Aunque el color blanco y luminoso es el común en la vestimenta de las visitas o en los sueños, hay excepciones, como en la ocasión en la que un enfermero que trabajaba en el centro de salud me comentó una experiencia que le había ocurrido en el breve tiempo que estuvo trabajando en el hospital.
—Hacía poco tiempo que trabajaba en esa planta, en medicina interna, y entré a cambiarle el suero a uno de los pacientes que estaban más enfermos. En ese momento no había nadie más en la habitación, que solo contaba con una cama. Cuando le estaba cambiando la botella y administrando la medicación, me preguntó inesperadamente señalando a dos sillas que estaban juntas en uno de los lados: «Oye, ¿sabes por qué me están esperando esas dos señoras que están sentadas ahí, vestidas de negro?». Es algo que no he podido olvidar y lo he contado muy pocas veces. Ahora te lo cuento porque tú sabes de estas cosas.
Me pregunté que si el enfermero también hubiera sabido de «estas cosas» quizás le hubiese dicho al paciente que lo mejor era que se lo preguntase él mismo, empezando por la identidad de esas dos señoras para establecer una comunicación con ellas y luego por qué lo estaban esperando. Al fin y al cabo, estaban en la habitación por él y creo que se merecía una explicación.
En la mayoría de los casos los pacientes no esperan que acuda una visita del otro lado y, sin embargo, puede aparecer un familiar, que es lo más frecuente, un conocido o dos señoras vestidas de negro. Como cuando abro la puerta de la consulta y miro la sala de espera. Muchas veces no sé quién estará allí esperando. Parece que las sorpresas existen hasta el final.
Hay ocasiones en las que el enfermo espera que venga un ser querido que vive o se encuentra en otro lugar, ciudad e incluso país y, cuando por fin llega y se despide de él, fallece a las pocas horas. Como si se pudiera controlar la hora de la muerte en espera de que vengan seres queridos de este lado y del otro.
YA LLEGÓ LUIS
Manuel es un chico de veintiocho años que vino a la consulta con motivo de la enfermedad de su madre. Tras una breve conversación me contó que se acababan de mudar desde Tenerife, junto con su hermano. Su madre tenía cáncer de pulmón en estado terminal. Recibía tratamiento paliativo, lo que suele significar que se han agotado las vías de tratamiento curativo y solo se administra tratamiento sintomático. Aunque he visto como pacientes que estaban en cuidados paliativos debido a un cáncer han llegado a curarse totalmente y volver a su vida habitual, no es lo más probable.
—¿Por qué os habéis mudado desde Tenerife? —le pregunté.
—Mi madre nació aquí. Ella quería volver para estar cerca de la familia y de sus amigos de siempre. Mi hermano Pedro y yo la cuidamos. Ella no se puede mover, ya no sale a ningún lado. Está muy débil.
—Entonces lo mejor será que me acerque mañana por tu casa y así puedo conocer a tu madre, ¿te parece bien?
Manuel asintió y nos despedimos tras concertar la hora de la visita. A la mañana siguiente acudí al domicilio y Manuel abrió la puerta.
—¿Os he cogido durmiendo? —pregunté al observar que todo estaba oscuro.
El rostro de Manuel mostraba mayor cansancio que el día anterior. Es curioso como un chico joven puede llegar a tener unas arrugas tan marcadas, pensé. Seguramente era debido al difícil momento.
—No, no, doctora, pasa.
Me señaló una estancia a la derecha y se adelantó para levantar un poco la persiana.
Era el salón de la vivienda. Cuando entró algo de luz, pude observar a una mujer de unos sesenta años, delgada, sin pelo y con un pañuelo algo ladeado en la cabeza que estaba recostada en el sofá y apoyada en un almohadón blanco. Se cubría con una manta de cuadros e intentó incorporarse al verme. Manuel le acomodó unos cojines en la espalda para que pudiera hacerlo.
Imaginé que había pasado la noche allí. Este pensamiento se vio reforzado al observar, a los pies del sofá, a un chico más joven que Manuel, recostado sobre una manta en el suelo con un almohadón.
—Doctora, son mi madre Soledad y mi hermano Pedro. —Miré y los saludé. Me devolvieron el saludo de manera lenta, hablando muy bajo.
Manuel se dirigió a un sillón al lado del sofá donde estaba la enferma y me ofreció con la mano una silla cercana.
—Llevamos unos días durmiendo en el salón. Mi madre no quiere acostarse en la cama. Y nosotros —dijo mirando hacia su hermano Pedro, que estaba algo incorporado sobre un codo— queremos estar con ella.
Toda la vida se hacía en el salón; allí comían y dormían. No deseaba estar en el dormitorio porque quería estar siempre rodeada de sus hijos y entretenida. En su cama se sentía sola y aislada.
Tuve ocasión de hablar con Soledad durante varias semanas en las que acudí a visitarla. La escena en el salón era la misma, excepto porque la paciente iba perdiendo poco a poco las fuerzas hasta que abandonó la lucha.
—¿Cómo está tu madre? La semana pasada la vi regular —le pregunté una mañana a Manuel, que había pedido cita en mi consulta.
—Mi madre murió el domingo de madrugada —me dijo mientras se secaba los enrojecidos ojos con el puño del jersey.
Busqué un pañuelo en mi bolso y se lo alargué.
—Lo siento mucho. Estaba muy enferma, ¿se ha ido tranquila?
—En pocas horas se quedó como dormida —dijo asintiendo— y era muy difícil despertarla. Al final, todo ocurrió de forma rápida, si es que se puede decir así, porque hacía tiempo que esperábamos este final.
—Se ha ido acompañada por sus hijos —le dije—. ¿Cómo está tu hermano Pedro?
—Bien dentro de lo que cabe. Es un chico tímido. —Me miró a los ojos—. Saldremos adelante. Nos marchamos a Tenerife y he venido a despedirme.
—Gracias por venir a despedirte, Manuel —le dije de corazón. Permaneció en silencio mirando hacia su regazo, inmóvil y continué—. Me gustaría preguntarte algo. —Me miró ligeramente expectante—. Desde hace un tiempo me interesa averiguar cómo cruzamos al otro lado. Deseo saber todo lo referente al tránsito. —Me miraba con atención—. ¿Ha tenido tu madre algún tipo de experiencia en el tránsito? —Echó la cabeza hacia atrás y le aclaré—: ¿ha tenido visiones o visitas del otro lado?
—¿Te refieres a esas cosas de que ven a parientes fallecidos?
—Sí, a esas cosas, ¿le han pasado a tu madre? O algo parecido, si me lo quieres contar. Tal vez ahora no es el momento y te resulte muy doloroso. Tal vez en otra ocasión hablamos —le dije pensando que no deseaba hablar de la muerte de su madre o bien que no había nada que contar.
Manuel me miró y agachó algo la cabeza. Se mantuvo en silencio unos instantes mirándose las manos; luego, lentamente, me dijo alzando los ojos:
—La noche del viernes mi madre no dormía, estaba intranquila. Mi hermano daba cabezadas y yo estaba en el sillón a su lado. Entonces comenzó a decir que sentía el olor de sus padres ya fallecidos y a los que ella adoraba. —Se detuvo para respirar hondo y apoyó la espalda en la silla—. Luego dijo que estaban allí y me preguntaba si yo también podía verlos. Le decía que no los veía, pero ella me los señalaba y se quedaba mirando al lugar donde decía que estaban mis abuelos. Comenzó a sentirse tranquila. Miraba a ese lugar y a veces sonreía. Ya no se movía inquieta en el sofá.
—¿Comenzó a sentir el olor de sus padres y luego los vio? —le pregunté para estar segura de lo que me acababa de decir. Manuel asintió.
—Tu madre no tenía fiebre ni tomaba nada para el insomnio que yo recuerde…
—No tenía fiebre ni tomaba nada para dormir, solo se quejaba de lo cansada que estaba. Tomaba analgésicos desde hacía casi un año para el dolor y en la última semana casi ni eso. Solo decía que estaba muy cansada.
—¿Y dijo ver a alguien más?
—La última noche me quedé dormido cogido de su mano no sé cuánto tiempo, pero ella me despertó y me dijo contenta señalándome el mismo lugar del salón donde decía que estaban sus padres: «¡Ya llegó Luis!». Luis era su hermano mayor, que murió en un accidente de moto hace unos años y que, por tener casi la misma edad, se habían criado juntos. —Se detuvo un momento y me miró con una leve sonrisa—. Mi tío Luis estaba casi siempre en nuestra casa, haciendo bromas con todo, y nos hacía reír con sus ocurrencias.
—¿Te dio la impresión de que a tu madre se le estaba yendo la cabeza o delirando?
—No, no —me respondió negando enérgicamente—. La cabeza siempre la tuvo bien. Por la mañana me dijo que la levantara un rato para caminar por la habitación como hacíamos todos los días y la tuve que coger pegada a mi cuerpo porque ya no se sostenía. —Se detuvo respirando fuerte por la nariz apretando los labios.
—¿Estás bien? —le pregunté—, si quieres lo dejamos y hablamos mejor en otro momento.
—No, no, está bien. —Negó con las manos—. Por la tarde, le dijo a mi hermano Pedro, que es el más pragmático de los dos, que quería que la enterrasen en tierra, en el panteón familiar, al lado de su querido hermano Luis. No quería flores ni que avisáramos a nadie que no fuese familia estricta. —Suspiró hondo mirándome a los ojos—. Se ha hecho todo como ella quería. Esa noche murió.
Soledad, dos días antes de partir, percibió el «olor» de sus padres; esta percepción es relativamente frecuente y es una información adicional que recibe el enfermo sobre la identidad de los que lo visitan desde el otro lado y en este caso fue un anuncio de la visita de sus padres, a los que comenzó a ver después. Más tarde refirió la llegada de su hermano como si lo estuviese esperando: «¡Ya llegó Luis!». El reencuentro le proporcionó alegría.
Por último, estuvo organizando su propio funeral y sus hijos respetaron sus deseos. Me parece interesante que pudiese hablar de las visitas del otro lado y organizar su funeral a la vez, lo que apunta, tal y como dicen sus hijos, a que estuvo lúcida hasta el final.
.3. EL PASILLO
Parece que hay una serie de zonas donde se sitúan las visitas y que se repite en la mayoría de los casos: el pasillo, lugar frecuente donde estas permanecen y, conforme se acerca el momento del óbito, pueden entrar en el dormitorio o en la habitación en donde se haya acomodado al paciente. A los pies y al lado de la cama, junto con las esquinas de las habitaciones, son los lugares preferidos donde se sitúan las visitas y se muestran a aquellos que van a partir.
Es un fenómeno tan frecuente que rara es la familia que no cuente con algún caso que le sucediera durante el tránsito a un ser querido o a alguien conocido.
EL NIÑO HERMOSO
En ocasiones aparecen desconocidos, pueden ser descritos de diversas maneras y pueden tener diferente naturaleza.
El paciente recibe visitas de personas que no sabe quiénes son y, cuando alude a sus visiones, puede decir: «Veo a gente que no conozco» o preguntar: «¿Quiénes son todas esas personas que están aquí?». Otras veces, los desconocidos acompañan a conocidos: «Veo a mi hermano, que está con tres mujeres que no conozco», me decía Josefa, la paciente a la que su hermano fallecido la estaba llamando y que describí en el apartado del capítulo 3: «La llamada pasiva».
Pueden ser seres espirituales que el enfermo identificaría como ángeles o guías. Cuando las visitas son mujeres de blanco o de azul, las suelen asociar con la Virgen, sobre todo, las personas devotas de la religión católica.
Las visiones en donde aparecen ancianos y niños, en numerosas ocasiones se les describen vestidos de blanco o con un halo radiante o brillante de color claro alrededor del cuerpo. Además, existen otras visitas, otros seres que aparecen con menor frecuencia vestidos con hábito. En una ocasión me comentó una colega que su padre decía ver «monjes» al lado de su cama una semana antes de fallecer. Le pregunté de qué color iban vestidos, pero no se lo habían preguntado.
Los testigos refieren aquello que el enfermo cuenta o dice, pero no suelen hacer preguntas sobre los detalles. Quizás porque, en ese momento, cuando un ser querido se está muriendo, puede parecer poco relevante, e incluso superficial, preguntarle por el color con el que van vestidos unos seres o unos monjes cuando está demasiado débil.
Los testigos suelen escuchar. En muchas ocasiones suelen sorprenderse sin comprender ni entender qué es lo que está pasando. Quizás por eso sean recuerdos difíciles de olvidar. Y tal vez por eso, cuando pueden contárselos a alguien, esperan una explicación.
Adela era la viuda de un militar, tenía un carácter tranquilo y una conversación breve y discreta. La hipertensión era casi la única razón por la que solía acudir a visitarme. No faltaba a sus revisiones periódicas conmigo y con el cardiólogo, ya que había comenzado a tener complicaciones a nivel cardiaco. Vivía con su hija Nadia, para la que parecía que no tenía secretos y me contó que, además de ser su hija, era su amiga. Ambas compartían aficiones, y les gustaba ir juntas al cine y al teatro. La vida familiar de Nadia giraba en torno a su madre y su vida profesional alrededor de una pequeña empresa local en la que trabajaba como administrativa, aunque tenía un hermano, que vivía en Inglaterra desde que se casó y se veían en contadas ocasiones.
Una mañana a primera hora Nadia acudió a la consulta y la noté algo más delgada. Le sonreí y casi no me devolvió la sonrisa. Me entregó un sobre mientras se sentaba y me saludó brevemente.
Era un informe hospitalario de su madre. Había sufrido un infarto de miocardio hacía una semana y necesitó un ingreso en la UVI. Apenas había terminado de leer el informe cuando Nadia, con voz baja me dijo:
—Los médicos me han dicho que ha estado muy malita. Hace dos días la han pasado a planta. Pero yo no la veo bien. —Se recostó en la silla y, cruzando los brazos, comenzó a negar con la cabeza. Su rostro presentaba unas marcadas ojeras violáceas.
—Estás preocupada, te lo noto. —Me incliné hacia delante apoyando los brazos en la mesa—. ¿Ha ocurrido algo para que estés así? Si la han pasado a planta será porque está mejor, ¿no crees?
—Ya, sí, bueno, es una intuición —contestó entrecerrando los ojos mientras se inclinaba hacia mí.
—¿Crees que tu madre está peor de lo que dicen los médicos? —le pregunté—. ¿Qué te hace pensar eso?
Nadia ladeó la cabeza en gesto que denotaba duda.
—Es por algo que le empezó a pasar en mi casa y que me preocupa. —Se detuvo un instante—. Lo que no sé es cómo contártelo…
—Bueno, dime lo que pasa y así podré darte mi opinión, si quieres. —Le sonreí asintiendo, y me detuve para darle tiempo.
Nadia se acomodó en la silla con lentitud.
—Hará cosa de un mes —comenzó bajando la voz—, mi madre me dijo algo que me pareció raro. No quiso venir al médico y, en ese momento, tampoco yo insistí. —Hizo una pausa respirando hondo.
—¿Había empezado a tener algunos síntomas que no fueran los habituales? —le pregunté pensando en la aparición de algo nuevo a lo que no se le hubiera dado la importancia suficiente.
Adela nunca se había quejado de cefaleas que alertaran de un aumento de la tensión arterial. Quizás hubiera podido tener algún aviso antes de su infarto. Mi mente buscaba síntomas físicos que indicaran el agravamiento de su enfermedad.
—Fue algo que me dijo y que me causó una gran sorpresa. Pero luego comencé a pensar que tal vez no tuviera importancia, que habría sido un suceso aislado, y ahora —hablaba y negaba con la cabeza—… ahora me vuelve a preocupar…
—¿Y qué fue lo que te dijo tu madre? Quizás te pueda ayudar mi opinión profesional…
Nadia respiró hondo y se tomó un tiempo antes de continuar.
—Hará como un mes, estábamos sentadas al mediodía viendo la televisión —comenzó a decir lentamente, y bajó la voz—. Mi madre, mirando hacia la puerta que da al pasillo me dijo muy tranquila: «Nadia, estoy viendo a un niñito que cruza del pasillo a mi cuarto. Ya lo he visto varias veces. No me da miedo ni me asusta», y me lo señaló con la mano.
—¿Entró un niño en tu casa? —le pregunté al recordar el chalé en la urbanización donde vivían y al que había acudido un par de años atrás cuando Adela enfermó con una bronquitis que le impedía respirar con normalidad—. Por allí viven muchas familias con niños pequeños.
—No doctora, no entró nadie. Las puertas estaban cerradas. Mi madre conoce a todos los niños del barrio y lo hubiera identificado. Me levanté para mirar el pasillo, pero no había nadie. Pensé que mi madre estaba comenzando con una demencia y me asusté. Le dije que era conveniente pedirte una cita. Cogí el teléfono para concertarla, pero ella me lo impidió.
—No me pediste cita.
—No. Me detuvo tomándome del brazo y me miró con ternura, luego miró al pasillo y señaló con la mano: «Sí, cruza y yo lo veo. Es hermoso y bello». No insistí y decidí que me mantendría alerta por el momento y la observaría para ver cómo evolucionaba.
—¿La observaste por si comenzaba a decir otras cosas? —le pregunté.
Los niños, tanto solos como en grupo, son una de las visiones más frecuentes con las que me he encontrado.
Al mes de ver a ese niño, la paciente sufrió un infarto que la llevó a la UVI. Aunque ahora parecía estar mejor, su hija estaba preocupada. ¿Estaría Nadia relatando un episodio de visión en las semanas antes de la muerte?
Finalmente, respondió:
—Mi madre ha tenido la cabeza bien, no le he notado nada raro aparte de lo que dijo ese día del niño —dijo la última palabra mirándome a los ojos, luego se detuvo y se miró las manos que tenía entrelazadas encima de la mesa.
—¿Y qué ha pasado con el niño?, ¿lo ha vuelto a ver? —le pregunté lentamente.
A veces las personas creen estar pensando algo que catalogan como absurdo y entonces procuran callarlo. Tendemos a no compartir lo que consideramos inverosímil tratando de darle una explicación racional. Pero a veces esa explicación es difícil de encontrar.
—Por eso estoy preocupada —me dijo levantando las cejas e inclinándose hacia mí—. Ayer cuando entré en la habitación del hospital, me la encontré sentada en el sillón con el brazo extendido y moviendo la mano de un lado a otro. Cuando se dio cuenta de que estaba allí, me miró sonriente y me dijo: «Mira Nadia, el niñito otra vez. ¡Qué lindo y hermoso!». Y volviéndose hacia el invisible niño, siguió acariciando el aire.
—¿Y qué hiciste?
—Me senté enfrente de ella perpleja por lo que estaba viendo y no pude decir nada. Al cabo de unos pocos minutos, mi madre se acomodó en el sillón y me dijo que el niño volvería después. Estaba relajada y tranquila. Me comentó lo que le habían traído para merendar como si no hubiese pasado nada. Estaba tan feliz y yo tan sorprendida, que no pude decirle nada acerca de aquel niño que solo ella veía y al que ahora, además, acariciaba.
—Sorprendente… —dije lentamente—. Y tu madre, ¿está mejor?
Conforme se va acercando el momento de partir, estas visiones en forma de visitas situadas en el pasillo suelen entrar a la habitación donde está el enfermo y se presentan ante él. En ocasiones, pueden ser seres queridos o simples conocidos a los que el enfermo reconoce desde el primer momento.
En otras ocasiones, no sabe quién es el que está en el pasillo. En estos casos los pueden percibir como una sombra que no identifican, para más tarde poder hacerlo cuando la visita entra en la habitación, y entonces la ven con todo detalle y saben de quién se trata.
El mismo niño que Adela veía en el pasillo de su casa estaba frente a ella, en la habitación del hospital, como si la hubiese seguido o supiese dónde encontrarla.
Es muy frecuente que la persona que recibe la visita comience a interactuar con ella. Puede hacerlo de forma verbal manteniendo conversaciones, pero también con lenguaje no verbal, gesticulando con las manos, sonriendo, asintiendo o negando con la cabeza, como si estuviesen manteniendo un diálogo.
Adela percibe en la visita una forma de belleza cuando dice: «El niño es lindo y hermoso», pero no dice nada más. Por el gesto de su rostro, que según su hija era tranquilo y feliz, se puede deducir que no solo no asustaba a Adela, sino que le proporcionaba cierto alivio o consuelo.
En todo este episodio, y como es también habitual en las visitas, existe una coherencia entre lo que cuenta Adela que está viendo y su lenguaje corporal (gestos de caricias con las manos y expresión de su rostro), que indica la ausencia de temor y, hasta cierto punto, el agrado que le proporciona la visión del niño.
Ocurre con asiduidad que las visitas se marchen indicando que regresarán más tarde. El enfermo es el que dice si han llegado o se han marchado esas visitas del otro lado, bien verbalmente o bien los acompañantes cuentan que, de modo repentino, se quedan mirando a una zona de la habitación que atrae toda su atención y entonces los testigos intuyen que hay algo o alguien en esa zona que solo el paciente puede percibir.
Lo más frecuente de las visitas es que en un principio sean breves y, conforme se acerca el momento de partir, aumenten en tiempo y en asiduidad.
Antes de que se marchara Nadia, le pedí que me mantuviera al tanto de los acontecimientos.
Me sorprendió la mejoría en la salud de Adela mientras que las visitas del niño en la habitación del hospital parecían apuntar a un pronto desenlace.
De hecho, las visitas y visiones tienen un carácter de pronóstico y, cuando aparecen, el final está o puede estar, relativamente cerca (semanas, días u horas).
Tres días después de la visita de Nadia, al iniciar mi sesión en el ordenador del trabajo, recibí un aviso en la pantalla. Era una notificación del hospital donde estaba ingresada Adela con la siguiente información:
«Adela Z. C. ha causado alta en el hospital (nombre del hospital), motivo: Exitus».
Cuando alguien abandona el hospital es «alta». Cuando fallece, el motivo del alta se denomina Exitus.
Me entristecí de su marcha y pensé en su hija. Estaría muy sola sin su madre, después de tantos años juntas.
Recordé los episodios de visiones que Adela había comenzado a tener un mes antes de sufrir el infarto de miocardio, cuando ni siquiera estaba enferma de gravedad. ¿Para qué apareció ese niño en la última etapa de Adela en forma de visión? ¿La habría ayudado de alguna manera en su tránsito? ¿Le habría hablado o transmitido algún mensaje?
Para la doctora Kübler-Ross, los pacientes reciben de las visitas mensajes sobre cómo realizar el tránsito. Quizás una de sus funciones sea esa y por eso, en muchas ocasiones, son tan bien recibidas por los pacientes. Es posible que tengan una utilidad para el enfermo y aumenten su calidad de muerte. Tal vez sea hora de hacernos a la idea de que merecemos una muerte de calidad.
En mi opinión, tener conocimiento sobre el proceso de morir nos puede hacer conscientes del mismo y menos temerosos. Creo que los últimos días pueden estar repletos de nuevas e intensas experiencias que no tienen por qué causar miedo. El conocimiento sobre las mismas podría ser de gran ayuda cuando estemos al final del camino y nos sucedan a nosotros, o las reconozcamos en la partida de nuestros seres queridos y allegados.
En este punto, me gustaría señalar que, en ocasiones, los que están cerca del paciente pueden percibir también algún tipo de «manifestación» relacionada con los últimos días de la vida de este.
LA SOMBRA BLANCA
Un domingo por la tarde recibí la llamada de Yolanda, una compañera del centro de salud, para informarme que el padre de Margarita, otra compañera, se estaba muriendo y de algo más.
—Sabía que estaba enfermo, pero no que estuviese tan mal —le dije con preocupación.
—Lola, te he llamado porque Margarita me ha contado algo. —Se detuvo un instante—. Yo le he dicho que hablara contigo, que tú sabes de esas cosas.
No quise averiguar lo que le había contado para preservar la confidencialidad de esa charla privada que habían mantenido Margarita y Yolanda, pero le prometí que iría a verla para interesarme por su padre.
A la mañana siguiente entré en la consulta de Margarita, una médica de cincuenta y tantos que llevaba más de una década trabajando en el mismo centro que yo. Cuando me senté frente a ella aprecié que sus mejillas lucían afiladas y el color carmín habitual en ella estaba desvaído.
—Mi padre está ahora en mi casa —comenzó a decir tras interesarme por la salud de su progenitor—. Ha vivido independiente hasta ahora. Se le ha presentado la enfermedad de repente. La tendría de antes, pero ahora ha dado la cara —dijo con preocupación—. Nos hemos ido del hospital porque ya no pueden hacer nada más por él. Necesita cuidados y tranquilidad. —Sus ojos negros estaban apagados, sin brillo.
—Y cuando trabajas, ¿quién se queda al cuidado? —le pregunté.
—Están mis hermanas, que han venido de Toledo. —Se encogió de hombros en un gesto que interpreté de conformidad o resignación ante la situación—. Solo nos queda esperar.
Antes de dar por finalizada la conversación, le comenté:
—Ayer estuve hablando por teléfono con Yolanda y me dijo que te había dicho que hablaras conmigo…
Margarita alzó los ojos mientras sus labios permanecían cerrados. Las pálidas mejillas recobraron algo de color.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo al fin inclinándose hacia delante.
—Bueno, dice que le contaste algo, no me ha dicho nada más. No sé si quieres comentarme alguna cosa que te preocupe o que no te acabes de explicar, no sé…
Es difícil abordar abiertamente temas que rayan con lo que se puede considerar paranormal, sobre todo, si la mentalidad de tu interlocutor está formada en la ciencia ortodoxa.
En estos casos hay muchos prejuicios que obstaculizan la comunicación de lo que está sucediendo; se juzgan de imposibles o se les dan diversas interpretaciones como alucinaciones, jugarretas de la mente, percepciones ilusorias debidas al cansancio, aunque tampoco se sepa bien cómo se producirían de ser solo productos del cerebro.
Esperé unos instantes, al cabo de los cuales hice ademán de levantarme porque no me gusta forzar ninguna conversación.
Entonces me dijo:
—No es nada. —Bajó algo la cabeza—. Bueno, es algo que le ha pasado a mi hermana. —Se detuvo y me miró.
—A tu hermana. ¿Y qué le ha pasado? —repetí asintiendo con la cabeza.
—Le ha ocurrido algo en mi casa —dijo desviando la mirada hacia arriba—. Mi hermana lleva casi una semana conmigo, pero desde hace tres o cuatro días…, no sé cómo decirte esto. —Me miró mientras se tocaba los dedos uniendo ambas manos—. Dice que ve una sombra que se desplaza por el pasillo y entra en el salón.
—¿Una sombra? ¿La ve de noche? —pregunté.
Quise averiguar si esa sombra podía ser algo que la hermana desconociera por encontrarse en una casa ajena, pero que tuviera una explicación lógica. Una planta o la rama de un árbol en el jardín que proyectara su sombra a través de la ventana…
—Qué va, la ve de día. De noche cae redonda en la cama. Dice que es una sombra blanca y algo luminosa. Ya la ha visto varias veces: es una sombra blanca que se desplaza por el pasillo y entra en el salón.
Dibujó con las manos la trayectoria que seguía la sombra, moviéndolas de izquierda a derecha.
Quedé callada y pensativa. Las sombras que se ven relacionadas con la perimuerte suelen moverse por el pasillo y alcanzar el dormitorio donde se encuentra el enfermo. El que se desplazase hacia el salón de la vivienda me hizo pensar que pudiese ser otro fenómeno que no estuviese relacionado con el estado terminal del enfermo.
—Margarita, no sé qué decirte —le respondí—. Cuando las sombras, que a veces son como figuras, aparecen en el pasillo, se desplazan hacia el dormitorio donde está el enfermo. Es como si acudieran a visitarlo de alguna manera. Que la sombra penetre en el salón no sé a qué puede ser debido. —Me detuve pensativa negando con la cabeza.
Pensé en cuántos sucesos inexplicables suceden en las viviendas y, debido a que los protagonistas no los comparten abiertamente por temor a que los demás piensen que están locos o cerca de estarlo, desconocemos gran parte de ellos.
—Mi padre no está en el dormitorio, está en el salón de mi casa —dijo Margarita sacándome de mi reflexión.
—¿Tu padre está en el salón? —pregunté abriendo los ojos.
A pesar de saber que estos fenómenos siguen unos patrones, me sigue sorprendiendo cómo se rigen por ellos una y otra vez.
—Sí, Lola, está en el salón —y me explicó—. Cuando lo trajimos a casa desde el hospital necesitaba una cama articulada, una bombona de oxígeno y un carrito con todo su tratamiento, mascarillas y cánulas para el oxígeno; demasiadas cosas, y decidimos acomodarlo en el salón. La cama no entraba por las escaleras para subirla al primer piso, que es donde están los dormitorios. En el salón podía estar mejor vigilado, al ser un lugar accesible para toda la familia en cualquier momento.
Se levantó para coger un trozo de papel del dispensador que hay al lado del lavabo. Sus ojos estaban humedecidos. Esperé un momento y le pregunté:
—¿Tu hermana sabe quién es la sombra?
Me he dado cuenta de que los testigos suelen tener una explicación o interpretación de los hechos que suele estar basada en su intuición y a veces en sus miedos. Averiguar lo que piensa el testigo acerca de lo que está observando puede dar muchas pistas y suele tener la respuesta que se ajusta más a lo que está sucediendo.
—¡Y yo también imagino quién puede ser! —dijo Margarita abriendo los ojos—. He hablado con mi hermana y las dos pensamos lo mismo: es mi madre, que ha venido a buscar a mi padre. —Comenzó a asentir—. Creo que esa sombra blanca y luminosa es el espíritu o el alma bella de mi madre. —Sonrió por el recuerdo.
—Las dos pensasteis lo mismo. —Sonreí también asintiendo.
—Sí. No sé si sabes que mi madre murió cuando nosotras éramos pequeñas y nos ha criado nuestro padre. —Tras unos instantes de silencio, respiró hondo—. Algo positivo ha salido de todo esto.
—Siempre hay algo positivo —repetí sin saber bien por qué lo decía.
—En estos días difíciles en mi casa, la familia se ha vuelto a reunir. De nuevo estamos todos juntos. Quizás el espíritu de mi madre se ha hecho presente en forma de sombra blanca para acompañar a mi padre, pero también nos acompaña a mis hermanas y a mí.
Al día siguiente fue Margarita la que entró en mi consulta antes de que me marchase. Me comentó que, después de nuestra conversación, su hermana le había contado su visión al resto de la familia. Tras unos momentos de asombro seguidos de otros de gran emoción, todos los que estaban allí comenzaron a pensar que mi madre había acudido para acompañar a su esposo al otro lado.
—A nosotros nos ha consolado bastante. Te parecerá una tontería, pero sentimos que es así. Que mi madre está de nuevo con nosotras y que se llevará a mi padre cuando le llegue el momento.
—¿Y tu padre ha dicho algo? —Quizás el padre también podría haber referido la visita de su esposa.
—Mi padre lleva en estado de estupor desde que lo trajimos del hospital. Apenas si abre los ojos y no habla nada. No creo que se vuelva a despertar. —Y sus ojos comenzaron a inclinarse hacia abajo y su voz casi a desaparecer—. Lleva unas horas inquieto. —Margarita movía la cabeza a ambos lados como negando la triste situación.
—Creo que, aunque estén en estado de estupor, si le habláis puede ser que os escuche —le dije tomando su fría mano. Margarita se detuvo y me miró—. Le podrías hablar de vuestros recuerdos, las cosas que hizo bien, las anécdotas comunes, y que le digáis que fue un buen padre y esposo. Estoy convencida de que le ayudará.
Hablar a los pacientes que están en estado comatoso o en estupor parece que puede ser de consuelo, ya que el sentido del oído es el último en perderse. En casos en los que existe inquietud en el enfermo, puede ser de ayuda hablarle amablemente de las cosas que hizo bien, las cualidades que tenía, recuerdos o anécdotas, como una especie de revisión vital, pero narrada por parte de los allegados de forma positiva y amorosa.
Volví a ver a Margarita en un par de ocasiones más en las que me comentó que la respiración agitada y superficial que tenía su padre a veces, incluso su inquietud, se le habían ido pasando hasta desaparecer. Las conversaciones de cada miembro de la familia, recordando situaciones amorosas y agradecimientos por una vida entregada a sus hijos pudieron ser, según mi colega, los causantes de la tranquilidad que su padre comenzó a manifestar mediante una respiración más lenta y profunda y sin agitación. Además de servir como despedida.
Que la hermana de Margarita viera esa sombra luminosa y lo compartiera con sus hermanos le proporcionó a la familia una experiencia única y especial que les hizo sentirse unidos por algo extraordinario.
Varios días después acudimos todos los del centro de salud a la sala habilitada en el cementerio para darle nuestro abrazo y apoyo a Margarita y a su familia.
Estaba triste, pero le consolaba que se habían podido despedir de su padre, que su madre había estado con ellas y que no las había abandonado. Su hermana la había visto como una sombra blanca, y así lo compartió con el resto de las hermanas. Mi compañera creía que su madre había estado presente para ayudar a su esposo en el tránsito y permitió que una de sus hijas la intuyera para hacerlas sentir que tampoco ellas estaban solas.
.4. LAS ESQUINAS
Otro de los sitios predilectos o frecuentes donde el enfermo refiere ver a las visitas del otro lado son las esquinas de la habitación y las esquinas que hacen frontera con el techo.
En ocasiones dirigen la mirada hacia esa zona fija y prácticamente no parpadean durante un rato. A veces, la mirada fija se acompaña de un gesto en el rostro: de asombro, de miedo, pacífico, sonriente, de serenidad…
Pueden quedarse absortos con la mirada dirigida hacia la esquina durante un rato más o menos largo y, de pronto, miran hacia todos los lados como si la visión hubiese desaparecido.
En otras ocasiones la mirada se dirige hacia una u otra dirección como si estuviesen viendo algo o a alguien pasar, aunque lo frecuente es que la visita se quede fija en un lugar.
Los testigos suelen comentar que tienen el convencimiento de que el enfermo está viendo algo o a alguien. Cuando pueden comunicarse verbalmente, suelen responder si se les pregunta acerca de lo que ven.
Lo habitual es que la visión o visita permanezca durante un tiempo corto las primeras veces, unos cinco minutos o menos, para volver a acudir de nuevo. Incluso en numerosas ocasiones suelen llegar sobre la misma hora.
Cuando los pacientes no pueden hablar, los testigos pueden llegan a deducir por la expresión del rostro y los gestos que el enfermo está viendo algo que no es visible para los que lo acompañan.
LA ESQUINA MULTICOLOR
Ramón era un hombre de sesenta y ocho años que sufrió un derrame cerebral cuando tenía cincuenta y ocho que le dejó dos secuelas importantes: una hemiplejía que le paralizó la mitad del cuerpo, necesitando una silla de ruedas para desplazarse, y un tipo de afasia, podía entender lo que le decían, pero no podía hablar ni escribir, así que se hacía entender con movimientos de cabeza y gestos faciales.
Elena llevaba casada cuarenta años con Ramón y era su única cuidadora. No habían tenido hijos y ella siempre lo mimó.
Por la mañana, Elena lo levantaba y, tras asearlo y darle el desayuno, llevaba a su marido en la silla de ruedas al salón, donde permanecía hasta la hora del almuerzo.
Había ido a visitarlo en varias ocasiones y siempre lo encontré sentado en su silla de ruedas, en el mismo lugar del salón, enfrente de la puerta y de espaldas al gran ventanal que daba al jardín.
Una mañana, Elena acudió al centro de salud para decirme que su marido llevaba unos días algo indispuesto y, al comprobar que no mejoraba con los remedios comunes, me pidió que lo visitase.
Cuando llegué estaba esperándome en la puerta y nos dirigimos hacia el salón; mientras, ella me iba respondiendo a preguntas sobre diferentes aspectos acerca de su estado actual de salud.
Al entrar encontré a Ramón en el mismo lugar de siempre. La visita médica se desarrollaba con normalidad; su situación no parecía revestir gravedad y, después de darla por finalizada, me despedí del paciente. Di media vuelta y me dispuse a salir del salón cuando algo me llamó la atención: en la esquina situada sobre la puerta y sin sobrepasar el dintel, había muchos trapos colgando del techo: retales de tela, fulares, pañuelos, etcétera, de diversos y llamativos colores y texturas formando una extraña agrupación.
Tras unos segundos observando aquel muro extraño de tela, me giré hacia Elena, que estaba justo a mi espalda, y le dije con los ojos muy abiertos señalando hacia la esquina en cuestión.
—Elena…, perdona que te pregunte, pero… ¿qué es eso?
Suelo ser discreta, cada casa tiene su estilo propio, pero aquel amasijo de telas y colores no recordaba haberlo visto con anterioridad en el pulcro salón de Elena, ni en ningún otro salón en el que hubiese estado nunca.
—No es nada, doctora —me dijo con una risilla nerviosa y observé que sus mejillas se coloreaban.
Comenzó a caminar rápido y, adelantándome, se dirigió hacia la salida de la habitación mientras yo continuaba absorta, clavada en mitad del salón, mirando hacia esa esquina del techo. Me giré para comprobar que el resto de las esquinas permanecían desnudas sin trapos ni abalorios. Elena, ya en la puerta, me dijo bajando la voz para que solo yo la oyera:
—Lo he puesto para Ramón. —Y haciendo un gesto con la cabeza me indicó que la siguiera, desapareciendo con cierta rapidez en dirección al pasillo.
Comencé a caminar con lentitud sin dejar de mirar hacia arriba, hacia la esquina multicolor y, cuando encontré a Elena, encogiéndome de hombros, le señalé la puerta que había dejado atrás y le volví a preguntar.
—¿Qué es eso?
—No quería decirte nada delante de él. Ya sabes que no habla, pero oye y entiende perfectamente. —Miraba vagamente por encima de mi hombro hacia la puerta alejada del salón.
—¿Es que tu marido necesita esas telas?
—¿Cómo se te ocurre eso? —dijo riendo y negando con la cabeza, pero pasados unos instantes Elena entrecerró algo los ojos—. Es que hace una semana que mi marido se queda mirando fijamente hacia esa esquina. Y cuando lo hace no parpadea, abre mucho los ojos y, así, ensimismado, se pasa varios minutos. —Agachó un momento la cabeza—. Le he preguntado.
—¿Y qué te ha dicho? —le pregunté con curiosidad.
—No me dice nada, aunque le he preguntado varias veces. Quisiera saber qué es lo que tiene esa esquina, por qué se queda mirándola fijamente de ese modo. No, no me gusta —negó con cierta energía.
—¿Qué es lo que te preocupa? ¿Qué es lo que no te gusta?
—Bueno —me miró antes de continuar—, ya sabes. A lo mejor está viendo algo.
—¡Ah! ¿Y qué crees que está viendo? —pregunté con lentitud.
Deseaba que me explicase cuáles eran sus sospechas para que la conversación no se viese dificultada por malentendidos.
—Eso no lo sé, pero algo ve, eso está claro. Por la cara que pone, por cómo abre los ojos cuando algunas veces mira hacia esa esquina. —Hizo una pausa—. Tú ya me entiendes.
—Claro, claro —dije asintiendo con la cabeza—. ¿Y los trapos? ¿Y las telas? —pregunté al desear encontrarles explicación.
—Los he puesto para que solo vea los colorinches de los trapos —dijo moviendo las manos—. Ya sabes que las personas, cuando están muy enfermas y se van a morir, comienzan a ver «cosas» que solo ellas ven. —Hizo una pausa para mirarme—. Quiero que mi marido, cuando mire a esa zona, le llamen la atención los trapos y sus chillones colores y que solo se fije en ellos. Cada cierto tiempo los cambio o le añado alguno nuevo que le pueda llamar la atención. Mientras preste atención a los colores, puede que no vea otra cosa.
Se detuvo y comenzó a sonreír, aunque sus ojos no lo hacían y miraban en dirección al salón, donde se había quedado Ramón.
—¿Y ha dado resultado tu estrategia? ¿Crees que tus trapos le han llamado tanto la atención que ahora solo ve trapos y ya no se queda absorto? —le pregunté desde mi asombro.
—No —dijo negando con la cabeza y hundiéndola sobre sus hombros—. Aunque pongo algún pañuelo distinto, algo que capte su atención y le haga centrarse solo en el colorido, de vez en cuando aparece esa mirada fija en la esquina, no logro que salga del ensimismamiento en el que cae. Cuando lo veo absorto con la mirada fija me pongo a hablarle y a llamar su atención, pero ni mis conversaciones ni mi decoración logran sacarlo de ese estado casi hipnótico. —Se detuvo, me miró y respiró hondo—. ¿Crees que puede significar que le queda poco tiempo de vida?
Ese era el temor de Elena, que la muerte de Ramón estuviese cercana. Pretendía negar los avisos previos, como que tuviera visiones cuando se quedaba mirando la esquina del salón. Una forma bastante ingenua de afrontar y defenderse de la situación.
—A ver qué pasa, Elena. Tendremos que esperar, aunque en estos momentos su salud está estable —le contesté dejando abierta cualquier posibilidad.
Mientras caminaba, pensé que los médicos, en numerosas ocasiones, no éramos muy distintos a Elena y hacíamos todo lo que estaba en nuestras manos para retrasar el momento de partir de nuestros pacientes, aunque hubiese señales que apuntasen a lo contrario, y que esa era una bella misión. Aunque también deberíamos saber, al no poder ganar todas las batallas, cómo identificar la última, esa que siempre vamos a perder. Saber cuándo rendirse buscando el mayor bienestar para el enfermo, comprendiendo su proceso de partida. ¿Por qué el proceso natural de morir se tiene que vivir como una batalla médica perdida? ¿Acaso no forma parte de nuestro ciclo natural de la vida?
Tal vez podríamos seguir ayudando si acompañamos al enfermo en el viaje que está a punto de iniciar, pero ¿estamos preparados para hacerlo? Creo que la propia resistencia al proceso de morir hace que distraigamos nuestra atención y la del enfermo hacia otras cuestiones que no son el proceso del tránsito, con lo que se dificulta observar lo que ocurre y acompañar en esa última fase.
Conocer que las visiones forman parte del tránsito, y aprender a diferenciarlas de estados patológicos sería lo deseable. Las alucinaciones provocadas por una enfermedad orgánica suelen estar acompañadas de otros síntomas, como confusión o desorientación, y provocan estados de agitación. Las visiones suelen proporcionar tranquilidad y consuelo. Otra diferencia es que el enfermo puede discriminar entre los dos planos de existencia.
En los enfermos que no pueden comunicarse verbalmente, solo podríamos deducir que están teniendo esas visiones cuando observamos gestos en su rostro al desviar la mirada hacia espacios que para los testigos permanecen vacíos.
A veces, en la cara se aprecia temor o miedo, otras veces una sonrisa o una expresión serena. En el primer caso, los que están alrededor se preocupan por si están viendo algo que les cause algún sufrimiento o dolor que los atormente. En el segundo, ocurre todo lo contrario, los allegados pueden sentir consuelo al pensar que algo maravilloso o alegre puede estar esperándolos o, por lo menos, sienten tranquilidad porque esa visión les está aportando sosiego o alegría.
En ambos casos los testigos tienden a pensar que el enfermo está viendo algo, bien en su mente o bien en el espacio real, pero invisible y oculto para todos los demás.
En los casos en los que aparece terror podría ser beneficioso que el paciente, en la medida de lo posible, nos confiara aquello que está viendo, ya que puede ser una metáfora de sus temores, miedos, sentimientos de culpabilidad o viejos traumas no superados. Se le podría preguntar qué le preocupa o en qué está pensando. Incluso hay quien aconseja que el enfermo se dirija a la visión y le pregunte abiertamente para qué está allí. Quizás está en una fase de lucha inmerso en sus miedos. También podría ser beneficioso decirles a los pacientes que están teniendo visiones que les causan temor que se fijen bien, por si apareciera en mitad de las mismas algún ser que pudiera ayudarles. Incluso que ellos mismos solicitasen la llegada de dicho ser.
Para intervenir hay que estar preparados y tener unos conocimientos mínimos, como saben muy bien las personas entrenadas para acompañar en los últimos días de vida.
Pasaron las semanas y un día me encontré con Elena. No la reconocí hasta que escuché su saludo. Estaba muy delgada; en su cara observé arrugas que no recordaba.
—Hola, Elena —la saludé—, no te había visto. ¡Qué despistada voy siempre! ¿Cómo va todo? ¿Cómo está Ramón?
—Ramón falleció hace ya un tiempo —dijo sacando un pañuelo del bolsillo de su abrigo.
—No lo sabía, lo siento. ¿Qué es lo que ha pasado? Tardó unos instantes en responder.
—Unas dos semanas después de que lo vieras, una noche no le apetecía cenar y le insistí para que se tomase, por lo menos, un vaso de leche. —Sonrió levemente—. Pobrecito, no me llevaba la contraria casi nunca y se lo tomó. Pero ya debía notarse raro y enfermo. Por la mañana, cuando fui a levantarlo, estaba frío, no respiraba y llamé al 061, pero solo pudieron certificar su muerte. —Agachó la cabeza como mirándose los pies y se pasó el pañuelo por los ojos.
Elena era una mujer que no se achicaba ante las dificultades, pero su compañero de vida se acababa de marchar. Se había quedado sola. Me mantuve en silencio y le acaricié ambos brazos. Cuando volvió a mirarme, le dije:
—Siento mucho lo de tu marido, ya sabes dónde estoy, si quieres hablar o si necesitas ayuda. —Le sonreí mientras asentía.
—¿Te acuerdas de los trapos que tenía colgados y que te llamaron tanto la atención? —me dijo bajando un poco el tono de voz.
—Claro que me acuerdo —le dije recordando la instalación multicolor.
—No dejó de mirar a aquella esquina. Conforme pasaban los días, la miraba con más detenimiento y concentración. Intenté girar la silla de ruedas en sentido opuesto para que estuviese de espaldas a la esquina, pero entonces el pobre se quedaba mirando a la pared y a la ventana que da al patio y me daba pena. —Se detuvo y me preguntó sonriendo levemente—. ¿Crees que estoy loca?
—No —dije negando con la cabeza—, pensabas que tu marido veía algo, algo invisible para ti, que de alguna forma estaba en aquella esquina y que no presagiaba nada bueno.
Elena asintió.
—A veces no miraba y yo pensaba: «¡Ya se le ha pasado!», y al rato otra vez lo mismo. ¿Sabes que empezó a cambiarle el gesto de la cara? Comenzó a sonreír cuando miraba, aunque otras veces seguía absorto y ensimismado.
—¿Le seguiste preguntando qué veía?
—Claro. Le preguntaba: «¿Qué es lo que hay allí Ramón?». Y él me miraba y a veces abría los ojos, otras veces se le humedecían, y otras me sonreía y asentía con la cabeza. No podía comunicarse mejor —dijo Elena moviendo la cabeza con la mirada perdida en algún punto de la acera.
Dejé a Elena pensando que, fuera lo que fuera lo que veía Ramón, apareció unas pocas semanas antes de pasar al otro lado y que en cierto modo estaba pronosticando que el fin estaba cerca. Pensé que cada uno afronta su final y el de los seres queridos de una manera particular. La de Elena fue pensar que los colorinches de sus trapos desviarían la atención de su esposo hacia esa insólita maraña de telas, de tal manera que, si no tenía visiones o las bloqueaba, al no prestarles atención, permanecería más tiempo junto a ella.
Cuántas veces actuamos por temor y cuántas otras, aportando la luz del conocimiento, podemos hacer disipar la sombra del miedo.
NO OS LA VAIS A LLEVAR
Acababa de dar una conferencia acerca de las visiones en el lecho de muerte en una localidad relativamente cercana a donde resido. Al terminar suelen acercarse algunos asistentes que quieren hacerme preguntas o confidencias. Me gusta hablar con ellos. Hay quienes me felicitan, otros me muestran sus discrepancias o añaden matices, y muchos ratifican lo que acaban de escuchar: ellos también lo vivieron con sus padres o con algún familiar.
Jesús se quedó intencionadamente el último, ya que deseaba que le dedicase más tiempo y, cuando se acercó, me dijo algo tembloroso:
—La felicito por su conferencia. —Sonrió alargando una mano fría y sudorosa.
—Tutéame, por favor —le dije.
—Me gustaría poder hablar contigo —continuó tras una breve pausa—. Es algo que me pasó con mi madre; es un poco largo y quisiera que me dieses tu opinión. No he podido hablar con nadie de esto. —Giró algo la cabeza mirando alrededor.
Jesús tendría cuarenta y pocos años, no era muy alto y estaba bastante delgado. Unos ojos azules que evitaban encontrarse con los míos parecían esconderse detrás de las pulcras gafas de pasta negra. Pensé que algo le debía preocupar cuando deseaba hablar conmigo más despacio. Le indiqué con la cabeza la cafetería del teatro en donde acababa de dar mi conferencia y le dije:
—En una media hora estoy contigo, ¿te viene bien?
—Sí, sí —respondió enseguida—, te espero. —Y se dirigió hacia el lugar acordado.
Cuando llegué se estaba tomando un refresco y, tras un breve saludo en donde se presentó, me comentó que era mecánico en un taller de un conocido concesionario de la provincia. Comenzamos hablando del tiempo, del tráfico, de cosas intranscendentes hasta que se decidió a contarme los últimos días de su madre.
—Hace unos cinco años que me divorcié y me fui a vivir con mi madre, que para entonces llevaba dos años viuda. Me vino bien volver al barrio de mi infancia, donde me reencontré con amigos y conocidos que hacía mucho tiempo que no veía y, en pocas semanas, me sentí arropado por ellos.
Me dijo que era el menor de tres hijos, todos varones. Sus hermanos habían abandonado el hogar familiar y emigrado a otras autonomías. Se veían poco, aunque estaban muy unidos. La familia era un pilar importante y por ello su divorcio había sido muy doloroso. Su madre le ayudó a recordar que las adversidades se superan con tolerancia y amor.
—Mi madre era una mujer muy espiritual y religiosa, y nos inculcó buenos valores. Te digo esto porque quizás influyera en sus últimos días. —Me miró y bajó enseguida la vista algo ruborizado—. El bien y el mal, los espíritus buenos y malos, el demonio y todo eso…
Hizo una pausa en la que me observó por un instante. Su voz era un hilo y me costaba trabajo escucharlo. Sus manos, encima de la mesa, entrelazaban los dedos con cierta fuerza.
—¿Cuánto tiempo hace que falleció tu madre? —le pregunté para facilitar la cronología de los hechos.
—Hace unos tres años —dijo inhalando profundamente y, haciendo una breve pausa, se apoyó en el respaldo de la silla—. Cuando me fui a vivir con ella, tenía achaques. Le dolían las piernas y los hombros por la artrosis. Tomaba unas pastillas para la tensión y el colesterol. No iba al médico porque no quería que le hiciesen pruebas: «Como te metas de médicos, vas lista», solía decir cuando le aconsejaba que fuera a su médico cada vez que se quejaba de algún síntoma.
—Sí —asentí varias veces—. Hay personas que no desean ir al médico cuando lo necesitan y otras que acuden casi sin necesidad física objetiva. Tanto en unas como en otras, el factor miedo es muy importante. En los primeros, porque temen que se les diagnostique una enfermedad grave y en los segundos porque temen que no se les diagnostique a tiempo.
—A mi madre se le presentó la enfermedad de repente, comenzó con un dolor muy fuerte en el estómago y fuimos a urgencias. Allí le diagnosticaron un tipo de cáncer en el abdomen. —Hizo una pausa y cogió una servilleta de papel del dispensador de la mesa—. Eso no importa ahora. —Miró hacia arriba quitándose un momento las gafas—. Logró vivir unos tres meses más.
—¿Tú fuiste su cuidador?
Jesús asintió tragando un sorbo de su refresco.
—Es muy duro atender la última enfermedad de un padre o una madre —dije despacio—. Cuidar es una ocupación que requiere mucho tiempo y energía. Imagino que tu madre estuvo entrando y saliendo del hospital.
—No. Estuvo ingresada solo la primera vez, cuando le detectaron el tumor, pero luego la derivaron a cuidados paliativos y ellos venían a casa para controlar el dolor. Mi madre no quería volver al hospital. Decía que, si necesitaba ir de nuevo, me lo diría. Respeté su deseo. Además, estuvo en plenas facultades mentales hasta el final.
—Fue en tu casa cuando a tu madre le comenzaron a pasar cosas. Esas cosas de las que acabo de hablar en la conferencia.
—Sí. Comenzaron como una semana antes de fallecer. —Jesús volvió a ruborizarse y bajó algo la cabeza—. Ahora siento que no hice bien las cosas.
—¿Por qué dices eso? —le pregunté de forma suave—. Nos juzgamos muy duramente cuando en el fondo hacemos lo que podemos.
—Sí, es verdad, yo hice lo que pude. No quería que muriese. Sus ojos enrojecidos parecían más azules.
—Claro que no —le contesté asintiendo.
—Cuando mi madre falleció, yo no sabía las cosas que has contado hoy —negó con la cabeza—. Le pasaron esas cosas que cuentas durante varios días y, por desconocimiento, mantuve una batalla intensa con ella y con las visiones.
—¿Una batalla? —pregunté alzando las cejas.
—Sí —asintió cabizbajo.
—Mucha gente desconoce cómo son los últimos días de los enfermos y no saben cómo es el proceso de morir. Antes se conocía desde la infancia porque se visitaba a las personas que estaban muy enfermas. Acudían los vecinos, amigos, familia y también los niños, con lo que la muerte era algo natural que ocurría todos los días y las visiones eran sobradamente conocidas en la población. Hoy se muere muchas veces enchufado a una máquina y sedado, en un hospital, aislado o escasamente acompañado. Hemos olvidado cómo transcurre el paso entre la vida y la muerte.
—Mi madre tuvo esas visiones. Primero comenzó a decir que en la esquina del dormitorio veía a la Virgen.
—Tu madre te dijo que era la Virgen. ¿Cómo sabía que era la Virgen?
En ocasiones me he encontrado con enfermos que refieren ver a figuras femeninas con atuendos blancos o celestes, y le atribuyen la identidad de la Virgen; pero al preguntarles si esa figura se había presentado a sí misma como la Virgen, me contestaban que no. La visión no suele decir: «Soy la Virgen del Carmen o cualquier otra Virgen», sino que el enfermo es el que interpreta que lo es. Como si esa figura que está en su visión tuviese la energía de madre protectora a la que solicitar ayuda y la identifican con la Virgen porque le otorgan esa cualidad. Son visiones que no causan el menor temor o miedo, sino más bien todo lo contrario, provocando sentimientos de singular amparo.
Otras veces, refieren estar viendo ángeles o guías espirituales. Los sienten como energías sobrenaturales y amorosas que vienen a ayudarlos. Incluso en los casos de niños moribundos recogidos en el libro de William Barrett Visiones en el lecho de muerte, estos se asombraban de que aquellos a los que ellos identificaban como ángeles no tuviesen alas. ¿Son ángeles? Quizás lo sean y, en realidad, los ángeles no posean alas.
El doctor John Lerma, director médico de la Unidad de Cuidados Paliativos del Medical Center de Houston, en su libro A las puertas de la luz, describe casos en los que los enfermos refieren ver ángeles con alas. El propio doctor Lerma afirma que un enfermo terminal, asistido por un ángel en sus últimos días, tuvo como prueba y recuerdo de su presencia una pluma y, en agradecimiento a su médico de paliativos, se la regaló.
¿Lo que estaba viendo la madre de Jesús era una entidad con las energías y cualidades que se le atribuyen a la Virgen? ¿O, en realidad, era la Virgen?
—Mi madre me dijo que era la Virgen que iba vestida de blanco y que era resplandeciente. No le pregunté más. Cuando decía verla, se ponía a rezar. Hasta se inventó una oración. —Sonrió levemente—. Yo sabía que estaba viendo a la Virgen porque miraba hacia esa esquina, sonreía y comenzaba a rezar su oración. —Se detuvo antes de continuar con los labios algo apretados—. Luego comenzó a decir otras cosas. Cosas que no me gustaban nada.
—¿A qué cosas te refieres?
Jesús se movió algo inquieto en la silla.
—Comenzó a decir que veía gente. Decía que había mucha gente y los señalaba cuando los veía. Los situaba en una de las paredes de su dormitorio. En un lugar diferente de donde veía a la Virgen.
—¿Y quiénes eran esas personas? ¿Eran conocidos?
—No, decía que no los conocía —negó con la cabeza—. «Ahí está toda esa gente, Jesús, ¿tú no los ves?», me decía cuando llegaban esas visitas. Le respondía que no los veía y le preguntaba quiénes eran y ella me contestaba:
«No lo sé, no los conozco».
—Y esas visitas, ¿decían a qué habían venido?
—Decían que habían venido a por ella y que se preparase para realizar un viaje. —Se detuvo y me miró—. Esas personas, o lo que fuese, estaban allí para llevarse a mi madre.
—Suelen dar este tipo de mensajes a las personas en tránsito —le dije asintiendo—, les informan que van a realizar un viaje y que no van a estar solas.
—Pues yo pensé que por un lado estaba la Virgen, que era una figura buena, entonces los otros, los que decían que habían venido a por ella y que se la llevarían, quizás no eran tan buenos. —Se detuvo y frunció el ceño antes de preguntar—. ¿Qué sentido tiene que por un lado venga la Virgen y por otro lado esas personas desconocidas? A lo mejor la Virgen era la representante del bien y los otros no fuesen tan buenos y hubiese una lucha por llevarse su alma. —Tras una nueva pausa, me miró a los ojos y afirmó con los labios apretados, lo que hizo que sonase como un susurro—. Es que ellos decían que se la iban a llevar, que la iban a acompañar, que estarían con ella unos desconocidos, ¿me entiendes?
Necesitó unos segundos para recuperar la serenidad.
—Sí, te puedo entender. ¿Y tu madre cómo se encontraba? ¿Estaba nerviosa?
—Mi madre, al principio, al ver a esas personas desconocidas, estaba algo inquieta, luego se le fue pasando y no parecía asustada. Pero yo tenía que echar a los que querían llevarse a mi madre. Ella veía a la Virgen y le rezaba. No se iría con esas personas desconocidas, por lo menos yo haría todo lo posible para que así fuera.
—¿Y qué hiciste?
Pensé en lo que Jesús me dijo al inicio, aquello se iba convirtiendo en una batalla.
—Se lo conté al párroco, don Atanasio, amigo de la familia. Me dijo que iría a casa a darle los santos óleos. Le pedí también que trajese agua bendita para purificar el dormitorio. El buen hombre la trajo a regañadientes diciéndome que no era necesaria. Que allí no había ni demonios ni malos espíritus. Lo que mi madre necesitaba era asistencia espiritual, paz y tranquilidad.
—¿Recibió la extremaunción?
—Sí, al día siguiente vino don Atanasio. Estuvo hablando en privado con mi madre y le dio la extremaunción. Cuando se iba le pedí el agua bendita y me dio una pequeña botella de muy mala gana. Me dijo que unas cuantas gotas eran suficientes y que no me excediese porque en mi casa no había nada que temer.
—¿Y qué pasó? —pregunté con interés.
—En los dos o tres últimos días esos desconocidos acudieron en varias ocasiones. Cuando ella señalaba a la pared para decir: «Ahí están, Jesús, otra vez han venido esas personas», o simplemente se quedaba mirando fijamente a ese punto de la pared, yo tomaba la pequeña botella que don Atanasio me había dejado y comenzaba a esparcir con la mano un poco del agua bendita en la zona que ella señalaba o la zona que miraba con fijeza. Luego le preguntaba: «Mamá, ¿se han ido ya?». Pero ella negaba con la cabeza. Finalmente, mi madre pasaba más tiempo dormida que despierta.
—¿Siguió viendo a esas personas desconocidas?
Tal vez la madre comenzó a callarse al observar la reacción tan combativa de su hijo.
¿Por qué Jesús pensó que eran seres malignos los que venían a por su madre? Su madre nunca dijo que lo fueran, ¿o era que no deseaba que su madre muriese y quería ahuyentar a aquellos que decían haber venido a por ella? Podía adivinar el sufrimiento de Jesús y el de su madre en esos días. Ambos luchando por seguir unidos. Jesús para que su madre no lo abandonase y ella deseando no causar dolor a su hijo.
—Siguió viendo a esos desconocidos y yo no sabía cómo echarlos de allí. Les gritaba amenazas e insultos, y les decía que se marchasen y la dejasen en paz, que no se la iban a llevar. —Se detuvo y se quitó las gafas dejándolas en la mesa y pude apreciar sus ojos enrojecidos—. Ella me rogaba que no hiciese nada, que los dejase porque no le iban a hacer daño.
—Tu madre no estaba inquieta o intranquila con esas visitas —le dije acercándole el dispensador de servilletas—. Puede que estuviera más tranquila que tú.
—Lo que sé es que yo estaba fuera de mí. No dejaba de pensar en esas personas desconocidas que decían haber venido a por ella. Le daba vueltas a la cabeza pensando en cómo ahuyentarlos —desvió la mirada para continuar—, incluso puse dos cuchillos cruzados como una cruz debajo de su almohada, como una especie de exorcismo para que no se acercasen a ella. Durante esos días estuve batallando con unos seres que ni siquiera veía, luchando con armas inútiles contra los del otro lado. ¡Ignorante de mí! —se lamentó—, hasta hoy no he sabido que tener visiones de personas desconocidas es algo habitual en el tránsito. Me he enterado al escuchar tu conferencia.
Jesús se dio cuenta de que no eran seres malignos, sino visitas propias del tránsito y del proceso natural de morir. Le tranquilizó saber que no hubo ninguna lucha por el alma de su madre entre el bien y el mal. Que no había entidades buenas y malas librando una batalla y que la que él emprendió fue debida a su desconocimiento.
Me despedí, y al darle la mano la noté cálida; quizás el haber podido hablar de lo sucedido conmigo y obtener alguna explicación le proporcionó cierta paz.
De vuelta a casa, mientras conducía, pensaba que no conozco estudios en donde se hayan grabado los últimos días u horas de los enfermos terminales. Quizás porque no están en condiciones de dar su consentimiento para ser grabados, quizás por ese desinterés científico que rodea la perimuerte, como si ya no hubiese nada interesante que estudiar ni explorar porque, de hacerlo, ¿para qué serviría si no alargaba la vida del paciente? O quizás porque la muerte es el gran tabú de nuestra sociedad y negarla es una de las formas de defenderse de ella y una desafortunada manera de afrontarla.
Creo que obtener grabaciones de vídeo de esos últimos momentos nos podrían dar bastante información acerca del lenguaje tanto verbal como no verbal; los gestos en el rostro, las miradas fijas en algún punto, las últimas palabras, aunque sean balbuceadas, nos permitirían acercarnos al proceso de morir de una manera objetiva, realista y científica.
¿Obtendríamos respuestas? Eso no lo podemos saber a priori, pero seguramente nos podríamos acercar con más rigor a un proceso que, posiblemente, esté sujeto a una serie de patrones que se repiten, y que conocerlos podría servir de ayuda y de guía, para comprender mejor el proceso de morir y poder asistir mejor a las personas en su último viaje, y a nosotros mismos cuando nos llegue el momento.
.5. LOS PIES DE LA CAMA
Una de las localizaciones preferidas por las visitas de dormitorio son los pies o los lados de la cama.
El médico de cabecera visita a domicilio cuando el paciente, por problemas de movilidad, no puede acudir a la consulta.
ROQUE Y LOS HOMBRES DE BLANCO
Roque era un hombre de unos sesenta años que se jubiló prematuramente por su grave enfermedad: enfisema pulmonar.
Esto produce dificultades a la hora de respirar y oxigenar la sangre, por lo que necesitaba estar conectado a la bombona de oxígeno prácticamente todo el día.
Cuando lo conocí, la enfermedad estaba en fase inicial y casi no tenía síntomas. Acudía a la consulta con una cuartilla manuscrita que desplegaba en la mesa tras un cordial y educado saludo. En ella anotaba cuidadosamente las preguntas y los motivos por los que había solicitado la cita. Cuando los comentaba conmigo también anotaba aquellas respuestas que consideraba interesantes y deseaba recordar más tarde en casa.
Conforme empeoraba su situación, las visitas se iban espaciando en el tiempo hasta que no pudo salir del domicilio por tener que transportar la bombona de oxígeno portátil, lo que le provocaba un gran cansancio e incomodidad.
Una tarde, cuando ya estábamos cerrando el centro de salud, entró su mujer para pedirme que fuese a visitar a Roque al día siguiente. No parecía urgente, pero se había acatarrado y por su situación pulmonar me consultó para una valoración médica.
A la mañana siguiente fui a visitarlo y lo encontré en el salón, sentado y con las gafas nasales puestas.
Al verme intentó levantarse a pesar de que no podía hacerlo sin ayuda.
—Está bien, Roque, no hace falta que te levantes. —Le hice un ademán con la mano mientras me sentaba en una silla cercana.
Tras un cordial saludo, Roque procedió a contarme sus síntomas. Me los explicaba con minuciosidad, no quería que se le olvidara nada. A pesar de no tener fiebre, él tenía la sensación de que quizás pronto podría tenerla y deseaba mi opinión médica.
Dentro de mi exploración utilicé el pulsioxímetro, un aparato, a modo de pinza, que se sitúa en la última falange de cualquier dedo y que permite determinar el porcentaje de saturación de oxígeno. Esta estaba en torno al 97 %, una cifra muy aceptable dentro de lo normal.
La visita continuó sin mayores hallazgos, pero cuando iba a marcharme, Roque me tomó de la mano y le dijo a su mujer, que había permanecido sentada en silencio, que nos dejara a solas. Su mujer abandonó el salón diciendo:
—Ya sé lo que le va a contar, doctora, ese ha sido el verdadero motivo de llamarla.
Cuando nos quedamos a solas, lo miré y le dije:
—No te encuentro muy mal y la saturación de oxígeno está bien.
Roque, llevándose el dedo índice a la boca, me instó a que guardara silencio. Sonreía levemente y me detuve.
—Sé que estoy muy enfermo, doctora —comenzó a decir lentamente—. Nos conocemos desde hace tiempo y no sé cuánto me queda, pero me da la impresión de que no es mucho.
Sus ojos se humedecieron y vagaron por la habitación.
—Roque, sé que estás enfermo, pero no veo un desenlace inminente —le dije con sinceridad.
—Sé por qué lo digo, doctora. —Apoyó con lentitud la cabeza en el respaldo del sillón y entrecerró los ojos sin dejar de mirarme.
—¿Y por qué lo dices? Todavía nos queda mucho tiempo para seguir viéndonos. —Guardé silencio cuando comprobé que Roque miraba vagamente a su alrededor. Me sonrió levemente antes de decir:
—Tampoco me encuentro peor que otros días, pero sé que es así, que me voy a ir pronto. —Inspiró más profundo a través de sus gafas nasales.
—Bueno, Roque —le dije dándole unas palmaditas en la mano—, todos sabemos que hay días en los que se puede estar más pesimista que otros y es normal que uno pierda la paciencia cuando…
—Me lo han dicho. —Me interrumpió bruscamente, y me miró abriendo los ojos mientras asentía.
—¡Ah! —dije cambiando mi discurso—. Entonces has estado en el especialista y te ha dicho alguna cosa que te ha preocupado.
Pensé que quizás le hubieran referido algo inquietante sobre el avance de su enfermedad en el servicio de neumología del hospital, adonde acudía cada tres meses para sus revisiones.
Roque me hizo un gesto con la mano, moviéndola de izquierda a derecha.
—No doctora, no ha sido el especialista.
Observé sus pequeños ojos humedecidos e inclinados hacia abajo. Las comisuras de su boca trataban inútilmente de sonreír.
—Me ha sucedido algo y por eso te he llamado. Has sido mi médico durante muchos años. Recuerdo cuando iba a tu consulta, cuando la enfermedad me dejaba vivir mejor que ahora —me señaló la bombona de oxígeno levantando un poco el brazo— y hablábamos de mis dudas sobre el futuro, sobre cómo se iba a desarrollar la enfermedad.
Yo también recordaba nuestras charlas, la mayoría de ellas aclaratorias de los puntos que traía anotados. Poco a poco, Roque había comprendido que, en ocasiones, no había respuesta para satisfacer todas sus dudas. Había sido un largo y duro camino tratando de mantenerle la mejor calidad de vida.
—¿Quieres contarme lo que te ha sucedido? —le dije observando que nuevamente colocaba la cabeza en el respaldo del sillón de forma lenta y pesada.
Yo no había dado por terminada la conversación y no teníamos mucho tiempo antes de que el cansancio le obligase a dormir un poco. Abrió los ojos sin despegar la cabeza del respaldo y mirándome me dijo:
—A lo mejor no me crees. Mi mujer dice que no hable de estas cosas porque me voy a poner peor. No sé por qué me iba a poner peor de lo que ya estoy. —Un amago de sonrisa apareció en su boca—. Pero yo sé lo que veo. —Bajó los ojos un instante hacia sus resecas manos—. Verás, hace unos días que me viene ocurriendo cuando me acuesto. —Se detuvo y alzó los ojos hacia los míos.
—¿Qué te sucede cuando te acuestas? —le pregunté escuchando con atención y asintiendo con la cabeza.
Roque necesitaba tiempo, no sabía bien si por lo que me quería contar o por el cansancio que ya acusaba. Posiblemente por ambos motivos.
—Cuando me acuesto no me duermo enseguida —comenzó lentamente—, pero desde hace unas noches… veo, veo a dos hombres a los pies de la cama. —Señaló con el brazo hacia delante, como si estuviese viendo los pies de la cama.
—Cuando te acuestas, ¿sigues con el oxígeno? —quise saber.
Roque no presentaba ningún síntoma de confusión o desorientación en la conversación que manteníamos. Me hablaba de forma coherente y los valores de oxígeno eran correctos, pero quizás al acostarse dejase de usar las gafas nasales y no le llegase suficiente oxígeno al cerebro y eso provocase alucinaciones.
—Las gafas nasales las llevo siempre. Necesito el oxígeno todo el día, además de dos almohadas para estar incorporado en la cama. Sin eso no puedo dormir.
Ante la posibilidad de que me estuviese hablando de visitas de dormitorio propias de las experiencias previas a la muerte, decidí seguir preguntándole. Según mi experiencia los enfermos están dispuestos a hablar si encuentran a alguien que preste atención a lo que cuentan.
—Háblame de esos hombres que ves por la noche. ¿Los conoces? ¿Sabes quiénes son?
—No, no sé quiénes son. No los había visto nunca, pero están ahí durante un rato y luego se van.
—¿Y cómo van vestidos? —dije inclinándome hacia él.
—No estoy seguro de si llevan ropa blanca o es una especie de iluminación o halo alrededor de ellos lo que les da ese aspecto blanco. —Se detuvo un instante para inspirar con profundidad—. Me han dicho «algo» —dijo mirándome brevemente a los ojos.
—¿Te han hablado?
—Sí —reflexionó un instante arrugando el ceño—. Más bien es un mensaje que suena en mi cabeza. No mueven los labios, pero yo lo escucho. Uno habla y el otro está acompañando.
—¿Y qué te dice el que «habla»?
Los mensajes suelen tener un componente espiritual que puede consolar, acelerar el proceso de aceptación, advertir e informar.
—Siempre me dice lo mismo. Es un único mensaje. Me dice: «Roque, es tu hora».
Un escalofrío me recorrió la espalda, porque la comunicación —por parte de seres del otro lado— de la proximidad de la muerte, a pesar de ser el objeto de estudio de este libro, es algo que me sigue impresionando y siempre lo hará.
—¿Y dices que llevas unos días viéndolos? —pude decir finalmente—. ¿Te asusta? —pregunté a sabiendas de que, por el rostro tranquilo de Roque, la respuesta sería negativa.
—No me asusta. Han venido a avisarme. Por eso he querido verla. —Me sonrió levemente antes de apoyar la cabeza en el respaldo del sillón y cerrar los ojos.
El cansancio finalmente le venció.
Las visiones de hombres de blanco o de ancianos de blanco son bastante usuales, así como los mensajes informando de que el momento de partir ha llegado utilizando frases como «Es tu hora» o «Dice/n que vienen a por mí», con el fin de informar que ha llegado el momento de partir.
Le tomé la mano y Roque abrió lentamente los ojos; se la apreté mientras le decía sonriendo:
—Está bien, Roque, está bien —le dije dándole un beso para irme.
Cuando estaba en la puerta del salón me volví para decirle adiós con la mano; continuaba mirándome y sonrió cuando levantó también la suya.
¿Recibió Roque esa información para poder despedirse de aquellos a los que tenía afecto? ¿Quizás para dejar atados algunos cabos? Sea como fuere, a Roque se le veía tranquilo y sereno.
Al cabo de unos días llamé a su casa para saber cómo estaba. Su mujer me informó de que había fallecido de una manera suave y que sabía que se había despedido de mí y de otros, no muchos, a los que fue llamando durante esos días.
Roque había hecho su tránsito tras despedirse de unos cuantos elegidos, entre los cuales tuve el honor de encontrarme. Lo pudo hacer gracias a la información privilegiada que, en la intimidad de su dormitorio, recibió de unos seres vestidos de blanco que lo visitaron a los pies de la cama.
EL PADRE DE GUILLERMINA
Conocí a Guillermina a través de Marta, una compañera de promoción. Un día, Marta nos invitó a cenar a las dos. Mientras ella cocinaba, Guillermina y yo mantuvimos una conversación muy interesante. En un momento de la misma le comenté la investigación que estaba realizando acerca de lo que ocurre unas horas o días antes de fallecer, y de la descripción del proceso.
Esta conversación provocó que Guillermina recordara los tránsitos de su padre y de su madre. También me contó lo ocurrido con su hermano. La única condición que me puso para que lo pudiera compartir y publicar fue que los nombres no fuesen reales, cosa que he respetado y todos los nombres aquí citados son ficticios.
Guillermina es la mayor de los hermanos y cuidó de sus padres cuando comenzaron a necesitarlo. El padre, Rafael, falleció hace años de cáncer de colon.
—Cuando mi padre ya estaba muy enfermo le dábamos un Lexatin 1,5 como inductor del sueño por recomendación de su médico —comenzó Guillermina—. Realizábamos cada noche un pequeño ritual tras la cena. Primero le daba sus medicinas, luego caminábamos despacio por la larga terraza-galería hasta su dormitorio y, tras acostarlo, le llevaba a mi nieto de siete meses a la cama porque le encantaba jugar con él un rato antes de dormir; finalmente, besaba al niño repetidamente y le dábamos las buenas noches. Esa noche, la última, fue distinta, pero no me di cuenta en ese momento; no me di cuenta. Lo he recordado muchas veces, pero ya no se puede volver atrás.
—A veces juzgamos situaciones pasadas con la información de la que disponemos en el momento presente. No parece muy justo, pero lo hacemos y, al hacerlo, sufrimos —reflexioné en voz alta.
—La última noche —continuó asintiendo— no quiso tomarse el Lexatin que le tenía preparado y me dijo: «Ya no voy a tomar nada más». Cuando llevaba a mi padre a su dormitorio nos tuvimos que detener en varias ocasiones, lo que no era normal, y mi padre repetía: «Ya no puedo más». Quizás el mensaje era más profundo, aunque yo no lo supe detectar. Cuando por fin llegamos al dormitorio y lo acosté, me dijo: «No me traigas a Javi, no quiero jugar con él»; aun así, le llevé a mi nieto y se lo acerqué para que lo besara. Eso lo hice bien, porque se pudo despedir de su bisnieto. Le di las buenas noches y salí de la habitación. A la mañana siguiente, no pudimos despertarlo, estaba en coma y sobre las once de la mañana falleció.
—Se fue en un sueño.
—Creo que se durmió y ya no despertó —dijo afirmando con la cabeza—. Ahora tocaba avisar a la familia y organizar el funeral. Primero fui llamando a mis hermanos. Pero, al llamar a Adolfo, uno de los más pequeños, me dijo: «No sé si voy a poder ir, porque me duele la cabeza». Me quedé atónita y, aunque no le dije nada, me enfadé al escuchar su contestación. —Negó con la cabeza varias veces deteniéndose un momento—. El resto de mis hermanos vinieron enseguida y comenzamos los trámites burocráticos pertinentes. Sobre las tres de la tarde llegó Adolfo con una mano apretándose la frente quejándose de lo mucho que le dolía. Pero no eran momentos para ocuparse de él; alguien le ofreció un analgésico mientras los demás estábamos enfrascados en temas como la funeraria y en terminar de avisar a todos los familiares y allegados.
—Sí, es un trabajo que hay que hacer en esos momentos.
—En nuestro caso —continuó echándose hacia atrás en la silla y entrecerrando algo los ojos—, hubo algo más de estrés que añadir. Mi hermano Adolfo iba empeorando por minutos. El dolor de cabeza se le hizo insoportable y, en medio de los preparativos del funeral por mi padre, tuvimos finalmente que avisar al médico y este solicitó una ambulancia de inmediato.
—Es curioso cómo, en ocasiones, se juntan varios acontecimientos graves y vamos reaccionando casi sin darnos cuenta a situaciones realmente estresantes y difíciles. Somos más fuertes de lo que imaginamos.
—Aquella tarde —continuó Guillermina asintiendo con lentitud— dos coches se acompañaron mutuamente durante varios kilómetros. Uno llevaba a mi padre al cementerio y el otro, una ambulancia, llevaba a mi hermano al hospital. Todos pasamos esa noche en el tanatorio y, a la mañana siguiente, acabado el funeral, cuando nos íbamos para casa, recibí una llamada de mi primo, cirujano en el hospital donde estaba ingresado mi hermano que me alarmó: «Guillermina, vente para acá que lo de tu hermano es muy grave. Tal vez definitivo. Ven para que tu cuñada no se encuentre sola cuando le demos la noticia». Recuerdo que me tuve que sentar. Estaba en shock. Di la noticia a mis hermanos como pude y nos repartimos: unos fuimos al hospital y otros, sin decirle nada a mi madre, la acompañaron a su casa y se quedaron cuidándola. No era el momento de darle otra mala noticia a la pobre. Ahora me pregunto si hicimos bien.
—Entonces tu hermano tenía una enfermedad muy grave.
—Un tumor cerebral. Le diagnosticaron un astrocitoma. Cuando llegué al hospital, busqué a mi cuñada y esperamos al neurocirujano para que nos informara. Nos dijo que a mi hermano quizás le quedasen 48 horas de vida. Se podían dar antiinflamatorios potentes e intentar la cirugía, aunque nos insistió en que era muy probable que muriese durante la misma. Mi hermano deseó estar informado en todo momento. Tenía cincuenta años, una esposa de cuarenta y cuatro y una hija de seis. Una gran tragedia para todos. —Se detuvo para tomar un sorbo de agua.
—Estoy viviendo contigo lo que me cuentas y me siento cada vez más triste.
Guillermina me sonrió levemente y, haciéndome un gesto con la mano para que esperase, continuó:
—Al día siguiente, cuando fui a visitar a mi hermano, me dijo: «Ya he hablado con el médico y me lo ha explicado todo. Quiero que me operen». Le pregunté si el médico le había hablado sobre los riesgos de la operación y me contestó: «Quédate tranquila, no me voy a morir. Anoche vino papá a verme. Estaba ahí mismo, donde tú estás ahora. —Yo estaba situada a los pies de la cama—. Me tocó el pie y estuvimos hablando un buen rato. Me dijo que no me preocupase por la cirugía y que incluso podría preparar a mi hija para la Primera Comunión». Los ojos de mi hermano se enrojecieron y la emoción le impidió seguir hablando durante unos momentos: «Ya sabes, Guillermina, la ilusión que me hace que mi niña haga la Primera Comunión en la parroquia donde la hicimos todos, y yo la voy a preparar. Voy a ser su catequista».
A todos les pareció que no era mi hermano el que hablaba, sino el tumor cerebral. Pero yo le creí. Había una parte dentro de mí que me decía que aquello era cierto, aunque mi parte racional me dijese que todo era fruto del delirio de un enfermo.
—Sí, entiendo lo que quieres decir.
—El día de la operación, cuando se lo llevaban para el quirófano, mi hermano me tomó del brazo y me dijo sereno y sonriente: «Acuérdate, Guillermina, de lo que me dijo papá. No me voy a morir».
—¿Y qué sucedió?
—No solo sobrevivió a la operación, sino que vivió veinte meses más. A pesar de tener un tumor en el cerebro, nunca perdió la lucidez y era consciente de lo que le pasaba. Durante esos meses tuvo tiempo de escribir un diario y su biografía. Nunca lo vi desfallecer. Habló conmigo de momentos dolorosos de su vida. Otras veces, se preguntaba si había actuado bien en esta o aquella ocasión. Otras se cuestionaba su actuación con conocidos, amigos o familia. Así se pasó un tiempo. Haciendo balance de su vida. Al final comenzó a agradecer todos los momentos vividos, los buenos y los malos. Dejó de cuestionarse a sí mismo y de preguntarse si lo había hecho bien o mal. Hizo lo que pudo y lo que supo en cada momento. También me dijo que mi padre había ido en otras ocasiones, pero no me quiso dar más detalles. Pensé que hablarían sobre temas que no me concernían y no insistí en preguntar. Lo que sí pudo, como le había dicho mi padre, fue preparar a mi sobrina para su Comunión. Falleció unos días antes de la celebración. No pudo asistir a la Comunión de su hija, pero sí pudo prepararla, como le había dicho mi padre —comentó cabizbaja.
Adolfo había estado realizando su revisión vital mientras atravesaba las fases del duelo hasta que llegó a la última, la aceptación, cuando comenzó a agradecer todo lo que le había sucedido, los buenos y los malos momentos, y cuando aceptó las decisiones que había tomado dejando de cuestionarse.
Yo seguí meditando sobre la visita del padre a su hijo el día antes de la cirugía. La muerte de Adolfo se creía inminente, pero el padre acudió a visitarlo, escasamente horas después de haber fallecido, con doble mensaje: saldría vivo de la cirugía y podría preparar a su hija para la Primera Comunión.
¿Le comunicó su padre el tiempo que le quedaba de vida al informarle que podría preparar a su hija para la Primera Comunión? No le dijo que vería a su hija hacer la Comunión, sino que podría prepararla. Parece una información muy precisa.
—¿Por qué crees que tu hermano vio a tu padre en el hospital? —le pregunté inclinándome hacia ella.
Me interesa mucho averiguar lo que sienten y piensan los testigos acerca de estas visitas. Para mí también son destinatarios y beneficiarios de ellas; son los destinatarios secundarios. El destinatario principal es el enfermo, pero las visitas y los mensajes también tienen efecto sobre aquellos con los que se ha compartido el mensaje.
—Mi padre —dijo lentamente— creo que quiso transmitirle a mi hermano un mensaje de esperanza, pero, a la vez, quería que todos estuviésemos tranquilos ante la operación a la que se iba a someter. También creo que nos informó del plazo, máximo o mínimo, según se mire, que tendríamos para estar con él. Ese plazo era la Comunión de mi sobrina. Estas conclusiones las fui sacando poco a poco, con el tiempo, al reflexionar sobre lo que había pasado con mi hermano y las visitas de mi padre.
El padre de Guillermina transmitió un mensaje que se descubrió veraz con el tiempo. Cuando se escuchan este tipo de mensajes hay algo en nuestro interior que nos hace creerlos. Pero nos podríamos preguntar si todo ha sido producto de la imaginación y la casualidad.
¿Quién hablaba y daba el mensaje?, ¿un cerebro enfermo o el espíritu del padre recién fallecido? Cuando se está en forma de espíritu, ¿se puede conocer el futuro de los que aún están en este plano? ¿O solo conocen algunas cuestiones como la fecha en la que van a fallecer? ¿O tal vez solo algunas cosas nada más? Y si fuese así, ¿estarían autorizados los del otro lado a desvelar el futuro a los que aquí se quedan? ¿En qué ocasiones? ¿Por qué o para qué le fue revelada toda esta información a Adolfo y, por ende, a su familia a través de él?
Tal vez el miedo a la muerte que le tuvo que producir su grave diagnóstico se vio minimizado cuando comprobó que su padre, recién fallecido, continuaba «vivo» de alguna manera, y muestra de ello era la información veraz que le proporcionó.
Mi experiencia es que las visitas y sus mensajes aportan paz y tranquilidad, no solo a los protagonistas o destinatarios primarios, sino a los testigos a los que se les habla acerca de las visitas, que también se sienten reconfortados al pensar que la muerte es un cambio de plano.
La tristeza por la pérdida también disminuye si creemos que nuestro ser querido se encuentra en otra dimensión y en contacto, de alguna manera, con los que quedaron aquí.
Sucedió todo como el padre predijo. ¿Sería esto una prueba de que la muerte no existe y de que la consciencia sobrevive? ¿Sería una evidencia de que en el otro lado sabemos cosas que no se saben en este?
A Guillermina no le cabe duda de que toda la familia se benefició de la visita del padre a su hermano, ya que comenzaron a creer que el padre seguía vivo y que desde ese otro plano seguía cuidando de su hijo enfermo.
NO ME QUIERO MORIR
Cuando terminó de hablarme de su hermano, compartimos un aperitivo en el que hablamos de otras cosas antes de que comenzase a contarme el tránsito de su madre.
—Mi madre falleció varios meses después de que lo hiciese mi hermano. En su caso no sé si lo hicimos bien porque su temor a la muerte se acrecentó.
—¿Y cómo fue eso?
—Mi madre era una mujer muy fuerte que tuvo que criar y educar a once hijos. Por eso, cuando mis hermanos decidieron no decirle nada acerca de la grave enfermedad de Adolfo, yo no estuve de acuerdo, aunque respeté el pacto de silencio. Pensaron que así la estaban protegiendo del dolor de la pérdida.
—El pacto de silencio es muy frecuente. Pero quizás se esté tomando una decisión sin saber qué es realmente lo que esa persona desea, quiere o necesita saber. Se da por supuesto que la persona es muy frágil y que no podrá soportar saber la verdad.
—En el caso de mi madre se decidió no decirle nada. Ahora creo que fue peor. Cuando ella preguntaba por qué Adolfo no iba a visitarla, le contaban cualquier excusa en vez de decirle la verdad. Mi hermano no iba a visitarla porque estaba muy enfermo y débil para poder acercarse a verla. Creo que ese ambiente receloso hizo que mi madre se fuese atemorizando cada día más. Ella estaba más o menos bien, y decidí, a espaldas de todos, llevarla a casa de mi hermano. Mi hermano pudo por fin tener una preciosa y emocionante conversación con ella acerca del dolor y la realidad. Pero, cuando bajamos en el ascensor, para mi sorpresa, mi madre me dijo: «Esta conversación no ha sucedido». No pude entenderlo y, aunque intenté hablar con ella, fue imposible.
El pacto de silencio. Nadie quiere dañar a nadie. Me pregunto si esos pactos de silencio no serán por la incapacidad de hablar abiertamente de la enfermedad y de la muerte como parte natural de la vida. Quizás, cuando no se ha reflexionado sobre el tema, nos asuste hablar de aquello sobre lo que no hemos pensado. Y esto aumenta el miedo. Es una situación con la que me encuentro muy a menudo. La parte que desea proteger al otro del dolor lo hace negando la situación. Me pregunto si no es el temor que nos produce nuestra propia muerte y que queremos silenciar lo que subyace en el fondo del pacto de silencio.
—Los últimos tres meses de mi madre los pasó ingresada en el hospital, entre reanimación y reanimación. Te puede parecer cruel lo que te voy a decir: no la dejaban morirse. Pero las últimas horas fueron horribles. Estaba inquieta y muy agitada. Finalmente dio un grito terrible y dijo: «¡No me quiero morir!». Los que estábamos allí nos quedamos paralizados y horrorizados sin poder hacer nada. Estaba luchando frente a lo inevitable y aquel grito desgarrador —dejó que las palabras se diluyeran en un breve silencio— fue horrible.
Permanecí callada imaginando la impactante escena. Podía sentir el dolor de Guillermina, impotente frente a esa negativa rotunda transformada en un grito en plena batalla contra lo que no se puede vencer. Un sufrimiento inútil, tanto para la protagonista como para los testigos, en los últimos instantes de la vida.
—Tuvo que ser muy duro —logré decir.
Guillermina me miró a los ojos asintiendo y continuó:
—Un poco después de ese grito terrible, mi madre miró a los pies de la cama, a su lado izquierdo, al mismo sitio en el que mi hermano Adolfo veía a mi padre. Quedó muda por un momento y su rostro cambió, se relajó y extendió los brazos hacia esa zona diciendo: «¡Rafael, Rafael!». Y expiró con una sonrisa. Rafael era el nombre de mi padre. No me cabe duda de que realmente lo vio y de que él mismo vino a ayudarla, si no, no me explico ese drástico cambio de actitud de mi madre. La verdad es que eso nos ayudó a todos y sentimos un gran alivio cuando mi madre se marchó al otro lado sin inquietud ni agitación. Imagino que acompañada de mi padre. Ese cambio de mi madre en el último momento marcó la diferencia. Si no hubiese sido así, tendría la preocupación de no saber si mi madre se encontraba tranquila en el otro lado o seguiría sin aceptar su muerte. Dicen que quien pasa al otro lado con algún tipo de intranquilidad vaga por el purgatorio.
Como ya he apuntado en otras ocasiones, una de las funciones principales de las visitas es aportar tranquilidad y acompañamiento en el tránsito. Con este caso, pensé que nunca es tarde, que siempre hay una esperanza que hace que, abandonando la lucha, nos dejemos ir de la mano de aquellos que han venido a por nosotros. Tal vez el miedo nuble la consciencia en el momento del tránsito y no podamos ver nada presos del mismo. Quizás el marido, Rafael, siempre estuvo esperando a los pies de la cama para poder ser visto por su esposa, que, agitada e inquieta, no tenía la claridad emocional para poder hacerlo. Tal vez solo cuando se ha aceptado en el fondo de nuestro ser que ha llegado el momento de partir es cuando aparecen los compañeros de viaje, que han estado aguardando hasta que dimos nuestro permiso para marcharnos. Y si fuese así, ¿ocurriría que cuando se comienzan a ver las visitas del otro lado es porque la decisión sobre nuestra marcha ya está tomada?
¿Estaba el padre de Guillermina en la habitación del hospital todo el tiempo que su esposa estuvo enferma esperando a que su mujer pudiese percibir su presencia, o acudió en ese último y desgarrador instante para poner fin al sufrimiento de su mujer?
Creo que cuando la madre de Guillermina logró verbalizar a través de su grito la causa de su lucha e intranquilidad en ese «¡no me quiero morir!» fue cuando empezó a rendirse aceptando la situación.
El padre de Guillermina se movió entre planos guiado por el amor y el cuidado de su familia. Primero atendió a su hijo acompañándolo en su enfermedad desde el momento en el que le fue diagnosticada, luego visitó a su esposa y la ayudó en el último instante de su vida, de tal manera que su partida fue en paz. Pero también ayudó a Guillermina, a la que infundió esperanza primero ante la cirugía de su hermano, y luego al aparecer al final del atormentado tránsito de su madre tornándolo en corto tiempo en una sonrisa que le permitió dejarse ir.
Cuando los familiares son testigos de una salida de este plano llena de desasosiego, inquietud y aprensión, no solo aparece o aumenta el miedo hacia la propia muerte —que se pueden imaginar igual de horrible—, sino que aparece preocupación pensando que el ser querido pueda mantener en el otro lado ese grado de inquietud y tormento.
Los pies de la cama, ubicación típica de las visitas, vuelven a aparecer como patrón. A Guillermina le pareció interesante apostillar que su padre estaba situado en el lado izquierdo de los pies de la cama, tanto de su hermano como de su madre. Y, aunque a su madre nunca le hablaron de la visita que su marido realizó a su hijo en el hospital antes de que lo operaran, la posición que ocupó Rafael fue la misma en ambos casos. ¿Casualidad? Para Guillermina fue un dato más acerca de la veracidad de la presencia de su padre, que ocupó el mismo lugar en las dos ocasiones.
Ningún hermano más por el momento ha fallecido en la familia de Guillermina. ¿Estará su padre presente en alguno o en el resto de los tránsitos de los hijos que siguen en este plano? Y si estuviese con ellos, ¿se situará a los pies de la cama como hiciera con su hijo Adolfo y con su mujer?
.6. LOS CIEGOS PUEDEN VER
A veces, las visitas del otro lado son personas fallecidas con las que el enfermo no tenía lazos afectivos estrechos, o puede que hiciese mucho tiempo que no se acordase de ellas y muestra extrañeza cuando comienza a ser visitado.
Por eso, el deseo de que un ser fallecido esté a su lado en los momentos previos a su propia muerte no parece ser suficiente para que surja la visión. El hecho de que muestren extrañeza y asombro por lo que están viendo podría hacernos sospechar que son los del «otro lado» los que toman la iniciativa de aproximarse al enfermo.
El siguiente caso es interesante por varios motivos, uno de ellos es el asombro o extrañeza que refiere la paciente cuando se percata de quién es el que ha venido del otro lado a visitarla. Otro motivo es la ceguera de la paciente, que no le impidió tener una visión nítida del otro lado.
Jennifer, argentina de nacimiento, había terminado medicina de familia hacía dos años. Llamaba la atención no solo por su acento porteño, sino también por su largo cabello negro, su piel morena y sus ojos rasgados, que solía ocultar en la calle tras unas enormes gafas de sol.
En una ocasión fuimos juntas a un domicilio a visitar a una anciana diabética que había comenzado con tos y asfixia. De vuelta al centro de salud, caminando por una de las calles estrechas que tanto se aprecian cuando hace calor, me dijo:
—Mi abuela era diabética. La miré de reojo.
—¿Es que murió? —le pregunté, y se apartó un poco para subirse a la acera.
—Sí, en Argentina, antes de que nos viniésemos a España. Vivía en mi casa desde que se había quedado ciega.
La escuché respirar algo agitada. Iba moviendo la cabeza como quitándose el pelo de la cara. Se detuvo un momento. Estaba pálida. Me paré y le tomé las manos, estaban frías y sudorosas.
—¿Te encuentras bien, Jennifer? ¿Quieres que nos sentemos un momento?
Le indiqué con la mano un pequeño parque que se abría a nuestra derecha y nos dirigimos a un banco situado al pie de un frondoso árbol. Jennifer sacó un botellín de agua de su enorme bolso y bebió con avidez.
—Yo estuve con mi abuela los últimos días de su vida. Estábamos muy unidas. Mis padres trabajaban y pasábamos mucho tiempo juntas. —Me sonrió—. Cada vez que veo a una anciana diabética me acuerdo de ella. La echo mucho de menos.
—Es una suerte que llegases a conocer y convivir con tu abuela.
Me miró asintiendo y su rostro comenzó a recobrar algo del color perdido.
—¿Te puedo comentar el caso de mi abuela? Te he oído decir en el desayuno que estás interesada en lo que les sucede a las personas en el tránsito. A mi abuela le sucedió algo cuando estaba muy enferma que me parece interesante.
—Claro, cuéntame.
Se retiró el pelo detrás de las orejas antes de comenzar.
—Ya estaba muy enferma, como te he dicho, y una mañana entré en su dormitorio y la toqué para que se despertara. Se sentó en la cama y fue abriendo los ojos, aunque ya no veía nada. Era un acto reflejo. Ese día mi abuela miró en dirección a la puerta de la habitación, que se había quedado abierta, y alzando muchísimo la voz, algo impropio de ella, gritó: «Josefa, Josefa, ¿qué hacés acá?». Me asusté por el grito y por lo que decía que estaba «viendo».
—¿Quién era Josefa?
—Josefa era su hermana, que había fallecido en España muchos años antes. Mi abuela emigró a Argentina hacía setenta años y nunca más se volvieron a ver.
—Tu abuela decía que veía a su hermana fallecida a la que, además, no había visto desde hacía setenta años —dije despacio y asintiendo.
—Sí. Cuando mi abuela volvió la cabeza hacia mí, pude comprobar que su mirada estaba vacía; seguía estando ciega, pero me dijo con cara de sorpresa: «¡Mi hermana Josefa está acá!», mientras señalaba la puerta del dormitorio.
—Creo que tu abuela estaba teniendo una visita de dormitorio.
—¿Qué querés decir? ¿Qué es una visita de dormitorio?
Escuchar acerca de la perimuerte puede hacer que las personas se pongan a la defensiva y, cuando son médicos, puede aparecer la sensación de estar hablando de temas que no tienen cabida en el mundo científico propiamente dicho, que rayan en lo paranormal y esotérico o en lo patológico: o son supersticiones o son alucinaciones. Las primeras no tienen valor ni utilidad alguna y en las segundas hay que administrar medicación.
—Cuando las personas están próximas a morir —dije escogiendo las palabras cuidadosamente—, pueden tener visitas del otro lado. Es un hecho muy frecuente que no suelen contar al médico y, en numerosas ocasiones, no se le da la importancia trascendental que tiene, quizás por desconocimiento. A veces se medica al paciente en cuanto comienza con estas visitas pensando que son alucinaciones propias de un cerebro enfermo. Aunque lo de las alucinaciones es una teoría que no encaja cuando los enfermos presentan lucidez mental. —Hice una pausa y la miré a los ojos—. El caso de tu abuela es singular. A pesar de estar ciega podía «ver» o, mejor dicho, «percibir» de alguna manera a su hermana fallecida y situarla en la puerta del dormitorio. ¿Dijo alguna cosa aparte de que veía a su hermana?
Jennifer negó con la cabeza.
—Eso le ocurrió dos días antes de fallecer. Dijo ver a su hermana en tres o cuatro ocasiones más antes de caer en coma. Se marchó tranquila y en su casa, como ella quería.
Jennifer se encontraba mejor y nos pusimos en marcha hacia el centro de salud. Por el camino continuamos la conversación.
—Creo que, en los últimos días de las personas, acuden «visitantes» para ayudar a realizar el tránsito de esta vida a la otra, como le pasó a tu abuela. Entre otros, pueden ser familiares en los que no se ha pensado desde hace años y están en el recuerdo más lejano, pero que son reconocidos inmediatamente cuando se presentan ante la persona enferma.
—Entonces ¿crees que su hermana ayudó a mi abuela a morir en paz? —me preguntó sin dejar de caminar.
—Creo que tu abuela estuvo acompañada por su hermana; ella misma lo dijo. Las visitas de seres queridos suelen aportar paz y calma a los que están muy enfermos. Sienten consuelo con ellas en la mayoría de los casos. Tu abuela estaba ahora con una hermana que hacía años que no veía. Tal vez, después de la sorpresa inicial, tuviera otras experiencias con esta visita, ya que la vio en varias ocasiones y sin el componente de sorpresa inicial. ¿A tu abuela no le extrañaba que estando ciega pudiese ver a su hermana?
—Eso no lo sé, porque ella no manifestó extrañeza por eso. Solo cuando la vio la primera vez, era como que no esperaba que su hermana estuviese allí, en la puerta de su dormitorio. Lo cierto es que casi nunca hablaba de ella. No sé por qué la veía. Quizás ella tampoco lo supiera. Más tarde solo nos informaba cuando su hermana estaba otra vez allí y decía: «Mira, ha venido otra vez mi hermana», y sonreía mirando hacia un determinado sitio. No sabíamos qué decirle. Ella estaba ciega y, sin embargo, veía a su hermana. No se extrañaba de que pudiese verla a ella y a nosotros no. A mis padres y a mí sí nos parecían raras ambas cosas, aunque no le hicimos preguntas al respecto.
—Hubiera sido interesante preguntarle a tu abuela por qué o para qué su hermana estaba allí, si le decía algo, algún mensaje. Tal vez en esos momentos tengamos la oportunidad de establecer una comunicación con el otro plano, ya que el enfermo puede percibir y quizás comunicarse con los del otro lado.
Caminamos un rato en silencio. Al llegar a la puerta del centro de salud se paró y me preguntó:
—Lola, eres el primer médico al que he oído hablar sobre estos fenómenos, estas visitas de dormitorio. Seguro que muchos más las conocen o les han hablado de ellas. Las había escuchado de vez en cuando, pero no las creí hasta que sucedió en mi familia. ¿Cuál es la explicación?
—No se sabe muy bien por qué aparecen, pero sí sabemos cuáles son los efectos beneficiosos en el paciente. Es como si los del otro lado estuvieran asistiendo a los de este a la hora de pasar de un plano al otro. La mayoría de las experiencias en el lecho de muerte, que también se llaman así, aportan paz y consuelo a los enfermos y a los testigos, porque sienten que su ser querido ha estado acompañado en su última hora y que incluso ellos mismos lo estarán, minimizando así el miedo a la muerte. Ya ves, tienen un efecto beneficioso en los protagonistas y en los testigos. Espero que se investigue sobre cómo se comporta la consciencia en la última etapa de la vida, seguramente se perdería bastante el miedo a la muerte. Esperemos que sigan apareciendo estudios que logren aclarar qué es y dónde se encuentra el siguiente plano, cómo es la vida después de esta y en qué consiste esa otra dimensión.
—¡Ufff! —Resopló moviendo la cabeza—. Lola, no sé yo. La otra vida y todo eso. —Se detuvo para mirarme fugazmente—. ¡Ufff!
La seriedad del rostro de Jennifer desapareció al verme sonreír. Me recordaba a mí misma cuando comencé a hacerme preguntas, como si seguiremos vivos después de este plano y, si es así, ¿dónde estaremos?
¿Averiguaremos entonces cuál es el sentido de nuestra existencia si es que no lo hemos averiguado antes? Preguntas que me adentraban en la incertidumbre de lo que sucederá después y de por qué y para qué estamos viviendo una vida determinada.
No sé si encontraré respuestas, pero de lo que estoy segura es de que el conocimiento minimiza el miedo a la vez que lo combate.
El hecho de hacerme preguntas me ha servido para hacer frente a mis miedos y descubrir que los temas relacionados con la muerte no tienen por qué ser tristes y pesimistas, sino que encierran grandes interrogantes y misterios. Entré en el centro de salud con la sensación de que todo lo que aún está por descubrir resultaba más atractivo conforme se tenían más conocimientos porque, a la vez que se iban aclarando algunas cuestiones, iban apareciendo otras nuevas que nunca nos habríamos planteado si no se hubiesen resuelto las primeras.
.7. RECOGIENDO LOS PASOS. LAS REVISIONES VITALES
«Cuando estemos viviendo los últimos días nos daremos cuenta o pensaremos en cuál ha sido el propósito de la vida que estamos dejando atrás». Doctor José Luis Cabouli[13].
El doctor Cabouli es médico cirujano general y plástico, que decidió en 1988 dedicarse por completo a la terapia de vidas pasadas y a la formación de terapeutas en dicha disciplina. Según él mismo refiere, una noche estaba recostado en la playa de Ostende, en su Argentina natal, mirando el cielo estrellado, cuando: «De pronto, desde las estrellas, llegó el mensaje con total claridad. Tenía que dejar la cirugía del cuerpo y dedicarme a la cirugía del alma».
En su terapia, la persona regresa y rememora el momento de la muerte en una vida pasada. Así averiguó que las personas, en esos momentos, se llegan a dar cuenta de cuál ha sido el propósito de su existencia, ¿tal vez porque se realiza un examen de nuestra vida o un repaso vital?
JUANITO Y SUS AMIGOS
Matilde es una mujer cercana a los sesenta años con obesidad mórbida. Sus consultas suelen estar relacionadas con el abordaje de este problema.
Una mañana acudió acompañada por un anciano del que me llamaron especialmente la atención los ojos. Observé que ambos párpados inferiores sufrían de ectropion[14] y que su mirada vagaba perdida por la consulta.
Cuando le hablé, se fijó en mí, pero me di cuenta de que sus ojos no enfocaban y pensé que tal vez tuviera algún tipo de ceguera.
Matilde me lo presentó, se llamaba Juan y tenía ochenta y cinco años. Era tío de su marido y había vivido solo e independiente hasta que perdió gran parte de la visión a causa de un glaucoma avanzado que padecía en ambos ojos. Entonces tomaron la decisión de llevárselo a vivir con ellos. Decidieron que acudiese a un centro de día para que estuviera entretenido al mismo tiempo que hacía terapia ocupacional. Un autobús lo recogía por la mañana para llevarlo al centro y lo traía de vuelta a casa sobre las cinco de la tarde. El centro de día se convirtió en el eje de su vida, ya que se relacionaba con personas en las mismas circunstancias que él y con las que estableció una relación de verdadera amistad.
En ocasiones acudía Matilde a la consulta para recoger las recetas de la medicación crónica de Juan y se refería a él cariñosamente como Juanito. Siempre lo llamaba Juanito y acabé llamándolo igual.
Pasado un tiempo, Juanito comenzó a encontrarse débil y no deseaba ir al centro de día. Matilde le insistía, pero a veces hacía la vista gorda y se quedaba en casa. En los días que no iba, permanecía en la cama hasta tarde y, al levantarse, almorzaba con el gran apetito que siempre le acompañó.
Habían pasado varias semanas sin tener noticias de ellos cuando un día acudió Matilde y me informó de que habían tenido que llevar a Juanito al hospital.
—Hace un mes estuvimos en urgencias porque le subió la fiebre a 39.º y como era viernes por la noche decidimos que lo mejor era no esperar. Le diagnosticaron una neumonía y había estado tomando muchos antibióticos. Nos dijeron que era mejor que no se quedase ingresado porque en el hospital hay bacterias muy malas y si se contagiaba de una de ellas el problema se agravaría.
—Sí, es verdad —le contesté—. ¿Cómo está ahora Juanito?
—Regular —dijo moviendo la mano derecha en gesto acorde—, apenas come nada.
—¿No quiere comer? —pregunté algo alarmada sabiendo del buen apetito del que gozaba.
—Pues muy poco y a la fuerza —dijo asintiendo—. Tiene días. Aunque está mejor de la fiebre y de la tos, no lo acabo de ver bien.
—Pareces preocupada con la evolución de tu tío. Matilde hizo un mohín con la boca antes de continuar.
—Está raro…
Cuando un familiar me refiere que alguien está raro, es porque no tiene palabras para explicar lo que le sucede; algo ha cambiado y el paciente no es el mismo de siempre. Puede ser que esté menos hablador o ensimismado; puede que, de ser un glotón declarado, no quiera comer ni siquiera sus platos favoritos, como le estaba pasando a Juanito. Pero pueden ser también otras circunstancias que hay que investigar, ya que algunas podrían ser indicio de un agravamiento de la enfermedad o solo sea la evolución normal de la misma en su periodo de convalecencia.
—¿A qué te refieres cuando dices raro? ¿Está somnoliento, habla poco o algo así? Cuéntame para que pueda ayudarte.
—Verás, doctora, es algo que le ocurre a Juanito cuando está en su cuarto a la hora de la siesta o por la noche antes de dormirse. —Me miró un instante y se movió inquieta en la silla antes de continuar—. Lo oigo hablar, no sé —negaba con la cabeza—. Yo lo oigo que habla solo, aunque él dice que no está solo.
—Tú lo oyes hablar en su dormitorio —le dije mientras ella asentía—, pero cuando entras no hay nadie. ¿Le has preguntado con quién está?
—¡Sí, claro! Le pregunto: «Juanito, ¿con quién hablas?». Y me contesta que con un amigo del pueblo de cuando era joven que ya falleció, y que están hablando de las cosas que hicieron juntos.
—¿Y cómo ves a Juanito cuando te comenta eso? ¿Está nervioso, confuso, normal?
—Yo lo veo normal. Está como siempre. —Arrugó el entrecejo negando levemente con la cabeza—. No parece que le extrañe que esos amigos que ya han fallecido acudan a hablar con él. La cabeza siempre la ha tenido muy buena, y la sigue teniendo. —Terminó dándose golpecitos con el dedo índice en la sien.
—¿Y ve a más gente? ¿O solo a amigos de juventud? —le pregunté poniendo mis antebrazos sobre la mesa e inclinándome hacia ella.
—¡Ufff! —dijo sacudiendo la mano—. Dice que ve a mucha gente y que vienen a visitarlo todos los días.
—¿Desde cuándo le está pasando esto?
—Desde hace una semana más o menos, que yo me haya dado cuenta.
—¿Qué más dice? —la animé a continuar.
—Cuando lo oigo hablar, entro en su dormitorio y me lo suelo encontrar mirando hacia la misma pared, como si allí hubiese alguien, pero no veo a nadie. —Me miró e hizo una pausa antes de continuar con voz más baja—. En muchas ocasiones, me lo encuentro moviendo las manos, señalando y gesticulando. —Comenzó a mover las suyas imitando a Juanito—. Como si tuviera una conversación con otra persona. Otras veces me lo encuentro diciendo: «Mariano, ¿te acuerdas cuando íbamos a este sitio o al otro y nos pasó esta cosa o la otra?». Luego se queda callado, como escuchando la contestación, y a veces se ríe, supongo yo que con las ocurrencias del visitante invisible; otras se pone serio y continúa hablando con su visita acotando y matizando aquellos recuerdos que le habían sucedido con el que en ese momento está hablando.
—Entonces mantiene charlas con amigos y conocidos acerca de cosas que han hecho juntos y él apostilla, escucha o se ríe como cuando recordamos batallas con nuestros amigos de la infancia.
—Sí, sí —asentía enérgicamente—. Eso es doctora, eso hace. Dice que está recordando cosas, que algunas hasta se le habían olvidado y que estos amigos que están viniendo se las están recordando, y que echan unos ratos muy buenos.
—Pero ¿cuánta gente dice que ha venido?
—Cada vez que lo oigo hablar le pregunto y está hablando con alguien distinto. Ayer, cuando le pregunté, me dijo que hablaba con varios, y le dije:
«¡Juanito, aquí hay mucha gente, ¿no?!». Y girando la cabeza me hizo una señal con la mano que indicaba que, efectivamente, que había muchos.
—Pero está casi ciego. —Recordé que Juanito apenas si veía.
—Sí —dijo con una sonrisa algo nerviosa—. No ve prácticamente nada. Cuando entro en su habitación él no me ve, por eso lo he podido observar con tranquilidad. No le extraña ver a esos amigos fallecidos, y le he preguntado: «Juanito ¿cómo es que los ves si ya están muertos?». Se encoge de hombros, no sabe explicarme y continúa con su charla sin hacerme apenas caso. Otras veces me señala emocionado un lugar de la pared:
«¡Mira quién ha venido a verme! Es Manolo el de la panadería, si ya casi no me acordaba de él. ¡La de cosas que hicimos juntos de jóvenes!». Otras veces está dormido o acostado tranquilo, y se nota que no está viendo a nadie.
A veces los pacientes se extrañan o asombran al ver quién ha ido a visitarlos. Otras refieren que ni se acordaban de ellos, como le pasó a Juanito.
Por eso pienso, al igual que otros investigadores como Peter Fenwick, que son los del otro lado los que toman la iniciativa; primero, porque el paciente se sorprende de la visita y, segundo, porque aparecen fallecidos que no se habían recordado durante mucho tiempo.
Juanito estaba revisando su vida, recordando su trayectoria vital, pero de la mano de los amigos con los que había vivido y tenido diversas experiencias.
Imagino que repasaría tanto sucesos importantes como otros que no lo fueron tanto. Cuando le refiere a su sobrina que las visitas le han hecho recordar cosas que había olvidado, pienso que no los recordaba por ser acontecimientos triviales para él.
Creo que cada cosa que nos sucede es única e irrepetible y que, por lo tanto, es importante en sí misma. A veces los sucesos pueden parecernos triviales, pero quizás no lo sean tanto. Por eso, deberíamos vivir saboreando nuestra existencia, como el que come despacio y saborea la comida, sin perdernos un solo instante y apreciando cada momento, aunque esto parezca difícil de conseguir. Se trataría de parar, de detenernos en el aquí y el ahora, y vivirlo de manera consciente.
Tal vez por ese motivo, las personas que han tenido una ECM y han visto pasar ante ellas toda su vida en un instante, refieren muchas veces que los recuerdos que han podido ver son hechos que se les habían olvidado por creerlos insignificantes y, sin embargo, en esa revisión vital, aparecen ante ellos como si fueran muy relevantes. Esto suele causar cierto asombro inicial, para luego tomar consciencia de la importancia que tuvieron o tienen esos hechos insignificantes y el calado de los mismos cuando se reflexiona sobre ellos.
En el tiempo previo a la muerte, como le sucedió a Juanito, también se realiza una revisión vital, y no sería extraño que, aproximándose el desenlace, recordemos distintos sucesos de nuestra vida y hagamos un balance de nuestra existencia.
El caso de Juanito hizo que me preguntara si una de las funciones de las visitas sería precisamente esta, ayudarnos en nuestra revisión de vida comentando, departiendo y hasta matizando con los otros protagonistas de los sucesos las situaciones que hayamos compartido. Pero ¿qué recordaremos en nuestra última etapa?, ¿qué nos preocupará?, ¿aquello que pensamos que no hicimos bien?, ¿tendremos la oportunidad de retractarnos o arrepentirnos reconociendo que no hicimos lo correcto?, ¿podremos perdonarnos a nosotros mismos por no haber actuado bien?, ¿tendremos la ocasión de perdonar a los demás reconociendo que actuaron según lo que su nivel de consciencia les permitía?, ¿recordaremos los momentos felices?, ¿los traumáticos?, ¿esta revisión de vida forma parte de ese «trabajo de tránsito» que debemos realizar? Tal vez sea así.
Una paciente, hace unos años, me contó que cuando su tío estaba agonizando le dijo que, mientras dormía, soñaba con los lugares que había recorrido de joven y con las personas a las que había dañado o tratado mal, que estaba «recogiendo sus pasos», fueron sus palabras.
Cuando soñamos resolvemos conflictos ayudados por nuestro inconsciente, ¿sería posible que en el tránsito también se pudiesen resolver conflictos perdonándonos y perdonando? Tal vez sí se pueda, al reflexionar sobre algunos aspectos de la existencia que se está a punto de abandonar.
¿Es el tránsito la última oportunidad de arreglar las cosas pidiendo perdón, hablando con aquellos de los que nos habíamos alejado, contando secretos que nos atormentan y es por estos motivos por los que sería una fase muy importante?
Como dice el doctor Cabouli, el propósito de nuestra existencia se nos puede revelar o se revela en el transcurso de nuestros últimos días, al realizar un repaso de la misma en soledad o con la ayuda de otros, pero en un estado de consciencia expandido y clarividente que nos permita recordar y hacer balance de nuestra vida incluso con los que ya no están.
.8. VISITAS SIN ÓBITO INMEDIATO. ACCESO AL TRÁNSITO SIN TRASPASAR EL UMBRAL
Me he encontrado en ocasiones con enfermos que han tenido experiencias previas a la muerte y que finalmente no han fallecido o lo han hecho tras recuperarse del estado de salud crítico que los llevó a acceder, durante un determinado tiempo, a la zona del tránsito.
Llevo varios años investigando sobre el tema y he aprendido a recoger casos realizando una «búsqueda activa». Cuando alguien acude a la consulta o me comenta que un amigo o conocido ha estado muy grave y ha necesitado un ingreso en la UVI, ya no espero a que surja la conversación por casualidad, sino que pregunto si se han dado situaciones típicas del tránsito y de la perimuerte.
¿Estar en contacto con la perimuerte hace que se abra el portal del tránsito y, cuando pasa el peligro y la vida no corre un riesgo inminente, se vuelve a cerrar? ¿Nos queda memoria de ello?
Me interesa conocer si en esos días o semanas que estuvieron enfermos les ocurrió algo fuera de lo habitual, algo que les resultara extraño. Con esa pregunta abierta, aquellos a los que les había sucedido alguna cosa inexplicable suelen reaccionar con asombro, al no esperar que un médico se interese por sucesos de difícil explicación, y responden contando su experiencia. También hubo personas que pasaron por la UVI y estuvieron en estado crítico, y respondieron que no recordaban nada.
Esta búsqueda activa me ha dado la posibilidad de encontrar testimonios que, quizás de otro modo, nunca habrían llegado a mi conocimiento. Cuando me los cuentan, observo que lo reviven con una gran carga emocional, como si el impacto producido siguiera activo con la intensidad de su fuerza original.
Las experiencias de tránsito sin traspasar el umbral son muy similares a las experiencias de la perimuerte con resultado de fallecimiento.
Las visitas ocupan los mismos lugares típicos de las experiencias previas a la muerte: al lado de la cama, a los pies de la cama, ocupando un sitio fijo en la habitación, en paredes y esquinas, o sentados en una butaca. Cuando eligen un lugar suelen presentarse ahí todas las veces que visitan al enfermo.
Los seres que visitan a estos enfermos son los mismos que se mencionan en este capítulo.
Los fenómenos experimentados en ese estado de consciencia desaparecen cuando el peligro de muerte ha pasado y se vuelve al nivel ordinario de consciencia propio de la vida cotidiana. Se sale del tránsito y se cierra el acceso, en donde la persona, cuando regresa a su cuerpo y a este plano, abandona de inmediato el otro. Creo que el estado mental del tránsito, ese estado intermedio al que se accede en la perimuerte, es el mismo al que se accede en una ECM. En estas tampoco hay resultado de muerte posterior. El tránsito es un estado intermedio entre la vida y la muerte, el mismo estado que se experimenta en las visiones del lecho de muerte, en las ECM y en las experiencias de la perimuerte sin fallecimiento posterior.
Las visitas suelen traer mensajes orales o de forma telepática que, cuando se refieren al futuro, resultan ser ciertos.
Esos seres conocidos o desconocidos que aparecen ante nosotros cuando existe un nivel expandido de consciencia en el umbral que une ambos lados de la vida, ¿están siempre ahí, aunque no los veamos?, ¿cuándo se está próximo a abandonar la vida física, se abre el portal de acceso a la zona del tránsito que es detectado por esos seres y acudirían entonces a recibirnos? Abrir el portal sería acceder a un nuevo estado de consciencia.
El estado de consciencia del tránsito lo he definido como un estado de consciencia especial al que se accede en caso de encontrarse al borde de la muerte, aunque no exista resultado de muerte, y es muy parecido tanto para las experiencias previas a la muerte (la de los enfermos terminales) como para las experiencias cercanas a la muerte o ECM, en los que la persona accede bruscamente a ese estado de consciencia debido a una parada cardiaca repentina.
Algunos pacientes que estuvieron en la UVI con una grave enfermedad, y se encontraron en peligro real de muerte próxima, accedieron al estado de consciencia del tránsito.
ÁNGEL Y LOS SANADORES
Para Ángel, un visitador médico, relatarme su experiencia en la UVI le resultó relativamente fácil, y, aunque le había sucedido bastantes años atrás, la recordaba como si le hubiese pasado ayer.
Una mañana, al ir a desayunar, me encontré con él, que entraba en el centro de salud. Comenzamos a charlar en el pasillo y acabamos desayunando juntos en el bar de enfrente. Fue extraño que no acudiese ningún colega hasta pasado un buen rato y quizás este hecho propició que habláramos de temas más personales.
—Me encuentro divinamente y no tengo queja alguna. Lo primero es la salud —dijo Ángel sonriendo al interesarme por su situación general— y la verdad es que siempre la he tenido muy buena. —Durante un instante frunció el entrecejo—. Menos en una ocasión en la que tuve que estar ingresado. —Se detuvo para tomar un sorbo de café muy caliente—. Gracias a Dios no he necesitado mucho de tus colegas, pero aquella vez valió por doce —dijo sonriendo de nuevo.
—¿Estuviste grave? —pregunté sacando la bolsa de té de mi taza.
—Grave no, estuve gravísimo. No contaban conmigo.
—¿Cómo es eso? ¿Tuviste un accidente o algo así?
—No, ¡qué va! —dijo negando con la cabeza—. Tendría unos veinte años cuando me contagié de una meningitis de las malas malas.
—Debiste de pasar mucho miedo, ¿no? —dije pensando en la gravedad de una meningitis bacteriana.
Cuando la gente refiere que ha tenido una meningitis de las malas, es porque ha sido debida, en la gran mayoría de los casos, a una bacteria, en contraposición a las meningitis por virus, que suelen tener un proceso más benigno.
—Pues ¿te puedes creer que no tuve miedo? —Se acercó a la mesa—. Mis padres sí que pasaron miedo.
—Estarías inconsciente o medio en coma, y no te enterarías de la gravedad de tu enfermedad hasta que te pusiste mejor —deduje hablando en voz alta.
—Pues no fue por eso —me comentó cerrando el puño, con el que golpeó ligeramente la mesa.
—¡A ver, a ver! Explícate. ¿Cómo es que no pasaste miedo?
—Llegué a urgencias y me ingresaron casi de inmediato en la UVI. Pero ¡no tuve tiempo de sentirme mal! Supe que me iba a curar totalmente.
—¿Tuviste una intuición o algo así? —pregunté con curiosidad.
—Si te cuento lo que me pasó no te lo vas a creer —dijo tras unos segundos, mientras negaba con la cabeza.
—¡Ah!, ¿no? Pues ¿qué fue lo que te pasó?
Ángel se acercó hacia la mesa apoyando los antebrazos con cierta lentitud.
—Mis abuelos maternos se murieron con un año de diferencia cuando yo tenía unos diecisiete años. Vivían en el piso de abajo y estábamos muy unidos, sobre todo, con mi abuela. Yo era su ojito derecho. —Sonrió antes de continuar—. Cuando estaba en la UVI, mis abuelos venían y se situaban al lado de la cama. Yo abría los ojos y los veía allí a los dos sonrientes. Los miraba y ellos me sonreían. Volvía a cerrar los ojos por el cansancio y la gravedad de la meningitis, pero me sentía tranquilo y aliviado después de haberlos visto. Esto me sucedió varias veces a lo largo de los dos días en los que estuve en estado crítico.
—Pero tus abuelos habían fallecido ya, ¿no? —le pregunté para estar segura de lo que me estaba contando.
—Sí —asintió varias veces—, habían muerto unos tres años antes. Aunque no te lo creas, en esos días que estuve más enfermo, ellos estaban de pie junto a mi cama y yo los veía tan claro como te veo a ti ahora.
—¿Y llegaron a decirte algo? —le pregunté sabiendo que en muchas ocasiones las visitas mantienen una conversación, en ocasiones telepática, y suelen ser portadores de algún mensaje.
—No me dijeron nada de forma verbal, pero yo sabía lo que querían. No venían a por mí, no. Eso lo supe enseguida. Con su presencia me estaban diciendo que estaban cuidando de mí, que me estaban… —Se detuvo un instante—. No sé cómo decirlo… ¿Curando? Me estaban ayudando en mi curación. Entonces supe que me pondría bien. Eso lo tuve claro desde el momento en que los vi. Y, además, supe que mi curación iba a ser total y sin secuelas. Por eso no tenía miedo. No sé cómo decirlo, yo tenía y tengo, la certeza de que mis abuelos intervinieron activamente en mi curación.
Esta situación se puede dar en las ECM, en las experiencias previas a la muerte o, como en este caso, en la experiencia de enfermedad muy grave. En las ECM la persona ha fallecido por unos segundos o incluso minutos en los que se encuentra en parada cardiorrespiratoria. Para entrar en el estado mental del tránsito se puede hacer desde una ECM, desde la perimuerte en situaciones agónicas con muerte posterior y en situaciones de enfermedad crítica sin que el resultado sea de fallecimiento.
Me pareció muy interesante que apostillase que sus abuelos no habían venido a por él y por eso supo que no había llegado su hora.
Una de las funciones de las visitas previas a la muerte es informar a los enfermos que ha llegado su hora o que han acudido para ayudarles a realizar el tránsito hacia el otro lado.
Para Ángel la función de sus difuntos abuelos en la UVI fue intervenir en su total curación. Vinieron a sanarlo además de acompañarlo durante los días críticos. Le transmitieron tranquilidad y sosiego haciendo desaparecer el miedo, y dándole esperanza y seguridad en su total recuperación.
¿Tuvieron sus abuelos algo que ver en la curación de Ángel como él cree? Y si fue así, ¿cómo lo hicieron?
¿Estamos todos asistidos por seres queridos que ya han fallecido o por entidades del otro lado en casos de extrema gravedad?, ¿o estamos siempre acompañados y asistidos independientemente de si estamos enfermos o sanos los veamos o no?
CATALINA Y EL HERALDO
Catalina era una exdrogadicta de cuarenta y nueve años que abandonó las drogas cuando supo que estaba embarazada de su primera hija, hacía más de quince años.
Lo que nunca pudo abandonar fue el hábito del tabaco. Necesitó ingreso hospitalario en varias ocasiones por motivos pulmonares, pero, a pesar de eso, no dejó de fumar ni un solo día.
Cuando la ingresaban y no podía fumar a sus anchas, le pedía a su madre que le encendiese un cigarrillo en la habitación del hospital para poder darle unas cuantas caladitas y su madre accedía a escondidas del personal sanitario.
La enfermedad pulmonar que padecía no fue la causa de su precoz fallecimiento, sino un cáncer de vejiga extremadamente agresivo. Cuando comenzó a orinar sangre, primer síntoma que dio la enfermedad, ya era demasiado tarde y el tumor había invadido, mediante metástasis, ambos riñones y el hígado. En los meses siguientes, los ingresos hospitalarios eran cada vez más frecuentes, empeoraba a gran velocidad. Tras un alta hospitalaria, acudió a mi consulta. No deseaba nada en particular. Fue la última vez que la vi y me pregunto si no vino a despedirse.
—Catalina, ¿cómo estás? —le dije cuando abrí la puerta de la consulta para marcharme y me la encontré de pie, allí mismo a punto de llamar—. ¿Cuándo te han dado el alta? —pregunté, porque sabía que estaba ingresada—. ¿No deberías estar descansando? —le dije algo preocupada al observar su pálido rostro, su escuálido cuerpo y su abultado abdomen por la insuficiencia hepática resultante de las metástasis en el hígado.
—Me dieron el alta ayer y he venido a saludarte. No quiero nada, solo decirte que me han dado el alta.
Sus ojos oscuros se enrojecieron detrás de los cristales empañados de sus gafas de miope.
—Ya me dijo tu madre que habías estado en la UVI. Me alegro de que te hayas puesto mejorcita —le dije para darle ánimo, aunque su cuerpo entero estaba diciendo todo lo contrario.
—Por esta vez me he puesto mejor —me dijo bajando la voz. Se quitó las gafas con una mano para pasarse el dorso de la otra por ambos ojos—. Por esta vez he salido de la UVI, por esta vez —repitió.
—¿Qué quieres decir, Catalina? —le pregunté mientras su rostro se contraía en un sollozo reprimido.
La tomé por los brazos para transmitirle calma hasta que se repuso un poco.
—Pues que pude salir de la UVI en esta ocasión, pero no va a ser siempre así —dijo mirándome con sus ojos desnudos.
No hacían falta más palabras; aun así, le pregunté en un intento de sembrar algo de duda y de esperanza:
—Bueno, bueno, ¿cómo sabes que no te vas a poner mejor?
—Pues porque lo sé —dijo bajando la cabeza.
—¿Te lo han dicho los médicos? A veces se ponen en lo peor, pero luego las cosas no son tan feas como las pintan. —Me detuve un momento al observar que Catalina miraba distraída hacia un lado—. ¿Por qué estás tan segura?
Suspiró profundamente y se tomó un tiempo antes de decir casi en un susurro:
—Me lo ha dicho alguien que estaba conmigo en la UVI. —Hizo una pausa—. Al lado de mi cama. —Levantó su delgado brazo moviéndolo hacia delante y hacia atrás como señalando una zona imaginaria.
—¿Te lo ha dicho tu madre?
Sabía que la madre iba a visitarla todos los días porque había venido a preguntarme si podía tomarse un Orfidal[15] antes de ir a verla. El dolor que sentía la estaba matando y necesitaba algo para no echarse a llorar delante de Catalina.
—No, no es mi madre.
—Entonces ¿quién es?
Se tomó un tiempo y se pasó la lengua por el labio inferior, que había comenzado a temblar. Finalmente, bajando la cabeza y la voz, me dijo:
—Es una figura marrón como un hábito de monje o algo así al lado de mi cama. —Me miró a los ojos—. No es nadie de la UVI. No es una sombra. Es alguien que desapareció cuando mejoré. Yo sé que me estaba ayudando a ponerme mejor.
—¿Sabes quién puede ser?
—No le pude ver la cara —negó nuevamente—. Cuando abría los ojos, solo podía ver a la altura de su cintura y algo más si me esforzaba. Estaba muy débil y no tenía fuerzas para mirar más allá, más arriba, hacia su cara, pero estaba allí, yo sabía que estaba allí.
—En esos momentos estabas muy frágil —asentí, y quise saber más acerca de esa figura marrón—. ¿Cómo te sentías con esa figura, Catalina?
¿Te habló o te dijo algo?
A veces, el mensaje que te hacen llegar las visitas es un «mensaje emocional» y se comienza a sentir de otra manera. Si se está intranquilo, causan tranquilidad, aunque no se reciba un mensaje con palabras. La visita puede cambiar tu estado emocional. Otras, el mensaje es una información.
—No me habló, pero me comunicó algo —dijo en un tono más bajo—. Me dijo que saldría de la UVI —su frente comenzó a perlarse y volvió el temblor del labio—… por esta vez y que me iría a casa, por esta vez. Sentía que esa figura me estaba haciendo «algo» para ponerme mejor. Pero me di cuenta de que no podía hacer mucho más. No podía curarme totalmente, solo podía curarme un poco, lo justo para que pudiera salir ahora. No sé cómo explicarlo.
—Te hacía «algo» para curarte —repetí para animarla a continuar.
—Me ayudaba a recuperarme, a mejorar. Eso es lo que hacía. Me estaba ayudando para que, por esta vez, saliera de la UVI y volviese a casa. Solo me puede ayudar esta vez —su voz se quebró—. ¿Qué va a pasar ahora con mis hijas? —preguntó desolada.
Lo que le estaba preocupando era la situación en la que quedarían sus hijas. No se quejaba de que ya no tuviera vejiga porque se la habían extirpado, ni de que apenas tuviera fuerzas para caminar un poco antes de llegar a la extenuación, ni de que ya no tuviera apetito. Solo pensaba en sus hijas adolescentes y en la alta posibilidad de que fueran a quedarse huérfanas. Catalina vivía con su madre y su hermana; estas serían las cuidadoras de las niñas llegado el caso. Nunca supe qué había sido del padre, porque nunca me contó nada relativo a él, solo que no estaba con ellas.
—Tranquila Catalina, tus hijas no están solas. Tienes una gran familia con tu hermana y tu madre.
—Sí, eso es verdad. Mi madre las adora.
—Y tu hermana también las quiere mucho.
Catalina asentía con preocupación mientras le acariciaba los brazos viendo su sufrimiento, más preocupada por el futuro de sus hijas que por el de ella misma.
El «heraldo», como comencé a llamar a esa figura, le comunicó que saldría de la UVI por esa vez, que se pondría mejor en esa ocasión y, por lo tanto, no lo haría en la siguiente. Le comunicó de esta manera la gravedad de su enfermedad. Pero, en este caso, no se traspasó el umbral de manera inmediata, sino que hubo un lapsus de tiempo junto con el aviso certero de su final.
Cuando al cabo de las semanas supe de su fallecimiento, fue cuando comprendí que seguramente y, gracias al heraldo, Catalina vino a despedirse de mí haciendo un gran esfuerzo, y me contó su experiencia, dándome permiso para que pudiera compartirla.
Y, aunque en ese momento no comprendí que era lo último que me estabas regalando, generosa Catalina, ahora te doy las gracias, estés donde estés.
CRISTINA Y LA COLONIA Ô DE LANCÔME
Cristina vivía en Málaga; era camarera de piso en un gran hotel y, por su profesión, sufría intensos dolores en las muñecas. Vino a consulta por este motivo y surgió una amistad que aún hoy perdura. Vivía con su pareja y su hermano en la casa familiar desde que fallecieron sus padres.
Una tarde, cuando Cristina entró en la consulta, observé que bajo sus ojos marrón oscuro abultaban unas bolsas violáceas que le daban un aspecto cansado. Tras un breve saludo, se sentó pesadamente.
—Hola, Cristina, ¿cómo te encuentras?
—Regular, llevo unas semanas fatal. La verdad es que casi no duermo.
—¿Y eso? ¿Te pasa algo?
—Mi hermano está ingresado en la UVI desde hace cerca de un mes y no dan con lo que tiene —contestó abriendo los ojos y agrandando más si cabe sus ojeras—. Fuimos a urgencias porque tenía fiebre, y empezaron a hacerle pruebas y más pruebas mientras iba empeorando allí mismo. Pero cuando le empezaron a fallar los riñones lo ingresaron de urgencia en la UVI. Y allí sigue sin que den con lo que tiene.
—Pero tendrán algún diagnóstico… —le pregunté.
—Ninguno, dicen que no saben lo que le pasa. Llevo unas semanas pasándolo fatal —dijo negando con la cabeza. Sus ojos comenzaron a enrojecer mientras estrujaba un pañuelo de papel hasta convertirlo en finos hilos retorcidos.
—Te entiendo. Sin diagnóstico no se puede predecir cómo va a evolucionar la enfermedad. No sabemos a qué nos enfrentamos. En fin, a ver qué pasa —le contesté pensando en voz alta—. Trata de mantener la calma. Tal vez tu hermano se recupere antes de lo que piensas.
—Qué curioso es lo que me dices. Mi hermano me ha dicho algo parecido.
—¿Tu hermano? ¿Qué te ha dicho?
Cristina se echó algo hacia atrás y arrugó los ojos antes de comenzar con lentitud.
—Pues, verás, hará como una semana, el médico de la UVI quiso hablar conmigo y fue muy directo. Me dijo casi de sopetón que me preparase para lo peor, que no contaban con él y que las siguientes veinticuatro horas serían cruciales. —Cristina iba perdiendo la voz tratando de no sollozar.
—Vamos a ver qué pasa —le dije cogiendo la mano que tenía apoyada en la mesa—. Los médicos no lo sabemos todo. Pueden suceder cosas y cambiar la situación.
—¿Por qué dices eso?
—¿El qué? —le respondí sin saber a lo que se refería.
—Lo de que suceden cosas. Mi hermano sigue en la UVI, no quiero hacerme ilusiones, aún está en peligro, sobre todo, porque los médicos siguen sin saber lo que le pasa. Ha sobrevivido a esas veinticuatro horas, pero, aun así… —Sus ojos se abrieron un poco y su mirada quedó fija en la mía.
—Pues te lo digo porque he visto muchas cosas a lo largo de mi carrera profesional y no se puede perder la esperanza. He visto curaciones impresionantes en personas que estaban desahuciadas y ahora están tan tranquilas en sus casas y me las encuentro paseando por la calle —le comenté al haber conocido personalmente esos casos—. Pacientes míos que sanaron totalmente cuando la probabilidad de hacerlo era muy remota.
—¡Ah!, creía que era por otra cosa —dijo bajando la cabeza y mirando su regazo.
—¿Por otra cosa? —pregunté apretándole un poco la mano que le tenía cogida—. Puedes contarme lo que sea que te preocupe. Si puedo ayudarte en algo, haré todo lo posible. —Esperé un momento mientras Cristina me miraba de reojo—. No tienes por qué hacerlo ahora, pero puedo darte mi opinión…
—La semana pasada es que tuve un día muy raro. Fue el mismo día que el médico habló conmigo y me dijo que no contaban con mi hermano. Ese día fue muy malo y a la vez especial. Creo que el peor día de mi vida, por una parte, pero por otra, no sé —comenzó a decir irguiéndose.
—¿Qué quieres decir con eso? No te entiendo.
Cristina se movió inquieta en la silla y comenzó en voz baja:
—El día que el médico habló tan crudamente conmigo, esa mañana cuando me levanté y bajé al salón. —Se detuvo y me miró un instante—… El salón olía a la colonia que usaba mi madre. Olía a Ô de Lancôme. Yo no tengo esa colonia en mi casa porque no la uso. Solo la usaba mi madre. El olor era tan intenso que me quedé paralizada. Luego comencé a olfatear el salón por distintas zonas sin encontrar la procedencia del olor. Me senté en el sofá pensativa, mientras continuaba oliendo ese particular aroma. Cuando entró mi novio al salón, comenzó también a olfatear el aire y me preguntó:
«¿A qué huele aquí? ¿Has cambiado de colonia, Cristina?». Esto me terminó de convencer de que allí olía a la colonia de mi madre y de que no eran imaginaciones mías. Mi novio también estaba percibiendo un olor distinto.
—Te asombrarías mucho. ¿Pensaste que tu madre estaba cerca de ti? ¿O que tu madre estaba en la casa? ¿Era como una presencia? —le pregunté.
Si la persona ha tenido este tipo de pensamientos, facilito su comunicación, ya que, adelantándome con mis preguntas, le demuestro que no tengo prejuicios hacia los mismos.
—¡Ufff! —dijo sacudiendo la mano—. Es que hubo otras cosas ese día. Eso no fue nada en comparación con lo que vino después.
—¿Qué pasó? —le dije inclinándome hacia ella.
—Me arreglé y me fui al hospital. No se me iba de la cabeza el recuerdo de mi madre. Cuando escuché las malas noticias que me estaba dando el médico, ya te puedes imaginar lo nerviosa que me puse. Cuando se marchó, tardé un rato en poder levantarme. Me preguntaba si habría llegado el momento de avisar a la familia, a la exmujer de mi hermano, si tenía que decírselo a mi sobrina, una adolescente que tiene una mala relación con él y pudiera ser una oportunidad para que hiciesen las paces antes de que se marchase. Mi mente no paraba de dar vueltas, cada vez más preocupada y con más ansiedad. Cuando por fin me levanté de la silla comprobé que me estaba mareando. Salí del despacho del médico en dirección al pasillo de la UVI como pude. Una enfermera se me acercó porque iba dando tumbos y cuando me preguntó si me encontraba bien, me abracé a ella llorando como una Magdalena.
—No me extraña que te pusieses a llorar después de la triste noticia. El impacto emocional tuvo que ser intenso —le dije imaginándome la situación.
Observé que Cristina no lloraba al recordar ese suceso. Estaba completamente metida en situación, relatándolo con cierta calma, como si se hubiese convertido en una observadora de sí misma.
—Cuando, con la ayuda de la enfermera pude controlarme —continuó concentrada y casi sin mirarme—, entré en la habitación y, al darle un beso a mi hermano, me dijo: «¿Sabes, Cristina? ¡Hueles a mamá!». Al escucharlo sentí que las piernas me temblaban y me senté en la silla que hay al lado de la cama. Empecé a marearme de nuevo. No sabía qué decirle, no quería mirarlo. Tenía miedo de echarme a llorar y tener que explicarle por qué. —Se calló un momento y se pasó la lengua por los labios. Supuse que estaba reviviendo la intensidad emocional de ese día.
—Tu hermano también te olió esa colonia de tu madre. ¿No te parece curioso?
La pregunta era hacia mí misma, no esperaba respuesta alguna.
El olfato es por excelencia el sentido capaz de evocar memorias más vívidas. Quizás sea por ello que la experiencia olfativa que nos recuerda a un ser fallecido sea una forma común de sentir su presencia. Si además es compartida por varias personas, el impacto emocional que causa se ve multiplicado.
El hecho de ser compartido por varias personas no es habitual, y lo dota de verosimilitud al tener la sensación de ser algo objetivo, algo que está fuera del sujeto y no en la imaginación o en la fantasía del mismo. Este caso resulta más extraño porque las personas que comparten la experiencia olfativa no están situadas en el mismo espacio físico, ni en el mismo momento, aunque hay toda una continuidad en el suceso. Cristina y su novio huelen la colonia de la madre estando en la casa familiar y el hermano enfermo la huele, al notarla en su hermana, en el hospital. En el transcurso de unas escasas dos horas, los tres habían percibido el particular perfume de la madre fallecida.
¿De dónde provenía o dónde estaba ese olor? ¿Estaba en el salón de la vivienda? ¿Estaba rodeando a la propia Cristina que nunca se puso la colonia favorita de su madre? Entonces ¿qué fue lo que olió el hermano?
¿Qué fue lo que olieron ella y su novio?
Todas estas cuestiones estaban rondando por mi cabeza a gran velocidad cuando Cristina me sacó de mis reflexiones, para seguir provocando mi asombro.
—Pero ahí no quedó la cosa —me dijo mirándome a los ojos—. Es que hubo más —asintió varias veces con la cabeza.
—Pues cuéntamelo si quieres. ¡Ya no me puedes dejar así! Cristina sonrió levemente y continuó con lentitud.
—Tratando de que mi hermano no se diera cuenta del estado de nerviosismo que en ese momento me invadía, hice varias respiraciones profundas cerrando los ojos. Intentaba calmarme cuando mi hermano, con una voz muy clara, me dijo: «Cristina, escúchame, ¡mamá está aquí!».
Abrí los ojos de golpe y miré a mi alrededor. Allí no había nadie, y mucho menos mi pobre madre, que en paz descanse —dijo negando suavemente con la cabeza mientras la inclinaba hacia abajo—. Miré a mi hermano con una inmensa tristeza. Realmente el médico tenía razón, le quedaba muy poco tiempo de vida. Estaba perdiendo la cabeza, alucinando o delirando. Le dije, más bien le supliqué, que se callara y que no dijese tonterías. —Se detuvo para coger aire de nuevo con más profundidad y apoyó las manos en la mesa.
—Estarías muy asustada —le dije comprendiendo la situación.
—Mucho. Yo no quería que siguiera hablando y que siguiera diciendo que mi madre estaba allí. Pero él insistía e insistía. Hubo un momento en el que hasta me tapé los oídos —dijo llevándose las manos a las orejas y negando con la cabeza con cierta intensidad; luego se mordió el labio inferior y continuó entre dientes—. Tuve que escucharlo sin desear hacerlo.
—Pero ¿qué es lo que quería decirte?, aparte de que supieras que estaba viendo a vuestra madre —pregunté a sabiendas de que las visitas de los familiares fallecidos suelen encerrar un mensaje que es desvelado cuando se está dispuesto a escuchar.
—Mi hermano me dijo que llevaba días viendo a mi madre. Que acudía a visitarlo con frecuencia. Yo me asusté muchísimo más al escuchar esto. Mi hermano estaba viendo a mi madre desde hacía días y no me había dicho nada. —Movió la cabeza asintiendo levemente mientras, encogiéndose de hombros, curvaba los labios hacia abajo—. La gente cuenta que cuando un enfermo comienza a ver a seres fallecidos es que su hora está próxima. El médico me acababa de decir que mi hermano podría dejarnos en las próximas horas; yo había notado el perfume de mi madre y ahora me decía que la estaba viendo —me miró abriendo los ojos sin parpadear y me dijo—: en ese momento supe que mi hermano se moría.
Se quedó callada, abstraída mirando un punto indefinido de mi bata blanca.
—Cristina, si no te he entendido mal, tu hermano sigue vivo —intervine sacándola de su ensimismamiento.
—¿Eh? Sí, sí, sigue vivo —contestó tras una pausa—, no he terminado de contarte. Mi hermano me calmó al notarme tan alterada y me dijo:
«Cristina, no te he dicho que estaba viendo a mamá porque no era necesario hacerlo, hasta ahora. Mamá tiene un mensaje para ti y me ha estado insistiendo toda la mañana para que te lo dijera cuando vinieses a verme. Le he prometido que así lo haría».
—Espera, espera —le dije haciendo que detuviese la conversación con un gesto de mis manos— ¿tu madre tenía un mensaje para ti a través de tu hermano?
Quería estar segura de lo que estaba oyendo.
Las visitas del otro lado en la perimuerte suelen traer mensajes para los que están en el estado del tránsito, pero no suelen traer mensajes para los allegados. Esto era una novedad.
—Sí, mi madre tenía un mensaje para mí. Mi hermano continuó diciéndome: «Dice mamá que no te preocupes por nada. Que te tranquilices porque todo va a salir bien». Ese era el mensaje de mi madre. Mi hermano nada sabía de la conversación que acababa de tener con su médico. Y me quedé como absorta, mientras él repetía el mensaje de mi madre. —Me miró abriendo un poco los ojos—. Me pregunto qué querrá decir mi madre, ¿que mi hermano no va a sufrir? ¿O que mi hermano se va a curar?
—¿Tú que crees, Cristina?
—Te puede parecer una locura, pero yo creo que mi hermano se va a curar y se va a poner bien.
No quise hacer ninguna alegación a ese deseo profundo de mi paciente hacia su hermano y nos despedimos, no sin antes rogarle que me tuviese informada de la salud de su hermano.
Pasaron unas tres semanas cuando Cristina volvió a la consulta. Entró con una sonrisa y de manera resuelta tomó asiento.
La rehabilitación y fisioterapia de su mano iba progresando satisfactoriamente. Una vez finalizamos con su tema médico, le pregunté por su hermano.
—Pues está muchísimo mejor, doctora. Hace unos días que lo han pasado a planta. Ya no está en la UVI.
—Me alegro mucho —dije sonriente— ¿y ya saben qué es lo que le pasaba? ¿Han dado con el tratamiento adecuado?
—Pues no. Se ha puesto bueno sin saber siquiera de lo que se había puesto malo. Pero el caso es que está muchísimo mejor y me han dicho que, para la semana que viene, si sigue recuperándose como hasta ahora, le darán el alta. —Me sonrió ampliamente.
—Es una noticia estupenda —le contesté alegrándome de la recuperación de su querido hermano.
Alguna vez me los he encontrado paseando al perro por la calle, o tomándose un café en un bar de la zona del que son clientes. No ha vuelto a tener problemas de salud.
Cada vez que veo a Cristina y a su hermano, recuerdo el certero mensaje transmitido justo el día en que parecía más increíble dicha posibilidad.
La madre le transmitió a Cristina, a través de su hermano, un mensaje de esperanza y tranquilidad, no sin antes haberse hecho presente en la memoria de su hija a través de su olor particular. Estuvo tentada de avisar a toda la familia en espera del fatal desenlace, pero no lo hizo. Decidió esperar porque recibió un mensaje de su madre que, desde el otro lado, la siguió cuidando y le proporcionó palabras de esperanza y consuelo en las horas difíciles.
CAPÍTULO 5
EFECTO ADUANA. DIFICULTADES PARA PASAR
Puede suceder, durante los días previos al óbito, que los que están en ese trance manifiesten problemas para pasar al otro lado. El tránsito se les hace difícil y lo manifiestan utilizando metáforas para expresar los obstáculos que les «impiden» el paso. Cuando hay dificultades y el trabajo del tránsito se está viendo bloqueado por alguna circunstancia interna —que muchas veces desconocemos—, pueden expresarlas con frases que comienzan con un «no puedo…», por ejemplo, «no puedo pasar…», «no puedo saltar…» o bien «no me dejan…», y solicitan ayuda. Pero ¿qué es y en qué consiste esa incapacidad cuando refieren: «No puedo saltar o pasar»?
La visión de ríos, puertas o arcos que deben atravesar sería la visión de una frontera o límite que tendrían que traspasar para llegar al otro lado.
La comunicación verbal de los pacientes puede parecernos extraña, si no tenemos en cuenta el hecho de que, durante el tránsito, están deslizándose entre dos planos, dos estados de consciencia diferentes, y el lenguaje del enfermo se torna distinto y cambia.
La metáfora del río con sus dos orillas, separando una vida de la otra, es una de las más frecuentes. El río simboliza el tránsito y cruzarlo sería estar en tránsito. La puerta que comunica dos estancias ejerce el mismo papel de separar una vida de la siguiente. Pasar a través de ella sería el tránsito.
Me pregunto si, en realidad, existe el río, la puerta separando, cual frontera, ambos planos. Esa parece ser la aduana desde la que han vuelto aquellos que, teniendo una ECM, han decidido por sí mismos o se les ha hecho comprender que deben regresar por no haber llegado su hora. Esa frontera es el punto de no retorno y, una vez traspasada, no hay vuelta atrás.
No se suele conocer lo que piensan los que se están marchando. No solemos hablar o preguntarles sobre las experiencias y las visiones que pudieran estar teniendo. Muchos están tan enfermos que no pueden hacerlo.
Lo poco que sabemos en relación con el tránsito es a través de lo que la persona nos comunica verbalmente y puede que lo que dice no tenga sentido para aquellos que la escuchan, sobre todo, si desconocen el proceso de morir y las fases que está atravesando en el camino hacia el otro lado.
Cuando no pueden expresarse oralmente, se puede observar que, de un estado de inquietud se pasa a otro sereno y en calma sin saber qué es lo que está sucediendo.
Frases típicas de esta fase de efecto aduana son:
«Papá, mamá [u otro ser querido], ayúdame que no puedo pasar o no puedo saltar».
«Papá, mamá [u otro ser querido], aparta o quita este u otro objeto de este o aquel sitio».
«Papa, mamá [u otro ser querido], ¡ya puedo pasar…!, ¡ya puedo saltar!».
Con esta última frase, la comunicación de que ya pueden hacerlo podría no estar destinada a los presentes, sino a los seres del otro lado a los que se les solicitó ayuda con anterioridad y, ahora, se les informa de que ya están preparados y se sienten capaces de dar el paso.
FERNANDO Y LA PUERTA
Uno de mis primeros trabajos como médico fue en el servicio de urgencias de Ronda y, durante una de mis guardias, tuve mi primer acercamiento profesional a un caso de visita en el lecho de muerte. Disponíamos de una ambulancia con la que acudíamos a los domicilios de los pacientes que se encontraban incapacitados para venir a la consulta de urgencias. Un frío domingo de noviembre, sobre las seis de la tarde, el celador del servicio se acercó al estar[16], donde estábamos sentadas María, mi enfermera, y yo, y nos dijo:
—La nieta de una paciente está esperando en la puerta. Dice que su abuela se ha puesto mala. Vive en el campo y está lioso de llegar; ella irá delante para guiar a la ambulancia.
—¿La nieta está aquí? —pregunté para asegurarme.
—En la puerta —dijo girando hacia su puesto—. Está en su furgoneta esperando.
María y yo nos levantamos, cogimos nuestros maletines, que siempre estaban listos, y nos dirigimos hacia la puerta. Me acerqué a la furgoneta de la nieta y le pedí ir con ella para que me fuese contando lo que le sucedía a su abuela.
La ambulancia nos seguía de cerca. La nieta, una joven de veintitantos años, me comentó que su abuela había enfermado hacía cosa de unas dos semanas y, aunque había días en los que se encontraba mejor, había otros en los que recaía. Además, era diabética.
—Lleva varios días muy decaída y no quiere comer. Parecía que estaba mejor, pero desde anoche tiene fiebre.
Tener fiebre, diabetes y edad avanzada es una tríada a tener muy en cuenta.
—¿Y le habéis dado algo? —pregunté.
—Le estábamos dando paracetamol y la fiebre le bajó. Ahora no tiene fiebre que yo sepa, pero mi abuela no está bien.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué le notas?
Tardó unos instantes en responder.
—Es que esta mañana nos ha dicho que ha visto a su hermano Fernando, que falleció hace varios años. Dice que ha venido a verla y que han estado hablando.
Por unos instantes solo se oía el viento y el motor diésel de la furgoneta.
—Aquí los viejos dicen que cuando las personas están muy malitas —continuó la nieta— comienzan a ver a familiares fallecidos y que eso no suele ser buena señal.
Yo también había escuchado algo, pero era la primera vez que me lo contaban de primera mano.
Permanecimos en silencio hasta que, detrás de una pronunciada curva, una casona de dos plantas apareció como de la nada. Entramos en la casa siguiendo a la nieta hasta llegar a un dormitorio débilmente iluminado. En una cama antigua se encontraba una anciana recostada sobre unos almohadones colocados detrás de su espalda.
—Buenas noches, soy la doctora —me presenté acercándome a la enferma—. ¿Cómo se encuentra, doña Pura?
En ciertas zonas no es frecuente el tuteo y, aunque yo era muy joven, ella tampoco me tuteó.
—¿Cómo ha llegado aquí? ¿Por qué la han llamado? —preguntó algo nerviosa, mirando con desaprobación a su nieta—. Ayer estaba pachucha, pero hoy ya me encuentro mucho mejor, no tenían que haberla molestado.
—Su familia, que se preocupa por usted —le contesté—. Ya que estoy aquí, déjeme que le eche un vistazo para comprobar que todo va bien.
La visita médica se desarrollaba con normalidad cuando, al explorar el área cognitiva de la enferma con una serie de preguntas que contestaba con total normalidad y coherencia, se me ocurrió preguntarle por su hermano Fernando.
—Me han dicho que ha venido su hermano Fernando a visitarla, ¿es verdad?
—Mi hermano Fernando hace tres días que viene a verme —dijo tras unos segundos en los que volvió a interrogar con la mirada a su nieta.
—¿Hace tres días que lo ves? ¡Si me lo dijiste ayer! —exclamó la nieta.
—¿Y qué quiere su hermano? ¿Para qué viene a verla? Se giró hacia mí al preguntarle.
Mi curiosidad me hizo preguntar, y obtener respuestas me animó a seguir investigando otros casos de perimuerte que se me han ido presentando a lo largo de mi carrera.
—Ha venido a ayudarme —dijo doña Pura—. En esa puerta —señaló una de las esquinas de la habitación situada a los pies de la cama— hay unos cuadros, y le digo a mi hermano que los quite porque no puedo pasar. Mi hermano los va quitando poco a poco y, cuando la puerta se quede libre, ya podré pasar.
Mientras doña Pura hablaba, yo miraba la esquina y no, no veía ninguna puerta ni ningunos cuadros.
—¿Y quedan muchos por retirar?
Pensé que quizás doña Pura tenía razón y se iría cuando la puerta quedase libre y sin obstáculos.
—Ya quedan muy pocos, doctora, quedan muy pocos —dijo antes de cerrar los ojos con suavidad hundiendo su blanca cabeza en los almohadones.
Antes de marcharme, hablé con la nieta y le pedí que me mantuviera al tanto de lo que sucediese; aunque físicamente no presentaba síntomas alarmantes, me quedé intranquila.
A la mañana siguiente, antes de que la guardia concluyera, llamó la nieta al servicio de urgencias. Quería hablar conmigo para comunicarme que su abuela había fallecido durante la noche.
—Mi abuela se ha ido —y tras una pausa me dijo—: ¿Sabes que las últimas palabras han sido para mi tío Fernando?
—Ah, ¿sí? ¿Y eso? —le dije al otro lado del teléfono.
—Ella decía que su hermano la visitaba, pero nadie le había preguntado qué era lo que quería hasta que tú lo hiciste. Antes de irme a dormir la oí hablar, me acerqué a la puerta de su dormitorio y oí que decía: «Fernando, espérame, ya puedo pasar». Cuando entré en la habitación para darle un beso, se calló y yo no pregunté nada. Esta mañana la hemos encontrado inconsciente y ha fallecido hace un rato. He pensado en ti y en tu conversación con mi abuela. Gracias a la conversación de ayer contigo, en la que dijo que su hermano venía a quitarle unos cuadros para poder pasar, sus últimas palabras han tenido sentido.
La nieta encontró un sentido a las últimas palabras de su abuela al existir una coherencia entre lo que esta decía que veía y sus últimas palabras.
Pero ¿qué representaban los cuadros? ¿Por qué doña Pura tenía esos impedimentos para pasar? ¿Por qué le pidió ayuda a su hermano, y qué clase de ayuda le proporcionó quitando cuadros o impedimentos hasta que pudo pasar? ¿Qué ocurre en nuestro plano para que desde el otro puedan hacer desaparecer obstáculos y poder pasar? Entonces ¿son impedimentos de este plano o del otro?
Tal vez las dificultades tengan que ver con el miedo o la culpa, o puede que la dificultad esté en el hecho mismo de la transferencia de la consciencia a otro plano. No sabemos si las dificultades son de este plano o del otro, pero lo que sí sabemos es que, en algunas ocasiones, piden ayuda a sus seres queridos fallecidos para emprender el viaje que los lleve a estar juntos de nuevo.
EL PASTOR Y LOS PERROS
Mariano era un pastor de setenta y nueve años que se había criado en el campo. Su padre cuidaba de un rebaño y, cuando Mariano tuvo siete años, abandonó la escuela para ayudar a su padre y a la economía familiar.
Cuando enfermó se trasladó a una casa justo al lado de su sobrina, María Isabel, que era la familiar más cercana de Mariano y también mi paciente.
Esa mañana María Isabel me dijo que quería hablarme de su tío y sus dolencias.
—Aunque mi tío está más tiempo en el hospital que en su casa, doctora. Y me puso en antecedentes acerca de la enfermedad crónica que padecía.
No volví a saber nada de ella hasta unos tres meses después, cuando acudió por motivos de salud, y al terminar su consulta me preguntó:
—¿Recuerdas que te dije que mi tío Mariano se había instalado cerca de mi casa?
—Sí, sí —dije asintiendo y haciendo memoria—, algo recuerdo, pero no lo conozco todavía.
—El pobre ya descansa en paz. Falleció la semana pasada. Cada dos por tres teníamos que llevarlo al hospital y al final nos suplicó que no lo moviésemos de su casa. Quería estar tranquilo y se encontraba muy cansado.
—Lo siento mucho, espero que por lo menos se haya ido sin sufrir, en su cama —le dije mientras observaba cómo la boca de María Isabel se curvaba hacia abajo—. ¿No ha sido así? —le pregunté.
—Pues no, la verdad. Al final estuvo muy intranquilo —negó con la cabeza—. Los últimos días estaba muy nervioso, y el día antes de morir —Isabel se detuvo abriendo mucho los ojos—, de repente, estaba muy inquieto y ¡empezó a gritar!
—¿Sí? ¡Vaya, tuvo que ser muy difícil verlo en ese estado de inquietud! Hay ocasiones en las que el tránsito hacia el otro lado se puede hacer difícil y complicado, y se manifiesta con desasosiego, agitación, inquietud. Quizás hubiese algún tema que le preocupase o atormentase.
—Eso que dices tiene sentido —repuso con lentitud, y se inclinó hacia delante asintiendo—. Comenzó a gritar: «Quítenmelos, apártenlos, que no me dejan pasar», y hacía gestos con las manos como apartando algo que supuestamente estaba a los lados de la cama y, cuando miraba hacia una esquina del dormitorio le aparecía un gesto de terror. Siento escalofríos solo de recordarlo.
Observé como la cara de mi paciente se iba contrayendo, el entrecejo y los labios se le arrugaban mientras hacía gestos con los brazos, como desprendiéndose de algo.
—Estarías muy asustada.
—Sí, tenía mucho miedo, doctora y, en cuanto podía, salía de la habitación. No quería ver esa escena de terror. Pero tenía que cuidar de mi tío, el pobre. —Se detuvo un instante y comenzó a negar con la cabeza—. Llevaba un rato con esos gritos y mi marido, que estaba más calmado que yo, le preguntó: «Mariano, ¿qué es lo que no te deja pasar? ¿Qué es lo que quieres que quitemos?». Yo miraba a mi esposo y le hacía gestos para que no continuase con esa conversación. No quería que respondiese porque no quería que contase lo que veía para no asustarme más de lo que ya estaba. Mi tío entonces cogió las manos de mi esposo y le dijo señalando con la cabeza: «Los perros, hay muchos perros que no me dejan pasar, quítalos de ahí».
—¿Perros? ¿Estaba viendo perros? —pregunté algo asombrada—. ¿Tienes idea de por qué veía perros que lo aterrorizaban?
La figura del perro está asociada al tránsito en diversas culturas. En la mitología griega, Cerbero era el can que guardaba la entrada del inframundo cuidando que ningún ser vivo entrase y ningún muerto saliese. Era el guardián de la frontera, de ese punto de no retorno.
—Había maltratado mucho a los perros —dijo María Isabel pensativa—. Les había pegado y no fue bueno con ellos en vida. Yo le regañaba muchas veces cuando iba a visitarlo y veía la manera en la que trataba a los pobres animales. Ahora, ¿los perros estaban allí para que supiese el daño que les había hecho? ¿Lo estaban atormentando como él había hecho con ellos? —reflexionó la sobrina.
¿Por qué los perros no le dejaban pasar? ¿Le estaban haciendo saber de su crueldad para con ellos? ¿O era el propio tío el que «materializó» sus remordimientos?
Hubiese sido interesante que Mariano hablase con esos perros para preguntarles lo que deseaban, y lo que él podía hacer para que se apartasen y le dejasen el paso libre. ¿Hacer frente al terror dialogando con los perros le hubiese ayudado a pasar? ¿Le hubiese ayudado a entender su visión?, ¿y este entendimiento hubiese ayudado a que el terror desapareciese?
Si el motivo era, según su sobrina, los actos crueles que había realizado en vida con esos animales, ¿se pueden presentar los actos crueles que hayamos cometido cuando estemos en el tránsito?
Creo que los sentimientos de culpa son una de las circunstancias que obstaculizan la última etapa, ya que nos acechan los remordimientos. Pero también es una oportunidad de revisar lo que no hayamos hecho bien y perdonar nuestra falta de empatía y de bondad.
Hay casos recogidos por otros autores, como el doctor Christopher Kerr[17], de excombatientes de guerra que se las han tenido que ver con soldados enemigos, tanto en sueños como en visiones, hasta que se ha logrado estar de «baja» para la guerra y se ha podido cruzar en paz.
Otros obstáculos podrían ser traumas que la persona haya padecido, como abusos o violaciones, y que vuelven al presente al ser rememorados en la revisión vital.
Si entendemos los obstáculos a los que se enfrenta el que se está marchando, tal vez podamos entender mejor su lenguaje y sus visiones. Como también podremos entender las nuestras. Aunque a mí me gustaría llegar a la última etapa con los deberes hechos y los remordimientos bajo control.
NO PUEDO SALTAR
Una mañana después de desayunar me encontré en la puerta de la consulta a José Antonio, un joven de unos treinta años que acudía poquísimo a verme, ya que gozaba de una excelente salud, cosa normal en las personas de su edad.
Me extrañó verlo de pie en la puerta de mi consulta y no sentado en la sala de espera. Pensé que algo lo impacientaba o le preocupaba.
—¿Todo bien, José Antonio? —le pregunté mientras le indicaba que se sentara.
Entró nervioso y algo torpe en los movimientos, y hasta tropezó con la silla antes de sentarse.
—Doctora, estoy preocupado por mi madre. Desde que murió mi padre no es la misma y ha ido de mal en peor.
Asentí pensando que, en una pareja que lleva unida muchos años, la falta de uno de los miembros provoca un cambio profundo en el que se queda.
—Vaya, lo siento mucho, ¿cómo está ahora?
—Hace unos seis meses le detectaron un cáncer de ovario. Se ha venido a mi casa, no quiero que esté sola.
Estuvimos hablando sobre la enfermedad de su madre y me entregó muchos informes de oncología y de urgencias para que supiese en qué punto se encontraba.
Un poco antes de irse se quedó callado y apretó los labios. Pensé que deseaba decirme algo más y que no sabía cómo hacerlo.
—¿Deseas alguna cosa más? —Le sonreí.
—Es que mi tía, la hermana de mi madre, también murió de cáncer, hace ya cuatro años.
Le preocupaba mucho el antecedente de la muerte de su tía porque quizás su madre podía correr la misma suerte.
—José Antonio, no hay enfermedades, sino enfermos. Quiero decir que cada caso es distinto y depende de muchos factores. Tu madre no tiene por qué terminar como su hermana. —Me detuve y lo observé con la cabeza agachada casi inmóvil—. ¿Hay algo en especial que te preocupa? Puedes contármelo, si quieres.
—Mi madre —se interrumpió—…, verás, no sé cómo decirte esto —comenzó a balbucear y me miró un instante—, dice que la semana pasada vio a mi tía —me miró a los ojos asintiendo y repitió— sí, mi tía, la que murió de cáncer. Ahora mi madre dice que la está viendo y me da mucho miedo. —Se interrumpió y entrelazó sus manos con algo de fuerza dejándolas caer sobre la mesa.
—¿Está viendo a su hermana? ¿Tu madre está confusa o muy medicada?
—No, toma la misma medicación que le estaban dando en el hospital. Mi madre habla de todo lo demás con coherencia. No sé qué pensar cuando dice que la visita su hermana. Yo le digo que su hermana falleció, pero ella me mira y se calla.
—Imagino que has oído que las personas enfermas pueden comenzar a ver a los seres que han cruzado al otro lado —le dije.
—Algo he oído, por eso estoy preocupado. ¿Crees que es eso lo que le está pasando a mi madre?
—Bueno, es una posibilidad. Si por lo demás está bien, orientada y coherente, lo mejor es observarla y ver cómo se desarrolla la situación. Cuando afrontamos la última etapa de nuestra vida, parece ser que no lo hacemos solos y acuden visitas a ayudarnos para facilitar el tránsito. Y esto puede suceder bastante tiempo antes de cruzar. Por ahora, observación y a ver qué pasa.
—Gracias doctora, no sé por qué, pero lo que me has dicho me ha dado paz —me dijo antes de marcharse.
Esto me sucede muy a menudo. Cuando les hablo, bien a los pacientes o bien a sus allegados, sobre los procesos del tránsito o en concreto sobre las visitas en el lecho de muerte, suelen confesarme que les causa tranquilidad. ¿Existe algo dentro de nosotros que se calma o alivia cuando escuchamos esta información? Yo creo que sí, estoy convencida de que existe a un nivel intuitivo, más profundo que el intelectual, esta información, y que con ese nivel es con el que entendemos el mundo espiritual.
Al cabo de unas semanas José Antonio acudió de nuevo, en esta ocasión, para comunicarme el fallecimiento de su madre. En pocos días, la enfermedad se había complicado y ya no se pudo hacer nada.
—He tenido en cuenta lo que hablamos y estuve atento por si la escuchaba de nuevo hablar de su hermana.
—¿La volvió a ver?
—No sé si la veía, pero la escuchaba hablar y le decía: «Ana, ayúdame»; otras veces decía: «Ana, ayúdame, no puedo saltar». Ana es mi difunta tía, la hermana de mi madre.
—¿Saltar? ¿Eso decía tu madre? ¿Que no podía saltar? —le pregunté algo asombrada al ser esa la primera vez que escuchaba este término para expresar una dificultad en el tránsito. Con el tiempo descubrí, al leer otros casos, que es un vocablo bastante utilizado.
—Sí, eso decía. A veces se lo decía a su hermana, otras veces simplemente decía: «No puedo saltar», y lo decía con cierto desasosiego, con inquietud. A veces parecía que estaba dormida y otras veces estaba más espabilada. Así pasó los últimos días, entrando en una especie de sueño o sopor, y saliendo brevemente de él. Al final, estaba más tiempo dormida que despierta.
—¿Se fue tranquila al final?
—Sí —me dijo asintiendo—, en las últimas horas noté un cambió en su respiración. Respiraba más despacio, con otro ritmo. Pensé que esa respiración quería decir que se iba a marchar pronto.
—Me alegro de que se pudiese ir tranquila. Eso también ayuda a los familiares. —José Antonio sonrió levemente y me animé a preguntar—. ¿Y qué pasó con lo de poder saltar?, ¿lo volvió a decir?
—No, en los últimos dos o tres días ya no dijo nada, casi no se despertaba, pero unas dos horas antes de fallecer, estuvo con los ojos abiertos durante un rato, y mirando hacia un punto como a los pies de la cama, dijo: «Espérame, ya voy», y volvió a cerrar los ojos.
—¿Por qué crees que dijo: «Espérame, ya voy»? —le pregunté.
Mi experiencia me dice que los testigos tienen sus propias teorías y que, en muchas ocasiones, son intuitivas y cargadas de sentido. Son apreciaciones valiosas, puesto que orientan mucho sobre lo que pueda estar pasando realmente en ese momento.
—No lo sé muy bien. Yo creo —me dijo lentamente— que de verdad estaba viendo a su hermana y le pedía tiempo para «poder saltar», por usar las mismas palabras que usó mi madre. Y que cuando dijo que la esperara fue porque ya estaba preparada para irse. Lo que he vivido junto a mi madre estos últimos días te puedo decir que ha sido hermoso, la he acompañado y creo que ella se ha sentido segura conmigo. Ha sido una pérdida muy grande para mí, pero siento que he estado con ella y ella no se ha sentido sola.
Algo que me sucede a menudo es que cuando los familiares acompañan y están cerca de los seres queridos en su tránsito, entendiendo lo que está pasando, me refieren que ha sido hermoso o utilizan algún término parecido, para expresar que se han marchado rodeados del amor de los que quedan aquí. Así, la muerte no se convierte en una gran tragedia donde se ha librado y perdido una batalla, sino en un paso obligatorio y natural dentro del ciclo de la vida. Se ha podido acompañar con comprensión y, junto con el amor que profesamos, hacen que el tránsito pueda ser sentido como algo hermoso y que merece la pena haber vivido como testigo.
CAPÍTULO 6
EXPERIENCIAS COMPARTIDAS
Una experiencia compartida es aquella en la que los testigos pueden ver lo mismo que la persona que está partiendo.
Raymond Moody[18] las define como «visiones de una realidad espiritual que se abren como un lúcido abanico ante los ojos de aquellos que se hallan en la situación de acompañar a una persona en el momento de su muerte; visiones que desafían a la lógica y a la razón, pero que ocurren, desconcertando y reconfortando al tiempo a los testigos».
Los testigos son personas que acompañan al enfermo y que narran experiencias detalladas y sorprendentes que no pueden ser atribuidas ni a la falta de oxígeno ni al efecto de la medicación.
Estas personas pueden ver lo mismo que está viendo el que se está marchando, bien la visita del otro lado que está recibiendo el enfermo o bien el mundo espiritual al que está accediendo y se despliega ante los ojos sorprendidos del testigo.
LA CÓRDOBA
Esta experiencia compartida me llegó a través de Juan, un buen amigo y compañero de promoción. Nos conocimos en el grupo de prácticas de anatomía durante el primer año de carrera.
Una de las primeras experiencias a las que se enfrenta un estudiante de Medicina con dieciocho años recién cumplidos es la visión y disección de un cadáver. Un cuerpo humano donado para que un grupo de estudiantes comiencen a formarse como médicos.
Un día tuvo conocimiento de que estaba interesada en temas relacionados con lo que sucede en la perimuerte a través de una de mis conferencias que vio casualmente en YouTube.
No es muy frecuente hablar sobre temas referentes al proceso de morir en general, pero entre los compañeros de profesión todavía menos. Para un médico, morir puede ser considerado como el fracaso de todos los esfuerzos realizados para prolongar la vida. Creo que este concepto de equiparación de la muerte con el fracaso profesional es uno de los elementos que pueden bloquear el acercamiento al proceso de morir, ya que, si la muerte solo se aborda desde el punto de vista físico, puramente material, lo cierto es que el cuerpo está llegando a su fin.
Pero el proceso de morir abarca otras vertientes, como la emocional y la espiritual, o el traspaso de la consciencia a otro plano, como ya hemos visto en este libro, aunque son vertientes ampliamente ignoradas. Sobre todo, esta última.
Mi amigo me llamó porque quería contarme lo que le había sucedido con sus padres y deseaba mi opinión. Una tarde quedamos y, tras ponernos al día sobre las cuestiones cotidianas, pasó a relatarme el caso de su madre:
—Mi madre, una mujer muy trabajadora que apenas sabía leer ni escribir, fue la principal instigadora para que yo estudiase. A mi padre, que tampoco tuvo acceso a la educación en aquellos años de posguerra, no le hubiese importado que fuese mecánico y le ayudase en su taller. Pero mi madre se empeñó en que fuese a la universidad.
—El empeño de los padres es fundamental para el desarrollo intelectual de los hijos —respondí asintiendo.
—Era una mujer muy pragmática y con los pies en la tierra, por eso, cuando escuché lo que me contó, no supe qué pensar, pero lo mantuve guardado en mi memoria hasta hoy.
—A veces las mujeres tenemos más experiencias de este tipo, tal vez porque somos más intuitivas o porque sabemos expresar mejor nuestras emociones.
—Puede que sea así. Pero en mi caso te voy a contar lo que les sucedió a mi madre y a mi padre. —Se detuvo para inhalar hondo y comenzó—. Fueron dos las ocasiones en las que mi madre vio a la Córdoba.
—¿La Córdoba?
—La Córdoba era una vecina. La recuerdo de siempre. Mi madre dice que llegó de Córdoba y que por eso la llamaban así. Se fue a vivir a la vivienda aledaña a la nuestra cuando yo era muy pequeño. Había muerto hacía unos diez años cuando tuvieron lugar los hechos que te voy a relatar. No es que fueran grandes amigas, ¿sabes?
—Entiendo, solo eran vecinas sin una relación especial.
—Como te decía, fueron dos las ocasiones en las que mi madre vio a la Córdoba. La primera vez fue cuando mi abuela se estaba muriendo.
—¿La madre de tu madre? —pregunté para saber de quién hablábamos.
—Sí —dijo asintiendo—, cuando mi abuela estaba muy enferma, mi madre decidió llevársela a vivir con ella. Yo ya estaba casado. Iba a visitarlos a menudo y, en esos tiempos, además, me encantaba atender a la abuela, estar a su lado y que presumiera de su nieto «el médico».
—Los mayores rodeados de la familia, de los hijos, de los nietos, se sienten mejor que cuando están solos —dije pensando en la situación de aislamiento que viven muchos de mis pacientes ancianos.
—Un día mi abuela estaba peor. Me preocupé y, cuando me senté en el salón pensando en lo que podía hacer, mi madre se acercó y me dijo de manera confidencial que estaba viendo a la Córdoba.
—¿Te lo dijo así, sin más?
—Bueno, me dijo que llevaba como unas dos semanas viéndola y que se lo había dicho a mi padre, pero que él no le había dado importancia. Como yo era médico quería saber mi opinión. Sobre todo, porque desde hacía unos días notaba que mi abuela estaba empeorando.
—Normal. Creo que los médicos deberíamos saber de estas cosas, porque son situaciones que se suelen presentar en enfermos terminales, y en ocasiones, nos las cuentan los enfermos o los que están con ellos. Por lo menos deberíamos saber que existen y que forman parte del proceso natural de morir —le dije mientras él se inclinaba hacia mí moviendo afirmativamente la cabeza.
—En alguna ocasión mis pacientes me han contado algo, pero no he sabido qué responder.
—Los testigos, o los propios pacientes, tienden a no contar estas experiencias al personal sanitario, tal vez porque este no le da la importancia que tienen o por si achacan estas visitas al cerebro enfermo del que está agonizando; o tal vez sepan, por las historias que han escuchado, que cuando comienzan a ver a fallecidos, es porque estos vienen a recoger o a acompañar al enfermo y el final puede estar cerca. En hospitales o residencias no se suelen recoger casos y testimonios de lo que les sucede a los pacientes en la fase agónica en cuanto a visitas y sucesos de los que hablo y que son propios de la perimuerte. Son difícilmente comunicados, entendidos y apreciados, con lo que no sabemos las cifras reales de pacientes a los que les sucede.
—Cuando me lo contó mi madre no sabía qué decirle ni a qué atribuirlo porque no estaba enferma ni tenía alucinaciones ni deterioro cognitivo ni tomaba medicación. —Entrelazó los dedos encima de la mesa y se dirigió a mí como haciéndome una confidencia—. Pero cuando escuché tu conferencia encajaron muchas cosas y comencé a entender lo que mi madre me contó. Lo de las visitas que reciben las personas en estado terminal y cómo, en ocasiones, aquellos que están con el enfermo, también pueden verlas.
—No es frecuente que los testigos puedan ver a esas visitas que están acompañando a los que están partiendo, pero, cuando ocurre, le aporta credibilidad al ser un hecho objetivo, no una visión subjetiva del que se está marchando. Podría pensarse que esas visitas y esos fenómenos corresponden a un cambio químico cerebral propio de la agonía, pero ¿qué explicación hay cuando el enfermo y el testigo sano ven lo mismo?
—No lo sé, pero mi madre decía que veía a la Córdoba en la habitación donde estaba mi abuela enferma. Me dijo que, cuando entraba en la habitación de mi abuela, la Córdoba solía estar sentada en el borde de la cama y que, en ocasiones, se las encontraba a las dos hablando tranquilamente. Mi madre le preguntaba a mi abuela: «Mamá, ¿esa no es la Córdoba?», y mi abuela le decía que así era. Mi madre se asustaba y se lo decía a mi padre que, tal vez porque estaba más asustado que mi madre, no quería ni oír hablar del tema. Cuando me lo contó, no supe qué decir. La escuché sin más.
—Y mucho es que la escuchaste. Otros simplemente hubieran terminado prematuramente la conversación aduciendo que todo es una sarta de «tonterías» o lo hubiesen achacado a una imaginación muy viva propiciada por el estrés del momento, dando así una respuesta simple a un suceso profundo y complejo. Si no sabes de estas cosas y no sabes qué respuesta dar, mejor no dar ninguna. Por lo menos, confesar que uno es ignorante en estos temas podría ser un impulso para su investigación y estudio.
Pensé que durante la carrera nadie nos enseñaba acerca del proceso de morir y que, si ya parecía extraño que el enfermo pudiera ver seres fallecidos, más extraño era que los testigos, que están sanos, pudieran ver lo mismo. En estos casos no es posible achacar lo que le sucede a un cerebro con hipoxia[19] o que ha puesto en marcha un mecanismo fisiológico para calmarse a sí mismo frente a la inmediatez de la muerte. Los testigos están sanos y sus cerebros también, sin embargo, observan y acceden al mismo plano al que está accediendo el enfermo.
—A las pocas semanas, mi abuela falleció y mi madre dejó de ver a la Córdoba. Varios días después del funeral de mi abuela me dijo: «Juan, no he vuelto a ver a la Córdoba desde que tu abuela murió». La experiencia de mi madre se quedó grabada aquí —dijo dándose unos golpecitos en la sien con su dedo índice.
—Estas cosas quedan en algún lugar de la mente y no se olvidan.
—Dos años después mi madre volvió a ver a la Córdoba, aunque las circunstancias eran muy distintas —continuó mi amigo.
—Cierto, me has dicho que la vio en dos ocasiones.
—La segunda vez fue cuando mi padre estaba muy enfermo, con un aneurisma[20] cerebral a punto de una rotura que le hubiese llevado a una muerte segura en cuestión de minutos. La solución era la cirugía, pero el aneurisma estaba en un lugar tan delicado que lo más probable era que, de salir vivo, le quedaran graves secuelas. Un plan, vaya.
—Recuerdo esa época y lo preocupado que estabas. Tu padre se recuperó sin secuelas, creo recordar.
—Sí, lo operaron y ahora está muy bien. —Sonrió mi colega relajando el rostro—. Esperando la cirugía estuvo varios días en el hospital en estado crítico. No le daban esperanzas de que fuese a salir bien. Yo estaba muy preocupado. Justo antes de la operación mi madre me dijo: «Juan, he vuelto a ver a la Córdoba», y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Recordé que mi madre la había visto cuando murió mi abuela y, si la estaba viendo ahora, ¿podría significar que mi padre correría la misma suerte?
—Es verdad. Escuchar eso te tuvo que dar miedo.
—Pues sí. Pero mi madre me tranquilizó cuando me contó su «encuentro» con la Córdoba. El día antes de la operación estaba especialmente nerviosa. Se preguntaba si mi padre saldría vivo de la cirugía y, de ser así, si quedaría con graves secuelas. Además, con lo débil que mi padre se encontraba, ¿podría soportar una cirugía? Con este pesimismo se fue a casa a descansar un rato y se sentó en el sofá del salón. Entonces vio que, desde el pasillo, la Córdoba acudía a donde ella estaba, y cuando se situó cerca de mi madre, le dijo: «No te apures tanto con tu marido, mujer, que todo va a salir bien», y se desvaneció. Mi madre, tras pasar un rato asombrada por la aparición, quedó en calma y comenzó a albergar la esperanza de que todo iba a ir bien. Cuando estábamos en la puerta del quirófano, justo antes de que metieran a mi padre, me lo contó. Pensé que estaba sugestionada porque ese era su deseo, el deseo de que todo saliese bien. Pero, al final, la información fue correcta.
—Y tu padre salió bien de la operación.
—Contra todo pronóstico, y sigue estando bien —dijo sonriendo—. No quise creer a mi madre y tampoco quería albergar falsas esperanzas. Más bien era que no sabía qué pensar de todo aquello —se detuvo un instante y me preguntó con un brillo en los ojos—. Pero ¿sabes lo que más me impactó de todo?
—No —negué con la cabeza.
—Pues que mi padre, en esos días críticos que pasó en el hospital, me decía que veía a su madre ya fallecida, que iba a verlo y que le sonreía. No sé por qué, pero me parecía que las mujeres eran más sensibles o estaban más cercanas a este tipo de cosas sobrenaturales, o extraordinarias o como quieras llamarlo, pero cuando me lo contó mi padre —se detuvo negando con la cabeza—, cuando me lo dijo, tuve la certeza de que, en realidad, estaba viendo a su madre. Yo le preguntaba cómo era eso y no me contestaba. Solo me decía que le consolaba mucho ver a su madre, que lo miraba sonriente. Le calmaba, le daba paz. Y a mí también me calmaba y sentía paz cuando lo escuchaba. Aunque no entendía, ni entiendo, cómo era posible que viese a su madre, no dudé de que así era.
—Cuando nuestros seres queridos muy enfermos nos hacen confidentes de sus experiencias y escuchamos lo que nos dicen, se suele compartir el mismo estado emocional que experimenta el enfermo. Es importante para este que, en momentos de preocupación, se pueda calmar a los seres queridos compartiendo la experiencia de la visita y las emociones que le despiertan.
¿Intervino la madre en la curación de su hijo o acudió solamente con la intención de consolarlo? Aunque el consuelo y la paz reducirían el estrés, y, por lo tanto, favorecerían la recuperación de cualquier cirugía, ¿las secuelas? No tuvo ninguna.
Mi amigo se sintió reconfortado al saber que su padre estaba siendo visitado por su madre y que le estaba dando calma y paz, además de albergar cierta esperanza con el mensaje que le transmitió la Córdoba a su madre. Ambos mensajes propiciaron consuelo a su preocupación en días difíciles hasta que su padre salió del peligro.
La madre de mi compañero accedió al plano del tránsito cuando su madre estaba muriendo, y pudo ver a la vecina que la acompañaba y le hablaba todos los días hasta su fallecimiento, pero ¿de qué hablaban la enferma y la Córdoba? ¿Estarían recordando anécdotas que vivieron juntas?
¿Estaría la Córdoba dándole indicaciones o aconsejando acerca de cómo realizar el tránsito y cómo desenvolverse en los primeros momentos al cruzar el umbral? En resumen, ¿para qué visitaba la Córdoba a su antigua vecina ahora moribunda? Eso ya no lo sabremos porque, como en tantas ocasiones, la sorpresa y quizás el recelo ante lo que se está viendo, bloquean la curiosidad para averiguar el motivo de la conversación y de la visita.
Las experiencias de muerte compartidas son especialmente interesantes, ya que una experiencia que frecuentemente es subjetiva se convierte en algo objetivo. ¿Podría ser esta la prueba de que la muerte abre un portal entre dos planos o estados de consciencia, y aquellos que se encuentran cercanos al que se está marchando pueden asomarse también a ese portal y ver el otro lado?
EL CAMINO DE LUZ
En ocasiones, los que caminan por la frontera entre la vida y la muerte también pueden echar un vistazo al otro lado y acceder a contemplar el «paisaje» del más allá.
Ya he relatado algunos casos en los que los enfermos han visto bellos paisajes que incluyen un río, jardines de colores vibrantes con hermosas flores o una luz de características especiales.
Lo habitual, en las experiencias de muerte compartida, es que sean los familiares o allegados los que tengan, por unos minutos, la misma experiencia que está teniendo el que se está marchando. En este caso la testigo no conocía a la enferma que estaba partiendo, lo que no fue ningún impedimento para percibir el mundo espiritual que se estaba abriendo para acoger al espíritu de la persona que partía.
Habían pasado dos años de la muerte de su madre cuando Martina, una paciente de treinta y ocho años, acudió a consulta por un inicio de bronquitis.
—Vengo con asfixia, me ha costado subir las escaleras —me dijo al sentarse—, este tiempo primaveral me sienta muy mal.
Una vez que la hube explorado y prescrito la medicación correspondiente, se sentó abrochándose la camisa y, mirando hacia mi mesa me preguntó señalando un libro que tenía allí:
—¿Puedo? —Alargó su mano para cogerlo tras mi consentimiento—. La vida entre vidas —leyó en voz alta—. ¿De qué va? Tiene un nombre muy extraño.
—Pues va exactamente de lo que indica el título, de lo que nos sucede cuando estamos entre dos vidas. Presupone que existe la reencarnación y que, cuando terminamos una vida, pasamos a un plano de luz en el que seguimos trabajando sobre lo que hemos vivido y experimentado en este plano terrenal. Es un proceso de aprendizaje continuo lo que realizamos en ese otro plano. Llegado un momento, sentimos la necesidad de regresar para experimentar ciertos aspectos que aún necesitamos aprender o matizar, y lo hacemos a través de una nueva encarnación o vida en la tierra.
—¿Tú crees en esas cosas? —me dijo ojeando el mencionado libro de Michael Newton.
—Creo que nuestro cuerpo está habitado por un espíritu que regresa al plano que le corresponde una vez que finaliza una determinada vida. ¿Y tú qué piensas?
—¿Yo? ¡Ufff!… Yo no pienso… Yo sé que existe el otro lado —dijo dejando el libro en la mesa e inclinándose hacia atrás con una leve sonrisa.
—¿Lo sabes? —Arrugué el entrecejo—. ¿Cómo es que lo sabes?
—Porque lo he visto.
—¿Lo has visto? —pregunté abriendo los ojos—. ¿Acaso has tenido una ECM?
—¿Una qué?
—Una experiencia cercana a la muerte, donde el espíritu abandona el cuerpo por un breve periodo de tiempo al encontrarse, normalmente, en muerte clínica y puede ver el otro lado.
—No, ninguna ECM.
—Bueno, no sé si quieres contarme lo que te sucedió para que pudieras ver el otro lado, estaría encantada de escucharte.
Martina me sonrió y comenzó a relatarme su experiencia.
—Fue la última vez que mi madre estuvo ingresada. Yo me pasaba allí el día entero con ella.
—Me acuerdo. Hará unos dos años.
—En la habitación de al lado estaba ingresada una señora mayor. Su hermana cuidaba de ella. La hermana y yo coincidíamos de vez en cuando en el pasillo y, como estuve con mi madre dos semanas, acabamos trabando cierta amistad.
—Un hospital es como un pequeño pueblo. Si pasas suficiente tiempo, acabas conociendo al personal y a los pacientes que tienes más cerca.
—Se le acaba tomando cariño a la gente —dijo asintiendo— y las hermanas parecían muy buenas personas. La que estaba ingresada era una maestra jubilada que se pasaba el día dormida porque ya estaba muy enferma. Una tarde, la hermana que la cuidaba entró en la habitación de mi madre para pedirme el favor de quedarme al tanto de su hermana. No se había despegado de su lado desde hacía dos o tres días esperando el desenlace, pero necesitaba ir a su casa, darse una ducha y recoger algo de ropa para pasar de nuevo la noche en el hospital. Me dejó su número de teléfono por si surgía algo y se marchó deprisa.
—Son días muy duros para todos. La familia casi no descansa y acaban agotados.
—No habían pasado ni diez minutos cuando entró una enfermera en la habitación y me preguntó si era yo la que se había quedado a cargo de la señora de la habitación de al lado y, al responderle que sí, me dijo que iban a avisar al familiar, que la muerte de la señora era inminente. Yo pensé:
«Vaya, justo ahora, cuando su hermana acaba de irse». Me levanté para ir a la habitación de la enferma y comprobar cómo estaba la pobre mujer.
—¿Sabes que muchas veces, cuando estás muy unido a una persona, te marchas al otro lado justo cuando esta abandona la habitación? —Martina abrió los ojos—. Como si al que quiere partir le costase trabajo hacerlo delante de aquellos a los que sabe que va a causar dolor y no deseara presenciar ese sufrimiento. Ni escuchar el llanto o alguna frase del tipo:
«¡No te vayas! ¡Sigue luchando!». Esto puede ocasionar que la persona que ya está preparada para irse espere a que ese ser querido salga, aunque sea para tomar un café en el bar, y cruce al otro lado sin esa presión.
—Tal vez tengas razón, porque estaban muy unidas —y continuó bajando algo la voz—. Entré en la habitación de la señora que se estaba muriendo y lo primero que sentí fue un frío terrible. Las dos habitaciones estaban contiguas. En la mía la temperatura era normal, pero en la otra hacía muchísimo frío. Solo había una cama en donde yacía la señora y, cuando estaba acercándome a ella, observé que la cama comenzaba a mecerse como si estuviera en un barco. —Y acompañó la frase con un gesto de vaivén con ambas manos mientras me miraba.
—¿Como si hubiese un terremoto, pero sin terremoto?
—No era el movimiento de un terremoto, que es como un traqueteo brusco. Era un vaivén suave y con ritmo. La cama se mecía.
—Entiendo. ¿Te asustaste?
—No, en ningún momento tuve miedo —negó con la cabeza—. Ese movimiento de vaivén me sorprendió, pero lo que me dejó clavada en mitad de la habitación no fue el vaivén de la cama, sino lo que vi a continuación. De repente, en el cabecero de la cama observé una pequeña luz que se iba agrandando poco a poco hasta llegar a ocupar toda la zona del cabecero y parte de la pared donde estaba apoyado. A través de la luz empecé a vislumbrar un camino que se iba abriendo conforme se iba agrandando la luz y que ahora quedaba justo sobre la cabeza de la señora que partía. A ambos lados de ese camino, empecé a ver seres desconocidos vestidos de blanco o irradiando ese color claro. Poco a poco podía ver cómo las lindes de ese sendero que se estaba abriendo estaban pobladas. Allí había mucha gente. Contemplé ese nuevo mundo que se desplegaba delante de mí y que era bellísimo, inundado por una luz acogedora. Al mismo tiempo que se iba abriendo el camino, del cuerpo de la señora empezó a desprenderse lentamente un humo plateado, como una neblina de color claro, con la forma de su cuerpo. Pensé que estaba viendo el espíritu de la señora saliendo de su cuerpo material. Observé cómo ese «cuerpo espiritual» hecho de neblina se iba elevando con suavidad acercándose al camino de luz que ahora se abría sobre su cabeza. —Martina sonreía ampliamente y sus ojos brillaban húmedos—. Ya no hacía frío en la habitación. Estaba embelesada observando el camino de luz, que es la belleza más absoluta y perfecta que nunca he contemplado. Solo podía repetir una y otra vez: «¡Qué belleza! ¿Hay algo más hermoso?».
No podía dejar de mirar a Martina. Ella ya no estaba en la consulta. Su cara resplandeciente estaba delante del camino, bello y perfecto, que intentaba describirme con palabras.
—Plantada en mitad de la habitación —continuó—, tuve una experiencia mística mientras observaba la partida del espíritu de la señora hacia el otro mundo, por ese camino inundado de luz y poblado de seres —frunció el entrecejo y dijo—: más bien la luz era el camino. Era una luz especial y pude sentir como la paz y el amor me envolvían. Me hubiera quedado allí para siempre…
—No puedo imaginarme esa belleza y esa luz, pero solo con mirarte a la cara puedo rozar un poco lo que sentiste.
—No lo puedo explicar bien con palabras, perdóname si no lo hago mejor. Yo solo sé que me quedé allí, en mitad de la habitación mirando esas maravillas cuando, de repente, entraron dos enfermeras y me dijeron que tenía que salir. Pero yo no quería irme, no podía dejar de mirar ese camino de luz y les decía: «¡Qué belleza! ¡Dejadme aquí!». No quería dejar de ver la belleza de la partida espiritual de la señora. No quería irme —dijo negando con la cabeza—, deseaba seguir allí. Las enfermeras no veían lo que yo estaba viendo. Como me negaba a abandonar la habitación, me tuvieron que sacar a empujones mientras yo me resistía diciéndoles que me dejaran seguir allí.
Nos mantuvimos en silencio unos segundos. Martina, mirando hacia abajo y respirando hondo, mantenía su sonrisa. Yo la observaba también sonriente. Una parte de mí deseaba haber estado en el hospital y haber visto una pequeña ráfaga de lo que ella vio. Agradecí profundamente que me contase su vivencia y la descripción, hasta donde pudieron sus palabras, de cómo es y qué se siente cuando el portal entre los dos mundos se abre y se tiene acceso al otro lado, y echando un vistazo, se puede sentir la paz y la felicidad que desprende la luz o el camino de luz que se acaba de abrir.
Pensé que no todos podemos percibir lo que la persona que está partiendo percibe, si no, ¿por qué las enfermeras que entraron en la habitación mientras Martina seguía viendo el portal abierto no vieron nada? Creo que si hubieran visto algo hubieran experimentado algunas o parecidas sensaciones y sentimientos a los que experimentó Martina, pero no fue así.
¿Hay que tener una percepción especial para poder compartir las visiones y visitas del que parte? ¿De qué o de quién depende? ¿Del que se marcha y da su permiso para que alguien más lo vea? ¿Del testigo que percibe porque posee «receptores» para hacerlo? ¿Qué clase de «receptores», y dónde están? ¿En los ojos o en la mente?
Raymond Moody, que ha estudiado estas experiencias en su libro Destellos de eternidad, concluye que estar en presencia de la muerte tiene algo que puede abrir una puerta o portal a un mundo superior, más bello y que despierta emociones como el amor. Es un portal que los que se están muriendo pueden abrir y, en ocasiones, los que seguirán viviendo pueden observar y sentir hasta el punto de no querer abandonar dicha visión.
En el caso de Martina no había conexión emocional con la persona que se marchaba. Eran dos desconocidas y, sin embargo, pudo experimentar lo mismo que la señora que estaba partiendo. Pero ¿estarían las dos, Martina y la enferma, viendo la misma escena?
Hay casos de enfermeras o personal sanitario que han percibido en el momento del fallecimiento una luz alrededor del cuerpo del que estaba partiendo, o una luz saliendo de la habitación cuando el enfermo acababa de fallecer.
En este caso hay dos tipos de visión: la luz que se abre ante el que está partiendo y la neblina que desprende su cuerpo.
La primera la describe Martina como un camino que se abre sobre la cabeza de la enferma. Lo que comienza siendo un punto de luz acaba agrandándose y convirtiéndose en un camino por el que circulan seres. Parece que la luz misma es una experiencia. Al inicio la describe como «acogedora», pero, a medida que se iba agrandando, refiere que logra transformar su estado emocional de manera casi inmediata sintiéndose inundada de amor y de paz.
Pero ¿cómo puede ser que una luz tenga tantas propiedades emocionales y espirituales? Emocionales porque proporciona sensaciones de paz y amor; espirituales porque la persona piensa que la luz está relacionada con el más allá, con el siguiente plano, ya que está acogiendo el espíritu de la enferma que parte y que, por lo tanto, esa parte espiritual no está muriendo.
¿Qué o quién es esa luz? ¿De dónde nace esa luz? ¿La luz tiene consciencia como la tiene el «cuerpo espiritual» de la señora que partía?
También en esa experiencia describe una especie de neblina o de humo claro que se desprende del cuerpo de la persona que fallece y se incorpora a la luz que se acaba de abrir sobre ella. Es como si esa neblina fuera algo que perteneciese al otro lado que se acaba de desplegar y, una vez que el cuerpo físico fallece, se desprendiera para incorporarse al lado al que pertenece. ¿O tal vez porque esa neblina se desprende, el cuerpo físico fallece y queda inanimado (sin alma)?
Sea como fuere parece que cada cosa se pusiese en su lugar. Lo que pertenece a este mundo se queda aquí, mientras que el otro lado reclama lo que es suyo y se abre para recogerlo.
Entonces, dentro de nosotros coexisten y conviven estos dos planos, el del «cuerpo material» y el del «cuerpo espiritual». Y si los dos «cuerpos» conviven, ¿podríamos detectar antes de morir ese «cuerpo espiritual» que regresa a la luz tras desprenderse del cuerpo físico? Tal vez averiguaríamos de qué está formada nuestra esencia, la que continúa viviendo, y podríamos saber adónde se dirige cuando abandonamos el cuerpo físico.
Lo que sí parece claro es que Martina tuvo una experiencia mística y de gran valor trascendental porque piensa que la vida no se acaba cuando morimos, sino que continuamos viviendo tras abandonar nuestro cuerpo físico en el otro plano. Lo sabe porque lo ha visto y, aunque no encuentra las palabras para describirlo, no le cabe duda de que, cuando le toque su momento, el portal se abrirá de nuevo, esta vez para ella, y que, recorriendo el camino de luz, un amor incondicional la estará esperando para acogerla.
CAPÍTULO 7
DESPEDIDAS
Sucede con relativa frecuencia que, cuando alguien está muriendo, su espíritu, esencia o consciencia, busca vías de comunicación para despedirse y avisar a otros de su partida. La persona que va a pasar al otro lado puede despedirse a distancia, gracias a una serie de «habilidades psíquicas» que parecen adquirirse en la última fase del tránsito, como, por ejemplo, la bilocación, la comunicación a través de los espejos, a través de los sentidos —como el olfato con la percepción de un determinado olor, el tacto en forma de sensaciones táctiles…— o bien entrando en los sueños del receptor, para comunicarse con él e informarle de que está partiendo, que está bien e incluso para dar un último mensaje.
Estas despedidas suelen coincidir aproximadamente con la hora del óbito.
Algunos testigos dicen que el que se está despidiendo refiere que le han dado «permiso» para hacerlo, sin explicar quién o quiénes son los que le otorgan dicho permiso o por qué necesita solicitarlo.
En realidad, desconocemos si en el otro lado existen leyes o reglas por las que se rija la consciencia inteligente y los seres que allí habitan. Reglas que regulen los procesos de entrada y de salida de ese otro plano, que impidan dar determinados mensajes y permitan por el contrario dar otros. En general, no sabemos, o hemos olvidado, cómo es el otro lado, pero intuyo que no está sumido en un caos y que, como en este lado, deben existir normas que lo regulen.
Los destinatarios de los fenómenos de despedida pueden ser familiares cercanos, pero también amigos o allegados.
En ocasiones, el que fallece informa de su partida a personas que ni siquiera sabían que estuviese enfermo, con lo que la visita sorprende más que si se estuviera esperando el desenlace. Lo mismo sucede cuando la muerte ha sido súbita y el destinatario desconoce el trágico suceso.
Que nos visite un allegado que acaba de partir se podría atribuir a un proceso de sugestión provocado por el dolor de la pérdida, pero en los casos en los que la persona visitada desconoce por completo la situación del que acaba de fallecer, no se podría achacar a ese estrés emocional ni al poder de la imaginación.
La persona que recibe la visita del que acaba de partir lo suele describir en numerosas ocasiones como alguien en plenitud física —aunque en el momento de morir hubiese padecido una larga agonía— inundado de luz o irradiándola, o vestido de color muy claro o blanco.
Veamos, con casos particulares, cada una de las habilidades psíquicas citadas.
BILOCACIÓN
CUANDO UN AMIGO SE VA
Bilocación es un término según el cual una persona estaría ubicada en dos lugares diferentes al mismo tiempo.
Manolo es un paciente de cuarenta y seis años, profesor de Tenis, que goza de muy buena salud, pero por culpa de una ciática tuvo que coger la baja laboral, así que pudimos conocernos algo mejor.
Un día le pregunté cómo comenzó su afición por el tenis.
—Fue por un amigo del colegio que me animó a jugar. Mi amigo Daniel vivía cerca de un polideportivo y sus padres lo apuntaron al tenis. No quería ir solo y me animó para que fuera con él —me dijo sonriente—. Recibíamos clases y jugábamos varias veces a la semana. Pero mis padres se mudaron de ciudad y dejamos de vernos.
—¿Y no volviste a saber nada de tu amigo? —le dije mientras observaba cómo se revolvía ligeramente en la silla—. Bueno, a esas edades se pierde el contacto con unos amigos mientras que aparecen otros nuevos. La época de las pandillas —le dije sonriendo—. ¿Y has vuelto a ver a tu amigo?
—Mi amigo Daniel murió cuando tenía catorce años —dijo agachando algo la cabeza.
—¡Vaya, lo siento! Se fue muy joven.
No pensaba continuar con esa conversación, pero Manolo me preguntó:
—¿Crees en fantasmas? —Sonrió algo nervioso—. Te lo digo porque te he visto en Cuarto Milenio, uno de mis programas favoritos. —Se detuvo manteniendo la sonrisa.
—No sé qué pensar acerca de los fantasmas —le contesté curvando mis labios hacia abajo a la vez que encogía mis hombros—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Has visto alguno?
Ladeó ligeramente la cabeza y comenzó a contarme lentamente:
—Mi amigo Daniel enfermó de leucemia y, aunque nos habíamos mudado de ciudad, mis padres y los suyos seguían manteniendo el contacto, siguieron siendo amigos. Mis padres sabían de la enfermedad de Daniel, pero no me lo dijeron. No querían que me preocupara. A mi amigo le estaban dando quimioterapia y cabía la posibilidad de que se recuperase del todo y entonces yo habría sufrido con la noticia sin necesidad. Bueno, eso es lo que pensaron ellos.
—Un tratamiento muy duro para un chico de catorce años —le contesté, y observé que sus hombros se hundían un poco.
—Sin duda. Una noche me pasó algo muy raro —me dijo bajando la voz—. Como te he dicho, no sabía que mi amigo estuviera enfermo y, la verdad, casi no pensaba en él. Esa noche me desperté así, sin más, y allí estaba Daniel, a los pies de mi cama, sonriéndome. Me quedé atónito. Recuerdo que me pregunté cómo había llegado hasta mi casa a esas horas de la noche y cómo habría entrado en mi dormitorio sin que yo me enterase. Comencé a incorporarme en la cama mientras que Daniel continuaba en el mismo lugar con su sonrisa. Me senté apoyando la espalda en el cabecero. Ahora que lo observaba comprobé que mi amigo estaba cambiado. Tenía una luz a su alrededor que le daba un aspecto radiante. Una luz dorada, como si estuviese iluminado por detrás. Pero detrás de él no había nada. Aún estaba perplejo cuando comenzó a desaparecer y, en unos segundos, ya no estaba. Bajé a la cocina a beber agua. Me decía a mí mismo que aquello no había sido un sueño.
—¿Qué pasó después?
—A la mañana siguiente bajé a desayunar y, aunque tuve dudas, al final se lo dije a mis padres. Estaba muy impresionado por lo que me había sucedido. Les dije que había visto a mi amigo Daniel esa noche y que no era un sueño. Pensé que mis padres se reirían de mí o que no me harían caso, pero, en lugar de eso, se miraron y, para mi asombro, cogieron el teléfono y llamaron a los padres de Daniel. Ellos les dieron la triste noticia. Esa noche, sobre las dos de la madrugada, Daniel había fallecido. —Se detuvo un momento y asintiendo me miró—. Había venido a despedirse. Lo he pensado muchas veces y creo que eso fue lo que hizo. Darme un último adiós. No se había olvidado de mí y, aunque yo casi no me acordaba ya de él, nuestra amistad era más intensa de lo que pensaba —dijo con dificultad y aclarándose la garganta de tanto en tanto.
Manolo me dijo que sintió que su amigo lo quería y que no lo había olvidado. Como tampoco ahora podría olvidar la imagen de Daniel al pie de la cama sonriente y con esa luz. Supo que estaría bien, estuviese ahora donde estuviese.
Estas apariciones a la hora de morir son frecuentes. Suelen situarse en algún punto de la habitación, como los pies de la cama, y acostumbran a mirar y sonreír a la persona a la que visitan.
También es muy frecuente que irradien algún tipo de luz, blanca o dorada. El testigo muchas veces no sabe si la luz está detrás de la aparición o se irradia de la misma, dando la sensación de un aura. Rara vez comunican algo verbalmente, sino de manera telepática o, simplemente, con una sonrisa transmiten el mensaje de que están bien.
MENSAJE A LA FAMILIA
Mi paciente, Diana, una administrativa de cuarenta y dos años, acudió a la consulta porque deseaba hacerse unas pruebas para descartar el cáncer de colon.
—¿Por qué te quieres hacer las pruebas? —le pregunté—. ¿Te has notado algo? ¿Te ha aparecido algún síntoma?
—No he notado nada raro, pero mi tía hace unos tres meses que ha muerto de eso y creo que no estaría de más hacerme las pruebas. Si ella se las hubiese hecho, a lo mejor todavía estaría viva.
—Son unas pruebas muy sencillas y no te tiene que suceder lo que le pasó a tu tía —le comenté mientras observaba que fruncía el entrecejo y apretaba los labios—. ¿Te preocupa algo? —le pregunté mirándola.
—No es nada —negó con la cabeza y sonrió de forma algo forzada—. Pero a lo mejor me pasa lo mismo que a ella, y me ataca un cáncer.
—Hay algunos cánceres que son hereditarios —comencé a decir, pero me interrumpió.
—Es que pasó algo. Algo que no hice bien y ahora a lo mejor voy a enfermar como ella. —Se movió inquieta en la silla mientras hablaba.
Tras un momento de silencio, le dije:
—¿Quieres contarme lo que pasó? Por experiencia sé que nos juzgamos muy duro a nosotros mismos, somos nuestros peores jueces. Bueno, si quieres contármelo, claro. —Le sonreí y guardé silencio.
Pasados unos segundos, Diana comenzó con un tono bajo de voz.
—Fue el día en que murió mi tía —me contestó con lentitud—. Mi tío, su marido, me había llamado unos días antes para decirme que se encontraba muy enferma. Nos habíamos distanciado mucho; por unas cosas u otras, casi no hablábamos desde hacía unos dos años. No por nada en especial, simplemente cada una estábamos en nuestra vida. Mi madre me había dicho que estaba enferma, pero no imaginé que estuviese terminal. Le prometí a mi tío que iría a verla. No encontré el momento de hacerlo y tres días después de hablar con mi tío, una noche me desperté sin saber por qué.
—Se detuvo y me miró ligeramente a los ojos.
—Te despertaste en mitad de la noche —repetí animándola para que continuara.
—Sí, me desperté de golpe y noté que estaba totalmente despierta. Me incorporé algo porque creí ver una sombra sentada en el puf que tengo a los pies de mi cama. Esa sombra tenía la forma del cuerpo y del pelo de mi tía. Sabía que era ella, lo sabía. Me incorporé del todo y apoyé la espalda en el cabecero. Observé con detenimiento. Detrás de ella había como una luz, por eso la veía a ella como una sombra recortada. —Se detuvo un momento y entrecerró los ojos—. También puede ser que ella misma irradiase luz. —Me miró abriendo algo los ojos y negando levemente con la cabeza—. No sé cómo explicarlo. Estaba absorta mirando cuando, de pronto, se comunicó conmigo sin palabras, pero de una forma tan clara como si me hablara con palabras que sonaran en el aire, aunque sonaron en mi cabeza —dijo llevando los índices hacia ambas sienes tocándolas levemente—. Me dijo: «Dile a los demás que estoy bien» y, después de unos segundos, comenzó como a evaporarse lentamente hasta desaparecer.
—¡Vaya! —exclamé—. ¿Sentiste miedo durante la aparición?
—Siempre había creído que si se me aparecía alguien me daría miedo, pero no fue así. Me recosté de nuevo en la cama y pensé que la aparición de mi tía me había transmitido paz y su mensaje era de tranquilidad. Saber que mi tía se encontraba bien me produjo ese efecto —dijo respirando profundamente—. A la mañana siguiente me llamó mi madre con la noticia del fallecimiento de mi tía esa madrugada.
—Parece que fue a despedirse de ti.
—Yo también pienso lo mismo. —Se detuvo cabizbaja—. ¿Sabes qué?, nunca llegué a transmitir su mensaje y ahora me siento muy culpable de no haberlo hecho. Tal vez mi tía no está contenta con mi silencio y me sale un cáncer como a ella —dijo negando con la cabeza.
—¿Como si te estuviese castigando desde el otro lado? —pregunté, y Diana asintió apretando los labios—. ¿Y por qué no diste el mensaje?
—Para que no me tomaran por una loca que ve aparecidos. ¿Qué crees que dirían de mí si les contase eso? Dirían que estoy alucinando, viendo cosas raras. ¡Yo qué sé! A lo mejor no me lo dirían a la cara, pero lo pensarían —dijo asintiendo y girando el dedo índice derecho en su sien.
—Me lo has contado a mí y no pienso que estés loca. Esas cosas existen, ya lo sabes por propia experiencia, y ocurren con cierta frecuencia, pero no se suele hablar de ello por los motivos que tú misma has expuesto. Tu caso es interesante porque además tiene un bello mensaje telepático de tranquilidad.
—Sí, pero yo ya sabía que a ti te gustan estas cosas. He visto muchas veces libros en tu mesa que hablan de esos temas, pero la gente no suele entenderlas.
—Tómate tu tiempo, Diana —dije relajando mi espalda en el sillón—. Encontrarás el momento de dar ese mensaje. Mientras tanto, no creo que vayas a recibir ningún castigo por parte de tu tía porque tu miedo a que te consideren loca te esté frenando. Creo que quieres darlo, pero no sabes todavía cómo hacerlo. Acabarás encontrando el modo de transmitirlo. Lo que sí te puedo decir, por experiencia, es que te sorprendería saber cuántas personas escucharán sin juzgarte, porque saben, en su interior, que existe algo más que el cuerpo material. Que somos un espíritu habitando un cuerpo.
Al cabo de un tiempo volvió a mi consulta para recoger los resultados de la analítica. Todos eran normales.
—¿Te acuerdas del mensaje de mi tía? —me dijo enarcando un poco las cejas—. Pues reuní el valor necesario para decírselo a mi tío y, ¿sabes qué? Que no se enfadó conmigo por no habérselo contado antes. Lo que no me podía imaginar es que se pusiese tan contento. Me escuchó con mucha atención y, cuando terminé de contarle todo con mucho detalle, rompió a llorar. Se emocionó muchísimo y me confesó que él también sentía la presencia de su mujer, pero que el mensaje de ella de que se encontraba bien le había tranquilizado mucho. Me dio muchas veces las gracias y yo me sentí muy bien. He tardado en venir a recoger los resultados porque el miedo se me fue.
—Me alegro mucho de que hayas transmitido por fin el mensaje y te haya proporcionado paz, y a tu tío también. Y algo muy importante, te ha desaparecido el miedo al castigo del cáncer. En el otro lado creo que son más tolerantes y compasivos que los de este lado. Pienso que lo contrario a la felicidad es el miedo, o por lo menos tener miedo es incompatible con ser feliz.
—¿Crees que mi tía se me apareció para consolarnos a mi tío y a mí?
No sé la respuesta a esta pregunta, pero hizo que comenzara a plantearme varias cuestiones.
¿Cómo escogen a quién aparecerse? ¿Con base en qué lo hacen? ¿En la facilidad o apertura del receptor para percibir apariciones? ¿En la eficiencia? La fallecida se apareció una sola vez y dio el mensaje para que fuese compartido con la familia. Tal vez cada caso sea distinto, pero los mensajes son parecidos. En ocasiones, el mensaje es para informar de que están bien y, en otras, es una despedida.
A veces, la aparición del que está partiendo puede ser una sombra que se desliza por la vivienda, sobre todo, por el pasillo, pero dotada de alguna característica que haga que se la identifique como la persona que nos va a dejar, nos acaba de dejar o hace poco que se ha ido.
LA SOMBRA MARRÓN
Marisol es un ama de casa de unos cincuenta años a la que le gusta contarme las cosas de manera muy detallada.
—Estoy muy cansada, doctora, apenas duermo. Me paso casi todas las noches junto a mi suegra, la pobre…, ojalá se acordara Dios de ella. Es muy duro, ¿sabes? La pobre, con lo que fue, apenas respira, no se le cae el «ay» de la boca. Es muy desesperanzador. Mi marido y yo lo estamos pasando muy mal. —Guardó silencio un momento, suspiró y negó con la cabeza.
Creí que era la oportunidad para preguntarle sobre la agonía y el tránsito de su suegra.
—Marisol, quizás sepas, por haberlo escuchado, que las personas muy enfermas reciben visitas de allegados o familiares fallecidos. —Me detuve para observar el efecto de mis palabras y, al comprobar que me miraba atentamente, continué—. A tu suegra, ¿le está sucediendo algo parecido o algo que consideres raro o extraño en lo que dice o hace?
—¿Esas cosas que dice la gente que les pasan a los que están muy enfermos que ven o hablan con fallecidos de su familia? Pues no, no está teniendo esas cosas doctora. —Y calló pensativa—. Pero yo sí que tuve una experiencia de ese tipo raro que dices. —Sonrió levemente.
Me incliné hacia atrás en mi sillón y la animé a que me contara.
—Estaba limpiando el salón de mi casa. Siempre tengo puesta la radio. Me entretiene cuando limpio. En ocasiones, la radio comienza a hacer interferencias: se escuchan voces y conversaciones ininteligibles, murmullos solapándose con el sonido del programa sintonizado. Ocurren sin motivo aparente y desaparecen solas, sin necesidad de ajustar el dial. —Me miró y sonrió—. Como te cuente lo que pienso cada vez que la radio hace esas cosas, vas a decir que estoy loca —dijo sonriendo y sacudiendo una mano.
—¿Crees que es alguien o algo que interfiere en la radio? —le contesté sabiendo que ese tipo de pensamientos son muy frecuentes, y así la animé para que me contara su versión.
—Cada vez que en la radio se escuchan esas cosas raras como de personas conversando, yo pienso que es mi madre. Mi madre falleció hace más de tres años y creo que esa es la forma que tiene de comunicarse conmigo. —Se detuvo un momento antes de continuar—. Sé que es un pensamiento sin lógica, pero a mí me ayuda pensar que mi madre está cerca.
—Pensar que nuestros seres queridos no se han ido del todo y que están protegiéndonos o pendientes de nosotros puede ser de gran ayuda. Nos hace sentir acompañados y cuidados —le dije entendiendo esta situación.
Me hizo reflexionar sobre las carencias y necesidades íntimas de cada uno, y las estrategias que usamos para satisfacerlas. Puede que sea un pensamiento mágico, pero a la persona le ayuda en su día a día, luego para ella es válido. No sé si será cierto, pero a esa persona le funciona.
—Estaba limpiando el aparador del comedor —continuó animada—, detrás quedaban la puerta y el pasillo. El pasillo va desde la entrada hasta las escaleras que suben a los dormitorios y sigue recto hasta la cocina. La radio sonaba encendida en la mesa del comedor cuando comenzaron a escucharse murmullos y cuchicheos solapados sobre el programa que seguía sonando. Instintivamente me volví hacia la radio y le pregunté: «Mamá ¿estás aquí?». —Se detuvo y me miró a los ojos sonriendo algo nerviosa.
—¿Y qué pasó?
—Al darme la vuelta para mirar la radio, la puerta del salón quedó frente a mí y vi una sombra marrón que iba desde la cocina hasta la puerta de entrada de la casa, moviéndose por el pasillo. Era una sombra marrón, grande, como de alguien corpulento. Me llamó la atención que fuese marrón y pensé que esa no era mi madre. No sabía qué pensar. Una vez que la sombra cruzó el umbral de la puerta principal, la radio volvió a sonar con total normalidad. Estaba sola en casa y me quedé un rato sorprendida. Me senté en una silla en el salón hasta que se me pasó un poco. —Se detuvo respirando hondo.
—Causa impacto observar sombras que no deberían estar ahí; nos causan asombro y esa emoción permanece durante un tiempo sin saber qué pensar. —Marisol asintió y, tras un instante, continuó.
—A las dos horas de lo de la sombra marrón, me llama mi hermana para decirme que nuestra prima Juani acababa de fallecer en el hospital. Un escalofrío me bajó desde la espalda hasta las piernas. Aunque habíamos estado muy unidas de jovencitas, mi prima Juani y yo, cuando nos casamos, nos distanciamos un poco y apenas si nos veíamos en los últimos dos años. Sabía que estaba ingresada porque le estaban haciendo pruebas, pero no imaginé que estuviera tan enferma como para fallecer. Después de hablar con mi hermana, quedé bastante triste y sorprendida, y entonces me acordé de la sombra que había visto unas dos horas antes.
»¡Era mi prima! ¡Sé que era ella! Juani era corpulenta, como la sombra, el color marrón era su favorito y la sombra era de color marrón. ¡Tenía que ser ella, mi prima! Vino a despedirse, salió por la puerta y se marchó. Esa fue su despedida. Me da rabia no haberla reconocido al principio, ¿cómo iba a suponer que una sombra…? Pero cuando me llamó mi hermana no tuve la menor duda. Juani había venido a despedirse de mí. Lloré mucho; ella no me había olvidado a pesar de llevar casi dos años sin vernos y vino a decirme adiós.
Marisol me confesó que creía que el fenómeno que escucha en su radio, el de las voces, conversaciones y murmullos solapándose con el programa, era un fenómeno que podría producir cualquier ser que estuviera en su forma espiritual, como lo estaba su madre y como ya lo estaba su prima Juani cuando fue a despedirse de ella la mañana en la que falleció.
Hay numerosa bibliografía sobre interferencias en aparatos eléctricos en momentos en los que algunas personas inician su partida. En esos momentos, familiares o amigos observan cómo hay luces que se encienden solas o se escuchan extraños sonidos a través de aparatos electrónicos, o es el televisor o el equipo de música el que se pone en marcha sin haberlo conectado.
¿El espíritu del que está marchando puede interferir en la energía eléctrica de los objetos? Y si es así, ¿para qué lo hace? ¿Para despedirse?
¿Para decirnos que sigue vivo? ¿Cómo lo hacen a distancia?
A TRAVÉS DEL ESPEJO
Ya hemos visto que la forma de ponerse en contacto las personas que acaban de partir con los que han quedado en este plano son variadas y, en ocasiones, parecen estar provocadas por un sentimiento de culpa del que se queda o por el amor del que marcha hacia ese ser querido que permanece en este plano.
Un compañero acudió a escuchar una conferencia mía. Pero no lo supe hasta que a los pocos días me llamó por teléfono.
—Hola, Lola, soy Jose, un compañero tuyo. Tu teléfono me lo ha dado Julia, espero que no te moleste.
—No, no me molesta nada que te haya dado mi teléfono —le dije. Cuando terminaron las presentaciones continuó.
—Estuve en tu conferencia del sábado pasado y me gustaría contarte algo que me sucedió con mi padre.
Cuando los compañeros me hacen partícipes de sus experiencias, siento que estoy conectando con la parte de mi colectivo que se hace preguntas ante situaciones que no tienen una clara explicación científica, pero que desean encontrarla.
En mi opinión, una mente científica debería sentirse curiosa por los sucesos que no tienen explicación clara desde el punto de vista del paradigma científico actual. En numerosas ocasiones he visto defender, a veces con gran intensidad, la imposibilidad de que ciertas cosas sucedan y arremeter contra ellas. Pero suceden y seguirán sucediendo.
Que no tengan una explicación lógica no quiere decir que sean sucesos imposibles.
Hay médicos que argumentan que son experiencias subjetivas muy vinculadas a la psique del que la está experimentando, por lo que solo son producto de reacciones psicológicas promovidas por el dolor de la pérdida, y construidas por la imaginación o fantasía del que la experimenta. Muchos colegas y yo no estamos de acuerdo con esas tesis.
—Me gustaría contarte lo que me pasó con mi padre el día que falleció —carraspeó levemente antes de continuar—. A mi padre le habían diagnosticado una enfermedad grave y le dieron tres meses de vida. No viene ahora al caso, pero vivió trece años más, en los cuales yo, como hijo médico, estuve muy involucrado durante todo el proceso. Busqué ayuda de compañeros especialistas y no me rendí. Mi padre, durante este tiempo, tuvo una calidad de vida mejor de la que esperábamos tras su diagnóstico, y toda la familia disfrutamos de ese tiempo extra, que por nuestras creencias religiosas entendimos como un regalo del cielo. En su último año de vida estuvo ingresado en varias ocasiones, hasta que ya no se pudo hacer nada más por él y decidimos en familia que, llegado un punto, era mejor no moverlo de casa.
—Entiendo lo que es ser médico en la familia. Te conviertes en el referente en los temas de salud, y más cuando aparece una enfermedad.
—Pues, aun así, aunque hice todo lo que estuvo en mi mano, la noche que falleció mi padre, cosa que hizo en paz y en su casa como él quería, me pregunté si había hecho todo lo posible, si habría quedado algún tratamiento o algún remedio que no hubiese probado. —Se detuvo un instante—. Ya sé que no es justo pensar de esta manera, que hice todo lo que estuvo en mi mano, pero, en mi dolor, comencé a cuestionarme y me pregunté si lo había hecho bien, si había buscado toda la ayuda posible. Al día siguiente por la tarde, al volver a casa del cementerio, noté como un sentimiento de culpa empezaba a filtrarse y a crecer dentro de mí.
Se detuvo un instante y lo escuché respirar hondo.
—¡Qué duro es ser médico en esos momentos! Aunque sabemos que todos vamos a morir, sentimos que hemos fracasado en nuestra labor y, si es un ser querido, a la impotencia se le suma el dolor —comenté entendiendo lo que me contaba.
—Sí, tienes razón, pero sentir que le hubiera fallado, que quizás tenía que haber hecho algo más por él, que quizás debería haberlo llevado una vez más al hospital, me creaba una duda que nunca me había asaltado antes. En ese momento me encontraba en el cuarto de baño para ducharme, cuando sentí que la presencia de mi padre se encontraba cerca de mí. Me detuve un instante y me erguí lentamente hasta que pude observarme en el espejo. Entonces me sucedió algo que no sé explicar muy bien…
—¿Viste a tu padre reflejado detrás de ti en el espejo? —le pregunté.
—No exactamente. —Tardó unos instantes antes de continuar algo vacilante—. Mi padre… o el espíritu de mi padre, que estaba sintiendo detrás de mí —hizo una pausa para tomar aliento—, me atravesó, fue como si pasara a través de mí, desde mi espalda en dirección al espejo. Lo curioso es que yo comprendí que era el espíritu de mi padre quien pasó a través de mi cuerpo. Sentí como su esencia me atravesaba y se dirigía hacia el espejo. Mientras mi padre pasaba a través de mí, la sensación de culpa y la angustia desaparecían arrastradas por él, me liberó de todas mis dudas. Su esencia se estaba llevando esos sentimientos negativos y eran sustituidos por una tremenda calma y un gran amor. Este «atravesar» de mi padre duró escasos instantes. Yo continuaba mirando el espejo, pero ahora no me devolvía mi reflejo, sino el reflejo de él. Los ojos de mi padre habían sustituido a los míos y me miraban sonrientes. Le devolví la sonrisa totalmente transformado por la experiencia, y en un parpadeo, mi padre desapareció del espejo devolviéndome de nuevo mi reflejo. —Se interrumpió y escuché su respiración—. Mira, Lola, ya han pasado varios años y nunca volví a cuestionarme si podría haber hecho algo más por mi padre. Él me liberó de cualquier sentimiento de reprobación, de duda y de culpa que pudiese albergar.
Esta experiencia transformadora, como mi propio compañero la califica, la tuvo a instancias de su padre. Fue el padre el que acudió en auxilio de su hijo para eliminar el sentimiento de culpa que le causó su muerte. Y lo hizo sin mediar palabra. No hubo mensaje, ni oral ni telepático. Lo hizo mediante un «arrastre energético» que se llevó los remordimientos y los sustituyó por sentimientos de calma y amor.
Tal vez nuestro estado natural sea el de la paz, la calma y la tranquilidad y, cuando se eliminan las emociones negativas, nos quedamos con lo que realmente somos. No habría que sustituir unos sentimientos por otros, simplemente habría que barrer lo negativo que se ha posado sobre nuestro mundo emocional y, al hacerlo, quedamos nosotros mismos sin distorsión alguna.
Parece que en el momento de fallecer se adquieren una serie de capacidades psíquicas y que con ellas nos comunicamos de diferentes formas con los que quedaron en este plano. En este caso la comunicación fue a través del espíritu que cada uno posee, la esencia, como la llamaba mi colega, produciéndole un cambio en su polaridad, que pasó de negativa —con sentimientos de culpa y angustia— a positiva, con calma y amor. Se hizo de forma instantánea y duradera, ya que nunca volvió a tener duda alguna de su actuación como médico en la enfermedad de su padre.
¿Cómo desaparecieron unos sentimientos de duda y de dolor en cuestión de segundos, de manera instantánea? Esto ya es de por sí algo de difícil explicación. ¿Fue todo fruto de una potente sugestión del afligido hijo que de un plumazo supo hacer desaparecer culpa y angustia de manera instantánea y de forma permanente? Yo creo que, en realidad, la esencia de su padre interactuó con la de él haciendo que desaparecieran sus dudas y quedase solo el amor que sentía por su padre.
EL SENTIDO DEL OLFATO
Tras el óbito o muerte, los conceptos esencia, espíritu y consciencia se pueden considerar sinónimos a la hora de referirnos a lo que trasciende y perdura una vez que se ha traspasado el umbral, y es por medio de ellos que las personas que ya han partido se pueden poner en contacto con los que quedan en este plano terrenal. Estos contactos se pueden llevar a cabo por medio de los sentidos o de habilidades psíquicas como las que hemos visto.
Una de las formas más frecuentes que utiliza el que se ha ido para advertir su presencia es a través del sentido del olfato. Con él se accede de forma intensa y rápida a los recuerdos, a la memoria.
Virtudes no suele venir a la consulta. Generalmente, si tiene alguna enfermedad leve, suele automedicarse, pero ese día pidió cita para ella y me extrañó.
—Buenos días, Virtudes, ¿qué tal va todo? —le dije cuando la vi entrar.
Observé que estaba muy delgada. Habría perdido cinco o seis kilos desde la última vez que la vi, acompañando a una de sus hijas. Se sentó sin sonreír apenas.
—Estoy muy cansada —dijo haciendo un esfuerzo—, no puedo tirar de mi cuerpo. No duermo bien y no tengo apetito.
—¿Desde cuándo te encuentras así? ¿A qué crees que es debido? —comencé a preguntar.
—No sé. Es que no tengo ganas de nada, solo con las cosas de casa me siento terriblemente agotada. No hago nada más, ni siquiera salgo a comprar, me trae mi marido los mandados.
Al no darme una respuesta concreta y no achacárselo a nada en particular, comencé a preguntar por los factores estresantes más frecuentes y que causan astenia[21] y cansancio: divorcio, mudanzas, separaciones, fallecimiento de seres queridos, etcétera.
—Hace tres meses que murió mi único hermano.
Sus ojos se enrojecieron rápidamente, y sacó del bolso un pañuelo antes de continuar.
La muerte de un hermano produce un dolor muy agudo y diferente. Es la muerte de un igual y su duelo se vive en muchas ocasiones de manera distinta. Provoca cambios profundos en los hermanos que siguen vivos y a los que se les podría llamar dolientes olvidados. Como si no se les reconociese suficientemente el dolor por el fallecimiento de un hermano.
—Lo siento muchísimo, Virtudes, ¿qué le pasó? —pregunté.
—Le detectaron un tumor cerebral inoperable. Lo ingresaron y, al cabo de quince días, falleció.
Virtudes se quedaba todas las tardes con su hermano en el hospital. Una tarde se marchó dejando a su hermano estable, esperando que respondiera al tratamiento.
—Esa madrugada me desperté de repente —continuó—, no me suele pasar porque duermo muy bien. No fue debido a una pesadilla o a un dolor, solo me desperté bruscamente. Fui a la cocina a por un vaso de agua y comencé a oler el aroma de mi hermano.
—¿Qué quieres decir con el aroma de tu hermano? —La interrumpí para que me aclarara este punto.
—Pues doctora, era mi hermano. No olía a su colonia. Olfateaba al aire intentando detectar qué era y era su olor personal, su aroma, lo que desprende cada persona. No sé si me explico —dijo dejando las palabras en suspenso.
Virtudes intentaba explicarme un concepto complejo. El aroma que desprendemos cada uno es único, como las huellas dactilares. Era eso lo que Virtudes estaba percibiendo. Esa esencia particular que cada uno desprende y que llamaba aroma.
—Entiendo lo que dices —le contesté—, es ese olor propio y típico de cada persona —asintió y continuó.
—Volví a la cama al cabo de un rato, pero no podía conciliar el sueño. Entonces me llamaron por teléfono. Era el hospital. Mi hermano acababa de fallecer. Fue tremendo, pero recordé lo que me había sucedido y comprendí que mi hermano había venido a despedirse de mí. —Se interrumpió respirando de manera superficial.
—Tuviste ese pensamiento —le dije mientras se recuperaba— pensaste que tu hermano fue esa noche a tu casa, que te despertó de manera brusca y que, a través del olfato, te advirtió de su presencia con la intención de despedirse.
Virtudes asintió con la cabeza y se irguió un poco antes de continuar.
—Cuando llegué al hospital pude verlo, y su rostro tenía una sonrisa como de felicidad, tenía paz en su cara. No lo olvidaré. Eso me tranquilizó. No se marchó sufriendo.
Virtudes me dijo que, aunque le dolía mucho la muerte de su hermano, a la vez pensaba que él estaba bien. Creía que había ido a visitarla para despedirse de ella y a decirle que su espíritu continuaba viviendo. Esto y la visión del rostro del recién fallecido con una sonrisa la reconfortaba en su dolor. Deseaba que le confirmase lo que ella intuía, que esa sonrisa en la cara de su hermano denotaba que había cruzado en paz porque eso le proporcionaba consuelo.
¿El que fallece busca vías de comunicación y es la parte activa a la hora de decidir de quién despedirse? ¿O tal vez visite a más personas y solo unas pocas sean capaces de percibirlo?
¿Por qué no todos los que parten se despiden de la misma manera? ¿Se puede elegir la forma de despedirse o esa despedida dependería también del receptor y de los posibles canales de percepción que tuviera abiertos? Es decir, si se está más predispuesto al olfato, se percibiría un olor, si se es al tacto podría sentir una caricia en la mejilla o un toque en la espalda, por ejemplo, etcétera.
En mi opinión, sería una mezcla entre la intención del que se marcha —que desea hacerse sentir— y la persona a la que visita, que presentará unos canales de percepción más abiertos que otros. No hay que olvidar que los que estamos en este plano percibimos la realidad a través de nuestros sentidos, pero no todos los tenemos desarrollados de igual manera.
En el siguiente caso vamos a ver cómo interviene el sentido del oído en una despedida.
PROYECCIÓN DE LA VOZ
Mari Carmen emigró muy joven a Suecia y, tras varios años en ese país, en donde se casó, volvió a España con el objetivo de descansar y reponerse de un divorcio traumático. Estuvo durante seis meses en la que fue la casa familiar y la atendí en varias ocasiones. Yo había sido la médico de su madre hasta que falleció hacía cosa de un año. Una tarde acudió a la consulta. Ya nos habíamos visto en dos ocasiones y esta vez, con más confianza, hablamos de su madre:
—Doctora, ¿usted conocía a mi madre?
—Sí, fui su médico durante años —le contesté.
—¿Sabía que no tuve nunca una buena relación con ella?
Su madre me había comentado que tenía una hija en Suecia, pero nunca mencionó que la relación entre ambas fuera mala. La verdad es que no hablaba mucho de su hija.
—No, nunca me dijo nada. Sabía que tenía una hija, pero nada más.
—Ahora que he vuelto después de tantos años, estoy recordando muchas cosas y no sé si será por eso, pero no puedo dormir. —Me miró durante un instante con los labios curvados algo apretados y continuó—. Mi madre no era cariñosa conmigo, me criticaba continuamente, incluso llegó a pegarme, y me fui de casa. En Suecia trabajé muy duro y me hice enfermera, cosa que ella nunca pensó que lograría, porque todo eran descalificaciones y se cuestionaba hasta mi capacidad intelectual. Todos mis logros no eran nada para ella. Poco a poco dejé de llamarla, y ella tampoco me llamó.
—De eso no sabía nada —le dije negando con la cabeza—; es triste lo que me cuentas.
—Cuando murió, llevaba más de dos años sin saber de ella.
—¿Cómo te enteraste de que había muerto? ¿Mantenías contacto con tu familia de aquí? —le pregunté.
—Me lo dijo ella. —Levantó los ojos hacia mí un instante.
—¿Acaso te llamó cuando se vio tan enferma?
—No, doctora —negó con la cabeza—. Ella no era de las que llamaban. —Se detuvo, me miró brevemente mientras yo guardaba silencio y respiró hondo antes de continuar—. La noche en la que murió yo estaba dormida y me despertó un grito en el oído. Era la voz de mi madre que gritaba mi nombre. Me desperté y me senté en la cama. Estaba totalmente despierta. Miré el reloj; eran las 3.10 de la madrugada. Durante un rato no pude dormir. Yo la había oído. Era ella diciendo mi nombre tan fuerte que me despertó. Al día siguiente estuve algo inquieta pensando en el extraño suceso y, sobre las cuatro de la tarde, mi tío, el hermano de mi madre, con el que siempre me he llevado bien, me llamó para darme la noticia de que mi madre había fallecido la noche anterior. Creo que vino a despedirse de mí.
Estaba enfadada, decía que ese esfuerzo que había hecho su madre a la hora de morir podría haberlo hecho cuando estaba viva.
Es posible que el momento en el que el espíritu se desprende del cuerpo sea antes de dar la última exhalación, abandonando el vehículo corporal antes del último estertor y que, durante esos momentos, el poder de nuestro pensamiento haga que nos desplacemos hacia los seres queridos o hacia aquellos de los que nos queramos despedir, y encontremos vías para lograrlo y advertir al destinatario que no lo hemos olvidado.
SENSACIONES TÁCTILES. ZARANDEOS BRUSCOS
En ocasiones, la despedida puede consistir en un zarandeo durante el sueño que hace que la persona se despierte. Los que lo han experimentado lo refieren como que alguien les está despertando, tocándoles con una sacudida.
Como suelo tener libros encima de mi mesa, siempre hay pacientes curiosos que me preguntan por sus títulos. En esta ocasión fue Mariela, una paciente que se interesó por el libro que en ese momento ocupaba un lugar a mi izquierda y comenzamos una conversación acerca del mismo. Era un libro que trataba sobre el tránsito. Al hilo de la conversación me contó lo que le había sucedido a una de sus hermanas.
—Mi hermana Constanza había ido a casa de mi otra hermana, Paula, para ayudarla durante un par de semanas con una mudanza y con los niños. Una noche, sobre las cuatro de la madrugada, sintió una fuerte sacudida. Dice que alguien la zarandeó de manera tan brusca que la despertó totalmente. Miró y comprobó que la habitación estaba vacía.
—¡Vaya! —le dije—. ¿No pudo ser una pesadilla?
—Eso es lo que podría parecer, pero dice que no recuerda que soñara nada. Solo se despertó porque «alguien» la había zarandeado. Mi otra hermana, Paula, que estaba en la habitación de al lado, no podía dormir porque tenía que comunicar una mala noticia y no sabía cómo hacerlo. Una media hora antes, habían llamado del pueblo. Entonces no había teléfonos móviles y llamaron a la línea fija de Paula para decir que el marido de Constanza había fallecido en un accidente hacía escasamente una hora. Paula, al oír ruidos, acudió a la habitación donde estaba mi otra hermana y se la encontró sentada en la cama: «Alguien me ha zarandeado y me ha despertado, Paula, ¿has sido tú?», le preguntó Constanza. Como te puedes imaginar mi hermana Paula se sorprendió muchísimo y le dio la triste noticia. Ambas pensaron que fue mi cuñado el que acudió a despertar a su mujer para despedirse de ella.
Me pregunto cuántas veces nos hemos despertado bruscamente sin que exista una pesadilla de por medio, y si ha sido así, ¿ha existido una coincidencia de este calibre? Cuando existen coincidencias tan extraordinarias, ¿qué probabilidad hay de que sea una casualidad? Hay bastantes casos muy parecidos a este en los que el despertar brusco, con zarandeo o simplemente con un mal presentimiento, se ha visto seguido del conocimiento de una mala noticia, como si se presintiera el dolor. ¿O es el que se marcha el que informa? Desde hace tiempo me pregunto si es posible comunicar «mensajes emocionales» que van más allá del lenguaje verbal u onírico.
DESPEDIDAS A TRAVÉS DE LOS SUEÑOS
ME ENSEÑÓ SU MUERTE
Un mañana, en el centro de salud, corría la terrible noticia de que una paciente se había suicidado esa madrugada precipitándose por el balcón de su vivienda. Recuerdo que ese día no se hablaba de otra cosa entre las enfermeras, médicos y el personal de admisión. Estas noticias causan un gran impacto entre los profesionales de la salud que han atendido a la persona y que se preguntan interiormente si se hubiera podido evitar ese desenlace.
Un mes más tarde acudió Javier, un joven que tiene una dolencia en la rodilla. Cuando acabó con su consulta me preguntó si podía comentarme algo raro que le había sucedido. No sabía qué explicación darle y cuando supo que me interesaban estos temas pensó en contármelo. Aun así, tuvo que reunir algo de valor para hacerlo y, tras dar algún rodeo acerca de cuánto le gustaban los programas de misterio, me preguntó:
—¿Has escuchado la noticia de esa señora que se suicidó hará cosa de un mes?
—Claro, fue una noticia dolorosa para todos. Aunque no era mi paciente, creo que en alguna ocasión la vi por el centro de salud, pero no estoy segura.
—Era mi tía, la hermana de mi madre. —Bajó los ojos mirándose las manos—. Llevaba un tiempo sumida en una gran depresión —alzó la vista un instante mirándome con cierta ansiedad a los ojos—, pero nadie se imaginaba que llegaría a hacer… lo que hizo.
—En ocasiones, la persona que se suicida lo lleva meditando desde hace tiempo sin compartir esas ideas con nadie —dije asintiendo.
Javier permaneció en silencio, luego esbozó una sonrisa nerviosa.
—Esa noche, la noche que se suicidó me pasó algo extraño. —Se detuvo y me miró un instante—. Esa noche soñé que mi tía se tiraba por el balcón. —Echó la cabeza algo hacia delante antes de continuar—. La vi; en mi sueño vi cómo se arrojaba al vacío y no podía hacer nada por ella. Me desperté muy temprano pensando que el sueño parecía muy real. Al cabo de un rato sonó el teléfono, era mi hermana y, antes de que ella me contase nada, le dije: «Ya sé lo que ha pasado. Voy para allá».
—¿Tu hermana no llegó a decirte nada?
—No, solo dijo mi nombre al descolgar el teléfono, pero yo ya lo sabía, lo sabía —dijo llevándose los dedos de ambas manos a las sienes mientras asentía; luego las bajó y me miró a los ojos inclinándose hacia delante—. A día de hoy, cada vez que lo pienso, me sigue sorprendiendo. No es que el sueño me pareciese real, es que ¡era real! —Relajó la espalda en la silla y mirando hacia arriba me preguntó—: A mi tía, ¿le ocurrió lo que soñé o yo soñé con lo que le ocurrió y en el momento aproximado en que le estaba sucediendo?
—¿Tú qué crees? ¿Crees que vino a avisarte o a despedirse? ¿Por qué crees que tuviste ese sueño?
Explorar lo que el testigo piensa sobre lo que le está sucediendo es muy importante, porque dentro de la persona suelen estar las respuestas.
—Lo he pensado mucho. Creo que vino a despedirse y que lo soñé justo cuando se estaba suicidando o cuando estaba abandonando su cuerpo.
Se detuvo un instante y continuó con lentitud.
—Si hubiese querido que impidiese su muerte me lo habría hecho saber de otra forma, ¿verdad? —Me observó un instante mientras yo asentía—. No sé si estará en paz, pero ella quiso que yo supiera lo que le pasó, vino a mí para decirme, a su manera, que se marchaba.
Javier, después de meditar lo sucedido, piensa y cree que su tía acudió —antes de abandonar totalmente este plano— a despedirse de él compartiendo su última acción. No hubo mensaje, pero fue el primero en recibir la noticia. Tal vez la noticia era el mensaje.
Él se sigue preguntando por qué tuvo el sueño cuando no tenía una relación muy estrecha con su tía. ¿Por qué lo eligió a él? El mensaje del sueño no era nada agradable.
¿Puede ser que la tía tratara de comunicar su estado a varias personas y solo encontró un receptor adecuado en el sobrino?
EL CUPCAKE
En otras ocasiones parece que el que se marcha necesita, además de despedirse, transmitir algo. Sobre todo, cuando la muerte ha sido inesperada y súbita, y puede ayudar y consolar a los que quedan en este plano.
Ángeles, médico residente de primer año, estuvo durante un tiempo aprendiendo conmigo la técnica de la realización de citologías como parte de su formación de residente de médico de familia.
Una mañana en la que llegamos pronto a la consulta, nos sentamos esperando a que llegasen las pacientes citadas y le pregunté despreocupadamente si tenía novio. Observé que no me contestaba y aprecié un rictus en su rostro al curvar la boca hacia abajo y bajar los ojos.
—No me contestes si no quieres. Perdona mi indiscreción —dije pensando que era un tema delicado.
—No, Lola, no te preocupes —dijo mirándome y negando con la cabeza—. Es que mi novio, con el que me iba a casar este verano, se mató hace seis meses con la moto.
—Lo siento mucho —dije abriendo los ojos y arrepintiéndome de mi pregunta—. No sabía nada, siento haber sacado un tema tan doloroso —comprobé como sus ojos se tornaban acuosos—. No puedo imaginar tu dolor.
—Lo he pasado muy mal, la verdad. Y me sigue doliendo mucho. Pero sucedió algo la noche que falleció que me aporta consuelo cuando lo recuerdo. —Se irguió en la silla y me miró—. Soñé con él.
—¿Tuviste un sueño con tu novio esa misma noche? —pregunté algo sorprendida.
—Sí. La noche en la que tuvo el accidente soñé que Rafa, mi novio, me estaba entregando un cupcake y me decía sonriente: «Siempre te voy a amar». Por la mañana me avisaron del accidente mortal. —Bajó la cabeza respirando hondo.
—¿Crees que Rafa se despidió de ti en el sueño dejándote ese bello mensaje? —le pregunté.
—Creo que mi novio se despidió de mí. —Asintió con cierta fuerza y, entrecerrando algo los ojos, continuó—. Pero también creo que quiso endulzar la noticia y que por eso me dio el cupcake. Me hizo saber que su amor hacia mí no iba a desaparecer con su muerte. Creo que quería que me sintiese siempre amada por él, estuviese donde estuviese. Es lo que creo y en lo que me apoyo. Me sirve de gran consuelo cuando lo echo intensamente de menos.
Las despedidas pueden tener ese efecto, aliviar y consolar el dolor, y es por ello que tienen un valor terapéutico, curativo, muy apreciado por los que se quedan y pueden aligerar el duelo cuando recuerdan la despedida.
¿Es esto simplemente un mecanismo de defensa psicológico para reducir el dolor? Pero Ángeles tuvo el sueño la noche en la que el novio falleció, antes de saber que había muerto. ¿Fue coincidencia? De haberlo sido fue muy oportuna, aunque ella no piensa que fuese una coincidencia, sino una despedida con un mensaje de quien partió de este mundo de manera súbita y encontró una manera de decirle adiós entregándole en sueños una declaración de amor y quizás a sabiendas de que la consolaría y amortiguaría el dolor de una muerte súbita.
APARATOS DE COMUNICACIÓN
SUENA EL TELÉFONO
Hay algunos casos especialmente llamativos, en los que los familiares o amigos del que acaba de partir reciben extrañas llamadas desde los teléfonos de sus dueños fallecidos. Parece como si el teléfono se hubiera convertido en una vía de comunicación entre este plano y el más allá.
Una querida paciente que se llamaba Emilia acudió a consulta expresamente para contarme algo que le estaba sucediendo a una amiga, y que las mantenía intrigadas y asustadas a ambas.
—A mi amiga la ingresaron de urgencia por una apendicitis aguda —comenzó a relatarme Emilia después de una pequeña charla inicial—. Nadie se enteró porque su familia vive en Asturias y no quiso asustarlos pensando que estaría poco tiempo en el hospital. Decidió que tras el alta los llamaría para decirles lo que había pasado.
—¿Tampoco avisó a sus amistades? —le pregunté—, ¿no te avisó a ti?
—A nadie, no se lo dijo a nadie —y continuó con lentitud y bajando la voz—. Ahora está muy asustada y yo también.
—Pero si ya está en su casa de alta, ¿de qué tiene miedo?
—No es por lo de la cirugía —dijo negando con la cabeza y se detuvo antes de continuar—. Mi amiga tenía pareja, no vivían juntos. Los dos eran profesores, se conocieron ya algo mayores y prefirieron seguir viviendo cada uno en su casa. Llevaban juntos cinco años y eran muy felices.
—¿Tampoco su pareja supo que estaba ingresada? —le pregunté intrigada.
—No, no pudo decírselo. Cuando acudió a urgencias lo hizo sola y, de manera tan precipitada por el agudo y brusco dolor que ni siquiera se llevó el móvil. La dejaron ingresada inmediatamente. Ella consideró que una apendicitis no era algo tan grave como para alarmar a nadie. Tres días después ya estaba en su casa y observó que en su teléfono móvil había un buen número de llamadas de su novio, algo que no le extrañó.
—Es lógico que el novio la llamara y más si no obtenía respuesta, pensaría que algo había sucedido —comencé a decir, cuando Emilia me interrumpió.
—Sería muy lógico pensar eso de no ser porque el novio había fallecido el mismo día que ella ingresó.
Un escalofrío me recorrió desde la espalda hasta las piernas.
—¿Cómo? —pregunté poniendo las manos sobre la mesa e inclinándome hacia delante, como si al acercarme a Emilia pudiera entender mejor lo que me estaba diciendo—. ¿Que el novio estaba muerto? Y, entonces ¿quién estaba llamando desde ese teléfono?
—Eso es lo raro. —Me miró a los ojos mientras asentía con la cabeza—. El novio tuvo un infarto ese mismo día en su casa. Llamó al servicio de urgencias con el móvil. Acudieron al domicilio, pero murió en la ambulancia. Todas sus pertenencias quedaron en su casa. La familia organizó su funeral. Quisieron ponerse en contacto con mi amiga, pero fue imposible localizarla, ya que ella estaba ingresada e ilocalizable. Se enteró de la muerte de su novio cuando, al llegar a su casa, leyó los mensajes en su teléfono. Para entonces el pobre ya llevaba dos días enterrado.
—Vaya situación sufrió tu pobre amiga —asentí pensativa—, pero, entonces ¿quién realizaba las llamadas de teléfono?
—Cuando se enteró de la muerte de su novio, comenzó a pensar que no había podido despedirse de él. Imaginó que alguien tendría el teléfono y que intentaron ponerse en contacto con ella sin éxito. Mi amiga llamó repetidamente al teléfono de su novio, pero como respuesta obtenía una voz femenina y metálica informando de que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
—¿La llamaban desde un teléfono apagado? —pregunté para asegurarme de que estaba entendiendo lo que Emilia me decía.
—Y varias veces al día —dijo asintiendo.
—¿Dónde estaba el móvil? ¿Quién lo tenía? —quise saber.
—Habló con la familia del novio y así se enteró de todo lo que había sucedido mientras ella estaba en el hospital. Preguntó por el teléfono, pero nadie le supo dar una explicación. La familia no lo tenía. Ni siquiera tenían llave de la casa, por lo que nadie había entrado en la vivienda. Todos pensaron que en algún momento la novia aparecería y podrían acceder al domicilio a recoger sus pertenencias. Entonces, mi amiga pensó que el teléfono debía de estar todavía en la casa de su novio y me pidió que la acompañara a la vivienda, no deseaba ir sola. Cuando entramos, la casa estaba algo desordenada; era normal, el novio salió de imprevisto y nunca regresó.
—Tuvo que ser muy duro para ella entrar en la casa de su novio. Hizo bien en no ir sola y pedirte que la acompañaras.
Imaginé cómo tuvo que ser entrar en la casa del fallecido, viéndola como la había dejado por última vez, como si se esperase regresar en cualquier momento; era una situación que pondría triste a cualquiera.
—Estando en la casa volvió a sonar el teléfono de mi amiga: «Mira», me dijo enseñándome el móvil, «me está llamando de nuevo».
—Entonces ¿viste la llamada?
—Sí, la vi, provenía del teléfono del novio. Mi amiga descolgó el teléfono, pero al hacerlo, como en las anteriores ocasiones, solo se oía el sonido típico de la línea telefónica, como cuando descuelgas para hacer una llamada. Aunque en los móviles no existe este sonido, era eso lo que se escuchaba. Entonces devolvió la llamada y el mensaje era el de siempre, que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Buscamos por toda la casa el móvil pensando que tal vez todavía estuviera allí, que también lo hubiera olvidado en la vivienda y no se lo hubiera llevado en la ambulancia. La idea era muy extraña y me daba miedo, ya que, si estaba en la casa, ¿quién llamaba? —se detuvo un instante e inspiró hondo, me miró a los ojos y dijo con lentitud—: al final encontramos el móvil en una esquina de la encimera de la cocina. Seguramente lo dejó allí después de llamar al 061 —dijo abrazándose con ambas manos los brazos—. Yo lo vi. Vi el teléfono que estaba sin batería después de tantos días. ¿Cómo era posible que desde ese móvil se hicieran llamadas? —Sus ojos estaban muy abiertos mientras negaba con la cabeza—. La situación era imposible y, sin embargo, ocurrió. Yo fui testigo. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no sé qué hubiera pensado. Mi amiga se llevó el teléfono a su casa para tenerlo vigilado. Y allí lo tiene. Sin batería en un cajón. Y, aunque menos que al principio, sigue recibiendo llamadas, y esto nos tiene asustadas.
Tanto Emilia como su amiga llegaron a la conclusión de que el novio fallecido quería comunicarse con ella, y esa era la forma que tenía de hacerlo, a través de unas llamadas telefónicas imposibles de realizar.
—Vaya, es un caso muy extraño —dije lentamente asimilando la información que acababa de recibir, y tras reflexionar unos instantes en silencio, le pregunté—: ¿Tu amiga se queja de que no pudo despedirse de su novio?
—Sí, no deja de decirlo. Que no tuvo tiempo de despedirse, que no pudo acudir a su funeral. Creo que se culpa de no haberlo avisado de que estaba en el hospital; si lo hubiese hecho hubiera podido hablar con él una última vez y esa hubiese sido una despedida. Piensa que ya es demasiado tarde y no puede deshacer lo que pasó. Ya nunca se podrá despedir.
—Pues podría hacerlo ahora —le sugerí, y al ver la expresión de asombro de Emilia, continué—. Por ejemplo, ir al cementerio donde está enterrado y despedirse delante de su lápida. Decirle lo que no le pudo decir. Hablar con él, contarle dónde se encontraba ella cuando él se murió.
Reconocer que no pudo asistir a su funeral porque estaba enferma y que lo echa de menos. Hacer la despedida que no pudo hacerle en vida asistiendo a su funeral y explicarle, con su pensamiento y con su intención al ir al cementerio, el motivo. Además, llevarle flores acentuará el reconocimiento de su marcha y de que ha fallecido. Si no se ha visto a alguien enfermo ni se ha podido ir al funeral, se podría estar manteniendo la fase de la negación. Ni queremos ni deseamos aceptar que esa persona ya no estará con nosotros. Que se ha ido definitivamente de este plano. Acudir al cementerio, comprarle flores y despedirse delante de la tumba, denota que la fase de negación se ha dejado atrás. Es un paso importante en el duelo.
Emilia me escuchó en silencio y nos despedimos.
Pasaron varias semanas antes de que Emilia acudiese de nuevo. Tras acabar con el tema de salud que la había traído a la consulta, me dijo:
—¿Te acuerdas de mi amiga y las llamadas de teléfono que recibía? —asentí—. Pues le comenté lo que me habías dicho, que acudiese al cementerio a despedirse de su novio. Al principio le pareció una idea loca, pero luego se quedó pensativa. Pasaron unos días y me invitó a su casa. Me dijo que, al seguir recibiendo llamadas desde el móvil de su novio, el mismo que guardaba en un cajón, pensó que quizás acudir al cementerio y despedirse de él no era tan mala idea. Me dijo que sentía la necesidad de despedirse y de contarle por qué no había estado presente en su funeral. Aunque el novio desde el más allá lo supiese o incluso ya no le importase, a ella sí le importaba. No se lo dijo a nadie. Compró flores y una tarjeta en la que le contaba el amor que sentía y lo sola que se encontraba. Delante de la tumba le ofreció las flores, dejó la tarjeta a modo de carta de despedida y mantuvo una charla con él. Luego se marchó a casa. No sabía por qué, pero se encontraba más aliviada. Seguía sintiendo dolor, pero era más llevadero. Se dio cuenta de que, aunque no lo volvería a ver en esta vida, algún día, cuando llegase la hora, volverían a estar juntos.
Lo que hizo la amiga de Emilia al acudir al cementerio fue asimilar que su novio había fallecido, sobreponiéndose a la fase de negación. Aceptar que había muerto no evitó el dolor que le causaba su fallecimiento, pero no bloqueó las fases del duelo.
Las llamadas de teléfono cesaron a partir de ese día, ¿tal vez por casualidad?
FENÓMENOS ELÉCTRICOS Y MÁS
Manuela es profesora de Autoescuela. A los cincuenta y cinco años se divorció y, al no tener hijos, volvió a vivir con su madre, que había enviudado un año antes.
La relación con su madre era buena y, cuando la anciana se fracturó el fémur, Manuela la cuidó con dedicación.
—Doctora, tengo miedo de que se complique la fractura —me dijo respirando superficialmente—, estoy muy unida a mi madre. Es lo mejor que me ha pasado en la vida.
—Tu madre no tiene factores de riesgo para que se le complique —le contesté—. Sé que estás muy pendiente de ella. Tus cuidados son lo que necesita y lo que se puede hacer es esperar a que vaya mejorando.
Manuela asintió. Cuando se marchaba pensé en la relación tan intensa que mantenían ambas mujeres y lo que pasaría cuando una de las dos faltase.
Al cabo de un mes volvió a la consulta para darme la noticia del fallecimiento de su madre por una complicación inesperada; apenas pudo terminar de hablar. Me acerqué a ella sentándome a su lado y puse mi mano sobre su hombro para, después, acariciarle el brazo. Esperé a que se sintiese algo mejor y cuando se hubo calmado un poco me dijo:
—El día que murió mi madre fue el peor día de mi vida —asentí entendiendo—. No te imaginas cuando llegué a mi casa después del funeral. Me encontraba desolada. Ya nunca me esperaría en la casa, no la vería cuando llegase. Todo eso que pensaba me causaba mucho dolor. —Y su voz se ahogó mientras yo la sostenía.
—Estabais muy unidas. —Dejé pasar unos segundos para que se recuperase un poco—. Pero yo creo que lo que muere es el cuerpo, el vehículo utilizado para vivir una experiencia humana, por eso el cuerpo debe quedar en este plano. Pero el espíritu que habita ese cuerpo no muere, la consciencia continúa su andadura ahora despojada de su vehículo material.
Manuela había dejado de llorar y me miraba limpiándose los labios húmedos de lágrimas.
—Entonces ¿crees que no morimos del todo? ¿Que hay algo que sobrevive?
—Sí, eso creo —y asentí.
Manuela me miró y, bajando la voz, me confesó:
—Esa noche, cuando entré en mi casa desolada, iba por las habitaciones llamándola. Lloraba y la llamaba a gritos. —Se detuvo un instante y negó con la cabeza—. Pero mi madre no me dejó sola en mi desesperación.
—¿Cómo es eso?
—No se lo he dicho a nadie, me tomarían por loca.
—Manuela, puedes contármelo, si quieres. Hay personas que tienen experiencias cuando un ser querido fallece. En ocasiones es como si notaran su presencia. Es algo muy frecuente. Si tuviste una experiencia de este tipo, no pienses que estás loca. Creo que los del otro lado encuentran una manera de comunicarse con los que se han quedado en este para infundirles consuelo en momentos duros y para decirles que no han muerto del todo.
Se mantuvo en silencio un momento antes de continuar.
—En esos momentos en los que iba por mi casa, por las habitaciones, llorando y llamándola, las luces se apagaron y se volvieron a encender, varias veces. La puerta de su dormitorio se abrió pese a que estaba cerrada.
Luego oí un ruido en la puerta de entrada y fui hacia allí algo inquieta. No sabía qué estaba pasando. —Se detuvo y me miró; yo asentía y le pregunté:
—¿Crees que eran fenómenos provocados por el espíritu de tu madre? El que parpadeen las luces, se apaguen y se enciendan solas es un fenómeno frecuente cuando alguien acaba de fallecer. Los aparatos eléctricos se vuelven locos: la televisión se enciende sola, la radio comienza a sonar estando apagada. Y conozco un caso en el que la pantalla del ordenador comenzó a hacer nieve como en las televisiones antiguas.
Manuela asintió y tardó unos instantes en continuar.
—Las luces seguían apagándose y encendiéndose cuando me dirigía a la puerta de entrada. No había nadie en el hall, pero, aun así, la abrí para comprobar que fuera tampoco hubiese nadie. —Inspiró hondo y me miró con brevedad antes de continuar—. Al abrir la puerta, una luz blanca, como una bruma, me invadió y me envolvió. Dentro de esa bruma había cientos de luces pequeñísimas de color verde intenso. Recuerdo que pensé que podrían ser las luciérnagas que aparecen por la noche, yo vivo casi en el campo y las he visto en ocasiones; pero no, estamos en diciembre, me dije, y empecé a fijarme más en esas chispas de luz. No eran bichitos, eran puros destellos de luz verde dentro de esa bruma blanca. No sé por qué, pero me invadió una gran paz y tranquilidad. Cerré los ojos e inspiré dentro de esa bruma, y supe lo que pasaba. —Se detuvo Manuela, y me miró con ojos brillantes. Una leve sonrisa apareció en su rostro.
—¿Qué es lo que pasaba? —le pregunté devolviéndole la sonrisa.
—Era mi madre, era su energía, que me estaba diciendo que no la había perdido del todo. Su energía estaba allí, pervivía y yo la podía sentir. —Suspiró asintiendo, ya no lloraba—. La echaré de menos toda mi vida, pero sé que mi madre sigue existiendo. Fue un regalo que me hizo para aliviar mi dolor.
En este caso, además de los fenómenos eléctricos (luces que se apagan y se encienden solas), también aparece una bruma, como una niebla de color blanquecino.
Recuerda mucho a la niebla o bruma blanquecina que en ocasiones los testigos han observado desprendiéndose del cuerpo de la persona que está falleciendo y suele ser identificada por los mismos como el espíritu del que se marcha. La bruma había aparecido a escasas horas del fallecimiento, en la casa familiar donde se encontraba una hija desolada. Dentro de la bruma se apreciaban destellos de luz, de tonalidad verde. Este hecho no es usual, se trata del primer y único caso en el que he documentado que hubiera ese tipo de fenómeno, luces dentro de una niebla blanquecina.
A la hija le proporcionó consuelo, la ayudó sentir que su madre no la había abandonado y que se estaba comunicando con ella para darle este mensaje, además de que su espíritu se encontraba vivo en algún lugar al que llegaremos todos.
Estos fenómenos de despedida tienen la particularidad de aportar consuelo a los testigos. Excepto el caso del sobrino que soñó con la forma de morir de su tía precipitándose por el balcón, los demás han sido herramientas utilizadas para la elaboración del duelo, minimizando el dolor de la pérdida, puesto que se tiene el convencimiento de que la consciencia o espíritu del que se marcha no ha muerto, dejando abierta la esperanza de reencontrarse en un momento futuro y de que nosotros mismos también sobreviviremos a nuestro cuerpo continuando nuestra existencia en otro plano, dimensión o estado, del que, por el momento, solo conocemos atisbos, pero del que estoy convencida de que seremos conscientes porque está en la evolución de nuestra consciencia.
CONCLUSIONES
Todos los casos de este libro me han llevado a hacerme muchas preguntas, pero también a obtener algunas respuestas. La más evidente es que no se muere de una forma caótica, sino de una manera organizada, siguiendo un proceso que, una vez iniciado, da lugar a una cascada de sucesos que provocan la transferencia de la consciencia desde este plano al siguiente. Es lo que se llama tránsito, y es un estado de consciencia durante el cual suceden una serie de fenómenos que son los que constituyen el proceso de morir. Este no es un proceso arbitrario, sino que está diseñado.
El estado de consciencia del tránsito consiste en una expansión de la misma. El que está partiendo adquiere ciertas habilidades psíquicas como la mediumnidad —pueden ver a seres queridos, amigos o conocidos fallecidos—, dicha habilidad es la más frecuente y le proporciona al enfermo consuelo e información.
La información que recibe es certera y suele ser acerca de su partida, tal vez para que se prepare dejando sus asuntos resueltos en la medida de lo posible. Es una ocasión para dejar terminados los asuntos materiales y familiares que aún estuvieran inconclusos, despedirse de aquellos de los que se desea hacerlo y dar las últimas instrucciones. Deberíamos marcharnos dejando en este plano todo lo que pertenezca a este plano. El desapego al mismo facilita mucho el tránsito hacia la nueva realidad que se nos presenta.
El enfermo que está en tránsito puede comunicarnos lo que ya está viendo o percibiendo siempre que cuente con un interlocutor válido, que lo escuche y acepte su discurso.
Convertirse en un interlocutor válido será una de las formas de acompañamiento en la última etapa, junto con seguir las instrucciones que el enfermo pueda dar, sin interferir en el proceso o bloquearlo restándole importancia a lo que nos comunica, o negando lo que nos está diciendo.
Para acompañar al enfermo en su última etapa, habría que convertirse en un interlocutor válido con escucha activa y comprensiva averiguando cuáles son los temas o cuestiones que preocupan al paciente. Resolverlos en la medida de lo posible facilitará el desapego al poder soltar todo aquello que se deja resuelto y no tener asuntos pendientes.
Si bien no se sabe muy bien por qué ocurren las experiencias de la perimuerte, sí que se sabe cuáles son los efectos beneficiosos en el paciente, puesto que le aportan diferentes utilidades.
En primer lugar, sirven para tranquilizar. El paciente se siente acompañado por las visitas que recibe a la vez que le ayudan a realizar el tránsito, ya que pueden proporcionar consejos e información sobre cómo acceder al otro lado.
Avisan e informan de que le ha llegado su hora, dando tiempo para prepararse y dejar resueltos asuntos que se pudiesen tener pendientes tanto en el aspecto material como en el aspecto personal de relaciones con familiares, amigos y conocidos, así como tener la oportunidad de dar unos últimos consejos y de despedirse.
Disminuyen el miedo a la muerte, al asegurarles que existe otro plano de existencia al que el enfermo está accediendo y donde se reencuentra con seres queridos que ya fallecieron.
Estas experiencias me hacen reflexionar acerca del hecho de que no se muere solo, sino que estaremos asistidos en nuestro propio tránsito. Que la consciencia, espíritu o esencia de lo que somos no muere y sobrevive, ya que los que están partiendo pueden ver y percibir a aquellos que marcharon antes.
Las visitas y sus mensajes aportan paz y tranquilidad, no solo a los protagonistas o destinatarios primarios, sino a los testigos a los que el enfermo les habla acerca de las visitas, porque también se sienten reconfortados al saber que sus seres queridos se marcharán acompañados por otros miembros de la familia o por seres espirituales, guías o ángeles que asistirán al que parte y lo llevarán hacia el otro lado.
Parece que se recibe asistencia por parte del otro lado a la hora de pasar de un plano al otro.
En esta cascada de sucesos que constituyen el proceso de morir hay elementos que se repiten. Me he encontrado en numerosas ocasiones con la imagen del río con sus dos orillas, separando una vida de la otra, como una de las imágenes más frecuentes. El río sería el tránsito y cruzarlo sería estar en tránsito. También la puerta que comunica dos estancias ejerce el mismo papel de separar una vida de la siguiente. Pasar a través de ella sería el tránsito.
El hecho de hacerme preguntas me ha servido para hacer frente a mis miedos, a la vez que obtenía información. El conocimiento que he ido adquiriendo ha minimizado el miedo, y he descubierto que los temas relacionados con la muerte no tienen por qué ser tristes y pesimistas, sino que encierran grandes interrogantes y misterios.
Cada uno realiza el tránsito que necesita y, al igual que no hay dos vidas iguales, tampoco existen dos tránsitos iguales, puesto que cada uno abandona este plano de una forma singular, pero siguiendo un proceso que está diseñado.
El grado de confianza en la vida y la calidad de la relación establecida con uno mismo y con los demás pueden marcar la diferencia entre aceptar el proceso o rechazarlo. Cuanto más se haya confiado en la vida y menos control por lo tanto se ha ejercido sobre ella, el tránsito, como parte de la misma vida, será más tranquilo y fluiremos sin intentar controlarlo.
El mundo se puede ver como un caos o como un lugar armonioso en el que todo tiene su sentido profundo. Cuando se observa el proceso de morir es cuando se aprecia que está bien organizado y tiene su sentido. No es caótico y tiene su propia armonía en la sucesión de las diferentes fases.
Reconciliarse con el pasado viendo las cosas buenas que nos han sucedido, mirar atrás y ver que lo que pasó fueron experiencias que forjaron nuestra personalidad y de las cuales pudimos extraer una lección —aunque no comprendamos el propósito de otras— nos facilitará la reconciliación con nosotros mismos y con la historia personal. Cuando aparezca la gratitud hacia lo que hemos vivido, será más fácil soltar este plano y fluir al siguiente.
Morir no es un fracaso, es una oportunidad de recapacitar antes de volver al lugar de donde vinimos.
Todos, en mayor o menor medida dependiendo de la conexión que tengamos con nuestra esencia, podemos conocer o intuir la proximidad del desenlace.
Muere el cuerpo, pero lo que de verdad somos no lo hace, sino que va aflorando poco a poco conforme se desarrolla el tránsito.
Es un alumbramiento que siempre acaba bien, incluso para los que tienen mucho miedo, porque lo que no entiendan en este plano tendrán la oportunidad de hacerlo en el siguiente. Al único juicio al que tendremos que enfrentarnos es al propio.
La parte de cada uno que es feliz con lo que ha vivido será la que acepte el viaje. El viaje está tan bien organizado que la armonía del universo no permitirá que salgas del mismo. Deja entonces este mundo con paz, armonía y confianza.
Déjate cuidar, suéltate sin miedo y abre los ojos a los que te estarán esperando y asistiendo pidiendo su ayuda si fuera necesario. No se puede olvidar que tras el portal de la muerte se abre la realidad de la consciencia, entrando de nuevo al hogar del que partimos y al que gozosamente pertenecemos.
AGRADECIMIENTOS
Todos los casos aquí recogidos están basados en hechos reales de pacientes o familiares de pacientes que me los han transmitido bien por vía oral, o por medio de cartas u otros escritos. He modificado algunos nombres y lugares por expreso deseo de aquellas personas que me han confiado su experiencia y no quieren aparecer con sus verdaderos nombres, pero doy fe de que todos y cada uno de los casos que aparecen en este libro se han transcrito de la manera más exacta posible y cuentan con la autorización de quienes confiaron en mí y me los contaron para hacerlos públicos, por lo que les estoy muy agradecida. Sin su generosidad este libro no hubiera sido posible.
Dolores Aparicio es médico desde el año 1986. Ha trabajado en el desempeño de su profesión desde esa fecha. En su faceta de comunicadora ha participado asiduamente en Canal Sur en el magazín Mira la Vida y en Cuarto Milenio, del que formó parte de su Comité de Expertos.
También ha intervenido en diversos congresos sobre Visiones de los Moribundos y los Fenómenos en el lecho de muerte.
Sigue trasmitiendo y comunicando en su canal de YouTube.
Notas
[2] Raymond Moody: psiquiatra y licenciado en Filosofía, investigador de experiencias cercanas a la muerte y autor de, entre otros libros, Vida después de la vida. <<
[3] Cardiólogo holandés (1943), Consciencia más allá de la vida (una aproximación científica a la experiencia cercana a la muerte). <<
[4] Real Academia Española. <<
[5] Diccionario de la lengua española, elaborado por la RAE. <<
[6] Dos pequeñas cánulas de plástico que se introducen a la entrada de ambas fosas nasales y se sujetan detrás de la cabeza o de los oídos, y por las que se administra oxígeno a una presión y velocidad constantes. <<
[7] Osis y Harlandon, A la hora de la muerte, 1977. <<
[8] <https://www.jpsmjournal.com/article/S0885-3924(16)30302-5/fulltext>. <<
[9] El arte de morir, Atalanta. <<
[10] «End of life experiences and their implications for paliative ccare», Fenwick, P.; Lovelace, H. y Brayne, S. <<
[11] Director del Dream and Nightmare Laboratory de la Universidad de Montreal. <<
[12] <https://www.nytimes.com/2016/02/02/health/dreams-dying-deathbed-interpretation-delirium.html>. <<
[13] Cirujano y especialista en terapias de vidas pasadas. Caminos del Conocimiento. Canal de YouTube (5 de febrero de 2019). <<
[14] Afección ocular en la que el párpado se pliega hacia fuera dejando la superficie interna del mismo expuesta y propensa a la irritación y al enrojecimiento. <<
[15] Ansiolítico derivado de las benzodiacepinas. <<
[16] Habitación de descanso habilitada para el personal sanitario. <<
[17] Doctor Christopher Kerr, doctor de cuidados paliativos del Hospice Buffalo de Nueva York. <<
[18] Raymond Moody y Paul Perry, Destellos de eternidad, Edaf, 2010. <<
[19] Falta de oxígeno. <<
[20] Un aneurisma es una dilatación anormal de la pared de un vaso sanguíneo que la vuelve frágil, con riesgo de rotura o desgarro a ese nivel. Si el vaso afectado es una arteria importante o cerebral, la rotura provoca una muerte casi instantánea por una hemorragia masiva interna. <<
[21] Estado de cansancio, debilidad y agotamiento general, físico y psíquico, que se caracteriza por la falta de energía vital necesaria para la realización de las actividades diarias más habituales. <<
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